El viaje a la Luna todavía no es normal, no es
una posibilidad que afecte a la decisión cotidiana
de la mayoría de los seres humanos. Si dejamos fuera
también a los desplazamientos provocados por la
miseria, la mayoría de los viajes carecen hoy del
grado de incertidumbre y peligro que estamos
acostumbrados a relacionar con la palabra aventura.
¿Pero esto es así o bajo la experiencia cotidiana
surgen también latidos de inquietud, sorpresa o
extrañamiento capaces de conmover un recorrido no
solo previsto, sino previsible? Acercarse a la
literatura es una buena forma de responder a esta
pregunta.
Nadie pone en duda la importancia de los viajes en
la historia, a no ser que quiera llevarle la
contraria al sentido común. Los viajes han sido
acontecimientos fundamentales en el desarrollo de la
humanidad. Durante siglos, por las razones más
diversas, por motivos económicos, religiosos,
intelectuales o simplemente de entretenimiento, las
personas y los pueblos han viajado de manera
decidida, abriendo horizontes intelectuales y
comerciales. La historia de la humanidad es la
historia de los viajes, una cadena de
descubrimientos, contactos, mestizajes y
exploraciones. Los avances tecnológicos y sociales
que más han beneficiado a la humanidad se deben
primordialmente al viaje tanto en la realidad como
en la metáfora. La inquietud, el deseo de conocer o
la intención de superar límites llevan hacia la
sabiduría la dinámica de diálogos, incorporaciones,
apuestas y fugas que caracterizan el itinerario de
los viajeros. Sería muy difícil imaginar ahora cómo
hubiese sido el desarrollo de la humanidad sin la
participación y la colaboración de viajeros,
conquistadores y exploradores. Otro ejercicio que
solo puede encontrar respuesta en la imaginación
literaria. La inmovilidad o tal vez la verdad de los
viajes no hechos.
Los hábitos, las costumbres, las necesidades de
viajar han variado a lo largo de los años,
suponiendo siempre una buena radiografía material y
espiritual de cada época. Los motivos de los viajes
ya no son los de búsquedas de nuevos territorios ni
de nuevos continentes. Obviando los viajes a la
Luna, tan improbables todavía como forma de turismo,
los desplazamientos de hoy no suelen definirse por
un grado alto de ambición aventurera. Actualmente
los viajes son esencialmente turísticos, y el acto
de viajar se parece mucho a un ejercicio programado
por la rutina para reconocer aquello que ya se ha
visto en una postal. Se trata de viajar a lo
conocido, de estar donde ha estado ya mucha gente,
donde es posible cambiar la normalidad diaria del
trabajo por un ocio diseñado desde la normalidad que
fija dónde deben hacerse las fotos. Vivimos en
sociedades que han llegado a programar incluso los
lugares donde queremos perdernos, los sitios hacia
donde corremos para huir de ellas.
Pero la literatura araña en esa normalidad y
encuentra debajo de las apariencias más sencillas
otro tipo de reconocimientos, las distintas formas
que cada uno tiene de interpretar la vida, o las
vidas que cada uno arrastra, que cada uno teje con
los hilos del recuerdo, las insatisfacciones y los
deseos. Los viajes son todavía una ayuda para
comprender la diversidad cultural y las geografías
más divergentes. Pero nunca falta la indagación
propia en esa diversidad interior que es cada
persona, la búsqueda de las ilusiones infantiles, de
los sueños cumplidos, de las sombras. Muchos son los
que han viajado con el deseo de aprender, de
enriquecer los conocimientos, de alimentar la
imaginación gracias a los contactos con gentes
diversas y nuevos ambientes, de viajar para
aprender. Muchos también los que han querido ver su
propio rostro en un mar lejano o un espejo
escondido. La búsqueda de esta lejanía íntima se ha
ido haciendo cada vez más importante para la
literatura, una vez que la realidad exterior de los
viajes ha ido perdiendo su niebla y su extrañeza.
Hasta hace muy poco tiempo, apenas un siglo, eran
raros en España los viajes de voluntad cultural. La
mayoría de las personas solo viajaban cuando la vida
las ponía en una situación casi siempre penosa. El
desplazamiento tenía pocos adornos idílicos. De eso
se quejaba doña Emilia Pardo Bazán, una mujer
extraordinaria y rara en la época, no solo por su
protagonismo en la literatura y por el calado de sus
opiniones públicas, sino porque viajaba sin
compañía, ni obligación a finales del siglo XIX y a
principios del XX. Su condición femenina, aumentaba
entonces la singularidad de su caso. Viajera por
Europa y por España, en 1902 escribía: “Aquí miramos
el viaje desde dos puntos de vista solamente: el que
podemos llamar penal o de fatalidad (viajes
indispensables y aborrecibles, verdadera amargura
para las familias; traslación de empleados y
militares; telegramas que avisan que están enfermos
de muerte el padre, o el hijo, o la esposa; pleito,
cesantía, etcétera) y el punto de vista fashionable
o elegante: me voy porque se van las de X, las de Z,
y las de R.P.L., y porque en Madrid no quedan ya más
que los conductores del tranvía… Viajar por vocación
se considera aquí indicio de extravagancia; algo que
se acerca a manía. Y es porque, en concepto del
español, todo viaje representa una suma de
contrariedades y de gastos muy superior a los goces
que puede reportar”.
Mujer valiente, renovadora, feminista, precursora de
tantas cosas, Doña Emilia justificaba el viaje por
el viaje y aconsejaba esta decisión como una forma
de terapia cívica: “Manda la Iglesia confesarse una
vez al año y antes si hay peligro de muerte. Manda
la cultura viajar sin aparente necesidad una vez al
año, y más si hay estancamiento y tendencia
regresiva, manía de andar hacia atrás, que no falta
entre nosotros”. Su experiencia personal, además, le
permitió ofrecer una serie de formalidades y
requisitos preceptivos que conviene valorar antes de
emprender un viaje complaciente: “Para disfrutar
viajando, se necesita poseer una fuerte educación, o
colectiva como la del pueblo inglés, o individual:
una cultura que comprenda nociones completas de
historia, de arqueología, de crítica artística; otra
cultura que dicte la urbanidad más exquisita, unida
a la reserva más grave en el trato con las gentes a
quienes forzosamente se encuentra y habla el
viajero: la firmeza mayor para hacer valer su
derecho, y la rectitud más desinteresada para
respetar el ajeno; la precaución más cauta en los
ajustes y la oportuna generosidad en las
gratificaciones; el valor para arrostrar los
peligros y la prudencia para sortearlos; y por
último (no me cansaré de recordar esto a mis
compatriotas) la locuacidad para averiguar lo que
conviene saber y el mutismo ante todo lo que sea
murmuración, impertinente locuacidad o conato de
investigar lo que a nadie importa”. Pero la
novelista y la mujer valiente no duda en aconsejar
también al viajero que siempre se adapte a la tierra
que pise, que se adentre en ella hasta el cuello,
“despojándose de la piel del hombre viejo
civilizado” para nacer y renacer tantas veces como
lugares y regiones distintos vaya a conocer o
visitar.
Desde la segunda mitad del XIX, los movimientos
regeneracionistas fueron extendiendo el prestigio y
la necesidad de los viajes entre la minoría
cultural. Conocer el país era una exigencia para
remediar sus enfermedades, la decadencia que sufría
con respecto a su historia y a otros países de
Europa. En años de descrédito de la política debido
a las mentiras oficiales de la Restauración, dejaron
de considerarse suficientes las recetas económicas.
Se consideraba imprescindible una renovación
espiritual, una educación que cambiase el talante y
la mentalidad de los ciudadanos. Por eso el viaje
unió los testimonios paisajísticos del país, con las
transformaciones personales de cada escritor
convertido en caminante o en usuario del
ferrocarril. Esta dinámica alienta buena parte de la
literatura simbolista o de lo que en España se llamó
Generación del 98. Miguel de Unamuno consideró que
el viaje es necesario para variar de forma de vida,
aunque fuese de manera momentánea, y buscó conocer,
conocerse, en una tarea de vigilancia personal y
colectiva. Así presentaba sus Andanzas y visiones
españolas: “Y yo mismo ¿cómo podría vivir una vida
que merezca vivirse, cómo podría sentir el ritmo
vital de mi pensamiento si no se me escapara así que
puedo de la ciudad, a correr por campos y lugares a
comer de lo que comen los pastores, a dormir en cama
de pueblo o sobre la santa tierra si se tercia? A
sacudir, en fin, el polvo de mi biblioteca. Si yo
fuera el hombre de libros que me creen los que no me
conocen; si yo no anduviera de un sitio a otro,
hablando con todo el mundo, si el sol no me hubiese
mudado muchas veces la piel de la cara, ¿creéis que
podría conservar este caudal de pasión que a las
veces se vierte, dicen, en injusticia? No, no ha
sido en libro, no ha sido en literatos donde he
aprendido a querer a mi Patria: ha sido
recorriéndola, ha sido visitando devotamente sus
rincones”. Un viaje diferente el que necesita
Unamuno, una tarea propia de la nueva definición del
intelectual español que se consolida como figura
pública en los primeros años del siglo XX. El
alejamiento de las costumbres diarias resulta
necesario para conocer la realidad colectiva del
país y para entrar en diálogo con los propios
sentimientos. Viaje crítico, viaje interior, enlace
entre el intelectual y el poeta.
En la literatura, casi todos los caminos conducen al
viaje. Es una metáfora insustituible de la vida y de
la mirada. Si el sentimiento de aceleración en la
historia marca la cultura moderna, consciente del
vértigo con el que se transforman las sociedades,
los medios de locomoción juegan un papel expresivo
en el paulatino protagonismo de la velocidad. El
modo de locomoción fija una escala de sensaciones.
Gustavo Adolfo Bécquer se subió al tren para ver por
la ventanilla el río de un paisaje que no invitaba
al relato minucioso de la quietud, sino a la
elaboración fragmentaria de sugerencias e
impresiones. Ramón Pérez de Ayala consideró después
que un viaje en coche era el mayor generador de
ideas posible. Manuel Chaves Nogales constató más
tarde que la visión de Berlín desde un avión parecía
el mayor espectáculo ofrecido por la civilización.
La vanguardia consideró que la velocidad y el
movimiento eran la razón de ser de la creación.
Tren, coche, avión formaron una cadena de eslabones
llenos de significado. Una cadena que se muerde
finalmente la cola después de la irrupción de los
trenes de alta velocidad.
Pero junto a la velocidad, siempre hubo otras
perspectivas literarias. El sentido de la aventura
que ofrecen los viajes marinos o, en el otro
extremo, la placidez de la navegación moderna han
sido halagados y maldecidos en muchas ocasiones.
Cada forma de viaje tiene sus diferencias, sus
bondades y sus inconvenientes, y también cada viaje
tiene sus particularidades y necesidades. Aunque por
un camino o por otro, en una lógica o en otra, la
literatura acaba insistiendo siempre en el tren. Es
el medio que se pega mejor a la piel de la vida, el
que establece un punto de negociación más rico entre
la velocidad y la lentitud, entre la soledad y la
sociedad, entre la vida cotidiana y el
desplazamiento extraño.
Es, además, un lugar apropiado para descansar,
pensar, leer… Decía Unamuno que es preferible hacer
los viajes en solitario, sin compañía, porque viajar
con acompañantes no es viajar. El perpetuo monólogo
que representa la palabra de Unamuno necesitaba
conservar la soledad. Había que viajar, según él,
sin conocer a nadie y sin que nadie te conozca. Esos
eran los viajes perfectos: viajar como los
peregrinos medievales, con la vida puesta en cada
movimiento y con una lentitud cabal para recorrer
los caminos: “El romero o peregrino medieval conocía
mucho mejor el país porque viajaba más que un
turista moderno”. Pero Unamuno necesitaba que su
soledad fuese observada, que su monólogo fuese
escuchado, que su individualismo se convirtiese en
espectáculo, que su lentitud no pudiera confundirse
nunca con el inmovilismo.
El viaje en tren da alas a la imaginación porque
propone un lugar estable en movimiento, es decir, un
espacio en el que el viajero se siente, o quiere
sentirse observado por los compañeros de vagón. La
curiosidad puede despertarse en cualquier sitio,
pero el tiempo del tren es el tiempo de la
curiosidad. Se funden la verdad y el espectáculo.
Resulta habitual vigilar o poner cara de intriga
para que cada viajero pueda preguntarse por el
personaje misterioso que está a su lado. Vamos a
ver, a mirar a esos personajes que abren un libro o
una revista en la mano, simulando leer, como arma
defensiva para que nadie le moleste con
conversaciones inútiles. Vamos a oír, a escuchar por
dentro los diálogos imaginarios con los acompañantes
más inmediatos, las preguntas nunca hechas y las
respuestas imaginadas. Incluso, podemos confesarlo,
saltan la intriga y el interés en medio de la
impertinente invasión de las horribles molestias que
provocan los odiosos, maleducados, sorprendentes
teléfonos móviles.
Ese universo tan abierto a todas las posibilidades
se encuentra de forma destacada en los viajes por
ferrocarril. Por eso el tren ha sido el medio que
más impulso ha dado a la inquietud literaria, al
reto creativo del viaje. El tren ha movido a muchos
escritores a ofrecernos sus impresiones en sus
dudas, sus deseos, sus imaginaciones, sus miedos… Y
siempre el reto de partir y el ejercicio de
conciencia al llegar a destino. Sensaciones de
alegría por la misión cumplida o por el episodio
culminado. Sí, pero también la tristeza o el vacío
al descubrir que las esperanzas se deshacen con
frecuencia como una tarde en el cristal cada vez más
oscuro de una ventanilla.
No siempre los grandes viajeros han contemplado sus
experiencias como algo placentero. Su relatos
cuentan en ocasiones los trámites de una obligación,
el trabajo que se cumple de manera profesional. Más
allá del placer, dominan las lecciones aportadas.
Así se confesaba Colombine en los artículos que
enviaba desde el Norte de Europa para el Heraldo de
Madrid (1917): “Para mí no es el viaje, en realidad,
más que un penoso estudio de gentes, de costumbres y
de cosas; no es un descanso ni un placer, sino una
oportunidad que cambia la clase de trabajo y me
ofrece el aliciente de la curiosidad. Un viaje es
como una gran biblioteca puesta en fila, con los
libros abiertos en lo más interesante, que vamos
leyendo al pasar”.
Con el desarrollo industrial de las últimas décadas,
la cultura del ocio y la evolución de ciertos
valores sociales (que procuran distinguir de forma
tajante el tiempo de trabajo y de descanso) se ha
desarrollado una nueva figura de viajero. Irrumpe el
turista con sus derechos y sus defectos de
masificación para levantar las quejas de los que
prefieren considerarse viajeros tradicionales. Ya
hemos visto que el individualismo, el alejamiento,
la soledad fueron rasgos característicos del viajero
tradicionalmente, tentado por la aventura o por el
conocimiento interior. La industria del turismo ha
democratizado o generalizado una experiencia
distinta con sus continuas ofertas de
desplazamientos, fotografías monumentales y hoteles.
Si los viajeros antiguos desconocían gran parte de
las costumbres y los monumentos del lugar de
destino, el turista de hoy hace las maletas
informado gracias a las guías turísticas, las
imágenes de cine y televisión y las postales. Pero
la diferencia en la forma de viajar es notoria sobre
todo porque la industria del turismo ha crecido de
manera acelerada, precipitando todos los
inconvenientes de la masificación. Las tensiones
entre la democracia y la masificación afectan
también al viaje.
La literatura no se mantiene tampoco ajena a esta
situación. Francisco Ayala dejó en El jardín de las
delicias el recuerdo de una visita a la Capilla
Sixtina en la que una multitud internacional se
diluye entre los pobladores del infierno. Miguel
Sánchez-Ostiz abre sus humos y su sentido crítico en
La isla de Juan Fernández para confesar lo
siguiente: “Soy alérgico a esas manadas de gente que
desembarcan de los autobuses como si lo hicieran en
Normandía… No hay posibilidad de escuchar los
mensajes que manda el milenario silencio… No aguanto
la programación en el viaje, no siento más que
náuseas ante la posibilidad de tener un compañero de
grupo o de manada que me cuente lo que hace en
Bruselas con su negocio de sujetadores o la
conversación de la viuda americana que tiene una
hija casada en Londres“. Y continúa después con una
declaración de principios: “Ensimismarse en un viaje
es la mitad del placer, comer donde se le antoje a
uno y a la hora que te apetezca, cambiar de rumbo
porque alguien te recomienda un rodeo, encontrarse
con los habitantes del lugar y saber de sus cuitas,
esa es la otra mitad. No me interesan los problemas
de mi mundo occidental del que huyo cuando puedo, no
es gratificante dar conversación a una señora de
pelo teñido que critica cuanto ve…”.
Si hacemos caso de las fuentes escritas, una de las
cosas que más puede molestar a un viajero es otro
viajero. La mirada individual suele tardar poco en
encuadrar a los demás viajeros en la sección de
turismo vulgar, formada por personas sin
sensibilidad estética alguna (ni siquiera para
vestirse), gente que se comportan de forma mecánica
y gregaria. Sánchez Ostiz marca de nuevo distancias:
“los turistas se creen dispensados de conceder nada
a la estética, y pasean sus vestidos grotescos, sus
mochilas, sus gorras, sus pantorrillas al aire”.
Unamuno ya había desatado las alarmas: “Pero ¿para
qué viajan la mayoría de los que viajan? ¿Hay algo
más azarante, más molesto, más prosaico que el
turista? El enemigo del que viaja por pasión, por
alegría o por tristeza, para recordar o para
olvidar, es el que viaja por vanidad o por moda, es
ese horrible e insoportable turista que se fija en
el empedrado de las calles, en las mayores o menos
comodidades del hotel y en la comida de este”.
La literatura de viaje se hace eco también de las
contradicciones de la modernidad, la masificación y
la convivencia con sus luces, sus sombras y sus
matices. Porque, claro está, no son iguales todos
los visitantes o viajeros que suelen reunirse bajo
el nombre de turista. Y, además, las diferencias no
se deben solo a cuestiones económicas. Más allá de
las mochilas y de los escasos recursos, la ironía
literaria apunta también a costumbres propias de las
clases acomodadas. El escritor argentino Manuel
Mujica Láinez empleó su cinismo e ironía contra la
mezcla del viaje y los códigos del consumismo:
“Después de tropezar con diversas dificultades se
alojan en los mejores hoteles y aun en ellos
alcanzan a captar una mínima sensación —tan mínima
que es como el desmayado eco de un eco— de lo que
‘pasa’ en Gran Bretaña; si piden pan, a menudo no lo
obtienen; si no han traído azúcar, dos terrones
minúsculos no bastan para endulzar su té… Entretanto
van a los grandes teatros, encargan unos trajes
magníficos y frecuentan los restaurantes donde hay
vinos franceses y se consigue trampear ligeramente
en las raciones. A su regreso se me ocurre que sus
comentarios deben crear en la imaginación de sus
interlocutores una idea tan compleja como absurda de
lo que es la auténtica vida británica de hoy”.
La sociología habla también de un tipo de turista al
que les gusta más reconocerse en lo ya establecido
por una postal que descubrir algo nuevo. Es el
turista que prefiere contar que ha estado en un
sitio que el hecho de estar en ese sitio. Y siente
más aficionados a relatar sus visiones, siempre muy
relativas y superficiales, que a sondear la realidad
del lugar en el que se encuentran y a indagar en
singularidades que cualquier lugar nuevo ofrece a
sus visitantes. Todo esto es verdad, pero la
literatura enseña que debajo de las normas está la
incertidumbre, que no hay nada más imprevisible que
la normalidad y que cada corazón, como cada paisaje,
esconde sus misterios. No es sencillo distinguir
entre viajero y turista, y en realidad cualquier
caricatura del turista puede convertirse también en
una autocaricatura del viajero. Y el placer de
contar afecta del mismo modo al amigo que vuelve de
unas vacaciones que al escritor que indaga en la
condición humana, o en los peligros del consumismo,
o en los misterios de la soledad. Contar un viaje es
la única forma de vivirlo por segunda vez, tomando
conciencia de su sentido. Los viajes programados,
las personas programadas, los tópicos son una
materia flexible y llena de rincones singulares. El
entusiasmo y el desprecio necesitan siempre muchas
explicaciones para ser convincentes. Tiene razón
Elías Canetti cuando sugiere que los buenos viajeros
son inhumanos: “uno mira, escucha y se le despierta
el entusiasmo por las cosas más espantosas solo
porque son nuevas”. Pero tienen razón también Kant o
Kenzaburo cuando entienden el viaje como una
experiencia de hospitalidad.
Todos estos matices respecto al viaje y a la
condición humana son la materia creativa que ponen
en movimiento todos los años los Premios del Tren
“Antonio Machado” de Poesía y Cuento que convoca la
Fundación de los Ferrocarriles Españoles. Continúan
la larga trayectoria marcada por el Premio de
Narraciones Breves “Antonio Machado”, instituido por
Renfe en el año 1977 y desde 1985 organizado por la
citada Fundación. Después de 25 años del Premio de
Narraciones Breves, se convocó en el año 2002 la
primera edición de los Premios del Tren “Antonio
Machado” de Poesía y Cuento. Este certamen está
consolidado como uno de los más importantes de
nuestro país, no solo por su dotación económica,
sino también por su brillante trayectoria y por el
alto nivel literario de los autores premiados,
nombres de mucho prestigio en el mundo literario
español e hispanoamericano. Los datos certifican la
vitalidad de este viaje cultural de largo recorrido.
En sus treinta y siete ediciones se han presentado
al premio aproximadamente 40.000 escritores. Desde
1977 hasta esta última edición, que se falló en el
mes de octubre de este año, se han seleccionado y
publicado 334 cuentos y 69 poemas.
La Fundación de los Ferrocarriles Españoles es una
institución perteneciente al sector público estatal.
Tiene su sede en el Palacio de Fernán Núñez y de
ella dependen los museos del ferrocarril de Madrid y
de Cataluña. En su Patronato están representadas las
principales empresas del sector público ferroviario.
La Fundación organiza múltiples actividades con el
objetivo de incrementar la participación del mundo
de la cultura y de la sociedad en general en la
promoción del ferrocarril. Se produce aquí un viaje
de ida y vuelta: la Fundación invierte en cultura,
porque la cultura ha concedido siempre un notable
protagonismo al tren. Pocos medios de transporte e
inventos de la modernidad han atraído a los
creadores con tanta intensidad y frecuencia como el
ferrocarril. El universo que rodea cualquier ámbito
de los trenes ha despertado desde sus orígenes, ya
hace más de 160 años en España, los afanes creativos
de poetas, narradores, fotógrafos, músicos,
pintores, escultores o cineastas.
Al poeta salmantino Juan Antonio González Iglesias,
con el poema Un centauro, y al narrador gaditano
Felipe Benítez Reyes, con el cuento “Eternamente, la
ciudad eterna”, se le concedieron el pasado día 28
de octubre los Premios del Tren 2014 de Poesía y
Cuento. El acto, convocado en el Palacio de Fernán
Núñez, se enmarcó en las celebraciones del “Día del
tren”, efeméride que recuerda la inauguración de la
primera línea de ferrocarril que funcionó en la
Península Ibérica, la línea Barcelona-Mataró, hace
ya 166 años. Para la concesión de los Premios se
reunió un jurado formado por la escritora Clara
Sánchez, una reconocida e importante novelista que
ha recibido por su obra los premios Alfaguara, Nadal
y Planeta, a la que acompañaban Manuel Vilas y
Alberto Ramos, ganadores de los Premios del Tren del
año anterior; por Luis García Montero y Jesús García
Sánchez, como coordinadores de los comités de
lectura de poesía y cuento; por Manuel Núñez Encabo,
director de la Fundación Española Antonio Machado;
Juan Miguel Sánchez García, Ministerio de Fomento;
Sergio Acereda y José Luis Semprún, de la dirección
de Comunicación de Renfe y Adif, respectivamente, y
actuando como secretario del jurado Juan Altares,
gerente del Área de Cultura y Comunicación Externa
de la Fundación de los Ferrocarriles Españoles. Los
miembros del jurado destacaron la calidad de las
obras seleccionadas, por lo que no fue fácil decidir
la distribución de los galardones. Finalmente, y por
mayoría de votos, fueron proclamados ganadores
Felipe Benítez Reyes en la modalidad cuento y Juan
Antonio González Iglesias en la de poesía. Se trata
de dos escritores de amplia trayectoria, reconocidos
por la crítica y por los lectores. Sus nombres
engrandecen más aún el palmarés de este prestigioso
Premio Antonio Machado. González Iglesias es
profesor de filología clásica en la Universidad de
Salamanca y traductor de clásicos latinos como
Horacio, Ovidio y Catulo. Como poeta, ha sido
merecedor de algunos prestigiosos premios de poesía
como el de la Generación del 27 o el Loewe. Está
considerado como un poeta imprescindible en la
poesía española de los últimos años.
Narrador, poeta, ensayista, el currículum literario
de Felipe Benítez Reyes también está repleto de
reconocimientos públicos: entre otros, destacan el
Premio de la Crítica, Premio Nacional, Premio Nadal,
Premio Ateneo de Sevilla o Premio Fundación Loewe de
Poesía. Autores de culto y de reconocimiento
oficial, estos dos magníficos escritores amplían su
historial con estos ambicionados Premios del Tren,
pero su presencia también incrementa el prestigio de
estos.
El segundo Premio en Poesía recayó en el poeta
madrileño Adolfo Cueto por Bilocanción, y en Cuento
para Manuel Moya por “Que amanecía”, dos autores
también conocidos y respaldados por una obra
igualmente refrendada por su calidad y premios. Los
otros trabajos que merecieron accésit en la
modalidad de Poesía fueron “Ángulo muerto”, de
Carlos Alcorta; “Pentámero”, de Aurora Guerra Tapia;
“Nunca aprendí a esperar los trenes”, de Manuel
Moreno Díaz, y “Alegoría del tren”, de Manuel Terrín.
En lo referente al apartado de Cuentos, los accésit
fueron concedidos a “Irse”, de Carlos Castán; “Los
tipos duros sí bailan”, de Mercedes de la Vega;
“Todas las vidas”, de Ricardo Menéndez Salmón, y
“Reflejo condicionado o réquiem por un tren de
cercanías”, de la autora cubana María de las Nieves
Morales Cardoso. Todos los miembros del jurado, como
también los lectores del Comité de Selección del
Premio de este año 2014, mostraron su reconocimiento
a la calidad de los poemas y cuentos finalistas en
esta edición. Enhorabuena a todos.
Los premios ganadores, tanto de poesía como de
cuento reciben 6.000 euros cada uno, mientras que
los segundos clasificados reciben 3.000 euros y los
accésit 500. En el acto público de entrega
participaron Pablo Vázquez, presidente de la
Fundación de los Ferrocarriles Españoles y de Renfe;
Berta Barrero, directora general de Operaciones de
Renfe; Jorge Segrelles, director general de
Servicios a Clientes y Patrimonio de Adif; y Juan
Pedro Pastor, director gerente de la Fundación de
los Ferrocarriles Españoles.
La hermandad entre el viaje y la literatura sigue
abierta. Los testimonios del pasado iluminan el
camino. Cerremos esto prólogo con un buen ejemplo,
una composición del poeta chileno Pablo Neruda. Todo
avance es un alejamiento, todo progreso una pérdida,
todo reencuentro una despedida. Es la confesión
última y decisiva de la modernidad, la melancolía de
la palabra contemporánea. Matices simbólicos de la
experiencia viajera. ¿Somos viajeros? ¿Somos
peregrinos? ¿Exiliados? ¿Turistas? Responder supone
mirarse al espejo. Eso es lo que hizo Neruda al
contemplar la Isla de Pascua. Instalada durante
tantos años en una pacífica soledad, la vio de
pronto invadida por los turistas. El poeta era uno
más entre ellos, también viajaba para observar las
estatuas de Rapa Nui. El silencio de las colosales
estatuas lo interpela con la complicidad del océano
Pacífico. Es el caballero extraño, es decir, uno
más, alguien que golpea las puertas del silencio,
pero se transforma a la vez en un turista. El poema
pertenece al libro La rosa separada:
“Yo soy el peregrino
de Isla de Pascua, el caballero
extraño, vengo a golpear las puertas del silencio:
uno más de los que trae el aire
saltándose en un vuelo todo el mar:
aquí estoy, como los otros pesados peregrinos
que en inglés amamantan y levantan las ruinas:
egregios comensales del turismo, iguales a Simbad
y a Cristóbal, sin más descubrimiento
que la cuenta del bar.
Me confieso: matamos los veleros de cinco palos
y carne agusanada,
matamos los libros pálidos de marinos menguantes,
nos trasladamos en gansos inmensos de aluminio,
correctamente sentados, bebiendo copas ácidas,
descendiendo en hileras de estómagos amables”.