Raquel era maestra en mi escuela y vivía a cuatro 
							calles de nuestra casa. Una tarde le ofreció a mi 
							madre llevarme en el coche al terminar la clase. Ese 
							día, atípico, me subí al coche celeste de Raquel, la 
							maestra de pelos revueltos y mirada intimidante y 
							desde el asiento trasero, elevado, del viejo Citroën, 
							mantuve mis ojos pegados a la ventanilla cerrada. De 
							repente, como en una transición por barrido pude ver 
							que estábamos pasando por la puerta de mi casa, pude 
							ver el jardín verde y florecido de las azaleas 
							gigantes que tanto cuidaba mi madre, y hasta creí 
							verla a ella al sesgo pasando por el living apenas 
							iluminado por los últimos rayos de sol de la tarde.
							
							Unas calles más adelante Raquel aparcó el coche, 
							cogió su bolso del asiento delantero, se arregló el 
							pelo que tenía sobre la frente, pude verla por el 
							espejo retrovisor, cómo las personas cambian su 
							expresión cuando se miran al espejo, intentando que 
							les devuelva algo apenas aparecido a aquello que 
							desean ver. Raquel se bajó del coche, lo cerró con 
							llave y pude observarla subiendo la escalera 
							exterior hasta el primer piso, revisar los 
							bolsillos, coger las llaves y entrar.
							
							Yo sabía que algo no estaba del todo bien porque en 
							efecto, Raquel se había olvidado de llevarme a casa. 
							También podía imaginar que mi mamá estaría nerviosa 
							esperando porque se había pasado mi horario de 
							regreso. Pero no dije nada. Me quedé sin moverme, en 
							la misma posición en la que estaba antes, cuando el 
							coche avanzaba. Me quedé así por minutos, por horas 
							tal vez, podía ver por la ventanilla partir los 
							trenes de la estación que quedaba frente a su casa. 
							Los que salían y los que llegaban, y entre medio de 
							las vías asomaban unas flores extrañas. Me sentía 
							bien en ese coche cerrado con llave mirando la 
							estación. De niños solemos tener pensamientos 
							curiosos, solo que no los podemos descifrar o poner 
							en palabras, pero así y todo, después de años, esos 
							pensamientos revueltos e ingenuos salen a la 
							superficie y se acomodan, encajan perfectamente como 
							para pensar ahora, años después, que aquel olvido, 
							que el olvido es una forma hermosa de libertad, como 
							aquellos trenes, como aquellas flores raras, como 
							aquellas personas que a paso ligero se cruzaban unas 
							con otras ignorando que tras el vidrio de un coche 
							alguien los observaba en silencio.
							
							Estaba en medio de todo eso cuando el ruido de un 
							portazo me hace girar la cabeza hacia la casa, y 
							puedo ver a la maestra bajando las escaleras a toda 
							prisa, correr hacia el coche, asomar la cabeza 
							frunciendo el ceño, los ojos desquiciados y 
							relajarse al ver que yo, la niña tonta, seguía 
							sentada en el asiento de atrás.
							
							Al abrir la puerta comenzó a decirme, con la voz 
							quebrada por la desesperante sensación de haber 
							podido perder a una hija ajena, que por qué no le 
							había dicho nada, que por qué había viajado todo el 
							camino sin decir una palabra. Que cómo podía ser que 
							si había visto cómo ella se bajaba del coche y lo 
							cerraba con llave me había quedado callada mirando. 
							No pude responder. Después de todo la 
							responsabilidad de dejarme en mi casa, hablara o no 
							hablara yo, era de ella. Después de todo no era mi 
							tarea recordarle que iba en su coche. Después de 
							todo, la soledad no es tan fea si hay trenes y nubes 
							revueltas como el pelo de la maestra, y estaciones y 
							gente de prisa y una niña, que ya no soy yo, 
							viajando en ese tren, y otra, otra nueva, mirando a 
							través de la misma ventanilla, y otra madre 
							esperando en casa, y otros ojos, y otras flores.