Apenas avanzamos unos kilómetros se evaporan las líneas de la cobertura. Primero el 4G, luego la voz, y ahora ya desconectados del resto del mundo. Perdidos en este páramo, en este no-lugar de vacías estaciones abandonadas, Moreda, Serón, Gergal. Cristales rotos, escombro, anuncios oxidados de Pepsi, de Mirinda, la más refrescante, de cervezas El Águila. El tren se detiene y piensas agua,
no he traído agua, el miedo a los desiertos, a quedarme sin agua, no queda agua en la maleta, esta vacía la máquina de bebidas. Las puertas abren y aparece la bota ajada de un viajero, ayuda por favor, no hay nadie en los demás vagones. Vacío viene este tren destino Linares-Baeza, ayuda por favor, acudo a su llamada, su mano rugosa se aprieta con la mía. Me llamo Django
y arrastro un fantasma, dice señalando un ataúd del que tira con fuerza y que coloca en la bandeja para equipajes. Regreso a mi butaca, Django esta sucio, desprende olor a animales muertos, me ofrece beber de su cantimplora. No gracias, respondo, anda, toma un trago, te irá bien, acepto sin convicción. El tren reinicia su marcha, continuamos varios kilómetros, yermos campos, sucios secarrales, miro el ataúd. Algo brillante, como un espectro, parece dormir en su interior, Django se ha cambiado de coche, me mira a través de las puertas de cristal y sonríe. Diente de oro
y mugre en las encías, el tren acelera su marcha, deja atrás estaciones, se adentra en los tu neles, cada vez más deprisa. Me levanto a buscar al revisor, al maquinista, pero nadie responde, ¿oiga? ¿hay alguien, por favor?, solo el diente de oro, solo la sonrisa y la mueca, ¡que alguien pare esta máquina!, pero no hay freno, el tren avanza deprisa, cada vez más deprisa, sin detenerse en las estaciones, Django sonríe. El ataúd se cimbrea, primero poco a poco, luego más y más fuerte, hasta que de un golpe se quiebra
y cae la tapa desde el portaequipajes. Y entonces la luz, una luz morada fluorescente que llena por completo el aire del vagón, una luz que apacigua la bestia, que va deteniendo poco a poco la marcha de la locomotora justo antes de la bocana de un túnel. Y entonces una joven bellísima, irreal, de piel iridiscente, desgaja las ya escasas maderas del ataúd, se atusa el cabello y se sienta frente a mí. El tren se pone en marcha y entra en el túnel, su boca pregunta mi nombre, quién soy, de dónde vengo, hacia dónde me dirijo, si estoy casado. Si soy feliz. No respondas ahora. Y entonces el beso,
húmedo y fragante, en esos breves segundos, toda mi vida, la tersura del cuerpo adolescente, el pecho juvenil, rebelde entre mis dedos, la elástica redondez del embarazo, la entrega fogosa de la mujer madura, yo soy el amor y la muerte. Me dice al oído, en ella todas las mujeres que he amado, todas las que amaré, reales, ficticias, en noches de insomnio, en viejas revistas, en pantallas de tv, en monitores de PC, en gastados smartphones que sucios y sin batería se acumulan en los armarios de mi casa. El tren se detiene,
la noche ha caído sobre el desierto, el graznar de los buitres, el aullido de los lobos en la montaña. Me tengo que ir, nos vemos al otro lado, y tomando la mano rugosa de Django baja del tren, cruza las traviesas de las vías y se pierde sendero abajo.