Cookie Consent by Free Privacy Policy Generator Premios del Tren 2006 - Fundación de los Ferrocarriles Españoles

Premios del Tren de Poesía y Cuento 2006

Primer premio de cuento: 'Los trenes negros', Fernando León de Aranoa

Fernando León de Aranoa

Lo decía Samuel, que pasaban cada martes muy despacio, ya de noche, para que los niños no pudieran verlos. Que pasaban más despacio que los otros, el traqueteo lento y dislocado, como de huesos de esqueleto bailando. Se sabía que venían porque el jefe de la estación atenuaba un poquito las luces, anticipando su llegada. Las mujeres se volvían entonces para no verlos y los hombres se descubrían, quitándose gorras, pañuelos, sombreros. A su paso se detenían las conversaciones, se entristecía la risa y el gesto, y quedaba en su lugar un silencio extraño, sobrecogido, un silencio de mucha gente, la suma de muchos silencios pequeños. Y a veces, sólo a veces, adultos que nunca antes habían hablado se cogían de la mano, y en la penumbra de los andenes se podía escuchar a alguno llorar un llanto bajito, avergonzado.

Les llamaban los Trenes Negros, y Samuel nos contó que los vio una vez que era martes y volvía con su madre de visitar a sus tíos en el barrio de la Moncloa. Que se les hizo tarde, y aunque su madre no quería coger el Metropolitano no les quedó otro remedio, porque a esa hora las calles se volvían peligrosas y oscuras, cada vez había más hombres armados y no era extraño leer en los diarios que en la noche había habido un ajuste de cuentas, un disparo, un muerto.

Dice Samuel que al principio eran apenas dos luces en la boca oscura del túnel. Que al verlos aparecer su madre le tapó los ojos con las manos, pero él se las arregló para mirar entre los dedos delgados, como hacía cuando jugábamos a las escondidas y contaba hasta cien en la parte de atrás del almacén de madera de Almansa. Y que lo que vio entre los dedos de su madre hizo que las piernas se le durmieran un poco, como si un ejército de hormigas le subiera por las rodillas y se quedara allí, en sus muslos, dando vueltas.

Les llamaban los Trenes Negros y eran tal y como nos los habíamos imaginado tantas veces antes, largos, lentos, silenciosos. Sin apenas luz en su interior, aunque Samuel juraba que a través de las ventanillas oscuras había adivinado sin dificultad su tripulación horripilante de aparecidos, su feroz pasaje de muertos apretujados: cadáveres boquiabiertos, asombrados aún, levemente ofendidos, como si la muerte les hubiera pillado de improviso, dejándoles el gesto contrariado, los corazones llenos de citas a las que ya no podrán acudir.

Decía también que el que los ve envejece cien años por dentro. Y que a su paso quedaba en los andenes ese silencio que es la suma de muchos silencios pequeños y un olor penetrante y dulzón, como de pólvora reciente o de perfume de mujer mayor.

Regresaban después las conversaciones y las risas, la luz a los andenes, los madrileños a sus rutinas.

Y luego, nada.

Nunca, nadie, hablaba de ellos. Nadie en los mercados, en las plazas, admitía haberlos visto pasar una noche muy despacio, haber contenido a su paso la respiración o el miedo. Se ignoraba su existencia, se negaba como se niega la de un fantasma muy temido, la de un pasado vergonzante o doloroso; se evitaba nombrarlos, quizá por temor a invocarlos, como si las palabras no fueran más el modo en que designamos las cosas y sí la puerta por la que vienen, su acceso a la vida.

Sin embargo recorría cada noche sus pasillos en mis sueños. Caminaba despacio, calzadas las botas pesadas del miedo. El cadáver de una niña nocturna, las piernitas huesudas cruzadas sobre la bandera pirata de su regazo, me sonreía entonces desde el fondo de su propio abismo, mientras afuera, en el andén de una estación en la que jamás antes había estado, Samuel me hacía gestos y gritaba el túnel, el túnel. Moría yo así también de miedo, incorporándome cada noche, en mis sueños, al pasaje fúnebre de Los Trenes Negros.

Una madrugada, sentado en la cama, sudoroso y asustado aún por lo que acaba de vivir, le conté a mi madre lo que nos había dicho Samuel. Me pareció que le molestaba. Pensé que a lo mejor a ella también le asustaban, y por eso no quería saber de ellos ni que cruzaran sus sueños como cruzaban ya, quizá para siempre, los míos.

Al día siguiente, mientras desayunábamos, sin levantar siquiera la mirada de su taza, dijo que los trenes llevaban pasajeros, para eso es para lo que servían los trenes. Que lo demás eran tonterías de críos tontos y que cuanto menos viera a Samuel mejor, el chico ese era un mentiroso, desde que su padre les había abandonado no hacía más que meterse en problemas, y bastante difíciles estaban ya las cosas sin necesidad de que viniera él a complicarlas.

El papá de Samuel había desaparecido. En el barrio decían que había cambiado de bando. Que una mañana, temblando de miedo, había gateado hasta los puestos del enemigo suplicando no me maten, por favor, no me maten. Se lo habían oído decir al padre de Osorio, con el que dicen que compartió batallón sindical en el sur, cuando el frente culebreaba ya insolente por las calles obreras del cinturón rojo, en Villaverde. Y se lo decían también a Samuel, por ver si le molestaban. Que su padre era un traidor, por eso los de la Junta de Defensa habían ido tantas veces a preguntarle a su madre y por las noches se la escuchaba llorando bajito al otro lado de las flores del papel pintado, que a duras penas alegraban ya las paredes de la casa. Pero Samuel no les escuchaba. Permanecía en esas ocasiones en silencio, la mirada perdida en algún lugar entre su pupitre y la pizarra, escuchando a sus Amigos Invisibles, los que le explicaban, ya bien entrada la noche, el Porqué de las Cosas.

Y es que Samuel era el Maestro del Miedo, el amigo de los fantasmas que habitaban nuestros armarios infantiles. A él le confiaban sus secretos y le hablaban de sus odios, de sus amores y sus miedos, porque los fantasmas, decía Samuel, odian y aman y temen como nosotros. Y decía también que le susurraban cosas al oído, por ejemplo dónde nos escondíamos cuando jugábamos en la parte de atrás del almacén de madera de Almansa, por eso nos encontraba siempre a la primera, no porque hiciera trampas cuando contaba apoyado en el árbol, doce, trece, dieciséis, y mirara entre los dedos con disimulo, sino porque los espíritus, sus amigos, se lo habían dicho bajito, para que nadie más pudiera oírlo.

Fue Samuel el primero en hablarnos también de la Patrulla de los Túneles, un grupo de soldados sin bando que vagaban por los subterráneos del Metropolitano y se aparecían de vez en cuando, matando hoy a veinte, mañana a cuarenta, pasado quién sabe. Decía Samuel que degollaban a sus víctimas con unos cuchillos que cuando se clavan en el cuerpo humano ya no se pueden sacar sin provocar un daño atroz. Y que antes de que pudieran atraparlos desaparecían de vuelta en la oscuridad de los túneles, donde planearían ya, a buen seguro, su próximo golpe mortal.

Y decía también que su padre no les había abandonado. Que si había pasado al otro bando es porque era un espía secreto, un agente entrenado para una misión importantísima, y que nadie lo sabía excepto él, porque una vez vio su salvoconducto de espía y el radiotransmisor portátil con el que, desde las líneas enemigas, enviaría a sus superiores cada madrugada información secreta, tan secreta que ya no podía decir ni una palabra más, no fueran a descubrirle, cambio y corto.

A lo mejor por eso la mañana en la que la palabra Desertor apareció escrita con pintura roja de lado a lado en la pared de su casa, Samuel no se alarmó. Escuchó paciente las risas, los insultos, las calumnias; enjugó las lágrimas de su madre, abrazó su desconsuelo; consultó con sus amigos los espíritus, los que le contaban la Verdad de las Cosas, y al terminar se sonrió para dentro, aunque todos, desde fuera, notamos sin dificultad que sonreía. Esa pintada era parte del Plan Secreto: eran los hombres de su padre los que la habían hecho, conjurados para hacernos creer a todos en el barrio que era un traidor y conseguir que el enemigo así, avisado, confiara sin reservas en él y le revelara secretos que después, ya en la madrugada y aún a riesgo de su vida, radiotransmitiría lealmente a sus superiores.

Entre los conjurados, decía Samuel, se contaba Pasternak el Inconcebible, un famoso mentalista húngaro, brigadista internacional del que se rumoreaba que había venido a España huyendo de la justicia de su país, donde, harto de sus infidelidades, había hecho desaparecer a su mujer en el transcurso de un espectáculo de magia. Pasternak había actuado en los escenarios más exigentes de Europa. Decían que había hecho cantar en alemán a más de seiscientas personas una noche de noviembre, en un pequeño teatro de Varennes, aunque la mayor parte de ellas, preguntadas más tarde, admitieron desconcertadas desconocer ese idioma. Que había hecho llorar como un bebé a un ministro de la guerra, a una mujer decorosa desnudarse ante el público asombrado y a su marido felicitarse después de la belleza de su esposa, porque si antes había sido celoso, el Inconcebible le transformó aquella vez en cínico y despreocupado.

Ya en España, una vez desmanteladas las brigadas, la Organización Sindical le confió el mando de un batallón de magos. Bajo sus órdenes, trescientos ilusionistas realizaron las más grandes proezas que se recuerdan, aquellas de las que con mayor excitación se hablaba en los cafés, en las plazas y en los parques de la ciudad sitiada. Con sus levitas de gala bajo la guerrera, Los Magos, como se les conocía, participaron en la ofensiva de Covarrubias, Hinojar, La Cañada y Santa Serena de la Rubia. Las balas les evitaban, trazando parábolas imposibles en el aire, para después caer mansamente a sus pies; cortaban a los temidos tercios de regulares en partes exactas y luego las remezclaban a su antojo; convertían sus fusiles en palomas manchadas y, a un solo gesto de sus manos, los más fieros legionarios bailaban como tiernos adolescentes en el campo de batalla mientras se cubrían el rostro, azorados; adivinaban, en fin, los pensamientos del enemigo en el instante exacto en el que se formaban, adelantándose así a sus acciones.

En cierta ocasión en la que los hombres de Pasternak, cansados, desprovistos de municiones y tras varios días sin comer, se vieron aislados en una cañada y amenazados por un enemigo furioso, harto ya de ver a sus mejores soldados ladrar como perros, caminar milagrosamente hacia atrás, caer desmayados como damiselas ante la sola visión de la sangre, el Inconcebible abandonó su refugio y se plantó, calmadamente, ante una columna entera de acorazados que amenazaban con volar por los aires su escondrijo. Levantó una mano hacia los amenazadores cañones, muy despacio, y pronunció dos palabras en húngaro que nadie acertó a escuchar del todo. Dos palabras que hicieron desaparecer al batallón entero. Sus colegas le ovacionaron, eufóricos. No tanto porque acabaran de salvar sus vidas, poco importaba eso ahora, como por la calidad extraordinaria, y en verdad inconcebible, del truco. Dicen que algunos de ellos trataron de repetirlo en otras campañas meses más tarde, con desigual fortuna.

A Pasternak se le perdió el rastro en la sierra norte de Madrid. Se enamoró de una joven de belleza transparente, a la que la tuberculosis y los años de guerra habían confinado en la cama para siempre. El Inconcebible la amó desde el mismo momento en que adivinó sus pensamientos, tan puros. Contradiciendo los severos diagnósticos, cada noche, cuando nadie les veía, la hacía levitar sobre el colchón, y, anudando un cordel de seda a sus delicados tobillos, salía a pasear su amor por las calles solitarias, fantasmales ya, de la ciudad sitiada, ella volando, él también.

Todo esto nos lo contaba Samuel con gesto adulto, informado, mientras al otro lado de las flores azules que adornaban las paredes de su casa se escuchaba el llanto limpio, rutinario, de su madre. Y entonces, como no quien no quiere la cosa, o mejor, como quien muere de tanto quererla, recordaba que era martes, y que los martes pasaban Los Trenes Negros, ¿os he contado ya que los vi pasar un día?

Nos lo había contado cien veces, pero no nos importaba. De todas, la de Los Trenes Negros era su mejor historia, la que nos hacía cogernos de las manos, aterrados, mientras la escuchábamos. Por eso Samuel, que lo sabía, nos la contaba otra y mil veces más: que su revisor es la muerte y los vagones están llenos de serpientes que trepan por las piernas de los muertos y hacen nidos en las cuencas de sus ojos, cómo va a saber él lo de las serpientes, si nunca había estado dentro, pero Samuel decía que lo sabía porque a las serpientes se las escucha silbar desde lejos, y que bajáramos a comprar un helado de corte al puesto de la esquina de Moyano, el que atiende un señor que le falta una mano, ¿os he contado alguna vez porqué le falta una mano?

Pasaron diez años antes de que volviéramos a encontrarnos. Sucedió por casualidad, en el café de la scuela de ingenieros industriales de Madrid. Seguía exactamente como le recordaba: el gesto adulto, informado, dibujando circunstancias en el aire con las manos, inventando movimientos, personajes con los que atrapaba la atención de su público, un grupo pequeño de estudiantes que, formando un corro en torno a él, le escuchaban hipnotizados.

Colaboraba con un periódico universitario, escribiendo pequeñas historias, relatos de misterio, amores novelescos que se enrevesaban de manera inverosímil. Seguía mintiendo, a su manera. Confundiendo las cosas que nos suceden con las que tanto deseamos que nos sucedan.

Compartimos un café junto a una ventana e intercambiamos recuerdos. Recorrimos juntos, de vuelta, las habitaciones luminosas de nuestra infancia, su tierno paisaje de revelaciones, el tiempo en el que éramos aún exploradores.

Muchas cosas habían cambiado desde entonces.

Sabíamos ya, por ejemplo, que lo que Samuel vio aquella noche de martes entre los dedos delgados de su madre era real. Los Trenes Negros existían. Transportaban los cuerpos de los milicianos caídos en la Casa de Campo al Cementerio del Este, donde eran enterrados. Las estaciones del Metropolitano por las que circulaban atenuaban discretamente la luz en los andenes, para que nadie pudiera ver el interior de sus vagones. Bajo el dulce sudario de la penumbra, los madrileños ofrecían entonces a sus ocupantes un último y callado homenaje. Los hombres se descubrían, quitándose gorras, pañuelos, sombreros; las mujeres se volvían, temiendo reconocer en ellos a un padre, un hermano, a un amor muy querido. Y algunos lloraban un llanto bajito, avergonzado, y guardaban ese silencio que en su presencia era duelo, respeto, despedida enamorada.

Su existencia era el secreto más grande del mundo. Lo guardaba con celo una ciudad entera, conjurada sin saberlo para negar su dolorosa evidencia, su valor trágico de síntoma. Subterráneo y oculto, el dolor propio recorría así las entrañas estremecidas de la ciudad, mientras arriba, en los jardines ya florecidos de la primavera, las madrileñas reían aún, cogidas del brazo de los milicianos, que caían a sus pies, desarmados ante el ejército invencible de sus rodillas; celebrándolas, como si la guerra fuera cosa de otros y no el animal maloliente que desde hacía ya más de dos años dormitaba a las puertas de la ciudad; confiados aún en una victoria que se hacía esperar como se hace esperar siempre aquello que tanto deseamos, el amor de la mujer amada, su regazo, una cita largo tiempo postergada.

Los Trenes Negros.

Todos en Madrid los conocían. También mi madre, porque las madres saben todo lo que pasa y hasta lo que no pasa también lo saben.

Pero el suyo no era, como creíamos entonces, un trayecto hacia la muerte. En sus vagones, junto a los cuerpos de los milicianos, florecía la dignidad y la vida, el amor que una vez sintieron por sus hijos, por sus mujeres; florecían sus ilusiones y sus sueños, el tesoro ingente de sus caricias, la adolescencia quieta, malgastada, que una madrugada atroz les fue arrancada; su fortaleza, su desconsuelo, el esfuerzo limpio de sus brazos.

Junto a sus cuerpos, los Trenes Negros llevaban también lo que fueron en vida, lo que serán siempre en la memoria de sus hijos, en el recuerdo enamorado aún de sus mujeres, de sus hermanas, de sus madres: sus ausencias transitorias, sus billetes de ida sólo, su regreso eterno en el corazón de todos cuantos hoy les deben su muerte.

También la Patrulla de los Túneles existió, aunque no la formaban soldados, sino un inofensivo contingente de borrachos que una noche se perdió en los pasillos del Metropolitano y no supo encontrar la salida hasta varios días después.

Y aunque no había vuelto a tener noticias de su padre, a estas alturas yo también estoy convencido de que Samuel tenía razón.

Si gateó hasta los puestos del enemigo rogando, no me maten, por favor, no me maten, es porque era un espía, un doble agente que cada madrugada, a escondidas y aún a riesgo de su vida, informaba a sus superiores de los planes ocultos de los fascistas, y si todavía hoy se desconoce su paradero es porque está lejos, en Méjico, en Moscú, o mejor aún, porque a buen seguro, para protegerle, Pasternak el Inconcebible le hizo desaparecer una madrugada quieta y le hará reaparecer de vuelta un día en un mundo mejor, ese que los ocupantes de Los Trenes Negros, con su sacrificio eterno, ayudaron en secreto a construir.

Madrid, primavera de 2006.