Se le pasó la vida en la estación:
vagones destemplados, cafés fríos, periódicos de
ayer. Para ese viaje, piensas, no hacían falta
alforjas. ¿Qué esperaba? Un tren que nunca llega,
buen embuste, todos los trenes llegan y se van y
regresan para que tú los veas regresar y perderse,
perderse y regresar a la Estación del Norte, tu
estación, su estación, vuestra estación.
Tu padre se marchaba y regresaba con aquella cartera
que no es como la tuya, con aquella cartera que tú
abrías, los ojos como platos rebañados, brillantes,
bien abiertos para ver el misterio revelado de sus
profundidades, de su entraña de falso cuero negro
que tú desentrañabas con su anuencia, con la
anuencia del padre que regresa y te abraza y te besa
y da su bendición. Una palabra suya te bastaba, una
sola palabra de tu padre para alcanzar la dicha,
penetrar el misterio, introducir tu blanca mano
impúber en el vientre preñado de esa cartera negra
que no es, nunca podría ser como la tuya, nunca será
la tuya, no lo es, tú lo sabes.
Tú sabes que no hay nada de verdad dentro de esta
cartera, tu cartera mentida, puro humo. Recuerdas
todavía, no lo olvidas, el olor a cecina de León,
queso de Burgos, cosas, libros abandonados que tu
padre recogía en el tren después de todo, después
del largo viaje de ida y vuelta, cuando ya no
quedaban ni las sombras dentro de los vagones,
cuando todo eran trizas de trizas, respaldos
fatigados, huellas secas, novelas sin leer, revistas
sucias. Tu padre recogía sus tesoros (cecina de
León, queso de Burgos, cosas) y revisaba el campo,
recorría una vez más el teatro, compartimento por
compartimento y vagón por vagón, buscador de tesoros
avezado, tu padre. Sus tesoros. Los tesoros que
siempre devolvió.
Aquella vez que una señora sola, sin marido ni niño
ni hermana, se dejó aquel joyero de terciopelo verde
que no llegaste a ver. Te lo contaron, te lo contó
tu madre mientras desenvolvías la cecina que ella
había sacado con delicado ímpetu de la cartera negra
de tu padre. O aquella otra en la que tu progenitor
descubrió entre el respaldo y el asiento de un vagón
de primera aquel sobre, sobresaliendo apenas como un
náufrago a punto de asfixiarse, a punto de perderse
para siempre en el fondo abisal del asiento de un
expreso de noche, de aquel tren que debía ser su
tren, no podía ser otro ni tu padre podía, en modo
alguno, actuar de otra forma y embolsarse aquel
sobre perdido que nadie reclamó después de todo.
Eran veinte mil duros y era invierno, recuerdas, no
lo vas a olvidar. La gratificación inexistente; la
honradez proverbial, su honradez proverbial siempre
recompensada con sonrisas, palmadas en la espalda,
patadas en el culo, así es la vida.
Al fin y al cabo, piensas, aunque todo parece que ha
pasado hace mucho, ha pasado hace poco. ¿Qué ha
pasado? Sólo ha pasado el tiempo. Es lo que pasa.
Treinta años que parecen treinta siglos pero que son
treinta años, solamente tres décadas. El tiempo. Ese
tiempo que pasa como pasan los trenes que se van,
como pasan los trenes que regresan y que nunca se
quedan.
No puedes olvidarte de los trenes porque todo en tu
casa olía a tren. Primero la cartera de tu padre y
después la cecina de León y hasta el queso de
Burgos. Cada cosa, te dices, lo decía tu padre
entornando los ojos soñadores y ahora tú lo
recuerdas, tiene su propio olor como tiene su nombre
intransferible. Los aviones no pueden, aunque pongan
el grito en el cielo y se empeñen con todas sus
fuerzas en ser lo que no son, oler a carretera y
perro muerto como los automóviles (o a fuel-oil y
pescado putrefacto lo mismo que los cascos de los
barcos que recorren, como escribió un poeta cuyo
nombre no puedes recordar, las espaldas del mar de
puerto a puerto).
Así es, no hay otra, no hay otro olor que no sea el
del tren, el acre olor a orín de tu perdida infancia
en la estación, paraíso con forma de estación: Dios
en forma de jefe de estación omnisciente,
interventor insomne, omnipresente, con ojos en la
nuca (tu padre no era Dios, ahora lo sabes, hacía la
vista gorda como un dios despistado y bonancible) y,
para rematar, todo en el mismo lote, maquinista
invidente como un topo, esto es: Padre, Hijo y
Espíritu Santo hipostasiados, embarcados en un mismo
tren estacionado en la misma estación de una ciudad
del norte, en la misma estación que tú quisieras,
como se quiere a Dios o se quiere al Diablo, borrar
de tu memoria para siempre jamás, esa estación que
pisas con el paso medroso y decidido (por momentos
feroz y decidido y por momentos tímido y medroso) y
que vas a borrar, eso te dices, de una vez para
siempre de ese mapa de tu infancia feliz.
No fue feliz tu infancia, pero no fue infeliz
después de todo, debes reconocerlo. Te gustaban los
trenes y su olor, tu propio olor a andén adherido a
la piel y a la ropa, hasta el último pelo oliendo a
tren. Te gustaba vivir a escasos metros de la
Estación del Norte y ver los trenes negros entrando
en la ciudad bajo la lluvia terca y asperjada. Te
gustaba esperar a tu padre en el andén, muerto de
frío o muerto de calor, no importaba, todos sabían
que eras hijo suyo y todos te arropaban allí
adentro, allí afuera, en aquel territorio indefinido
donde todo era punto de llegada y punto de partida,
puro límite o muga. La estanquera que siempre te
besaba y que algún día, alguna mala noche
sospechaste que podía tirarse tu padre en la
trastienda mínima de la expendeduría o, llanamente,
subidos al vagón desabitado, bien cerrada la puerta
dentro de la litera o coche-cama con las sábanas
tibias todavía del pasajero último, ellos sobre el
rescoldo de los sueños o desvelos ajenos, buena
historia tan falsa como cualquier película, como
cualquier novela ganadora de un premio millonario de
novela. Así es. No lo crees. Tu padre, eso es lo
cierto, era un hombre tranquilo, demasiado sensato y
aburrido para follarse a nadie en un vagón de tren
todavía caliente de viajeros.
Tu padre era una gorra, una chaqueta azul, un
cigarrillo negro y una perforadora niquelada o
cromada o pavonada (porque de todo hubo en treinta y
cinco años), cabalmente lo mismo que una prótesis,
un ojo, una pierna ortopédica, un válvula o una
pistola como la que llevaban los secretas del tren,
que eran también tus ángeles custodios y sabían tu
nombre y hábilmente interrogaban a tu progenitor
sobre las fabulosas notas escolares que tú
falsificabas. Era el mundo, tu mundo, era el andén
de la Estación del Norte que alguien alguna vez, tal
vez hoy mismo, a lo peor tú mismo, debería mandar a
volar o a hacer gárgaras al río del olvido, ancho y
ajeno y, sobre todo, hondo, profundo como un pozo de
petróleo, negro como la pez, como la muerte, como
los agujeros negros del espacio. Mandar a otro
planeta esa estación de tu infancia infeliz en la
que siempre acabas.
No fue infeliz tu infancia, has de admitirlo;
tampoco fue feliz. Estaban los tesoros, ya lo has
dicho, los que no devolvía tu padre, los que traía a
casa, dentro de su cartera cuarteada; los libros que
no olvidas porque eso sí que no, no pueden
olvidarse, ellos te han hecho, te han formado al
albur, al puro azar, a lo que iba saliendo, a la
diabla. Dios escribe derecho con reglones torcidos,
le gustaba decir a tu padre ágrafo, que nunca leyó
más que los billetes que debía perforar con su
perforadora niquelada, pavonada o cromada. Dios
escribe torcido porque viaja en un tren de hace
treinta años que atraviesa los campos desolados de
España, ese viejo país ineficiente del que habló
otro poeta que tampoco recuerdas o también, en el
fondo, prefieres olvidar.
En aquel país la gente, alguna gente, escondía los
libros que leía y no debía leer; no podía leer de
otro modo que no fuese violando los principios
famosos que ya nadie recuerda, así es la vida, una
broma pesada demasiado larga para ser tan corta,
demasiado pesada, demonios, para sobrellevarla si
uno no está dotado de una espalda de atlante.
Aquellos libros no podían leerse y se vendían debajo
de la mesa, bajo cuerda; todo el país agachado,
acuclillado, convertido en capón colectivo, en
gallina imperial como la del escudo. Un hermoso país
de gallinazas y de gallos capones. Un país que leía
de rodillas, debajo de la mesa cualquier cosa que no
fuera el Arriba o El Caso o los inanes diarios
deportivos. Iberia sumergida. Lectura sumergida en
medio de la asfixia colectiva y del miedo, sobre
todo del miedo gallináceo, desleído en el gran caldo
de gallina del Régimen.
En el tren se leía y muchas veces se olvidaban los
libros sin querer o queriendo, de grado o a la
fuerza o por si acaso, disimuladamente cuando se
oían los pasos del interventor o temblando de miedo
si al secreta de turno le daba por luchar contra la
hidra soviética que viajaba en el tren como un
Allien, como un letal octavo pasajero con billete.
Aquellos estudiantes que leían a Margaret Mead
transidos de emoción o los sindicalistas
clandestinos que leían a Marx a duras penas cuando
llegaba él, el secreta de turno o tu padre o un
viajero con traje y gabardina que podía quizás ser o
no ser el secreta de turno, esa era la cuestión,
pero por si las moscas era mejor meter debajo del
asiento el ensayo de Margaret Mead (demasiado
moderna y sospechosa, demasiado de todo) y mandar a
la mierda a Karl Marx, tirar por la ventana la
potrosa traducción de Das Kapital , impresa en
Argentina, y evitarse disgustos y entrevistas en la
Comisaría.
Sabes algo de aquellas entrevistas que, al final, no
pudiste evitar ni tú mismo. Cómo olvidar el viaje de
regreso de las oposiciones al Cuerpo de Abogados del
Estado. Tú leyendo a Isaac Babel, Caballería roja ,
y de pronto la puerta que se abre y el secreta de
turno, otro secreta que tú no conocías ni él a ti
(aunque sí por fortuna el Comisario que te sometería
a un interrogatorio mezcla de confesión y
reprimenda) clavando su mirada de besugo en el libro
que lees. Ninguno conocía las novelas de Babel ni
menos aún a Babel, pero había que ser un mentecato,
uno de esos nefastos compañeros de viaje del
marxismo para leer un libro sobre caballerías rojas
en tiempos como aquellos, en el peor lugar y en el
peor país en el peor momento, sobre las largas vías
como venas que atraviesan la patria en peligro, en
pleno viaje, compañero de viaje de quién. Viajabas
solo. No pudiste dar nombres. Ni siquiera tenías
amigos, leías demasiado para tener alegres
compañeros de viaje.
Afortunadamente, el Comisario conocía a tu padre,
sabía que tu padre era un hombre de ley, un buen
interventor que en adelante, dijo, te lo dijo
impostando la voz, debería intervenir con más fuerza
y más autoridad en los descarriados pasos de su hijo
y encarrilarte al fin. Recuerdas que lo dijo de ese
modo y con esa palabra inequívocamente ferroviaria:
que si tu padre no había conseguido encarrilarte (no
meterte en vereda, enderezarte o darte un par de
hostias, sino sencillamente encarrilarte). Claro que
tú no le ibas a decir lo de la biblioteca
ferroviaria que te había acopiado viaje a viaje,
tren a tren, libro a libro. No lo hubiera entendido
y, en el fondo, tú tampoco lo entiendes.
Sigues sin entender al cabo de los años la razón por
la cual a tu padre le dio por procurarte todos
aquellos libros que dejaba caer en su cartera junto
al queso de Burgos, la cecina curada de León o las
cañas de lomo que compraba en la Plaza Mayor de
Salamanca. Sigues sin entender y morirás, te dices,
sin saber si tu padre se enteraba de algo en el
fondo, si obraba con malicia o con inteligencia o si
lo suyo era simplemente un caso de respeto
reverencial hacia la letra impresa, tan común hace
tiempo, hace una eternidad entre la clase ágrafa.
Dios escribe derecho con renglones torcidos, eso
dicen, lo decía tu padre y sabe Dios que se había
tragado ese cuento. Donde menos se espera, tú lo
sabes, suele saltar la liebre, como en la Biblia en
verso. Aquella biblioteca ferroviaria marcaría tu
vida. Libros abandonados en el portaequipajes,
olvidados debajo de un asiento, repudiados,
escondidos en el mínimo zulo del retrete del tren.
Todos luego en tus manos, debajo de tus ojos de
estudiante de Derecho económico.
Se llevó un buen disgusto el bueno de tu padre, el
pobre de tu padre, y hasta hubo malas lenguas,
ciertas bocas de hiel, tres o cuatro sentinas que
juraron que tu fracaso en las oposiciones y el
interrogatorio de Comisaría coadyuvaron de modo
decisivo a su primer infarto, al infarto del bueno
de tu padre. El bueno de tu padre era el reverso del
malo de su hijo o al revés, da lo mismo, en el viejo
país ineficiente (y quizás en el nuevo) los elogios
siempre iban contra alguien. Pero tu padre no murió
de aquel primer infarto, ni del segundo que le
sobrevendría tras la jubilación anticipada, ni de
ninguna espina que el malo de su hijo le clavara en
su dañado corazón de acero.
Tu padre no se ha muerto todavía. Tu padre va a
morirse, como todos los hijos de Dios y herederos
del Diablo, tal vez un poco antes que otros vivos
que ahora mismo se esfuerzan por seguir respirando
un día más, medio minuto más o un año más. Morirse
no es tan grave. La vida es una grave enfermedad, el
mal más grave, un tumor incurable y maligno. Somos
tan sólo polvo disfrazado. Te dijeron que el viejo
se moría, pero no se decide y tú no puedes, de
ninguna manera, quedarte y esperar su decisión.
Tienes graves asuntos que reclaman tu presencia
inmediata: una cartera llena de asuntos capitales.
Puro humo como el humo de la fumata blanca que
dibuja en el cielo vaticano el apellido Ratzinger
esta tarde de abril de 2005. El poder es un humo
venenoso, lo sabes, incienso o gas sarín.
La enfermedad del viejo es incurable como la vida
misma. Un cóctel neurológico letal, unas gotas de
Alzheimer y una buena medida de Parkinson. No sabe
dónde está y eso es lo bueno, piensas. Ya no puede
tragar y le alimentan por una sucia sonda
nasogástrica que una enfermera misericordiosa,
malhechora del bien, le enchufó hace tres días. Cree
que está en la estación, en su estación, en la
Estación del Norte, entrando en ese tren que nunca
llega y que nunca se va. Cree que es un viajero sin
billete y hace un rato pensaba que tú mismo, su
hijo, eras un picajoso interventor que corría tras
él por el largo pasillo que se mueve igual que una
culebra de metal. Su corazón de acero, sin embargo,
no ha querido romperse en dos pedazos con la ayuda
impagable de un tercer y fatal infarto de miocardio,
así es la vida, una culebra larga o una larga fumata
venenosa.
Tienes que regresar y has vuelto a la estación. Te
gustaría borrar esta estación del mapa de tu vida.
No tener que llegar ni que partir, olvidarte de ella
y embarcarte en un tren hacia otra vida no tan llena
de muerte. Le dijiste a tu padre que, en efecto,
eras el revisor de aquel expreso (un expreso de
noche, aunque eran todavía las cuatro de la tarde en
el geriátrico).
Le dijiste que hacía el pasajero un millón de aquel
tren imposible, y que por ese azar se le premiaba
con un viaje sin fin, un recorrido eterno, en vagón
de primera, por la red ferroviaria de aquel viejo
país ineficiente que entonces empezaba a funcionar.
Un país donde nadie se dejaba los libros olvidados
en el portaequipajes o encima del asiento. Y el
viejo sonrió, cerró los ojos y dejó de temblar
mientras tú sostenías en tu mano esa perforadora
niquelada o cromada o pavonada que aprietas ahora
mismo entre los dedos mientras tomas asiento en esta
nave, en este tren que pronto ha de partir mientras
tu corazón se bate contra el pecho como un perro
cansado.