Nació en México, en 1951, pero reside en Madrid desde hace años. Es licenciada en Ciencias y Técnicas de la Información por la Universidad Iberoamericana, ha estudiado televisión en Japón y Francia y colabora en distintos medios de comunicación audiovisuales desde hace más de una década.
***
-De su pasaje van a ser doscientos veintisiete
con ochenta... Y de su... cargamento...
Sin siquiera molestarse en levantar la cabeza, por
encima de los lentes Sebastián le dirigió una mirada
casi asesina que le levantó la tapa de los sesos,
con lo que anuló toda posibilidad de que el hombre
intentar seguir hablando.
El pobre hombre de la ventanilla de los billetes
olvidó en ese momento desde cómo se escribía hasta
que alguna vez hubiera oído la palabra sarcasmo. Esa
mirada lo había puesto en su lugar y lo mismo
pensaba hacer él a su vez con el muchachito que
llevaba la carreta con la carga para meterla al
tren. Que no se atreviera ni a suspirar. El primero
que hiciera una mueca, allí se las verían. Parado en
la puerta que daba al anden, el clásico funerario
del pueblo ya estaba esperando a Sebastián de los
lentes Sebastián le dirigió una mirada casi asesina
que le levantó la tapa de los sesos, con lo que
anuló toda posibilidad de que el hombre intentara
seguir hablando.
El pobre hombre de la ventanilla de los billetes
olvidó en ese momento desde cómo se escribía hasta
que alguna vez hubiera oído la palabra sarcasmo. Esa
mirada lo había puesto en su lugar y lo mismo
pensaba hacer él a su vez con el muchachito que
llevaba la carreta con la carga para mecerla al
tren. Que no se atreviera un a suspirar. El primero
que hiciera una mueca, allí se las verían. Parado en
la puerta que daba al andén, el clásico funerario
del pueblo ya estaba esperando a Sebastián-
-Espero que el color haya sido del agrado del
señor... -le dijo queriendo ser amable.
En un gesto típico suyo, Sebastián apretó los labios
que apretaban los dientes ya apretados y sólo los
abrió para mascullarle -"Hijo de tu madre...",
mientras lo amenazaba con el dorso de la mano que ya
había cogido buena velocidad.
Eso sí, subió al tren como un señor, sabiéndose el
centro de todas las miradas y, en el fondo, gozando
de la repentina popularidad, aunque no podía evitar
sentirse muy encabronado. Nomás eso le faltaba. Y
encima con el calor. Hijos todos de su madre.
Qué coche-cama ni qué nada. Para eso había pagados
los cuatro asientos de palo de ese lado del pasillo,
para trepar las patas con las botas polvorientas y
para que todo el mundo lo viera. No fuera siendo que
creyeran que se iba a meter en un departamento de
señoritinga para esconderse tras de un sombrerote de
plumas y un velito de tul rosa. No, azul. Del rosa
ni acordarse. Pinche vieja, la muy...; pobre, ya
estaba tiesa. Nomás se fue a morir allí para darle
en la cabeza. Pero pedir que le pintaran el ataúd de
rosa porque el negro le parecía muy lóbrego, ya
había sido el colmo. Lóbregas tendía las uñas.
No se le quitaba la idea de que lo de la pintura
había sido una tarugada del animal de su compadre,
el tinterillo ese que ya sabía que se la tenía que
llevar a la capital para que la enterraran. Y
hacerle llevar un ataúd color berrido en el tren de
las doce y cuarto, eso sí que había sido demasiado.
Encima de todo, esta vez tenía que quedar bien. La
voz de Maura en el teléfono le había despertado todo
lo que en esos años había creído olvidado. Pobre
Maurita, siempre contando con él; su insistencia en
considerarlo su amigo más querido había terminado
por hundirlo más en el silencio. La preocupación por
la muerte de su tía y la sorpresa de que hubiera
sucedido justamente en el pueblo de Sebastián le
hacían tener que pedirle ese favor enorme: que se
acercara a casa de las amistades en donde ocurrió el
fallecimiento de su tía y que hiciera los trámites
para mandar el cadáver a la capital. Nadie de su
casa podía ir y solo contaban con él. Que pena tenía
de molestarlo, pero ya había hablado con el notario
del pueblo y estaba dispuesto a prestar toda su
ayuda. Sólo le pedía que tramitara el envío de los
restos de su tía y que el notario ya le daría las
últimas indicaciones. Además tenían que darse prisa
porque con la ola de calor, las amistades de la tía
ya no podían seguir teniendo el cuerpo en casa. "lo
siento Sebastián", -le había dicho- "no hubiera
querido darte esta molestia, si te lo pido es por la
confianza que te tengo y porque tú sabes que... que
te quiero mucho". Con un discreto "no te preocupes"
Sebastián le quiso decir que él también la había
querido. A su manera, pero la había querido.
El grupo de viejas cotorronas lanzaron todas un
grito en coro cuando el tren arrancó y una de ellas
fue a dar todos sus huesos a los pies de Sebastián.
Casi iba a empezar a querer enderezarse para
ayudarla a levantar cuando la mujer se incorporó muy
apurada sacudiéndose el vestido y repitiendo como
tarabilla mil perdones y disculpas; que no había
sido con querer, que qué iba a pensar de ella... y
se alejó con una letanía de tonterías hasta
refugiarse en el corrillo de mujeres espantadas.
Pero él aprovechó para levantarse y asomarse por la
ventanilla a ver que el vagón de carga viniera
enganchado, no fuera ser que se arrancarán sin la
caja. Detrás del tren que ya había cogido velocidad
venía corriendo el muchachito de la carreta que le
gritaba a alguien que cerrara la puerta de la carga
porque sé sqlías las cosas. Ya en las vías se habían
caído dos jaulas con gallinas y una maleta de cartón
que ya sería para lo otra que se fueran. El terror
lo dejó mudo cuando vio la cola de la caja rosa que
se asomaba por la puerta, más allá de acá tantito
para caerse. Pero la caja se metió, como por arte de
magia o como que el pobre güey que iba adentro la
jaló para meterla. Lo confirmó cuando vio que un
sombrero salía disparado por los aires y el hombre
se asomaba tocándose la cabeza incrédulo de que el
viento le arrancara su sombrero cuando se había
asomado para cerrar la puerta.
Malvada vieja. Ponerlo a hacer el papelón. Se empezó
a acordar de cómo era ella en aquellos años. "Ay mi
Sebas, qué chulo novio se consiguió Maurita; no
habías de decirme señora, me habías de tutear y
llamarme tía que total, hasta chance y emparentemos.
¿A poco no está chula mi Maura que es de todas las
sobrinas la más inteligente y la más culta?"
Pero esta era la última patada que le daba; ya lo
había puesto sobre aviso muy a tiempo de la familia
que se cargaba Maura, aunque lo que no le perdonaría
nunca era que la única vez que estuvo a punto de
hablarle claro a la muchacha, su tía apareciera de
la nada y dejara por allí el catálogo de vestidos de
novia, nomás por ver con cuál se podía ver más
bonita.
Cuando se lo contó a Maura, ya había pasado mucho
tiempo y ella ya estaba casada. No paraba de reír al
acordarse de las puntadas de su tía y le hacía burla
a Sebastián porque la tomaba en serio. No creía que
por culpa de la tía Sebastián hubiera desistido, y
era la verdad, no era por eso. Pero no hacía falta
que le diera más explicaciones. Con eso quería ser
un caballero y ella no necesitaba oír más. Ni él
podía decirle más.
Ya medio dormitando con el sonsonete del tren, el
susto que le dio el revisor lo hizo despertarse de
golpe bañado en sudor porque el sol le pegaba de
frente. No hacía ni tres horas que habían salido y
ya lo estaban fastidiando.
-Que allí le hablan...
Volteó y no vio a nadie. Miró al revisor y éste le
señaló la ventanilla. El hombre del sombrero perdido
iba agarrado con las falanges, falanginas y
falangetas al filo de la ventanilla con todo el
cuerpo fuera y sólo el copetillo metido por el
hueco.
-Tiene que venir, -le dijo el hombre- algo pasa con
su difuntito. Vaya hasta el carro comedor y allí lo
espero.
El carro comedor no tenía ninguna otra salida, de
modo que Sebastián regresó a la única puerta y desde
allí se asomó buscando al hombre sin sombrero. Nada
por aquí, nada por allá; se habrá caído, pensó.
-Oiga, por aquí, asómese de este lado -le decía una
voz. Tenía que ser, por donde ni se imaginaba: en
medio de dos vagones y agarrado por debajo de los
carros, el desombrerado se abrazaba como un simio a
un eje que quedaba a pocos centímetros de las ruedas
del tren.
-¿Por dónde prefiere, por arriba o por abajo?
-¿Por dónde prefiero qué cosa? -interrogó Sebastián.
-No hay paso hasta el vagón de carga, tiene que ir
por fuera.
Sebastián le señaló que por arriba, aunque nunca
tuvo la menor idea de cómo podía ni salir, ni cruzar
ni regresar. Era mejor que lo olvidara puesto que
nunca manifestó el más mínimo intento ni de
asomarse. Al dar la media vuelta para regresar a su
asiento de madera, chocó contra el solícito revisor
que, escalerilla en mano, se aprestaba a colocarla
para que el señor pudiera subir al techo del vagón.
Ni hablar, ni Douglas Fairbanks en su mejores días
contó con tanta ayuda. De salir, salía pero treparse
allá arriba, eso sí, quién sabe.
Literalmente untado al techo del carro, Sebastián
recorrió los dos vagones de camino con el más puro
estilo reptiliano, rezando padresnuestros y sin
despegar el cuerpo ni una micra de la lámina.
Al llegar al vagón de carga, los dos hombres bajaron
de milagro, y de milagro Sebastián no se cayó de
espaldas cuando el hombre del sombrero en el
recuerdo levantó la tapa del ataúd color de rosa
para que Sebastián mirara a la tía convertida en un
inmenso globo inflado al máximo, completamente
muerta.
-No dejaba de hacer ruidos patrón. Eran como gases,
bueno, ya sabe usted, gases... y entonces creí que
no estaba difunto, bueno con el respeto,
difuntita...
Pero no; si está bien muerta, pero yo no sé lo que
le pasa si hace rato estaba inflada nomás como a la
mitad.
-Y, ¿qué hacemos? -preguntó Sebastián despistado.
-Pos para eso fui a buscarlo, para que me diga qué
le hacemos. No vamos a dejarla así. No irá usted a
querer que estalle la difunta.
La pobre tía estaba amoratada, los ojos salían como
dos periscopios buscando moros en la costa. La boca
sellada con un esparadrapo estaba a punto de aventar
la venda hasta dejarla incrustada en el techo del
vagón, eso contando con que no tuviera la dentadura
postiza que en esos momentos amenazaba convertirse
en un arma mortal.
-¿Tienes un machete? -le preguntó Sebastián.
El hombre sacó un machete de debajo de unas mantas y
se lo pasó a Sebastián, pero éste hizo una seña con
la que no sólo lo rechazaba, sino que le concedía el
privilegio a su acompañante.
-¿Dónde le pico? -dijo el exsombrerudo.
-Pues donde quiera. Nomás espérate a que me haga a
un lado para que no sea que te tape yo la luz.
Agazapado en un rincón y vuelto hacia la pared,
Sebastián esperaba lo peor, o mejor dicho, no sabía
ni qué esperaba, pero lo único que quería era que
eso se acabara pronto y de preferencia que no
ocurriera ninguna lluvia de algún humor extraño que
llegara a alcanzarlo a su escondite.
El ruido seco del piquete del machete fue idéntico
al que hacen las bolsas de papel cuando los niños
las inflan ya vacías y las hacen reventar de un solo
golpe. También de golpe se detuvo el tren. A
Sebastián sólo le dio tiempo de cubrirse la cabeza y
protegerse del golpe de un montón de cajas de cartón
de color amarillo que iban en la carga y que volaron
hacia donde se encontraba.
-Ya era hora que llegáramos -dijo el huérfano de
sombrero-. Este pueblo es San Higinio, patrón; aquí
partamos un rato.
Ese hombre sin sombrero, empuñando un machete
gigantesco y con la mirada atónita por la emoción de
llegar a San Higinio, había sabido todo el tiempo
que en cualquier momento el tren llegaría a San
Higinio y, aún sabiéndolo, había hecho a Sebastián
dejar su asiento de madera, le había hecho salir por
encima del tren trepando como una lagartija, le
había hecho presenciar el globo de la tía y, no
contento con eso, había puesto su vida en peligro al
hacerle acercarse a la boca del cañón de algún
insólito proyectil, sin contar con su posible muerte
por aplastamiento por cajas de color amarillo de
contenido desconocido. Sebastián apretó los dientes,
apretó los labios, apretó hasta los folículos
pilosos y lo mejor que pudo hacer entonces fue sacar
un billete de su pantalón y dárselo al hombre.
-Cómprate un sombrero -le dijo.
Una hora y media después, seguían en San Higinio y
el tren no se movía. Hubiera dado tiempo de ir a
buscar a un médico para que viera a la tía, se dijo
Sebastián.
Ya le llamaba "la tía" como si hubiera sucumbido a
sus vaticinios de emparentar con ella en ese tiempo
en que tanto hizo la lucha por meterle a su sobrina
hasta por las orejas. ¿Recordaría la tía aquella
ocasión cuando Sebastián y ella se vieron de lejos
en una sucursal bancaria de la capital y no se
saludaron, al contrario, se hicieron los
desconocidos, y sólo se miraron de reojo? ¿Lo había
visto llegar? No, fue la tía la que entró después,
creía recordar Sebastián, recordando también la
mirada de sorpresa que les echó a él y a su amigo,
la loca más divertida del ambiente. Fue una tontería
no haberla saludado, pero en esas circunstancias,
mejor había sido así.
La noche estaba entrada y el tren seguía en San
Higinio. Sebastián, con las piernas estiradas hasta
el asiento de enfrente ya había cogido el sueño,
cuando lo despertaron los gritos histéricos de las
amigas de la accidentada de esa mañana. El revuelo
era porque tres hombres con sendas maletas se
aproximaban a toda carrera hacia el tren. Nada más
treparse, el tren reinició su marcha.
Eran tres chinos de mediana edad vestidos con
riguroso traje negro, bombín y chaleco incluidos,
que polvorientos hasta su primera línea ancestral se
acercaron a los asientos de Sebastián. Con el
lenguaje universal de las sonrisas hacían numerosas
reverencias ante Sebastián y sin decir nada se
sentaron en los tres asientos que lo rodeaban.
Estupefacto ante semejante desfachatez, Sebastián
habló desde su ronco pecho y les dijo:
-Lo siento, pero está ocupado.
El mayor de los tres chinos se dirigió a uno de los
otros:
-Ho-Ching, ya oíste al señol, siéntate pol allá
-indicándole otra hilera.
-Inquieto, Sebastián insistió en que los otros
asientos también estaban ocupados.
-Peldone, pelo ¿cuántos son usteles? -inquirió el
chino mayor.
-Vengo yo solo -respondió Sebastián- y además ¿a
usted qué le importa?
-Cuatlo asientos pala un hombre solo, no lo
complendo -dijo el chino mientas se rascaba el
occipucio inclinándose el bombín hacia las cejas. Y
al tiempo que hacía que el otro chino se pusiera en
pie para cambiarse, seguía repitiéndose en voz baja:
-Cuatlo asientos pala un hombre solo, no lo
complendo, cuatlo asientos.
Se acomodaron al lado opuesto del pasillo de donde
iba Sebastián y después de algunas horas de mirarse
impávidos los unos a los otros, sin decir palabra y
sin mirar afuera, el más chino sacó de su maleta una
pipa de opio, la cual preparó con una dedicación
absoluta como si se tratara de una ceremonia
religiosa. Una vez lista, la dispuso para que sus
acompañantes empezaran a fumar, pero antes se volvió
hacia Sebastián y con un gesto le ofreció que la
inaugurara. Con otro gesto de aparente cordialidad,
Sebastián le indicó que rechazaba el honor y que
trataría de dormir un poco. Sus deseos no pudieron
estar más alejados de la realidad ya que el chino
prefirió dejar el deleite de los sueños opiáceos a
sus compatriotas y en cambio se incorporó y se fue a
sentar al lado de Sebastián.
-Quizá una poca compañía le ayude a pasal el viaje
-le dijo el chino con una actitud tan cordial que
Sebastián se sintió incómodo por haberlos echado de
su lado cuando se subieron al tren. Recompuso su
postura y se dio cuenta de que más le valía olvidar
su intención de dormir un poco y de que el chino
quería plática.
-Y, dígame, ¿a qué se dedica usted aquí en el norte
del país? -preguntó con fingido interés hacia el
chino.
-Mi negocio son las dlogas, amigo, llevo dlogas a
los Estados Unidos -respondió con la mayor
naturalidad del mundo.
Sebastián no pudo disimular su sorpresa, sobre todo
porque el chino había soltado su respuesta con un
candor tal como si hubiera dicho que vendía estampas
de la Virgen de Guadalupe. Sebastián reconoció que
allí había material para una conversación que el
chino estaba ansioso porque se diera y que, de
momento, parecía más entretenida que echar vistazos
al desierto nocturno entre pestañada y pestañada. Se
enteró así de que, a pesar de que el destino de los
chinos era el norte, éstos habían tomado el tren
hacia la capital con el fin de distraer a los
soldados federales y que, en algún momento de la
ruta, los esperaban unos compañeros que los
llevarían en coche hacia su destino verdadero,
habiendo recogido previamente las cajas con droga
que venían en el vagón de carga.
-¿Por casualidad son unas cajas de color amarillo?
-preguntó Sebastián con cierta mala intención.
-Sí, ¿cómo lo sabe? -se inquietó por primera vez el
chino.
-No, por nada, por asociación de ideas.
Su conversación se fue haciendo cada vez más
personal y, cuando apuntaba el día, los primeros
rayos del sol ya muy candente descubrieron dos
escenas por demás contradictorias. Por una parte,
los dos chinos silenciosos dormían despatarrados,
uno debajo del asiento y otro con una pierna en el
respaldo y medio cuerpo colgando hacia el pasillo.
Por la otra, a unos metros del tren aparecía una
estación que, como si fuera un espejismo, se
levantaba en medio del desierto en un vergel de
árboles y flores. Cuando el tren paró su marcha el
colorido se vio aumentado por la presencia de una
comitiva que vestía festivamente y que, junto con
una banda de música, se acercaba al vagón de
Sebastián y los chinos. Una voz impersonal y clara
dio el aviso a todo pulmón:
-Nuevos Ricos, ciiiinco minutos.
En esos instantes la banda empezó a tocar mientras
las señoras de la amiga accidentada brincaron todas
a una, sobresaltadas por la música y con las
muestras evidentes de que el sueño las había más que
sorprendido. Como gallinas alborotadas no paraban de
hablar al mismo tiempo sin que ninguna se atreviera
a asomarse por la ventanilla ni a bajar del tren.
Corriendo y chocando entre sí gritaban: "Ay Jesús,
pero si ya llegamos"; "Clarita, páseme usted el
peine"; "Quítese las chinguiñas Florita"; "Pero si
ahí está el presidente municipal"; "Trae usted el
sombrero de lado Luchita"; "Quién se va a asomar?".
El que dirigía la comitiva había empezado ya un
discurso en donde proliferaban las alusiones a las
preclaras damas de esta insigne localidad que en
esta hermosa mañana devuelven la alegría perdida a
un rincón humilde pero sincero de nuestra hermosa
república. La concurrencia reclamaba que Luchita, la
Presidenta de las Damas Pro-Hogar del Presidiario
Descarriado, se asomara para recibir un gran ramo de
flores y justamente en el momento en que se animó a
hacerlo, una vez recompuesta y maquilladas las
orejas, se oyó la voz clara y potente que gritaba:
-Váaaaaamos...
Y en ese momento arrancó el tren. La estupefacción
fue general. Los músicos interrumpieron su marcha;
el presidente municipal se quedó boquiabierto con el
ramo de flores extendido hacia el vacío y las
señoras, mientras unas se seguían arreglando sin
enterarse de nada, otras gritaban histéricas que
pararan el tren y alguna compadecida recogía a
Luchita que había sufrido un desmayo. Entre la
confusión, Sebastián alcanzó a oír al chino que
decía entre dientes:
-¡Calajo!
-¿Qué le pasa mi amigo? -le preguntó preocupado.
-Que entle la comitiva estaba el colonel Lodlíguez,
que es el fundadol de la Bligada Contla la Expansión
de la Dloga Asiática y, como complendelá, mi más
feloz enemigo -le respondió pausadamente.
-¿Y lo vio a usted? -inquirió Sebastián.
-Como yo lo estoy milando a usted -dijo el chino-
pelo no se pleocupe, dentlo de poquito lato vamos a
llegal a la Escalela...
En efecto, el paisaje empezó a cambiar y poco a poco
fue quedando atrás la planicie del desierto para dar
paso al accidentado terreno de la Sierra de Santa
María del Centro. Por primera vez Sebastián vio al
chino muy nervioso. Impaciente, consultaba el reloj
y se asomaba a la ventanilla. Por fin, se levantó de
su asiento y fue en dirección a la máquina del tren.
Al cabo de un rato volvió satisfecho y le dijo a
Sebastián:
-Ya me aleglé con el maquinista y desde aquí a La
Escalela vamos a il a toda máquina -indicando con
ello que conocía la ruta a la perfección.
El tren tomó una velocidad hasta entonces
desconocida mientras los viajeros brincaban en sus
asientos y los viejos vagones de madera rechinaban
por todas partes. Llegado un momento el chino avisó
a Sebastián:
-Venga usted, aquí nos bajamos.
Tal y como lo anunció el chino, el tren se detuvo en
tanto que el revisor apuraba a los viajeros a
abandonar el carro y a bajarse a la ladera de un
precipicio, mientras explicaba: "Es muy peligroso
quedarse a bordo del tren mientras sube por La
Escalera. La pendiente es muy pronunciada y la
Compañía suplica a los señores pasajeros que
comprendan que hay que aligerar el peso para que el
tren pueda subir. Hagan el favor de abandonar sus
asientos".
Se formó un nutrido grupo de pasajeros que, con todo
y maletas, empezaron a caminar por las vías, detrás
del tren. Algunos casi a gatas, otros sofocados por
el calor del mediodía, y otros, como los dos chinos
silenciosos, más dormidos que despiertos, escalaban
la colina prácticamente trepando por los durmientes
como si se tratara de una escalera. Al llegar a la
cima, el tren esperaba a los viajantes que sin
guardar ningún orden querían montar como pudieran
buscando una sombra.
Sebastián notó que el chino había desaparecido y,
creyendo que había ido en busca de sus amigos, se
apresuró a trepar al tren. Se sorprendió al
encontrar adentro a los dos chinos que ni tardos ni
perezosos se habían vuelto a acomodar para seguir
durmiendo. Preocupado por la ausencia de su amigo,
se asomó por la ventanilla para ver si lo
encontraba, cuando lo vio acercarse corriendo con
pasos pequeños aunque veloces, en compañía del
hombre con sombrero nuevo, el del vagón de la carga.
Acalorado y abanicándose con el bombín le dijo a
Sebastián mientras se sentaba junto a él:
-Pol allá vienen los hombles de Lodlíguez a caballo.
Asómese y velá la nubaleda de polvo.
Mientras Sebastián lo hacía, el tren empezó a
arrancar muy despacio, cuando de repente, se empezó
a ir marcha atrás, con el natural sobresalto de todo
el pasaje, que ya se veían desnucados unos, y con la
máquina encima de sus tripas, otros. Con un gran
esfuerzo las ruedas empezaron a girar hacia delante
y poco a poco el tren empezó a caminar normalmente.
Un suspiro general inundó el ambiente. Todos
respiraron con alivio, excepto Sebastián, que,
todavía asomado por la ventanilla, veía como el
vagón de carga se desprendía del resto del tren y
resbalaba a toda máquina, escalera abajo y, a gran
velocidad, descarrilaba justo encima del precipicio,
hasta caer al fondo del barranco.
Desolado, volteó a ver al chino quien, con una
amplia sonrisa le dijo:
-No se pleocupe usted, este tlen siemple hace lo
mismo.