Premios del Tren 2022 - Fundación de los Ferrocarriles Españoles
Premios del Tren 2022

 


Premios del Tren de Poesía y Cuento 2022

Primer premio de cuento: "Don Fernando", Manuel Vilas

Manuel Vilas

Todas las semanas aparecía por el cementerio un hombre de unos setenta años, tal vez alguno más. Era difícil precisar su senectud, su gravedad cansada. Se presentía en él una vejez abundante, pero inconcreta: La holgura del tiempo ya pasado que respiran algunos seres escogidos por la naturaleza para simbolizar algo, aunque nadie sabría decir qué. Solía ir muy arreglado. Casi siempre con traje y gafas negras. Se llamaba Fernando y los empleados del cementerio habían decidido, casi sin pensarlo, llamarle don Fernando. Tenía la piel cobriza y una frente despejada, que parecía como una pared de arcilla. Mostraba un rostro como de tierra roja. Era más bien alto, y ancho de hombros. Tenía una de esas estaturas confusas que hace pensar en hombres altos, aunque no sobrepasaría el metro setenta y ocho centímetros. La valoración de su estatura invitaba al error. Tal vez todo él era una invitación al error. Caminaba parsimonioso por el cementerio, como si hubiera alguna tumba esperándole, como si tuviera enterrado allí algún familiar querido. Como si en ese camposanto hubiera un dolor que le concerniese. O como si en ese cementerio reposara no alguien sino más bien algo, que fuera de su urgente incumbencia, de su innegable responsabilidad.

Ángel y Ramón, los encargados del mantenimiento, pensaban que era viudo. Pero el trato asiduo iba, de vez en cuando, filtrando alguna confidencia. Le dieron tratamiento de don porque todo en él emanaba una especie de solemnidad o de antigüedad, que se acrecentaba cuando lo veían bajar del viejo tren que conducía hasta las proximidades del cementerio.

Nunca se detenía en la misma tumba. Solía venir con algunas flores no demasiados vistosas, más bien flores sin pretensiones, de colores apagados, flores humildes, como si exhibieran a través de su modestia una forma de fortaleza contra el tiempo. Buscaba una tumba determinada y allí se quedaba, mirando la lápida.

Ángel y Ramón acabaron conociendo sus gustos, tal vez esa no era la palabra. No, esa no era la palabra. Sabían, por ejemplo, que escogía tumbas en las que hubiera fotografía del fallecido o de la fallecida. Fijaba su atención en muertos jóvenes y a la vez antiguos: hombres o mujeres fallecidos tempranamente en la década de los cuarenta del pasado siglo; gente que murió a los veinte años o a los veintiuno.

Allí se plantaba, como un árbol humano.

Dejaba las flores y se quedaba mirando la fotografía. Parecía como si su pensamiento escarbase en la tierra, intentando tocar el cadáver. Más que tocarlo, acariciarlo, darle una mano amiga.

Elegía muertos ya olvidados de sus familias, si es que aún había descendientes o parientes del difunto sobre la faz de la tierra. Todo hacía pensar que no. Pues eran tumbas abandonadas, eso se nota enseguida. Los parientes de esos muertos, de estar aún vivos, ya no podrían invocar ningún vínculo. Esa ausencia de vínculo entre muertos y vivos engrandecía los paseos de don Fernando.

Parecía como si don Fernando fuese una especie de iluminador de los muertos sin memoria. Un ser que regalaba un poco de memoria. El regalo de la memoria, el regalo azaroso de un familiar inventado.

Como si el azar, el cielo, el destino, enviaran al último familiar, aunque fuese un familiar de mentira, un familiar falso, un familiar de viento.

Eso era don Fernando, un familiar fingido, regalado por el azar, que es más compasivo que la vida.

Los paseos de don Fernando entre las sepulturas eran parsimoniosos, contenían un punto de belleza. Los zapatos negros de don Fernando, con el nudo de los cordones perfectamente hecho. Las mañanas frías de invierno. Los tres vagones verdes del viejo tren que le traía siempre y siempre iba vacío, solo viajaba don Fernando. El sol iluminando el camposanto mientras don Fernando casi navegaba entre aquel mar de gente que se marchó de este mundo sin saber si verdaderamente alguna vez estuvo viva.

Pero don Fernando tampoco se iba a las tumbas lejanas en el tiempo. Por ejemplo, Ángel y Ramón nunca le vieron dejar flores en las lápidas de muertos de finales del XIX o de principios del XX.

  • Buenos días, don Fernando—decía Ángel.
  • Hace una mañana llena de luz, aunque fría—comentaba Ramón.

Breves diálogos, breves charlas que fueron afianzando una minúscula amistad, rodeada de silencio. Don Fernando solía asentir, y parecían palabras suyas lo que más bien eran gestos y maneras de mirar, o sonrisas educadas. No alcanzaban a entender ni Ángel ni Ramón por qué la presencia y las visitas de don Fernando les resultaban agradables. Tampoco se lo plantearon nunca, hasta el último día, en ese día sí. Simplemente, cuando lo veían deambular por el cementerio, se les alegraba el corazón. Y eso tampoco tenía que ver con el hecho de que se tratara de un cementerio de ciudad pequeña, porque había siempre otras visitas, alguna viuda persistente, algún despistado, algún homenaje a algún difunto ilustre, o algún recién llegado, que siempre concita visitas y lágrimas sonoras, que poco a poco se van espaciando en el tiempo. No se podía decir, en todo caso, que Ángel y Ramón pasaran el día de trabajo sin ver a ningún vivo.

Las visitas de don Fernando no tenían día fijo, pero solía acudir dos o tres veces por semana, siempre venía en su tren de tres vagones, verdes y misteriosos, cuya estación se llamaba precisamente “Camposanto”.

Una vez que don Fernando se marchaba, era costumbre de Ángel y Ramón ir casi corriendo a ver quién había sido el muerto indultado del olvido absoluto, quién el elegido. Y allí se quedaban ellos dos también un buen rato, mirando lo mismo que don Fernando acababa de mirar, imaginando cómo fue la vida de quien ya no la tenía y estaba allí, debajo de la lápida, durmiendo como un bebé destruido.

Especialmente, se quedaban absortos contemplando las fotografías, casi todas muy deterioradas, en blanco y negro, metidas en unos marcos redondos, con arabescos de hierro amarillento, y cristales oscurecidos. Se trataba de rostros jóvenes, que tras la visita de don Fernando, pareciera que quisieran salir del marco y ponerse a hablar. Y qué dirían si les fuera devuelto el don de la palabra.

¿Qué dirían?

Pasaron muchas cosas por aquel entonces, cosas que ocurrieron de manera espontánea, incluso cabría decir que casi mágica. Un día decidieron que anotarían en una libreta los nombres y las fechas de los muertos de don Fernando. Lamentaron no haber tenido esa idea antes, pues de inmediato comprendieron que les iba a resultar muy complicado recordar los muertos anteriores a la lista que se disponían a escribir. Sintieron cómo esos muertos que nunca serían anotados se perdían en una oscuridad más abisal que la de la simple muerte.

Era tan grande su ilusión que decidieron comprar una libreta con papel de calidad. Pensaron que tal empresa debía acompañarse de una estilográfica y no de un lápiz normal y corriente. No entendían ni de plumas ni de papeles de libretas, así que se dejaron aconsejar por el joven sacerdote Nicolás, que había sido nombrado rector de la capilla y administrador del cementerio por el Obispo de la diócesis.

Compraron una pluma Parker y una libreta encuadernada en piel y se pusieron a la tarea. No querían que don Fernando se enterase, de modo que se cuidaban muy mucho de comprobar que la tarea se hacía en secreto.

El primer fallecido cuyo nombre fue copiado en la libreta correspondía al joven Marcelino Claramonte Amat, que nació en 1924 y murió en 1946, con veintiún años. Al escribir el nombre del joven Marcelino Claramonte, Ángel notó como una sensación de dulzura en su mano derecha. Como si hubiera conocido a ese ser cuyo nombre ahora escribía. Se comprometieron a turnarse en la tarea. Dos días después, fue Ramón quien al anotar el nombre de Rosa Álvarez García, nacida en 1918 y muerta en 1940, notó esa dulzura en la mano, casi como un brillo, como una voz que se oía en una dimensión ingrávida.

Pasaron las semanas y aquella lista fue creciendo. Un pequeño ejército de nombres, de gente que alguna vez estuvo viva. Toda clase de apellidos, y de nombres.

Un sentimiento de angustia les embargó cuando cayeron en la cuenta de que, tarde o temprano, se terminaría la enumeración de nombres vacíos, porque ese cementerio no era infinito. Era bastante grande, sí, pero no infinito. Se acabaría la contemplación de los muertos. Y si estos dejaban de ser contemplados, ¿qué sería de ellos?

Podían acudir al padre Nicolás y rogarle que consultara el archivo, así sabrían con exactitud el número de difuntos de la década de los años cuarenta. Ese pensamiento les hizo reparar en algo que les había pasado desapercibido: la habilidad de don Fernando para encontrar las tumbas de esos difuntos. Porque eran muertos especiales, eran los elegidos de don Fernando, almas llamadas a memoria.

Tantas veces hubieran querido preguntarle cosas a don Fernando. Ay, pero cuando iban a hacerlo, algo les detenía. Sabían que aquello era una ceremonia y no se interrumpe una ceremonia con preguntas mezquinas sobre la misma ceremonia.

Por otra parte, descubrieron que la presencia de don Fernando alegraba sus corazones de una manera que no entendían. Recuerdan, sin embargo, la conversación en donde les reveló que no era viudo.

  • No, no soy viudo. Nunca me casé. Creo que ustedes tampoco lo están, o más bien lo estuvieron. Es muy bonito estar casado. Ustedes tal vez no tuvieron tiempo y yo acaso tuve demasiado tiempo. Para casarse hay que poseer tiempo de vida, ese bien que la gente nunca valora. El tiempo de vivir. Ojalá yo hubiera encontrado un amor. Ya soy un viejo, ya no puedo esperar el amor en esta vida. Tal vez en otra vida, pero me gusta subirme a ese tren que me trae hasta este cementerio y pasear rodeado de esta paz—y se sonrió, y se iluminó su frente roja, de tierra roja.

No hizo falta preguntarle nada al sacerdote Nicolás porque don Fernando un día se paró delante de la tumba de un joven fallecido en 1950. Dejó allí sus flores humildes y se marchó. Ángel y Ramón anotaron en su libreta el nombre del fallecido: Juan Ruiz Montes, nacido en 1929 y muerto el 1 de enero de 1950. Había foto del joven Juan Ruiz. Ángel y Ramón se quedaron, como siempre, contemplando el rostro. Advirtieron una mejoría en la foto, ya estaban en la década del cincuenta. Volvió a ocurrir el fenómeno de siempre, pero esta vez ya en otra década, y los dos enterradores quedaron sumergidos en una melancolía dichosa al contemplar el rostro de ese hombre joven, que, como siempre, acababa reclamándoles un vínculo. Les inquietaban los apellidos, porque qué es en realidad un apellido. ¿Nombra algo un apellido? Todo el cementerio era una constelación de apellidos.

Don Fernando fortalecía vínculos entre vivos y muertos.

Su paso triste por el cementerio iluminaba, sin embargo, los espíritus, los árboles, las tapias, las inscripciones, las flores. Nunca se detenía ante los nichos, él iba siempre a las tumbas. Iba a la tierra. Su rostro rojizo era del color de la tierra. Insultáis a los hombres si no dais destino terrenal a sus cuerpos caídos, eso pensaba don Fernando, pues parecía como si su pensamiento se materializase en palabras dichas por una voz incierta. Así que despreciaba los nichos y solo atendía a los enterramientos. Porque un nicho no es un enterramiento. Es un encumbramiento grotesco. Es la subida del cadáver a una altura ridícula y perversa. Una ascensión a un lugar indecoroso, ¿por qué ha de residir en un lugar tan imperfecto algo tan perfecto como es el adiós a la vida? Si la ascensión se hiciera a un piso noventa, sería un prodigio digno de liturgia. Pero los nichos son elevaciones que pueden medirse en unos pocos metros, en dos o tres metros, tal vez cuatro. Tampoco son casas para el difunto. Las pirámides sí eran casas. La tierra es la sanación. Siempre la tierra. Tan humilde la tierra.

Tristemente, no dedicó entonces a los nichos su mirada de resurrección. Pero Ángel y Ramón experimentaron una segunda alegría al comprobar que los muertos de don Fernando no se agotaban en el tiempo. La nueva década iniciada retumbaba en su corazón, pero ya estaban tocados por la codicia del saber. Quisieron ser especulativos, y empezaron a razonar la magnitud del inventario que se avecinaba. Habían descubierto el pasadizo que conduce a la alegría de los muertos, una región que, siendo inhóspita por naturaleza, don Fernando había convertido en un valle lleno de ternura, de dolor que enamora y de cariño. Porque hay algunos dolores que causan amor. Y hay hombres que se enamoran del dolor. Y el cariño también era crucial, había cariño en don Fernando.

El cariño es un sentimiento sencillo. No es grave como el amor.

Es tan sencillo que quizá valga más que el amor.

Como adictos, en cierta forma, a la alegría, consultaron al joven Nicolás sobre los archivos. Querían saber a qué listado de muertos se enfrentaban. ¿Había allí una traición a don Fernando? Más bien era el deseo de que su alegría no fuese corta.
¡Cómo interrumpir a don Fernando en sus desoladas derivas por el cementerio, que eran una elevada liturgia de amor a lo caído! Los difuntos de la década de los cuarenta aún persistían en sus llamadas de atención, reclamando que don Fernando detuviera su paso solemne ante sus tumbas, como si hubieran vuelto a poseer una familia. ¿Era don Fernando el último resto del espíritu de la familia más allá de la muerte? Todos esos muertos abandonados semejaban estrellas que brillan en el cielo para nadie, porque nadie las mira.

Don Fernando miraba para que lo mirado existiese, o volviera a existir. Porque volver a existir es el sueño de lo que existió.
No les quedó más remedio que revelar toda la historia al padre Nicolás, pues éste no se conformó con atender sus dudas y preguntó que a qué venía ese extraño deseo de querer saber cuántos difuntos de la década de mil novecientos cincuenta tenían allí su última morada. Nicolás era un hombre joven, como ellos dos, no vestía sotana, pero de vez en cuando se ponía un alzacuellos. Era risueño y amable, siempre sonriente, un buen hombre, sencillo, afable, siempre dispuesto a ayudar a todo el mundo. Pidió a Ángel y Ramón que le presentasen a don Fernando.

  • Esto es imposible, padre Nicolás, no es bueno interrumpir sus paseos, alguna vez lo hemos hecho y eso no es agradable para nadie—dijo Ángel, no sin azorarse por dentro, pues siempre le pasaba cuando llamaba con el apelativo de “padre” a un hombre de su edad, que para más inri era su amigo.
  • Lo mejor será que lo vea usted, como hacemos nosotros, sin decirle nada, con verlo ya es bastante—dijo Ramón, que experimentó el mismo azoramiento, especialmente por tener que tratar de usted a su amigo de toda la vida.

Aquel mediodía en que Nicolás vio por vez primera a don Fernando llovía y el cielo estaba cubierto. Don Fernando bajó del tren y abrió un paraguas negro, con el puño de madera y la contera dorada, que parecía como un vago rayo de sol bajo el agua. Los tres vigilantes se ocultaron tras una pared de nichos, para que don Fernando pudiera pasear tranquilo. Llevaba una gabardina beig. Aquel día se había puesto sombrero, y dado que llovía, no llevaba gafas de sol. Fue contemplando tumbas, con serenidad, con su mansedumbre casi angelical. Hasta que se paró delante de una, bastante vulgar, sin nada que sobresaliera, como solía ser costumbre. Las gotas de lluvia resbalaban sobre la fotografía del difunto, protegida con un cristal muy desgastado y agrietado. Aun así, se veía claramente el rostro.

No llevaba flores esta vez. No, no iba con flores. Pero por qué. ¿Por la lluvia? De repente, la lluvia arreció. Cobró consistencia. Descendió la temperatura bruscamente. No era un día cualquiera. Era el 31 de diciembre, era invierno, con frío, en ese momento en que el frío rompe los vientos, rompe el aire, rompe las venas de la cara de los muertos, y el frío transformó la lluvia en nieve.

Nadie camina con flores bajo la nieve. Estaba nevando.

Don Fernando se detuvo ante la primera tumba: Ángel Expósito Expósito, nacido en 1929 y muerto en 1951. Estuvo casi media hora delante de Ángel Expósito, cuya fotografía iba cubriendo los copos de nieve, que cada vez eran más gruesos. Siguió su camino don Fernando. Se alejó por otra senda del cementerio. Una vez que ya no corrían peligro de ser vistos, se acercaron deprisa para saber quién era el difunto elegido.

Se quedaron mirando en un triste silencio, un silencio que era como una amputación. Porque ya no eran tres amigos del alma sino solo dos. Faltaba Ángel. El padre Nicolás, entonces, agarró la mano de Ramón, en cuyo rostro se dibujaba una lágrima, y le dijo “no tengas miedo”. Ramón miró a Nicolás con una mirada densa, huracanada. Se sintió tan desamparado. Pero Nicolás le abrazó, le dio el abrazo más sentido del mundo. Y luego besó su mejilla.

Fueron caminando, cogidos de la mano, mientras la nieve arreciaba y se levantaba el viento. Había oscurecido, como si ese 31 de diciembre pasase ahora muy deprisa. En unas pocas horas entraría el año nuevo. Divisaron el abrigo gris, detenido delante de una tumba. Solo se veía el abrigo y la espalda de don Fernando, pues lo demás lo ocultaba el paraguas, y la contera dorada emitía un suave brillo en medio del vendaval blanco. La nieve había reducido la visibilidad y casi lo agradecieron. Nicolás apretaba la mano de Ramón, pero faltaba Ángel. Entonces, al pensar en Ángel, se dieron cuenta de que no estaban sintiendo el frío, que en ningún momento lo habían sentido.

  • Lo que más me duele, lo que me causa un sufrimiento horrible es no haberle podido dar un abrazo a Ángel, no haberme podido despedir de él como lo hago ahora de ti, porque nunca jamás, absolutamente nunca jamás volveré a verle y no supe decirle que lo quería— dijo el padre Nicolás.

Pero enseguida se dio cuenta de que a su lado ya no había nadie. Miró la tumba de la que acababa de alejarse don Fernando. Allí estaba el retrato de Ramón Expósito Expósito, pues había una pequeña cornisa que protegía la foto de la nieve y se podía ver el rostro en blanco y negro de Ramón. Claro, esa foto, que pagó él, que él colocó allí aquel día. Y allí estaba Ramón, otra vez de regreso a casa. A esa casa brumosa. El buen Ramón, ya en su sitio. El buen Ángel, también regresado, otra vez en silencio. Los tres amigos. Los tres inseparables. Los mil recuerdos de cuando eran niños, siempre jugando, siempre en los campos, subiendo a los árboles o bañándose en el río en los veranos. Bajo el sol los tres. Bajo la nieve ahora. Él eligió estudiar, y ellos se quedaron en el pueblo. Qué solo se sintió sin sus dos hermanos. Así los llamaron una vez en aquel hospicio donde pasaron la niñez: los tres hermanitos. Los tres olvidados. Los tres niños solitarios, sin padres, sin tíos, sin abuelos, sin familia. Sin absolutamente nadie. ¿De dónde habían salido? ¿Por qué estaban en el mundo? ¿Habían aparecido sobre la faz de la tierra en un acto de magia? A veces lo creyeron, creyeron que eran hermanos. Porque correr la misma suerte hermana. Eran ellos tres su propia familia, una familia parecida a la nieve que estaba cubriendo el cementerio. Las risas de la adolescencia. Los pantalones cortos. Las sandalias gastadas. Los pies sucios. Las pedradas. Los campos. La luna en los veranos. El frío espantoso de la Casa de Misericordia en los inviernos. El ventanal podrido. El tejado abierto, por el que se colaban las nubes desnudas. El paso de las nubes desnudas sobre la vida de los tres hermanos.

Miró al frente y a lo lejos vio de nuevo el abrigo de don Fernando. No se había detenido aún. No, aún caminaba, muy despacio. No, no se había detenido, pero lo haría en cualquier momento, dentro de unos segundos. Bajó la vista, pensando que ya llegaba el segundo de su evaporación, de su retorno al hondo reino de los dormidos. Quería desvanecerse con la vista a ras de suelo, con la vista arrodillada, en señal de conformidad, de aceptación, de humildad. Levantó la vista. Don Fernando ya se había detenido.

No había nadie ya, silencio absoluto, solo la nieve, sobre la cual quedó la libreta y la pluma.

Don Fernando abandonó el cementerio, su trabajo había terminado, y se oía acercarse el tren de tres vagones verdes que venía a buscarlo de regreso a casa.