Dicen que afuera el tiempo va llamando
a una germinación de primavera.
Aquí dentro no hay brisa que traiga tal promesa
pero se intuye el ábrego por las ramas del pino
que señalan al norte en su abundancia.
Impaciente este tren va surcando los campos,
obstinado en trazarlos, en darles movimiento.
Yo me observo prestado a un paisaje de calma
como si hubieran puesto una furia metálica
encima de la umbría, en la labor del hombre
que trasiega los frutos, su tamaño.
Y prestado hago míos los recuerdos,
los zarzales, las rocas, los cedazos
con tierra desnutrida que son naturaleza,
los cantos de los pájaros, los mismos de la infancia.
Me sé en el territorio de los primeros años:
un niño que traspasa
la prohibición y el límite en los postes eléctricos
en donde, más allá,
las traviesas son dulce promesa de aventura.
Y en el mismo paisaje
se viene dibujando la sombra de otro niño
que asoma sus derrotas al paso del vagón,
la desesperación y el desconsuelo;
juegos ferroviarios aprendidos
delante de los rostros
que agotados mitigan sus cadenas perpetuas.
Ese tren fue razón en los largos veranos,
caravanas de hollín
que el tiempo ya limpió de oscuridades
pero que en este viaje se hacen presente íntimo,
acaso madurez anticipada.
Sobre un rumor de lágrimas o el silencio del pánico,
sobre vagones, censos
y miradas de asombro, sin embargo
se oye el murmullo ahora del tren en las traviesas,
su perfección es música
que apaga los sonidos de los campos.
Veloz el movimiento atenúa el paisaje,
verde, marrón. La estepa va prendida
en el ritmo de la locomotora.
Este tren sigue al norte. Con su prisa,
el paisaje es historia
que impone esa verdad de la consumación,
la oculta centinela del olvido.
El recuerdo y su luz pertinaz sobre las sombras.
son el final del viaje.
Que entre despacio el mundo delante de mis ojos.