Todas las semanas aparecía por el cementerio un
hombre de unos setenta años, tal vez alguno más. Era
difícil precisar su senectud, su gravedad cansada.
Se presentía en él una vejez abundante, pero
inconcreta: La holgura del tiempo ya pasado que
respiran algunos seres escogidos por la naturaleza
para simbolizar algo, aunque nadie sabría decir qué.
Solía ir muy arreglado. Casi siempre con traje y
gafas negras. Se llamaba Fernando y los empleados
del cementerio habían decidido, casi sin pensarlo,
llamarle don Fernando. Tenía la piel cobriza y una
frente despejada, que parecía como una pared de
arcilla. Mostraba un rostro como de tierra roja. Era
más bien alto, y ancho de hombros. Tenía una de esas
estaturas confusas que hace pensar en hombres altos,
aunque no sobrepasaría el metro setenta y ocho
centímetros. La valoración de su estatura invitaba
al error. Tal vez todo él era una invitación al
error. Caminaba parsimonioso por el cementerio, como
si hubiera alguna tumba esperándole, como si tuviera
enterrado allí algún familiar querido. Como si en
ese camposanto hubiera un dolor que le concerniese.
O como si en ese cementerio reposara no alguien sino
más bien algo, que fuera de su urgente incumbencia,
de su innegable responsabilidad.
Ángel y Ramón, los encargados del mantenimiento,
pensaban que era viudo. Pero el trato asiduo iba, de
vez en cuando, filtrando alguna confidencia. Le
dieron tratamiento de don porque todo en él emanaba
una especie de solemnidad o de antigüedad, que se
acrecentaba cuando lo veían bajar del viejo tren que
conducía hasta las proximidades del cementerio.
Nunca se detenía en la misma tumba. Solía venir con
algunas flores no demasiados vistosas, más bien
flores sin pretensiones, de colores apagados, flores
humildes, como si exhibieran a través de su modestia
una forma de fortaleza contra el tiempo. Buscaba una
tumba determinada y allí se quedaba, mirando la
lápida.
Ángel y Ramón acabaron conociendo sus gustos, tal
vez esa no era la palabra. No, esa no era la
palabra. Sabían, por ejemplo, que escogía tumbas en
las que hubiera fotografía del fallecido o de la
fallecida. Fijaba su atención en muertos jóvenes y a
la vez antiguos: hombres o mujeres fallecidos
tempranamente en la década de los cuarenta del
pasado siglo; gente que murió a los veinte años o a
los veintiuno.
Allí se plantaba, como un árbol humano.
Dejaba las flores y se quedaba mirando la
fotografía. Parecía como si su pensamiento escarbase
en la tierra, intentando tocar el cadáver. Más que
tocarlo, acariciarlo, darle una mano amiga.
Elegía muertos ya olvidados de sus familias, si es
que aún había descendientes o parientes del difunto
sobre la faz de la tierra. Todo hacía pensar que no.
Pues eran tumbas abandonadas, eso se nota enseguida.
Los parientes de esos muertos, de estar aún vivos,
ya no podrían invocar ningún vínculo. Esa ausencia
de vínculo entre muertos y vivos engrandecía los
paseos de don Fernando.
Parecía como si don Fernando fuese una especie de
iluminador de los muertos sin memoria. Un ser que
regalaba un poco de memoria. El regalo de la
memoria, el regalo azaroso de un familiar inventado.
Como si el azar, el cielo, el destino, enviaran al
último familiar, aunque fuese un familiar de
mentira, un familiar falso, un familiar de viento.
Eso era don Fernando, un familiar fingido, regalado
por el azar, que es más compasivo que la vida.
Los paseos de don Fernando entre las sepulturas eran
parsimoniosos, contenían un punto de belleza. Los
zapatos negros de don Fernando, con el nudo de los
cordones perfectamente hecho. Las mañanas frías de
invierno. Los tres vagones verdes del viejo tren que
le traía siempre y siempre iba vacío, solo viajaba
don Fernando. El sol iluminando el camposanto
mientras don Fernando casi navegaba entre aquel mar
de gente que se marchó de este mundo sin saber si
verdaderamente alguna vez estuvo viva.
Pero don Fernando tampoco se iba a las tumbas
lejanas en el tiempo. Por ejemplo, Ángel y Ramón
nunca le vieron dejar flores en las lápidas de
muertos de finales del XIX o de principios del XX.
Breves diálogos, breves charlas que fueron
afianzando una minúscula amistad, rodeada de
silencio. Don Fernando solía asentir, y parecían
palabras suyas lo que más bien eran gestos y maneras
de mirar, o sonrisas educadas. No alcanzaban a
entender ni Ángel ni Ramón por qué la presencia y
las visitas de don Fernando les resultaban
agradables. Tampoco se lo plantearon nunca, hasta el
último día, en ese día sí. Simplemente, cuando lo
veían deambular por el cementerio, se les alegraba
el corazón. Y eso tampoco tenía que ver con el hecho
de que se tratara de un cementerio de ciudad
pequeña, porque había siempre otras visitas, alguna
viuda persistente, algún despistado, algún homenaje
a algún difunto ilustre, o algún recién llegado, que
siempre concita visitas y lágrimas sonoras, que poco
a poco se van espaciando en el tiempo. No se podía
decir, en todo caso, que Ángel y Ramón pasaran el
día de trabajo sin ver a ningún vivo.
Las visitas de don Fernando no tenían día fijo, pero
solía acudir dos o tres veces por semana, siempre
venía en su tren de tres vagones, verdes y
misteriosos, cuya estación se llamaba precisamente
“Camposanto”.
Una vez que don Fernando se marchaba, era costumbre
de Ángel y Ramón ir casi corriendo a ver quién había
sido el muerto indultado del olvido absoluto, quién
el elegido. Y allí se quedaban ellos dos también un
buen rato, mirando lo mismo que don Fernando acababa
de mirar, imaginando cómo fue la vida de quien ya no
la tenía y estaba allí, debajo de la lápida,
durmiendo como un bebé destruido.
Especialmente, se quedaban absortos contemplando las
fotografías, casi todas muy deterioradas, en blanco
y negro, metidas en unos marcos redondos, con
arabescos de hierro amarillento, y cristales
oscurecidos. Se trataba de rostros jóvenes, que tras
la visita de don Fernando, pareciera que quisieran
salir del marco y ponerse a hablar. Y qué dirían si
les fuera devuelto el don de la palabra.
¿Qué dirían?
Pasaron muchas cosas por aquel entonces, cosas que
ocurrieron de manera espontánea, incluso cabría
decir que casi mágica. Un día decidieron que
anotarían en una libreta los nombres y las fechas de
los muertos de don Fernando. Lamentaron no haber
tenido esa idea antes, pues de inmediato
comprendieron que les iba a resultar muy complicado
recordar los muertos anteriores a la lista que se
disponían a escribir. Sintieron cómo esos muertos
que nunca serían anotados se perdían en una
oscuridad más abisal que la de la simple muerte.
Era tan grande su ilusión que decidieron comprar una
libreta con papel de calidad. Pensaron que tal
empresa debía acompañarse de una estilográfica y no
de un lápiz normal y corriente. No entendían ni de
plumas ni de papeles de libretas, así que se dejaron
aconsejar por el joven sacerdote Nicolás, que había
sido nombrado rector de la capilla y administrador
del cementerio por el Obispo de la diócesis.
Compraron una pluma Parker y una libreta
encuadernada en piel y se pusieron a la tarea. No
querían que don Fernando se enterase, de modo que se
cuidaban muy mucho de comprobar que la tarea se
hacía en secreto.
El primer fallecido cuyo nombre fue copiado en la
libreta correspondía al joven Marcelino Claramonte
Amat, que nació en 1924 y murió en 1946, con
veintiún años. Al escribir el nombre del joven
Marcelino Claramonte, Ángel notó como una sensación
de dulzura en su mano derecha. Como si hubiera
conocido a ese ser cuyo nombre ahora escribía. Se
comprometieron a turnarse en la tarea. Dos días
después, fue Ramón quien al anotar el nombre de Rosa
Álvarez García, nacida en 1918 y muerta en 1940,
notó esa dulzura en la mano, casi como un brillo,
como una voz que se oía en una dimensión ingrávida.
Pasaron las semanas y aquella lista fue creciendo.
Un pequeño ejército de nombres, de gente que alguna
vez estuvo viva. Toda clase de apellidos, y de
nombres.
Un sentimiento de angustia les embargó cuando
cayeron en la cuenta de que, tarde o temprano, se
terminaría la enumeración de nombres vacíos, porque
ese cementerio no era infinito. Era bastante grande,
sí, pero no infinito. Se acabaría la contemplación
de los muertos. Y si estos dejaban de ser
contemplados, ¿qué sería de ellos?
Podían acudir al padre Nicolás y rogarle que
consultara el archivo, así sabrían con exactitud el
número de difuntos de la década de los años
cuarenta. Ese pensamiento les hizo reparar en algo
que les había pasado desapercibido: la habilidad de
don Fernando para encontrar las tumbas de esos
difuntos. Porque eran muertos especiales, eran los
elegidos de don Fernando, almas llamadas a memoria.
Tantas veces hubieran querido preguntarle cosas a
don Fernando. Ay, pero cuando iban a hacerlo, algo
les detenía. Sabían que aquello era una ceremonia y
no se interrumpe una ceremonia con preguntas
mezquinas sobre la misma ceremonia.
Por otra parte, descubrieron que la presencia de don
Fernando alegraba sus corazones de una manera que no
entendían. Recuerdan, sin embargo, la conversación
en donde les reveló que no era viudo.
No hizo falta preguntarle nada al sacerdote
Nicolás porque don Fernando un día se paró delante
de la tumba de un joven fallecido en 1950. Dejó allí
sus flores humildes y se marchó. Ángel y Ramón
anotaron en su libreta el nombre del fallecido: Juan
Ruiz Montes, nacido en 1929 y muerto el 1 de enero
de 1950. Había foto del joven Juan Ruiz. Ángel y
Ramón se quedaron, como siempre, contemplando el
rostro. Advirtieron una mejoría en la foto, ya
estaban en la década del cincuenta. Volvió a ocurrir
el fenómeno de siempre, pero esta vez ya en otra
década, y los dos enterradores quedaron sumergidos
en una melancolía dichosa al contemplar el rostro de
ese hombre joven, que, como siempre, acababa
reclamándoles un vínculo. Les inquietaban los
apellidos, porque qué es en realidad un apellido.
¿Nombra algo un apellido? Todo el cementerio era una
constelación de apellidos.
Don Fernando fortalecía vínculos entre vivos y
muertos.
Su paso triste por el cementerio iluminaba, sin
embargo, los espíritus, los árboles, las tapias, las
inscripciones, las flores. Nunca se detenía ante los
nichos, él iba siempre a las tumbas. Iba a la
tierra. Su rostro rojizo era del color de la tierra.
Insultáis a los hombres si no dais destino terrenal
a sus cuerpos caídos, eso pensaba don Fernando, pues
parecía como si su pensamiento se materializase en
palabras dichas por una voz incierta. Así que
despreciaba los nichos y solo atendía a los
enterramientos. Porque un nicho no es un
enterramiento. Es un encumbramiento grotesco. Es la
subida del cadáver a una altura ridícula y perversa.
Una ascensión a un lugar indecoroso, ¿por qué ha de
residir en un lugar tan imperfecto algo tan perfecto
como es el adiós a la vida? Si la ascensión se
hiciera a un piso noventa, sería un prodigio digno
de liturgia. Pero los nichos son elevaciones que
pueden medirse en unos pocos metros, en dos o tres
metros, tal vez cuatro. Tampoco son casas para el
difunto. Las pirámides sí eran casas. La tierra es
la sanación. Siempre la tierra. Tan humilde la
tierra.
Tristemente, no dedicó entonces a los nichos su
mirada de resurrección. Pero Ángel y Ramón
experimentaron una segunda alegría al comprobar que
los muertos de don Fernando no se agotaban en el
tiempo. La nueva década iniciada retumbaba en su
corazón, pero ya estaban tocados por la codicia del
saber. Quisieron ser especulativos, y empezaron a
razonar la magnitud del inventario que se avecinaba.
Habían descubierto el pasadizo que conduce a la
alegría de los muertos, una región que, siendo
inhóspita por naturaleza, don Fernando había
convertido en un valle lleno de ternura, de dolor
que enamora y de cariño. Porque hay algunos dolores
que causan amor. Y hay hombres que se enamoran del
dolor. Y el cariño también era crucial, había cariño
en don Fernando.
El cariño es un sentimiento sencillo. No es grave
como el amor.
Es tan sencillo que quizá valga más que el amor.
Como adictos, en cierta forma, a la alegría,
consultaron al joven Nicolás sobre los archivos.
Querían saber a qué listado de muertos se
enfrentaban. ¿Había allí una traición a don
Fernando? Más bien era el deseo de que su alegría no
fuese corta.
¡Cómo interrumpir a don Fernando en sus desoladas
derivas por el cementerio, que eran una elevada
liturgia de amor a lo caído! Los difuntos de la
década de los cuarenta aún persistían en sus
llamadas de atención, reclamando que don Fernando
detuviera su paso solemne ante sus tumbas, como si
hubieran vuelto a poseer una familia. ¿Era don
Fernando el último resto del espíritu de la familia
más allá de la muerte? Todos esos muertos
abandonados semejaban estrellas que brillan en el
cielo para nadie, porque nadie las mira.
Don Fernando miraba para que lo mirado existiese, o
volviera a existir. Porque volver a existir es el
sueño de lo que existió.
No les quedó más remedio que revelar toda la
historia al padre Nicolás, pues éste no se conformó
con atender sus dudas y preguntó que a qué venía ese
extraño deseo de querer saber cuántos difuntos de la
década de mil novecientos cincuenta tenían allí su
última morada. Nicolás era un hombre joven, como
ellos dos, no vestía sotana, pero de vez en cuando
se ponía un alzacuellos. Era risueño y amable,
siempre sonriente, un buen hombre, sencillo, afable,
siempre dispuesto a ayudar a todo el mundo. Pidió a
Ángel y Ramón que le presentasen a don Fernando.
Aquel mediodía en que Nicolás vio por vez primera
a don Fernando llovía y el cielo estaba cubierto.
Don Fernando bajó del tren y abrió un paraguas
negro, con el puño de madera y la contera dorada,
que parecía como un vago rayo de sol bajo el agua.
Los tres vigilantes se ocultaron tras una pared de
nichos, para que don Fernando pudiera pasear
tranquilo. Llevaba una gabardina beig. Aquel día se
había puesto sombrero, y dado que llovía, no llevaba
gafas de sol. Fue contemplando tumbas, con
serenidad, con su mansedumbre casi angelical. Hasta
que se paró delante de una, bastante vulgar, sin
nada que sobresaliera, como solía ser costumbre. Las
gotas de lluvia resbalaban sobre la fotografía del
difunto, protegida con un cristal muy desgastado y
agrietado. Aun así, se veía claramente el rostro.
No llevaba flores esta vez. No, no iba con flores.
Pero por qué. ¿Por la lluvia? De repente, la lluvia
arreció. Cobró consistencia. Descendió la
temperatura bruscamente. No era un día cualquiera.
Era el 31 de diciembre, era invierno, con frío, en
ese momento en que el frío rompe los vientos, rompe
el aire, rompe las venas de la cara de los muertos,
y el frío transformó la lluvia en nieve.
Nadie camina con flores bajo la nieve. Estaba
nevando.
Don Fernando se detuvo ante la primera tumba: Ángel
Expósito Expósito, nacido en 1929 y muerto en 1951.
Estuvo casi media hora delante de Ángel Expósito,
cuya fotografía iba cubriendo los copos de nieve,
que cada vez eran más gruesos. Siguió su camino don
Fernando. Se alejó por otra senda del cementerio.
Una vez que ya no corrían peligro de ser vistos, se
acercaron deprisa para saber quién era el difunto
elegido.
Se quedaron mirando en un triste silencio, un
silencio que era como una amputación. Porque ya no
eran tres amigos del alma sino solo dos. Faltaba
Ángel. El padre Nicolás, entonces, agarró la mano de
Ramón, en cuyo rostro se dibujaba una lágrima, y le
dijo “no tengas miedo”. Ramón miró a Nicolás con una
mirada densa, huracanada. Se sintió tan desamparado.
Pero Nicolás le abrazó, le dio el abrazo más sentido
del mundo. Y luego besó su mejilla.
Fueron caminando, cogidos de la mano, mientras la
nieve arreciaba y se levantaba el viento. Había
oscurecido, como si ese 31 de diciembre pasase ahora
muy deprisa. En unas pocas horas entraría el año
nuevo. Divisaron el abrigo gris, detenido delante de
una tumba. Solo se veía el abrigo y la espalda de
don Fernando, pues lo demás lo ocultaba el paraguas,
y la contera dorada emitía un suave brillo en medio
del vendaval blanco. La nieve había reducido la
visibilidad y casi lo agradecieron. Nicolás apretaba
la mano de Ramón, pero faltaba Ángel. Entonces, al
pensar en Ángel, se dieron cuenta de que no estaban
sintiendo el frío, que en ningún momento lo habían
sentido.
Pero enseguida se dio cuenta de que a su lado ya
no había nadie. Miró la tumba de la que acababa de
alejarse don Fernando. Allí estaba el retrato de
Ramón Expósito Expósito, pues había una pequeña
cornisa que protegía la foto de la nieve y se podía
ver el rostro en blanco y negro de Ramón. Claro, esa
foto, que pagó él, que él colocó allí aquel día. Y
allí estaba Ramón, otra vez de regreso a casa. A esa
casa brumosa. El buen Ramón, ya en su sitio. El buen
Ángel, también regresado, otra vez en silencio. Los
tres amigos. Los tres inseparables. Los mil
recuerdos de cuando eran niños, siempre jugando,
siempre en los campos, subiendo a los árboles o
bañándose en el río en los veranos. Bajo el sol los
tres. Bajo la nieve ahora. Él eligió estudiar, y
ellos se quedaron en el pueblo. Qué solo se sintió
sin sus dos hermanos. Así los llamaron una vez en
aquel hospicio donde pasaron la niñez: los tres
hermanitos. Los tres olvidados. Los tres niños
solitarios, sin padres, sin tíos, sin abuelos, sin
familia. Sin absolutamente nadie. ¿De dónde habían
salido? ¿Por qué estaban en el mundo? ¿Habían
aparecido sobre la faz de la tierra en un acto de
magia? A veces lo creyeron, creyeron que eran
hermanos. Porque correr la misma suerte hermana.
Eran ellos tres su propia familia, una familia
parecida a la nieve que estaba cubriendo el
cementerio. Las risas de la adolescencia. Los
pantalones cortos. Las sandalias gastadas. Los pies
sucios. Las pedradas. Los campos. La luna en los
veranos. El frío espantoso de la Casa de
Misericordia en los inviernos. El ventanal podrido.
El tejado abierto, por el que se colaban las nubes
desnudas. El paso de las nubes desnudas sobre la
vida de los tres hermanos.
Miró al frente y a lo lejos vio de nuevo el abrigo
de don Fernando. No se había detenido aún. No, aún
caminaba, muy despacio. No, no se había detenido,
pero lo haría en cualquier momento, dentro de unos
segundos. Bajó la vista, pensando que ya llegaba el
segundo de su evaporación, de su retorno al hondo
reino de los dormidos. Quería desvanecerse con la
vista a ras de suelo, con la vista arrodillada, en
señal de conformidad, de aceptación, de humildad.
Levantó la vista. Don Fernando ya se había detenido.
No había nadie ya, silencio absoluto, solo la nieve,
sobre la cual quedó la libreta y la pluma.
Don Fernando abandonó el cementerio, su trabajo
había terminado, y se oía acercarse el tren de tres
vagones verdes que venía a buscarlo de regreso a
casa.