Premio de Narraciones Breves Antonio Machado 1988 - Fundación de los Ferrocarriles Españoles

Premio Narraciones Breves Antonio Machado, 1988

Primer premio: 'Cayó usted en el olvido', Leticia de Legarreta

Narraciones Breves 1988

Nació en México, en 1951, pero reside en Madrid desde hace años. Es licenciada en Ciencias y Técnicas de la Información por la Universidad Iberoamericana, ha estudiado televisión en Japón y Francia y colabora en distintos medios de comunicación audiovisuales desde hace más de una década.

***

-De su pasaje van a ser doscientos veintisiete con ochenta... Y de su... cargamento...

Sin siquiera molestarse en levantar la cabeza, por encima de los lentes Sebastián le dirigió una mirada casi asesina que le levantó la tapa de los sesos, con lo que anuló toda posibilidad de que el hombre intentar seguir hablando.

El pobre hombre de la ventanilla de los billetes olvidó en ese momento desde cómo se escribía hasta que alguna vez hubiera oído la palabra sarcasmo. Esa mirada lo había puesto en su lugar y lo mismo pensaba hacer él a su vez con el muchachito que llevaba la carreta con la carga para meterla al tren. Que no se atreviera ni a suspirar. El primero que hiciera una mueca, allí se las verían. Parado en la puerta que daba al anden, el clásico funerario del pueblo ya estaba esperando a Sebastián de los lentes Sebastián le dirigió una mirada casi asesina que le levantó la tapa de los sesos, con lo que anuló toda posibilidad de que el hombre intentara seguir hablando.

El pobre hombre de la ventanilla de los billetes olvidó en ese momento desde cómo se escribía hasta que alguna vez hubiera oído la palabra sarcasmo. Esa mirada lo había puesto en su lugar y lo mismo pensaba hacer él a su vez con el muchachito que llevaba la carreta con la carga para mecerla al tren. Que no se atreviera un a suspirar. El primero que hiciera una mueca, allí se las verían. Parado en la puerta que daba al andén, el clásico funerario del pueblo ya estaba esperando a Sebastián-

-Espero que el color haya sido del agrado del señor... -le dijo queriendo ser amable.

En un gesto típico suyo, Sebastián apretó los labios que apretaban los dientes ya apretados y sólo los abrió para mascullarle -"Hijo de tu madre...", mientras lo amenazaba con el dorso de la mano que ya había cogido buena velocidad.

Eso sí, subió al tren como un señor, sabiéndose el centro de todas las miradas y, en el fondo, gozando de la repentina popularidad, aunque no podía evitar sentirse muy encabronado. Nomás eso le faltaba. Y encima con el calor. Hijos todos de su madre.

Qué coche-cama ni qué nada. Para eso había pagados los cuatro asientos de palo de ese lado del pasillo, para trepar las patas con las botas polvorientas y para que todo el mundo lo viera. No fuera siendo que creyeran que se iba a meter en un departamento de señoritinga para esconderse tras de un sombrerote de plumas y un velito de tul rosa. No, azul. Del rosa ni acordarse. Pinche vieja, la muy...; pobre, ya estaba tiesa. Nomás se fue a morir allí para darle en la cabeza. Pero pedir que le pintaran el ataúd de rosa porque el negro le parecía muy lóbrego, ya había sido el colmo. Lóbregas tendía las uñas.

No se le quitaba la idea de que lo de la pintura había sido una tarugada del animal de su compadre, el tinterillo ese que ya sabía que se la tenía que llevar a la capital para que la enterraran. Y hacerle llevar un ataúd color berrido en el tren de las doce y cuarto, eso sí que había sido demasiado.

Encima de todo, esta vez tenía que quedar bien. La voz de Maura en el teléfono le había despertado todo lo que en esos años había creído olvidado. Pobre Maurita, siempre contando con él; su insistencia en considerarlo su amigo más querido había terminado por hundirlo más en el silencio. La preocupación por la muerte de su tía y la sorpresa de que hubiera sucedido justamente en el pueblo de Sebastián le hacían tener que pedirle ese favor enorme: que se acercara a casa de las amistades en donde ocurrió el fallecimiento de su tía y que hiciera los trámites para mandar el cadáver a la capital. Nadie de su casa podía ir y solo contaban con él. Que pena tenía de molestarlo, pero ya había hablado con el notario del pueblo y estaba dispuesto a prestar toda su ayuda. Sólo le pedía que tramitara el envío de los restos de su tía y que el notario ya le daría las últimas indicaciones. Además tenían que darse prisa porque con la ola de calor, las amistades de la tía ya no podían seguir teniendo el cuerpo en casa. "lo siento Sebastián", -le había dicho- "no hubiera querido darte esta molestia, si te lo pido es por la confianza que te tengo y porque tú sabes que... que te quiero mucho". Con un discreto "no te preocupes" Sebastián le quiso decir que él también la había querido. A su manera, pero la había querido.

El grupo de viejas cotorronas lanzaron todas un grito en coro cuando el tren arrancó y una de ellas fue a dar todos sus huesos a los pies de Sebastián.

Casi iba a empezar a querer enderezarse para ayudarla a levantar cuando la mujer se incorporó muy apurada sacudiéndose el vestido y repitiendo como tarabilla mil perdones y disculpas; que no había sido con querer, que qué iba a pensar de ella... y se alejó con una letanía de tonterías hasta refugiarse en el corrillo de mujeres espantadas. Pero él aprovechó para levantarse y asomarse por la ventanilla a ver que el vagón de carga viniera enganchado, no fuera ser que se arrancarán sin la caja. Detrás del tren que ya había cogido velocidad venía corriendo el muchachito de la carreta que le gritaba a alguien que cerrara la puerta de la carga porque sé sqlías las cosas. Ya en las vías se habían caído dos jaulas con gallinas y una maleta de cartón que ya sería para lo otra que se fueran. El terror lo dejó mudo cuando vio la cola de la caja rosa que se asomaba por la puerta, más allá de acá tantito para caerse. Pero la caja se metió, como por arte de magia o como que el pobre güey que iba adentro la jaló para meterla. Lo confirmó cuando vio que un sombrero salía disparado por los aires y el hombre se asomaba tocándose la cabeza incrédulo de que el viento le arrancara su sombrero cuando se había asomado para cerrar la puerta.

Malvada vieja. Ponerlo a hacer el papelón. Se empezó a acordar de cómo era ella en aquellos años. "Ay mi Sebas, qué chulo novio se consiguió Maurita; no habías de decirme señora, me habías de tutear y llamarme tía que total, hasta chance y emparentemos. ¿A poco no está chula mi Maura que es de todas las sobrinas la más inteligente y la más culta?"

Pero esta era la última patada que le daba; ya lo había puesto sobre aviso muy a tiempo de la familia que se cargaba Maura, aunque lo que no le perdonaría nunca era que la única vez que estuvo a punto de hablarle claro a la muchacha, su tía apareciera de la nada y dejara por allí el catálogo de vestidos de novia, nomás por ver con cuál se podía ver más bonita.

Cuando se lo contó a Maura, ya había pasado mucho tiempo y ella ya estaba casada. No paraba de reír al acordarse de las puntadas de su tía y le hacía burla a Sebastián porque la tomaba en serio. No creía que por culpa de la tía Sebastián hubiera desistido, y era la verdad, no era por eso. Pero no hacía falta que le diera más explicaciones. Con eso quería ser un caballero y ella no necesitaba oír más. Ni él podía decirle más.

Ya medio dormitando con el sonsonete del tren, el susto que le dio el revisor lo hizo despertarse de golpe bañado en sudor porque el sol le pegaba de frente. No hacía ni tres horas que habían salido y ya lo estaban fastidiando.

-Que allí le hablan...

Volteó y no vio a nadie. Miró al revisor y éste le señaló la ventanilla. El hombre del sombrero perdido iba agarrado con las falanges, falanginas y falangetas al filo de la ventanilla con todo el cuerpo fuera y sólo el copetillo metido por el hueco.

-Tiene que venir, -le dijo el hombre- algo pasa con su difuntito. Vaya hasta el carro comedor y allí lo espero.

El carro comedor no tenía ninguna otra salida, de modo que Sebastián regresó a la única puerta y desde allí se asomó buscando al hombre sin sombrero. Nada por aquí, nada por allá; se habrá caído, pensó.

-Oiga, por aquí, asómese de este lado -le decía una voz. Tenía que ser, por donde ni se imaginaba: en medio de dos vagones y agarrado por debajo de los carros, el desombrerado se abrazaba como un simio a un eje que quedaba a pocos centímetros de las ruedas del tren.

-¿Por dónde prefiere, por arriba o por abajo?

-¿Por dónde prefiero qué cosa? -interrogó Sebastián.

-No hay paso hasta el vagón de carga, tiene que ir por fuera.

Sebastián le señaló que por arriba, aunque nunca tuvo la menor idea de cómo podía ni salir, ni cruzar ni regresar. Era mejor que lo olvidara puesto que nunca manifestó el más mínimo intento ni de asomarse. Al dar la media vuelta para regresar a su asiento de madera, chocó contra el solícito revisor que, escalerilla en mano, se aprestaba a colocarla para que el señor pudiera subir al techo del vagón. Ni hablar, ni Douglas Fairbanks en su mejores días contó con tanta ayuda. De salir, salía pero treparse allá arriba, eso sí, quién sabe.

Literalmente untado al techo del carro, Sebastián recorrió los dos vagones de camino con el más puro estilo reptiliano, rezando padresnuestros y sin despegar el cuerpo ni una micra de la lámina.

Al llegar al vagón de carga, los dos hombres bajaron de milagro, y de milagro Sebastián no se cayó de espaldas cuando el hombre del sombrero en el recuerdo levantó la tapa del ataúd color de rosa para que Sebastián mirara a la tía convertida en un inmenso globo inflado al máximo, completamente muerta.

-No dejaba de hacer ruidos patrón. Eran como gases, bueno, ya sabe usted, gases... y entonces creí que no estaba difunto, bueno con el respeto, difuntita...

Pero no; si está bien muerta, pero yo no sé lo que le pasa si hace rato estaba inflada nomás como a la mitad.

-Y, ¿qué hacemos? -preguntó Sebastián despistado.

-Pos para eso fui a buscarlo, para que me diga qué le hacemos. No vamos a dejarla así. No irá usted a querer que estalle la difunta.

La pobre tía estaba amoratada, los ojos salían como dos periscopios buscando moros en la costa. La boca sellada con un esparadrapo estaba a punto de aventar la venda hasta dejarla incrustada en el techo del vagón, eso contando con que no tuviera la dentadura postiza que en esos momentos amenazaba convertirse en un arma mortal.

-¿Tienes un machete? -le preguntó Sebastián.

El hombre sacó un machete de debajo de unas mantas y se lo pasó a Sebastián, pero éste hizo una seña con la que no sólo lo rechazaba, sino que le concedía el privilegio a su acompañante.

-¿Dónde le pico? -dijo el exsombrerudo.

-Pues donde quiera. Nomás espérate a que me haga a un lado para que no sea que te tape yo la luz.

Agazapado en un rincón y vuelto hacia la pared, Sebastián esperaba lo peor, o mejor dicho, no sabía ni qué esperaba, pero lo único que quería era que eso se acabara pronto y de preferencia que no ocurriera ninguna lluvia de algún humor extraño que llegara a alcanzarlo a su escondite.

El ruido seco del piquete del machete fue idéntico al que hacen las bolsas de papel cuando los niños las inflan ya vacías y las hacen reventar de un solo golpe. También de golpe se detuvo el tren. A Sebastián sólo le dio tiempo de cubrirse la cabeza y protegerse del golpe de un montón de cajas de cartón de color amarillo que iban en la carga y que volaron hacia donde se encontraba.

-Ya era hora que llegáramos -dijo el huérfano de sombrero-. Este pueblo es San Higinio, patrón; aquí partamos un rato.

Ese hombre sin sombrero, empuñando un machete gigantesco y con la mirada atónita por la emoción de llegar a San Higinio, había sabido todo el tiempo que en cualquier momento el tren llegaría a San Higinio y, aún sabiéndolo, había hecho a Sebastián dejar su asiento de madera, le había hecho salir por encima del tren trepando como una lagartija, le había hecho presenciar el globo de la tía y, no contento con eso, había puesto su vida en peligro al hacerle acercarse a la boca del cañón de algún insólito proyectil, sin contar con su posible muerte por aplastamiento por cajas de color amarillo de contenido desconocido. Sebastián apretó los dientes, apretó los labios, apretó hasta los folículos pilosos y lo mejor que pudo hacer entonces fue sacar un billete de su pantalón y dárselo al hombre.

-Cómprate un sombrero -le dijo.

Una hora y media después, seguían en San Higinio y el tren no se movía. Hubiera dado tiempo de ir a buscar a un médico para que viera a la tía, se dijo Sebastián.

Ya le llamaba "la tía" como si hubiera sucumbido a sus vaticinios de emparentar con ella en ese tiempo en que tanto hizo la lucha por meterle a su sobrina hasta por las orejas. ¿Recordaría la tía aquella ocasión cuando Sebastián y ella se vieron de lejos en una sucursal bancaria de la capital y no se saludaron, al contrario, se hicieron los desconocidos, y sólo se miraron de reojo? ¿Lo había visto llegar? No, fue la tía la que entró después, creía recordar Sebastián, recordando también la mirada de sorpresa que les echó a él y a su amigo, la loca más divertida del ambiente. Fue una tontería no haberla saludado, pero en esas circunstancias, mejor había sido así.

La noche estaba entrada y el tren seguía en San Higinio. Sebastián, con las piernas estiradas hasta el asiento de enfrente ya había cogido el sueño, cuando lo despertaron los gritos histéricos de las amigas de la accidentada de esa mañana. El revuelo era porque tres hombres con sendas maletas se aproximaban a toda carrera hacia el tren. Nada más treparse, el tren reinició su marcha.

Eran tres chinos de mediana edad vestidos con riguroso traje negro, bombín y chaleco incluidos, que polvorientos hasta su primera línea ancestral se acercaron a los asientos de Sebastián. Con el lenguaje universal de las sonrisas hacían numerosas reverencias ante Sebastián y sin decir nada se sentaron en los tres asientos que lo rodeaban. Estupefacto ante semejante desfachatez, Sebastián habló desde su ronco pecho y les dijo:

-Lo siento, pero está ocupado.

El mayor de los tres chinos se dirigió a uno de los otros:

-Ho-Ching, ya oíste al señol, siéntate pol allá -indicándole otra hilera.

-Inquieto, Sebastián insistió en que los otros asientos también estaban ocupados.

-Peldone, pelo ¿cuántos son usteles? -inquirió el chino mayor.

-Vengo yo solo -respondió Sebastián- y además ¿a usted qué le importa?

-Cuatlo asientos pala un hombre solo, no lo complendo -dijo el chino mientas se rascaba el occipucio inclinándose el bombín hacia las cejas. Y al tiempo que hacía que el otro chino se pusiera en pie para cambiarse, seguía repitiéndose en voz baja:

-Cuatlo asientos pala un hombre solo, no lo complendo, cuatlo asientos.

Se acomodaron al lado opuesto del pasillo de donde iba Sebastián y después de algunas horas de mirarse impávidos los unos a los otros, sin decir palabra y sin mirar afuera, el más chino sacó de su maleta una pipa de opio, la cual preparó con una dedicación absoluta como si se tratara de una ceremonia religiosa. Una vez lista, la dispuso para que sus acompañantes empezaran a fumar, pero antes se volvió hacia Sebastián y con un gesto le ofreció que la inaugurara. Con otro gesto de aparente cordialidad, Sebastián le indicó que rechazaba el honor y que trataría de dormir un poco. Sus deseos no pudieron estar más alejados de la realidad ya que el chino prefirió dejar el deleite de los sueños opiáceos a sus compatriotas y en cambio se incorporó y se fue a sentar al lado de Sebastián.

-Quizá una poca compañía le ayude a pasal el viaje -le dijo el chino con una actitud tan cordial que Sebastián se sintió incómodo por haberlos echado de su lado cuando se subieron al tren. Recompuso su postura y se dio cuenta de que más le valía olvidar su intención de dormir un poco y de que el chino quería plática.

-Y, dígame, ¿a qué se dedica usted aquí en el norte del país? -preguntó con fingido interés hacia el chino.

-Mi negocio son las dlogas, amigo, llevo dlogas a los Estados Unidos -respondió con la mayor naturalidad del mundo.

Sebastián no pudo disimular su sorpresa, sobre todo porque el chino había soltado su respuesta con un candor tal como si hubiera dicho que vendía estampas de la Virgen de Guadalupe. Sebastián reconoció que allí había material para una conversación que el chino estaba ansioso porque se diera y que, de momento, parecía más entretenida que echar vistazos al desierto nocturno entre pestañada y pestañada. Se enteró así de que, a pesar de que el destino de los chinos era el norte, éstos habían tomado el tren hacia la capital con el fin de distraer a los soldados federales y que, en algún momento de la ruta, los esperaban unos compañeros que los llevarían en coche hacia su destino verdadero, habiendo recogido previamente las cajas con droga que venían en el vagón de carga.

-¿Por casualidad son unas cajas de color amarillo? -preguntó Sebastián con cierta mala intención.

-Sí, ¿cómo lo sabe? -se inquietó por primera vez el chino.

-No, por nada, por asociación de ideas.

Su conversación se fue haciendo cada vez más personal y, cuando apuntaba el día, los primeros rayos del sol ya muy candente descubrieron dos escenas por demás contradictorias. Por una parte, los dos chinos silenciosos dormían despatarrados, uno debajo del asiento y otro con una pierna en el respaldo y medio cuerpo colgando hacia el pasillo. Por la otra, a unos metros del tren aparecía una estación que, como si fuera un espejismo, se levantaba en medio del desierto en un vergel de árboles y flores. Cuando el tren paró su marcha el colorido se vio aumentado por la presencia de una comitiva que vestía festivamente y que, junto con una banda de música, se acercaba al vagón de Sebastián y los chinos. Una voz impersonal y clara dio el aviso a todo pulmón:

-Nuevos Ricos, ciiiinco minutos.

En esos instantes la banda empezó a tocar mientras las señoras de la amiga accidentada brincaron todas a una, sobresaltadas por la música y con las muestras evidentes de que el sueño las había más que sorprendido. Como gallinas alborotadas no paraban de hablar al mismo tiempo sin que ninguna se atreviera a asomarse por la ventanilla ni a bajar del tren. Corriendo y chocando entre sí gritaban: "Ay Jesús, pero si ya llegamos"; "Clarita, páseme usted el peine"; "Quítese las chinguiñas Florita"; "Pero si ahí está el presidente municipal"; "Trae usted el sombrero de lado Luchita"; "Quién se va a asomar?".

El que dirigía la comitiva había empezado ya un discurso en donde proliferaban las alusiones a las preclaras damas de esta insigne localidad que en esta hermosa mañana devuelven la alegría perdida a un rincón humilde pero sincero de nuestra hermosa república. La concurrencia reclamaba que Luchita, la Presidenta de las Damas Pro-Hogar del Presidiario Descarriado, se asomara para recibir un gran ramo de flores y justamente en el momento en que se animó a hacerlo, una vez recompuesta y maquilladas las orejas, se oyó la voz clara y potente que gritaba:

-Váaaaaamos...

Y en ese momento arrancó el tren. La estupefacción fue general. Los músicos interrumpieron su marcha; el presidente municipal se quedó boquiabierto con el ramo de flores extendido hacia el vacío y las señoras, mientras unas se seguían arreglando sin enterarse de nada, otras gritaban histéricas que pararan el tren y alguna compadecida recogía a Luchita que había sufrido un desmayo. Entre la confusión, Sebastián alcanzó a oír al chino que decía entre dientes:

-¡Calajo!

-¿Qué le pasa mi amigo? -le preguntó preocupado.

-Que entle la comitiva estaba el colonel Lodlíguez, que es el fundadol de la Bligada Contla la Expansión de la Dloga Asiática y, como complendelá, mi más feloz enemigo -le respondió pausadamente.

-¿Y lo vio a usted? -inquirió Sebastián.

-Como yo lo estoy milando a usted -dijo el chino- pelo no se pleocupe, dentlo de poquito lato vamos a llegal a la Escalela...

En efecto, el paisaje empezó a cambiar y poco a poco fue quedando atrás la planicie del desierto para dar paso al accidentado terreno de la Sierra de Santa María del Centro. Por primera vez Sebastián vio al chino muy nervioso. Impaciente, consultaba el reloj y se asomaba a la ventanilla. Por fin, se levantó de su asiento y fue en dirección a la máquina del tren. Al cabo de un rato volvió satisfecho y le dijo a Sebastián:

-Ya me aleglé con el maquinista y desde aquí a La Escalela vamos a il a toda máquina -indicando con ello que conocía la ruta a la perfección.

El tren tomó una velocidad hasta entonces desconocida mientras los viajeros brincaban en sus asientos y los viejos vagones de madera rechinaban por todas partes. Llegado un momento el chino avisó a Sebastián:

-Venga usted, aquí nos bajamos.

Tal y como lo anunció el chino, el tren se detuvo en tanto que el revisor apuraba a los viajeros a abandonar el carro y a bajarse a la ladera de un precipicio, mientras explicaba: "Es muy peligroso quedarse a bordo del tren mientras sube por La Escalera. La pendiente es muy pronunciada y la Compañía suplica a los señores pasajeros que comprendan que hay que aligerar el peso para que el tren pueda subir. Hagan el favor de abandonar sus asientos".

Se formó un nutrido grupo de pasajeros que, con todo y maletas, empezaron a caminar por las vías, detrás del tren. Algunos casi a gatas, otros sofocados por el calor del mediodía, y otros, como los dos chinos silenciosos, más dormidos que despiertos, escalaban la colina prácticamente trepando por los durmientes como si se tratara de una escalera. Al llegar a la cima, el tren esperaba a los viajantes que sin guardar ningún orden querían montar como pudieran buscando una sombra.

Sebastián notó que el chino había desaparecido y, creyendo que había ido en busca de sus amigos, se apresuró a trepar al tren. Se sorprendió al encontrar adentro a los dos chinos que ni tardos ni perezosos se habían vuelto a acomodar para seguir durmiendo. Preocupado por la ausencia de su amigo, se asomó por la ventanilla para ver si lo encontraba, cuando lo vio acercarse corriendo con pasos pequeños aunque veloces, en compañía del hombre con sombrero nuevo, el del vagón de la carga. Acalorado y abanicándose con el bombín le dijo a Sebastián mientras se sentaba junto a él:

-Pol allá vienen los hombles de Lodlíguez a caballo. Asómese y velá la nubaleda de polvo.

Mientras Sebastián lo hacía, el tren empezó a arrancar muy despacio, cuando de repente, se empezó a ir marcha atrás, con el natural sobresalto de todo el pasaje, que ya se veían desnucados unos, y con la máquina encima de sus tripas, otros. Con un gran esfuerzo las ruedas empezaron a girar hacia delante y poco a poco el tren empezó a caminar normalmente. Un suspiro general inundó el ambiente. Todos respiraron con alivio, excepto Sebastián, que, todavía asomado por la ventanilla, veía como el vagón de carga se desprendía del resto del tren y resbalaba a toda máquina, escalera abajo y, a gran velocidad, descarrilaba justo encima del precipicio, hasta caer al fondo del barranco.

Desolado, volteó a ver al chino quien, con una amplia sonrisa le dijo:

-No se pleocupe usted, este tlen siemple hace lo mismo.