Premio de Narraciones Breves Antonio Machado 1991 - Fundación de los Ferrocarriles Españoles

Premio Narraciones Breves Antonio Machado, 1991

Primer premio: 'Curación milagrosa', Ramón Irigoyen

Narraciones Breves 1991

Nacido en Pamplona, es escritor y periodista, y ha publicado libros de poemas como "Cielos e inviernos" y "Los abanicos del caudillo" y de prosa como "El humor de los amores", "Historia del virgo", "Puñaladas traperas" e "Inmaculada Cienfuegos y otros relatos". Así mismo ha traducido obras de Kavafis y de poetas griegos actuales y ha participado como adaptador y autor de letras de canciones en discos de Mocedades, Rosa León y Mango. En su faceta periodística ha colaborado en numerosos diarios y revistas, en Radio Nacional y presentó la sección de letras del programa cultural "A todo Madrid" de Telemadrid.

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Soy ingeniero agrónomo y en octubre del año pasado cumplí treinta y ocho años. En el terreno económico he tenido mucha suerte en la vida, porque, más que tener pasta, mi padre está absolutamente forrado. Juan Rueda, que así se llama mi inteligente padre, hace negocios con la facilidad con la que las solteronas antiguas hacían encaje de bolillos. Ni que decir tiene que esta holgura económica me ha resuelto infinidad de problemas que la mayoría de los ciudadanos tienen que intentar solventar por sí mismos, sin, en tantos casos, llegar a resolverlos. Por ejemplo, me gustan bastante los temas de mi profesión, pero, como me puedo permitir el lujo de no ejercerla, naturalmente, no incurro en la idiotez de tener que fichar todas las mañanas en la oficina. Soy consejero de tres empresas de construcción, de las que mi padre es accionista mayoritario, y, por aguantar unas pocas reuniones al mes -en las que, por cierto, casi nunca abro la boca-, tengo unos saneados ingresos, cuya monta me callo por discreción, pues no me gusta envenenar a la gente refrotándole mi situación de auténtico privilegio.

No tengo tampoco por qué ocultar que bastantes mujeres -que me lo han dicho-, y algunos hombres -que se lo callan-, me consideran un hombre guapo. Es, en esta enumeración de virtudes, el segundo don importante con que he sido dotado. Soy, pues, rico, guapo, culto y sensible, -lo que supone un índice realmente alto de buenas cualidades-, pero bien se ha cuidado la Naturaleza de minar sutilmente estos buenos elementos de felicidad, porque, desde mi más tierna infancia, me ha encasquetado el envenenado regalito de unos intensos dolores de riñones.

Yo no sé lo que puede llegar a doler otros órganos, pero estos dolores de riñones, que me aparecen en el momento mismo en que cometo algún exceso, me han traído mil veces, a lo largo de mi vida, por la calle de la amargura. Soy, para colmo, muy aprensivo y, al primer pinchazo de dolor, siento la tentación de pedir una ambulancia.

Creo que está ya bastante claro que, por supuesto, tampoco mi vida está exenta de algunas dificultades. Por ejemplo, en un viaje a Nueva York, hace tres años, tras una semana maravillosa, en la que me volví a enamorar de esta ciudad, que visité por primera vez a mis dieciocho años, una noche, en una discoteca de la calle 14 sufrí un cólico nefrítico, que me dejó hundido en la más absoluta miseria. En esta misma calle hay una librería hispanoamericana, y el propietario que aquella noche estaba en la discoteca, ante el requerimiento de un médico a través de la megafonía, localizó allí mismo a un cubano muy guasón que me atendió inmediatamente. Le conté mis problemas con el riñón, sin excluir el dato de que en alguna ocasión había llegado a orinar alguna minúscula piedrecilla y, al preguntarle si lo que me estaba pasando le parecía grave, con un cachondeo que, dado lo mal que estaba, me hirió bastante, me contestó casi sin inmutarse: "No, en absoluto, lo suyo no es grave, lo suyo es simplemente gravilla".

No tendré que jurar que hablar de esta afección del riñón hiere mi orgullo en lo más profundo. Es bien conocida la enorme dificultad que los hombres tenemos para hablar de nuestros defectos, pues no en vano hemos sido educados para triunfar ininterrumpidamente. Pero, si ahora he consentido hablar del riñón que me funciona mal, ha sido a modo de ejercicio de precalentamiento, pues mi confesión siguiente, desde el punto de vista del orgullo, es una docena de veces más cruda. Durante muchos años me la tuve que tragar en silencio, porque me producía un bochorno enorme. Y no es que pueda afirmar que hablar ahora de ella, cuando esta llaga ya ha cicatrizado, sea una perita en dulce, pero, al menos, tengo ya a mis espaldas algunos años de intensa felicidad, y puedo asumir lo dura que fue la etapa en que -sí, lo voy a confesar por fin por primera vez-, la etapa, digo, en que me sentí aún mucho peor que cornudo y apaleado: la etapa trágica en que fui sexualmente impotente.

A mis veinte años tenía una novia preciosa, con una boca divina y unos pechos maravillosos. Alicia era una mujer muy vital, que hacía mucho deporte y siempre estaba alegre. Era profundamente amable, y coincidía conmigo en que era también más estrecha que el silbido de un fantasma. Cuando empezamos a salir, casi me costó tres meses de paseos darle el primer beso realmente serio. Por supuesto, ya dejo claro que yo tampoco era ningún lince, pero, sin fallar a la objetividad, creo poder afirmar que, al menos, al principio yo tenía más voluntad de acabar en la cama. Luego, naturalmente, no, porque acostarme con ella era vivir en carne propia una trilogía de Sófocles.

Fueron, pues, bastante dificultosos los comienzos con Alicia, pero, a partir de los seis meses de relaciones, mis manos habían alcanzado la gloria de disfrutar con el contacto de todos los poros de su cuerpo. Cogíamos el "Renault 12" que yo tenía entonces y enfilábamos la carretera de Miraflores, donde mis padres tienen un chalé, en el que sólo viven un par de meses en el verano.

Aquellos viajes, en su primera etapa, eran deliciosos. Soy un buen conductor y, en caso de necesidad, lograría conducir bien el coche llevando el volante con los codos. En consecuencia, hasta llegar a Soto del Real, dedicaba una mano exclusivamente a la conducción, y los cinco dedos restantes viajaban concentrados en los muslos de Alicia. Pero, a medida que nos íbamos acercando a Miraflores, empezaba a inquietarme, porque sabía que acabaría con Alicia en la cama, y terminaría sufriendo el infierno de no responder sexualmente con ella.

Durante año y medio, mi vida recorrió el itinerario completo del autodesprecio en todas sus gamas. Para exasperar mi sufrimiento, por aquellas fechas, para mí tan poco gloriosas, estaba triunfando Paco de Lucía, al que escuchaba en todas las emisoras, con su álbum precisamente titulado, "Fuente y caudal", que, en mi situación, me sonaba como una pulla directa contra la carencia de humores, a la hora de la verdad, del estúpido miembro inerte con el que la Naturaleza me había castigado.

Realmente estaba desesperado, y hubo noches en que, tras despedirme de mi novia, al ir a la cama, metía un martillo entre las sábanas con la nada absurda intención de descargarme un golpe certero en la entrepierna y acabar de una vez para siempre con la causa de todas mis desgracias. Y, desde luego, más de una noche me desperté con un testículo casi estrangulado, porque el mango del martillo, en la inconsciencia del sueño, había terminado incrustándose en esa zona que no consiente la más leve distracción, y mucho menos con una herramienta que no se caracteriza precisamente por su delicadeza. Otro bochorno suplementario lo sufría los días en que, al levantarme todavía somnoliento, me olvidaba de recoger el martillo, en el que había depositado mi salvación, y tenía que soportar el que la asistenta me preguntara qué había que clavar en la habitación, puesto que acababa de encontrar esta herramienta en mi cama. Fue, realmente, una época muy dura, y, como ya se sabe que las desgracias nunca nunca vienen solas, mi cantante preferido, el fantástico Nino Bravo, cuando se trasladaba de valencia a Madrid, se mató en un accidente de tráfico.

Había seguido a mi ídolo desde las fechas en que debutó con su primer grupo: Los Hispánicos, y, por supuesto, seguí también sus avatares con los maravillosos Supersón, que fueron su segunda banda. Su actuación en el estival de Río de Janeiro fue inolvidable, y allí sólo fue superado por un cantante de la talla de David Clayton Thomas, el carismático líder de Blood, Sweat & Tears, otro grupo con un nombre, por cierto, que resumía perfectamente, con su mención anglófona de la "Sangre, Sudor y Lágrimas", mis estrepitosos fracasos con mi novia en la cama. La canción Te quiero, te quiero, de Nino Bravo, la escuché cientos de veces en aquellos meses de impotencia y exacerbado romanticismo.

El inesperado atentado de ETA contra el presidente del Gobierno, Carrero Blanco, en las vísperas de las Navidades de aquel año atroz, por una reacción de explicación compleja, pues mi padre tenía alguna relación con él, me dio los ánimos necesarios para visitar a un psiquiatra. Y a él le expuse el conflicto sexual, que había situado mi autoestima en los niveles mínimos por los que se movía aquel gran trapecista de la derrota constante, el maestro Kafka, el inventor de las masoquistas castañuelas checoslovacas.

Soy una persona muy ponderada en mis juicios, pero me temo que no voy a poder evitar el levantar el tono a la hora de hablar del doctor Rufino Castejón, el psiquíatra que me trató durante seis meses y que me creó casi más problemas que el mal funcionamiento en la cama del que estoy hablando.

Por liquidar en dos palabras el tema, dejaré claro que soy una persona muy generosa, para quien la palabra tacaño es incluso sinónimo de imbécil. Ya he dicho también, y no quiero insistir más, pues nada está más lejos de mi intención que herir la sensibilidad de los pobres diablos, cuyo sueldo no pasa de las cuatrocientas mil pesetas mensuales; no quiero insistir, digo, en que ingreso todos los meses una cantidad, por alta, impronunciable.

No soy tacaño y nado en dinero. Y, sin embargo, cuando pienso en la pasta que me levantó aquel canalla, y que durante seis meses me mareó con todo tipo de estupideces, en cuanto me acuerdo de aquel cretino, digo, que incluso me llegó a recetar bromuro, cuando precisamente mi problema residía en la inconsistencia de mi miembro, aún pienso que debería contratar un matón y hacerme un poco de justicia.

El 15 de junio de 1974 fue el día memorable en que me deshice por fin de mi psiquiatra. Para celebrar mi liberación, que era equiparable en felicidad a una fuga del hogar paterno, cuando el padre es un tirano, llamé a mi novia y decidimos irnos al día siguiente a Barcelona. Creo que no necesito repetir que, por aquellas fechas, yo era una piltrafa humana. Desde mis cuatro años soy socio del Real Madrid y, aunque en esos momentos se estaba celebrando el Mundial de Fútbol, yo era un hombre hundido, que incluso se llegaba a perder algunos partidos televisados.

El milagro que ocurrió a partir de la noche del día 16, en que tomamos el tren en Madrid, es digno de pasar a los manuales de psiquiatría, y no sé si también incluso a los de gimnasia. Tomamos alguna copa en el restaurante y, al rato, fuimos a acostarnos. habíamos reservado, naturalmente, un coche cama y, en un principio, Alicia y yo nos acostamos en camas separadas. Cuando había dormido ya un par de horas, me desperté con un vivo deseo de abrazar a mi novia y me pasé a su cama. No entraré en los pormenores de aquel encuentro, pues son fácilmente imaginables. Pero lo que nunca podré olvidar fue el traqueteo del vagón, que, a juzgar por los resultados, multiplicó por cien la capacidad de mi impulso. Ni yo mismo me lo podía creer, pero era verdad que por primera vez en mi vida sentía una seguridad en mis fuerzas, que me venía del movimiento del tren, y que iba a desembocar en mi primer coito rotundamente feliz y también en la alegría más total de mi novia, que tan bien se reflejaba en su celestial sonrisa.

No estaba en aquellos momentos para preocuparme mucho por la geografía que recorríamos, pero, si no me equivoco en el cálculo -y, como paciente del riñón que soy, yo de cálculos sé bastante-, el feliz suceso de mi curación debió de ocurrir unos treinta kilómetros antes de llegar a Zaragoza, que es también la ciudad española cuyo nombre invita más a todo tipo de goces y disfrutes. Aquella noche memorable, el éxito se volvió a repetir otras veces más y, cuando amanecimos en Barcelona, tuve la seguridad de que la felicidad más total venía por fin hacia mí acunada en los tiernos brazos de las Ramblas.