Cookie Consent by Free Privacy Policy Generator Premios del Tren 2023 - Fundación de los Ferrocarriles Españoles

Premios del Tren de Poesía y Cuento 2023

Primer premio de cuento: "Tal vez mañana", Federico García Fernández

Federico García Fernández

“Se está muriendo”, le había dicho su hermana por teléfono, tres días atrás. Esperaba la noticia desde hacía un año, cuando le diagnosticaron el cáncer con setenta y tres años y los médicos no le dejaron otra esperanza que un final sin dolor. Se había ido apagando lentamente en la cama del hospital, atendida con inagotable ternura por aquella hermana suya tan caritativa que no había querido casarse por no dejarla sola, con lo guapa que era y lo feliz que habría hecho a cualquier hombre y la buena madre que habría sido ella misma si no hubiera tenido ese corazón de oro, compadecida de una madre viuda y triste tras la pérdida del marido en accidente laboral, y con un hijo levantisco como él entregado a una libertad sin provecho, gastando las horas en los bancos del parque con la chusma del barrio.

Ahí, en esa antesala de la desgracia, es donde estuvo él antes de conocer al gordo Rosino y, luego, a Hasan el Moro, detrás de sus promesas de Algeciras y Tetuán, donde lo esperaba el negocio magno de la droga y toda la plaga de delitos que rodean ese mundo podrido. En su casa nadie supo nunca lo que hacía, al menos con exactitud, tan solo sospechando vagamente que el hombre a cuya sombra vivía no era trigo limpio y que él era más débil de lo que parecía dar a entender con su fiereza, puramente física, él sabía compadecer y amar aunque robara cuanto se podía robar, aunque lo obligaran a golpear a un hombre hasta hacerle perder el sentido, en el fondo no era mala persona, decía su madre, y lo pensaba su hermana, también, que no había veneno en su corazón, sólo furia, la ira contenida y dispuesta a estallar a las primeras de cambio si alguien lo provocaba, pero lo enternecía contemplar el juego de los niños en la playa cuando bajaba a relajarse después de esperar toda la noche la llegada de algún envío en las barcas de los pescadores, se sentaba en la arena, fumando y repitiéndose que aquél iba a ser el último trabajo para el Moro, que era más seguro coger el dinero ahorrado y empezar en otra parte, comenzar a construir algo que pudiera enseñarse a la luz del día, un negocio que pudiera compartir con alguna mujer, sentar la cabeza, poner un poco de orden y de paz en su vida, no aquel sobresalto permanente, no temer cada mirada de los que iban por la calle, no recelar de cada uno de los que se acercaban a él para cualquier cosa, temiendo siempre la traición y la cuchillada, alerta para huir o matar, para seguir abriendo un pozo de desventura bajo sus pies.

Habían enterrado a su madre por la mañana en el cementerio del pueblo. La gente lo había saludado con fría corrección, en el fondo asqueados de tener que hacerlo, el hijo canalla y golfo, el delincuente, el caído en desgracia. Sólo su hermana lo había tratado con cariño, nunca había dejado de hacerlo, ella sabía que no era tan inmundo, había tenido mala suerte al elegir las compañías, eso era todo.

-¿Cuándo te vas? –le preguntó ella a la salida del camposanto, dos figuras solitarias al pie de los cipreses.
-Esta tarde –respondió él.

Cuando ella despertó de la siesta, él ya se había marchado. Le dijo, en algún momento del entierro, que ahora tenía negocios con alguien de Colombia o Ecuador, una empresa de exportación e importación, frutas, sobre todo, le iba bien, estaba ahorrando para comenzar en otra parte, lejos, en México, tal vez, un sitio con buen clima donde nadie lo conociera ni lo mirara con el asco de aquí, cómo puede un hombre construirse un futuro en un lugar como éste, si te están escupiendo noche y día. Su hermana aceptó la mentira, compadeciéndolo. Lo abrazó y le dijo que él era su hermano y que lo quería igual que cuando era un niño sin malicia.

Lo que Quique no le contó es que antes de tomar el tren de la tarde para Algeciras, cogería su coche y lo abandonaría en una calle decrépita del barrio del Aljibe, en el garaje de un antiguo compadre, con salida a un oculto callejón de gatos para huir sin rastro, no podía correr riesgos, sabía que lo vigilaban, la justicia del Estado y la de su propio mundo insano, se lo había advertido el Moro antes de venir al entierro, escuchan hasta los latidos de tu corazón, hasta el aire que respiras, los teléfonos estaban pinchados, lo supo en el cementerio, dos figuras esquivas por detrás de los grupos dispersos de familiares, entre las lápidas y los nichos, con sus miradas escrutadoras, sus poses disimuladas de zorros que él conocía bien desde que era un mocoso, maderos incapaces de no parecerlo, acechantes como hienas para devorarlo en un descuido.

Quique, al que llamaban el Moreno, tenía ojos y pelo de azabache, una belleza cobriza y una elegancia de jazmín arrabalero, con un fuego en la mirada más de animal que de hombre, alto y fuerte como para caminar sin miedo en la oscuridad, o para que el Moro le pusiera la vista encima y se lo llevara a su mundo corrompido y violento.

Ir al colegio era apartarse de lo que estaba vivo, del mundo que valía la pena sentir a cada hora en la piel y en las manos, la humanidad verdadera, donde se hacía y deshacía, donde lo poco o mucho que te enseñaban era valioso para caminar y sobrevivir en la calle, para enfrentarte a los olores y las voces de la ciudad, a reconocer tu sitio en el barrio, y no esas ideas confusas que te hacían aprender en las aulas, palabras y números sin sentido con los que nada ventajoso podía hacerse a la intemperie, historias de mundos antiguos ya olvidados bajo cien palmos de arena, o hileras embrolladas de cálculos matemáticos que te volvían loco.

En cuanto pudo, dejó todo eso atrás, muy pronto, antes de lo que hubiera querido su madre, que había esperado de él grandes cosas, y lo vio malgastarse a medida que iba creciendo, malogrando su talento natural, porque era inteligente, solo tenía que poner un poco de voluntad y amor propio, pero para qué, decía él, para qué romperme la cabeza en lo que no me sirve para nada, y ella pugnaba por sacarlo de su error, haciéndole ver las ventajas de abrirse camino a golpe de talento y no de brutalidad, defenderse de la marginación con estudios y titulación, yo sé lo que me conviene, replicaba él con suficiencia, y eligió la orilla de los desheredados.

Cuando hoy se mira al espejo, ve su rostro tallado a cincel por la desventura, ya no tan joven ni tan impaciente por golpear al mundo con una mueca de desprecio. ¿Qué había hecho todos estos años, desde que miraba la pizarra del colegio como un mocoso? Envenenarse lentamente con un descontento hacia todo, del que no había podido ni sabido escapar.

Cuando convirtieron el solar de la Hípica en un parque a la medida del barrio, con árboles y bancos para el descanso de los vecinos, con una fuente de forja en el centro, él y los bárbaros que lo acompañaban en su juventud, se adueñaron de sus sombras benévolas y las contaminaron con su presencia indeseable, lo ensuciaron y convirtieron en su cuartel de fechorías, en su zoco de trapicheos, de alcohol y humaredas tóxicas, de voces, de trifulcas, de sirenas de policía y ambulancias, un muladar, una sentina de hombres y mujeres a la deriva. Y él estaba allí, un cabecilla de tres al cuarto, el tipo que vendía un poco más que los otros, el que recibía mejor mercancía, el impasible e impenetrable, el que negaba un gramo al que no podía pagarla, el astuto al que nunca sorprendían las redadas, el que recibía y devolvía las cuchilladas, el guapo endurecido al que rendían sus cuerpos las tristes princesas que rondaban almas perdidas como la suya.

Fue una de esas mariposas de vuelo frágil quien lo llevó a la guarida del que llamaban Rosino, una mala pieza que hacía dinero en la ciudad sobornando y explotando a quien convenía, mercadeando con lo que fuera, droga o mujeres, daba lo mismo, trataba a las dos con la misma despreciable indolencia.

-¿Es de fiar? –había preguntado el gordo Rosino, hundido en un butacón de cuero, el vientre de cachalote hinchado como un globo, los ojos de zíngaro o turco, o árabe, mirándote desde el mismo infierno, y la voz áspera del que manda, del crápula, del que dice poco, del que ordena y sentencia.

Cuando lo tuvo delante, a dos pasos de sus ojos surcados de desconfianza y de mala sangre, le habló del honor y de las pelotas; le dijo, es lo único que pido, quien me falta a lo primero, pierde lo segundo, no hay otra ley, entiendes, y él supo callarse y asentir, tan poco acostumbrado a la sumisión, y le ofreció las dos cosas sobradamente, un servicio leal en la calle y coraje para dejar las cosas en su sitio cuando se daba el caso, “los tiene bien puestos”, había dicho Rosino alguna vez, porque el Moreno se hacía notar poco, callado y a lo suyo, hacía cuando tocaba y hablaba lo justo para hacerse entender, en ese lenguaje que hasta los más lerdos conocen, me fallas lo pagas, así hasta que llegó a oídos del Moro, hay por ahí uno que conoce el paño, le dijeron, lo llamó, lo miró y lo remiró, le habló y escuchó sus silencios, su hondo orgullo de lobo solitario y confió en él, lo adiestró en las turbiedades del negocio del contrabando, de los alijos, de las corrupciones policiales, de las mentiras y traiciones de los que estrechan tu mano y sellan los pactos con un juramento que vale tanto como un escupitajo en el mar. Quique aprendía rápido porque era mejor que ellos, o así lo creía, más despierto, más impasible y astuto que cualquiera de los que le daban órdenes, lo que alentó su rebeldía, la soberbia de crecer fuera de la manada, cazar a solas, primero un pedazo de carne, luego la presa entera, arrimarla a su guarida y pretender que nadie se diera cuenta y lo desaprobara, que el amo no soltara sus perros contra él, que no lo buscaran hasta el último agujero, él lo sabía y lo supo desde su primer golpe de quinqui, todavía adolescente, el que la hace la paga, los chivatos, los traidores, los cobardes, candela, no hay piedad ni perdón ni lástima entre desalmados, el que cede cae, no hay lágrimas que ganen la clemencia del que está arriba, da lo mismo que hayas sido esposa o hermano, si rompes las reglas no hay lugar para escuchar lamentos ni disculpas, no hay tiempo para la piedad, solo para golpear, apartar al que estorba, deshacerse del judas, atarle una piedra al cuello y a los peces, así que puso tierra y mar de por medio, dejó la ciudad atrás, los amigos –los que le quedaban-, la familia, y buscó refugio –escaso-, con el Moro, al que había tratado en algunos negocios de Rosino, pero éste lo perseguía desde entonces, lo acechaba y maldecía, y él podía escuchar su ira vengativa cada noche, en cada esquina, con los ojos abiertos o cerrados, porque no había paz para los vivos cuando te miraban de través esos hijos de mala madre, pero nada podía hacerse para salvarse cuando se ha estado en esa gusanera, tejiendo la telaraña de tu propia tumba, siempre perseguido por fantasmas de muertos y de vivos, condenado a la perdición.

-¿Te volveré a ver? –le preguntó la última mujer un día, sumidos en el letargo del placer, dócil por un instante la sangre del hombre tendido, enamorada ella, tal vez, adelantándose a su desaparición, al adiós furtivo, amada y deseada con furiosa pasión, y dejada atrás con escaso duelo, con la inevitable condescendencia de quien sabe que nada de este mundo perdura lo bastante como para entregarle la propia vida. No podía decírselo a ella, desnudos y saciados sobre la cama, decirle que para él una hora más de vida era una gracia del cielo. Estaría bien, dijo él al cabo de un rato, acariciándola con una ternura desacostumbrada, como si no fuese posible volver a hacerlo con ninguna otra mujer el resto de sus días.

Cuando la luz de la tarde va declinando por las cumbres de Sierra Nevada, Quique el Moreno lleva dos horas en el tren, arrebujado en su asiento, intentando cerrar los ojos, olvidarse de lo que había dejado a sus espaldas, no sentir nostalgia de su hermana, de cuando eran niños y jugaban en el patio de la casa del pueblo, antes de mudarse a la ciudad. No quería dejarse entristecer por el pasado, había que estar alerta, dos semanas atrás recibieron un alijo de cocaína en un envío de plátanos, alguien se había chivado y agentes de la policía judicial se presentaron con perros en los hangares del puerto, destrozaron las cajas de fruta y encontraron el botín, 600 kilos de nieve en polvo, y ahora su cabeza valía menos que hace una semana, el Moro estaba enfurecido y él tendría que sufrir esa ira porque al Moro le iban a sacudir desde arriba los que esperaban a este lado del charco y los de la otra orilla, no valían excusas, el que la hace la paga, se convierte en basura, su vida vale menos que la bala que le meten en la boca, mejor convertirse en humo y desaparecer, no hay segundas oportunidades porque la cola de los que esperan para ocupar tu puesto es demasiado larga.

-Hace un calor que te mueres –dijo la mujer, abanicándose con una revista, sin mirarlo. Ocupaba el asiento del otro lado del pasillo. Normalmente, nadie solía sentarse cerca de él, si podían evitarlo, rehuían su piel de cuero, su pelo alborotado, el tigre agazapado en los ojos, y buscaban otro asiento libre. En cambio, la mujer lo había ocupado después que otro lo rechazara, “me gusta ir lo más adelante posible”, había dicho entonces, y era todo cuanto se habían dicho hasta ese momento, al cabo de una hora.

Era joven, pero no tanto como para ser estudiante, sospechaba, el pelo corto y claro, un rostro agradable, con unos ojos sin miedo que él seguía viendo incluso después que había apartado la mirada de ellos. Pero era en la voz donde había detectado algo distinto, quizá la indiferencia ante su aire amenazante, una especie de mansa aceptación de su persona, a lo que ya no estaba acostumbrado. Aun así, deseaba aislarse, que respetaran su silencio. No respondió al comentario. Se limitó a mirarla con los ojos entornados y un mohín con los labios apretados, para atenuar la grosería. Si eres de mar, nunca te acostumbras, continuó ella impasible, tomando la mirada de aquel compañero de viaje como una aprobación a sus palabras. Estaba habituada a lidiar con gente huraña. Él inició un esbozo de sonrisa como única respuesta. ¿Lo habría visto ella? Y dicen que lo peor está por llegar, añadió la mujer, y ahora sí, miró al hombre que tenía al lado, de soslayo, la desconcertaba tanto mutismo. Si quieres, me callo, ofreció. Al Moreno no le caía mal aquella joven tan desenvuelta, indiferente a la hosquedad de su cara, a la serpiente tatuada en su brazo, descubierto ahora que se había quitado la chaqueta, a sus greñas salvajes, a su estampa de buscavidas engreído. ¿Me callo?, insistió ella, al no recibir respuesta. Como quieras, dijo él, al fin, animado a concederle la palabra. Después de todo, tenía un bonito perfil, y se veía que andaba sola y desesperada por ponerle remedio, qué había de malo en prestarle ayuda en eso, al Moro no pensaba visitarlo hasta el día siguiente, mejor dormir la última noche con alguien como ésta, tal vez mañana lo acostaran a él en una zanja o en el fondo del río con un ojal abierto en la nuca. Vale, musitó ella para sí, y cerró la boca, asintiendo con un ligero cabeceo, lo que tiene una que aguantar, y más de cuatro horas por delante, rumiaba a solas, ya les dije que vinieran a recogerme, que mandaran a otro, una noche en vela en la estación, no era fácil trabajar así.

-No pareces de Granada –dijo él, y ella se sobresaltó, sumida en sus cavilaciones. Ahora resulta que quiere pegar la hebra, se dijo, debería callarme, decirle “como quieras” y mirar para el otro lado. Pero cedió, mejor no fastidiarla, tampoco le agradaba la perspectiva de un viaje tan largo en el hosco silencio del compartimento, no quería nada salvo escuchar otra voz después de dos días de caminar, comer y dormir sola por una ciudad que no era la suya, o de haber hecho todo eso con Gómez, que era como estar sin nadie, tan recto y seco, ahora sentado un par de filas más atrás, en el mismo coche, los ojos clavados en su espalda, ella necesitaba lo áspero de la vida, buscar en una existencia agitada la calma que faltaba en su interior, se lo dijo a Gómez, tú quédate ahí.

Le contó al Moreno las cosas menudas que se comparten con desconocidos, los datos personales a los que cualquiera podría acceder, la edad, la familia, una ocupación laboral, sin precisar qué se hace en realidad, falseando lo que no conviene desvelar y, a medida que el altivo patán se iba descubriendo menos salvaje de lo que había sospechado, le fue abriendo pequeñas rendijas de su intimidad, orificios mínimos por los que dejaba escapar breves rayos de verdad. Cuando él contó que habían enterrado a su madre la tarde anterior, ella sintió que los dos necesitaban ser escuchados, recibir la mirada y la caricia de alguien a quien no íbamos a volver a ver, desnudarse delante de quien nunca nos avergonzaría ante otros porque sólo había entrado en nuestra vida por unas horas. Había fragilidad detrás de los ojos felinos del Moreno, de su piel curtida, de la fortaleza y el valor que desprendían sus brazos y su mirada. Fue una buena madre, dijo él, y me habría gustado poder decírselo, que la quería más que a nadie en este mundo, a pesar de haberle roto el corazón con su vida azarosa. Ella escuchaba con atención, dejando que el Moreno recorriera su pasado, primero con pudor, luego con la imperiosa necesidad de arrancarse de las entrañas aquel regusto amargo de quien ya no se siente orgulloso de sus errores. Ella le contó que su herida era un hermano, veinte años de nada tenía cuando lo encontraron tumbado en el callejón, los brazos comidos a picotazos, la jeringuilla en las venas azules y abultadas. Mala cosa la droga, musitó él, pero qué sabía ella, se dijo, él la llevaba y la traía, no podía pararse a pensar en todos los eslabones de la cadena, en cada uno de los que caían, ni siquiera ahora que habían interceptado el último alijo, camuflado en fruta tropical, que le iba a costar un disgusto, o puede que la misma sepultura.

Al cabo de otra hora de surcar ondulaciones de olivares, el tren efectuó una parada de veinte minutos en una modesta estación de pueblo. Los dos bajaron al andén a estirar las piernas, acariciados por una brisa cálida, con el crepúsculo desvaneciendo el horizonte por encima de las casas y los campos en penumbra, el Moreno y la mujer mantenidos a distancia por unos breves minutos hasta que ella se arrimó a él con un cigarrillo en la mano, ¿tienes fuego?, y él sacó el Dupont dorado y se lo acercó a los labios, bonito, opinó ella, mirando aquel objeto de lujo, siempre quise tener uno, confesó él, hace que te sientas bien cuando lo tienes en la mano, ella hizo un gesto leve de asentimiento, yo lo que he querido siempre es tener una casa con piscina y un perro para guardarla, no parece mucho, señaló él, para mí sí, y luego añadió que solo era una fantasía de tantas, que, en realidad, era mejor lo que tenía ahora, un apartamento del tamaño de una caja de zapatos, fácil de cuidar, los ricos y sus lujos solo eran mejores cuando se los veía desde fuera, cuando te acercabas las cosas eran muy diferentes. Él la miró interrogativo, ¿conoces a muchos ricos?, preguntó. Es lo que cuentan, dijo ella.

A veces, viendo pasar los cortijos blancos y el paisaje por la ventanilla del tren, al Moreno le parecía que su vida era esa sucesión acelerada de imágenes que entreveía un instante para luego desaparecer como si nunca hubieran existido.

Ella procuraba no atosigarlo, aguardar a que él dijera algo, cerrar los ojos dejándose mecer por la tierra que hendía el tren en su avance, decidir hasta dónde quería llegar, si no sería mejor regresar con su compañero Gómez y dejar que se ocuparan otros del Moreno, a ella la esperaba en Madrid una hija sin padre y unos abuelos que cuestionaban su trabajo sin horarios y su ambición por encima de la familia, pero su hija iba a crecer y, entonces, comprendería, entonces la perdonaría por estas ausencias. Sacó el móvil y le envió un mensaje.

Ahora, acercándose lentamente a las primeras luces de la ciudad junto al mar, se preguntaba si él le insinuaría algo. Debía pensar rápido, decidirse, dos cínicos, eso es lo que eran, dos farsantes, sería mejor avisar, poner otro mensaje antes de que fuese demasiado tarde.

Soplaba un levante suave al entrar en la ciudad. Desde la ventanilla del compartimento el Moreno divisó la bahía, la habitual sucesión de maquinaria y grúas del puerto, que él miraba como si fuera la última vez. Tal vez mañana ya no sintiera el viento en la cara.

El Moreno la invitó al barco que tenía atracado por allí cerca, su oasis de paz, había dicho. Mejor en otra ocasión, se excusó ella. Descendieron del coche a un andén desolado. Ninguno llevaba más equipaje que una bolsa de mano. Ella miró con disimulo a Gómez, unos metros por detrás. Paseó la mirada por la estación. Reconoció a Miguel, de la Judicial, junto al veterano Padilla, a unos cincuenta metros del tren. Al otro lado, por detrás de las cristaleras de la sala de espera, reconoció a Martín, de la brigada de estupefacientes, y al inspector Olivares, el jefe de la Unidad Contra el Crimen, con el despliegue habitual de fuerzas en aquel tipo de operaciones. El Moreno iba a su lado, ajeno al final que lo aguardaba. Ella continuaba a su sombra, la mente cegada por la tensión del momento, las manos en la duda de alcanzar el arma de su chaqueta o esperar, los sentidos aguzados con una intensidad dolorosa, el movimiento imperceptible de cada uno de aquellos hombres acechantes, la amenaza suspendida del aire de la estación como un gas que los enfermaría a todos en apenas unos segundos y, entonces, de súbito, como un relámpago, la inesperada irrupción de los dos hombres del clan del Moreno, aproximándose a él amistosos, leales, avisados para protegerlo en su regreso a la ciudad, para intentar apurar a su lado las horas de vida que el Moro quisiera concederle. Antes de que ella pudiera actuar, los tres hombres se abrazaron, desvió una mirada interrogativa hacia el inspector Olivares, nadie parecía iniciar un movimiento, Gómez a unos pasos, el rostro contraído, no hagas nada, le gritó ella en silencio, que decidan otros, los dos vigilantes, esperando una señal que no llegaba, un gesto desde las cristaleras, el peligro golpeándola como un oleaje, preguntándose si el Moreno dormiría hoy abrasado, tendido en el andén, o meciéndose en su barca sobre las aguas, si hoy vería caer su elegancia de jazmín arrabalero o sería, tal vez, mañana..