Nacido en Pamplona, es escritor y periodista, y ha publicado libros de poemas como "Cielos e inviernos" y "Los abanicos del caudillo" y de prosa como "El humor de los amores", "Historia del virgo", "Puñaladas traperas" e "Inmaculada Cienfuegos y otros relatos". Así mismo ha traducido obras de Kavafis y de poetas griegos actuales y ha participado como adaptador y autor de letras de canciones en discos de Mocedades, Rosa León y Mango. En su faceta periodística ha colaborado en numerosos diarios y revistas, en Radio Nacional y presentó la sección de letras del programa cultural "A todo Madrid" de Telemadrid.
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Soy ingeniero agrónomo y en octubre del año
pasado cumplí treinta y ocho años. En el terreno
económico he tenido mucha suerte en la vida, porque,
más que tener pasta, mi padre está absolutamente
forrado. Juan Rueda, que así se llama mi inteligente
padre, hace negocios con la facilidad con la que las
solteronas antiguas hacían encaje de bolillos. Ni
que decir tiene que esta holgura económica me ha
resuelto infinidad de problemas que la mayoría de
los ciudadanos tienen que intentar solventar por sí
mismos, sin, en tantos casos, llegar a resolverlos.
Por ejemplo, me gustan bastante los temas de mi
profesión, pero, como me puedo permitir el lujo de
no ejercerla, naturalmente, no incurro en la idiotez
de tener que fichar todas las mañanas en la oficina.
Soy consejero de tres empresas de construcción, de
las que mi padre es accionista mayoritario, y, por
aguantar unas pocas reuniones al mes -en las que,
por cierto, casi nunca abro la boca-, tengo unos
saneados ingresos, cuya monta me callo por
discreción, pues no me gusta envenenar a la gente
refrotándole mi situación de auténtico privilegio.
No tengo tampoco por qué ocultar que bastantes
mujeres -que me lo han dicho-, y algunos hombres
-que se lo callan-, me consideran un hombre guapo.
Es, en esta enumeración de virtudes, el segundo don
importante con que he sido dotado. Soy, pues, rico,
guapo, culto y sensible, -lo que supone un índice
realmente alto de buenas cualidades-, pero bien se
ha cuidado la Naturaleza de minar sutilmente estos
buenos elementos de felicidad, porque, desde mi más
tierna infancia, me ha encasquetado el envenenado
regalito de unos intensos dolores de riñones.
Yo no sé lo que puede llegar a doler otros órganos,
pero estos dolores de riñones, que me aparecen en el
momento mismo en que cometo algún exceso, me han
traído mil veces, a lo largo de mi vida, por la
calle de la amargura. Soy, para colmo, muy aprensivo
y, al primer pinchazo de dolor, siento la tentación
de pedir una ambulancia.
Creo que está ya bastante claro que, por supuesto,
tampoco mi vida está exenta de algunas dificultades.
Por ejemplo, en un viaje a Nueva York, hace tres
años, tras una semana maravillosa, en la que me
volví a enamorar de esta ciudad, que visité por
primera vez a mis dieciocho años, una noche, en una
discoteca de la calle 14 sufrí un cólico nefrítico,
que me dejó hundido en la más absoluta miseria. En
esta misma calle hay una librería hispanoamericana,
y el propietario que aquella noche estaba en la
discoteca, ante el requerimiento de un médico a
través de la megafonía, localizó allí mismo a un
cubano muy guasón que me atendió inmediatamente. Le
conté mis problemas con el riñón, sin excluir el
dato de que en alguna ocasión había llegado a orinar
alguna minúscula piedrecilla y, al preguntarle si lo
que me estaba pasando le parecía grave, con un
cachondeo que, dado lo mal que estaba, me hirió
bastante, me contestó casi sin inmutarse: "No, en
absoluto, lo suyo no es grave, lo suyo es
simplemente gravilla".
No tendré que jurar que hablar de esta afección del
riñón hiere mi orgullo en lo más profundo. Es bien
conocida la enorme dificultad que los hombres
tenemos para hablar de nuestros defectos, pues no en
vano hemos sido educados para triunfar
ininterrumpidamente. Pero, si ahora he consentido
hablar del riñón que me funciona mal, ha sido a modo
de ejercicio de precalentamiento, pues mi confesión
siguiente, desde el punto de vista del orgullo, es
una docena de veces más cruda. Durante muchos años
me la tuve que tragar en silencio, porque me
producía un bochorno enorme. Y no es que pueda
afirmar que hablar ahora de ella, cuando esta llaga
ya ha cicatrizado, sea una perita en dulce, pero, al
menos, tengo ya a mis espaldas algunos años de
intensa felicidad, y puedo asumir lo dura que fue la
etapa en que -sí, lo voy a confesar por fin por
primera vez-, la etapa, digo, en que me sentí aún
mucho peor que cornudo y apaleado: la etapa trágica
en que fui sexualmente impotente.
A mis veinte años tenía una novia preciosa, con una
boca divina y unos pechos maravillosos. Alicia era
una mujer muy vital, que hacía mucho deporte y
siempre estaba alegre. Era profundamente amable, y
coincidía conmigo en que era también más estrecha
que el silbido de un fantasma. Cuando empezamos a
salir, casi me costó tres meses de paseos darle el
primer beso realmente serio. Por supuesto, ya dejo
claro que yo tampoco era ningún lince, pero, sin
fallar a la objetividad, creo poder afirmar que, al
menos, al principio yo tenía más voluntad de acabar
en la cama. Luego, naturalmente, no, porque
acostarme con ella era vivir en carne propia una
trilogía de Sófocles.
Fueron, pues, bastante dificultosos los comienzos
con Alicia, pero, a partir de los seis meses de
relaciones, mis manos habían alcanzado la gloria de
disfrutar con el contacto de todos los poros de su
cuerpo. Cogíamos el "Renault 12" que yo tenía
entonces y enfilábamos la carretera de Miraflores,
donde mis padres tienen un chalé, en el que sólo
viven un par de meses en el verano.
Aquellos viajes, en su primera etapa, eran
deliciosos. Soy un buen conductor y, en caso de
necesidad, lograría conducir bien el coche llevando
el volante con los codos. En consecuencia, hasta
llegar a Soto del Real, dedicaba una mano
exclusivamente a la conducción, y los cinco dedos
restantes viajaban concentrados en los muslos de
Alicia. Pero, a medida que nos íbamos acercando a
Miraflores, empezaba a inquietarme, porque sabía que
acabaría con Alicia en la cama, y terminaría
sufriendo el infierno de no responder sexualmente
con ella.
Durante año y medio, mi vida recorrió el itinerario
completo del autodesprecio en todas sus gamas. Para
exasperar mi sufrimiento, por aquellas fechas, para
mí tan poco gloriosas, estaba triunfando Paco de
Lucía, al que escuchaba en todas las emisoras, con
su álbum precisamente titulado, "Fuente y caudal",
que, en mi situación, me sonaba como una pulla
directa contra la carencia de humores, a la hora de
la verdad, del estúpido miembro inerte con el que la
Naturaleza me había castigado.
Realmente estaba desesperado, y hubo noches en que,
tras despedirme de mi novia, al ir a la cama, metía
un martillo entre las sábanas con la nada absurda
intención de descargarme un golpe certero en la
entrepierna y acabar de una vez para siempre con la
causa de todas mis desgracias. Y, desde luego, más
de una noche me desperté con un testículo casi
estrangulado, porque el mango del martillo, en la
inconsciencia del sueño, había terminado
incrustándose en esa zona que no consiente la más
leve distracción, y mucho menos con una herramienta
que no se caracteriza precisamente por su
delicadeza. Otro bochorno suplementario lo sufría
los días en que, al levantarme todavía somnoliento,
me olvidaba de recoger el martillo, en el que había
depositado mi salvación, y tenía que soportar el que
la asistenta me preguntara qué había que clavar en
la habitación, puesto que acababa de encontrar esta
herramienta en mi cama. Fue, realmente, una época
muy dura, y, como ya se sabe que las desgracias
nunca nunca vienen solas, mi cantante preferido, el
fantástico Nino Bravo, cuando se trasladaba de
valencia a Madrid, se mató en un accidente de
tráfico.
Había seguido a mi ídolo desde las fechas en que
debutó con su primer grupo: Los Hispánicos, y, por
supuesto, seguí también sus avatares con los
maravillosos Supersón, que fueron su segunda banda.
Su actuación en el estival de Río de Janeiro fue
inolvidable, y allí sólo fue superado por un
cantante de la talla de David Clayton Thomas, el
carismático líder de Blood, Sweat & Tears, otro
grupo con un nombre, por cierto, que resumía
perfectamente, con su mención anglófona de la
"Sangre, Sudor y Lágrimas", mis estrepitosos
fracasos con mi novia en la cama. La canción Te
quiero, te quiero, de Nino Bravo, la escuché cientos
de veces en aquellos meses de impotencia y
exacerbado romanticismo.
El inesperado atentado de ETA contra el presidente
del Gobierno, Carrero Blanco, en las vísperas de las
Navidades de aquel año atroz, por una reacción de
explicación compleja, pues mi padre tenía alguna
relación con él, me dio los ánimos necesarios para
visitar a un psiquiatra. Y a él le expuse el
conflicto sexual, que había situado mi autoestima en
los niveles mínimos por los que se movía aquel gran
trapecista de la derrota constante, el maestro
Kafka, el inventor de las masoquistas castañuelas
checoslovacas.
Soy una persona muy ponderada en mis juicios, pero
me temo que no voy a poder evitar el levantar el
tono a la hora de hablar del doctor Rufino Castejón,
el psiquíatra que me trató durante seis meses y que
me creó casi más problemas que el mal funcionamiento
en la cama del que estoy hablando.
Por liquidar en dos palabras el tema, dejaré claro
que soy una persona muy generosa, para quien la
palabra tacaño es incluso sinónimo de imbécil. Ya he
dicho también, y no quiero insistir más, pues nada
está más lejos de mi intención que herir la
sensibilidad de los pobres diablos, cuyo sueldo no
pasa de las cuatrocientas mil pesetas mensuales; no
quiero insistir, digo, en que ingreso todos los
meses una cantidad, por alta, impronunciable.
No soy tacaño y nado en dinero. Y, sin embargo,
cuando pienso en la pasta que me levantó aquel
canalla, y que durante seis meses me mareó con todo
tipo de estupideces, en cuanto me acuerdo de aquel
cretino, digo, que incluso me llegó a recetar
bromuro, cuando precisamente mi problema residía en
la inconsistencia de mi miembro, aún pienso que
debería contratar un matón y hacerme un poco de
justicia.
El 15 de junio de 1974 fue el día memorable en que
me deshice por fin de mi psiquiatra. Para celebrar
mi liberación, que era equiparable en felicidad a
una fuga del hogar paterno, cuando el padre es un
tirano, llamé a mi novia y decidimos irnos al día
siguiente a Barcelona. Creo que no necesito repetir
que, por aquellas fechas, yo era una piltrafa
humana. Desde mis cuatro años soy socio del Real
Madrid y, aunque en esos momentos se estaba
celebrando el Mundial de Fútbol, yo era un hombre
hundido, que incluso se llegaba a perder algunos
partidos televisados.
El milagro que ocurrió a partir de la noche del día
16, en que tomamos el tren en Madrid, es digno de
pasar a los manuales de psiquiatría, y no sé si
también incluso a los de gimnasia. Tomamos alguna
copa en el restaurante y, al rato, fuimos a
acostarnos. habíamos reservado, naturalmente, un
coche cama y, en un principio, Alicia y yo nos
acostamos en camas separadas. Cuando había dormido
ya un par de horas, me desperté con un vivo deseo de
abrazar a mi novia y me pasé a su cama. No entraré
en los pormenores de aquel encuentro, pues son
fácilmente imaginables. Pero lo que nunca podré
olvidar fue el traqueteo del vagón, que, a juzgar
por los resultados, multiplicó por cien la capacidad
de mi impulso. Ni yo mismo me lo podía creer, pero
era verdad que por primera vez en mi vida sentía una
seguridad en mis fuerzas, que me venía del
movimiento del tren, y que iba a desembocar en mi
primer coito rotundamente feliz y también en la
alegría más total de mi novia, que tan bien se
reflejaba en su celestial sonrisa.
No estaba en aquellos momentos para preocuparme
mucho por la geografía que recorríamos, pero, si no
me equivoco en el cálculo -y, como paciente del
riñón que soy, yo de cálculos sé bastante-, el feliz
suceso de mi curación debió de ocurrir unos treinta
kilómetros antes de llegar a Zaragoza, que es
también la ciudad española cuyo nombre invita más a
todo tipo de goces y disfrutes. Aquella noche
memorable, el éxito se volvió a repetir otras veces
más y, cuando amanecimos en Barcelona, tuve la
seguridad de que la felicidad más total venía por
fin hacia mí acunada en los tiernos brazos de las
Ramblas.