Escritor y periodista madrileño, ha desarrollado su carrera profesional en televisión y prensa, donde ha publicado multitud de artículos. Narrador prolífico, ha publicado novelas, cuentos y libros reportaje. Junto al Premio "Antonio Machado", jalonan su historia el Ateneo de Valladolid o la Hucha de Plata, entre otros.
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Es de noche, tatatlán, tatatlán; tatatlán,
tatatlán, lejano. Por entre la oscuridad. Acaso
también el ladrido. Los perros del cazador. El
áspero susurro de las llantas del coche sobre la
arena, sobre la grava. Tatatlán, tatatlán, entre
medias del zigzagueo de las luces del coche, del
ladrido, de los pensamientos. Lejanía, cazador,
juerguistas, todo.
Después de la curva, tras el monte de la Iluminaria,
volverá a sonar, ya metido en la recta de la
estación de Cercedilla. Si sopla el norte, por leve
que sea, mejor, mejor se oirá o casi, sencillamente,
se sentirá entre los demás sueños de la noche de
verano.
Todo es festivo. La noche. La paz. El sonar de sus
ruedas. El trabajo, la vuelta a él, algo distante.
Es mejor no dormir. Ya lo decía Viola. Se pierde
mucho tiempo soñando dormido. Hay que estar en vela,
continuamente. Perdemos, si no, un tercio de vida
con estar en la cama. ¡Hombre!, decía, un tercio de
vida tampoco, la cama también sirve para otras
cosas.
Debe dar el sonido contra la pared del caserón que
pilla por nuestro lado, por donde está la
habitación, y allí choca y así nos llega el tatatlán,
tatatlán; tatatlán. Una música, toda una letra de
promesas, de gratos futuros. Cuando, vayamos a
Asturias, como todos los años, antes de Navidad, que
haya nieve... Entonces, el viento y los rumores
contra los vagones se convierten en seda. Un suspiro
continuado. Aún tendrán que pasar muchos días.
Llevaremos algo para leer. Unos bocadillos. ¿Para
qué llevarlos? A estas horas será un mercancías. Las
vacas miraban al principio, o se espantaban, hace
muchos años, cuando el tendido. Después, en seguida,
se acostumbraron hasta los terneros recién nacidos;
se conoce que desde el vientre de la madre lo
sintieron. Miraban, se inquietaban, ahora quizá ni
miren.
A la salida empiezan las grandes fincas. Si pones
atención hasta puedes ver un gamo, algún conejo. La
tierra está parda, el pino, el roble, quizá hasta
algún olivo. O así lo parecen. La tierra parda, seca
por lo general.
Será muy agradable, como todos los años (tocar
hierro y madera para no gafarlo); su recuerdo, algo
que se te va de las manos nada más brotar en el
pensamiento; tampoco quieres retener, al contrario,
lo dejas ir..., volverá sólo a gratificarte
gratuitamente tu interior. No cuesta pensar cosas
gratas, Tatatlán, tatatlán, te recuerda tantas
escapadas que, si nada lo impide, harás hacia algún
lugar.
O a la estación, ¿León?, ¿Palencia?, cuando ya ha
caído tarde, ahora en invierno, que anochece tan
pronto. Siempre hay humedad o un filo que corta en
mil cachos cualquier rescoldo de calor. Es así. Y te
arrellanas en el butacón, que te haces casi tan
pequeño, no más grande que un ovillo. Y todo en esta
noche de verano, templada, sugerente entre la
penumbra de una luna no llena, pero todavía fresca.
Se recorta el armario, la hoja derecha de la ventana
abierta, la puerta contra la pared, su hueco hacia
lo más oscuro que desde la cama se puede observar.
Y nos lleva, y nos hace escapar, dejar atrás la
monotonía -tatatlán, tatatlán-, el soniquete
repetido de cada vida, de cada día, el hábito que te
permite de cuando en cuando echar la casa por la
ventana abierta, la puerta cerrada contra la pared,
su hueco hacia lo más oscuro..., echar la casa por
la ventana y tomarte, entonces, la copa (en la copa
robada en aquel cocktail) de un valdepeñas fresquito
de la nevera. Poca cosa y tantísima cosa. Una cuenta
imperfecta que siempre sale exacta.
-Puedes mirar a la derecha de la embocadura del
túnel, en la pared de piedra curvada por el paso de
los convoyes, un cartel en el que está escrito el
número que hace en la cuenta de todos los túneles
del trayecto. Y cuando el número empieza a ser alto,
¿qué sé yo?, el cincuenta o el sesenta, ya estás en
pleno monte y hay nieve y nieve y hombres que
trabajan y se hacen a un lado cuando pasas sentado
en la butaca.
Al caminar de la luna, la penumbra va moviéndose en
el cuarto. Ahora, un brillo que llega de la zona
oscura de la casa, al otro lado del hueco de la
puerta del dormitorio, se puede ver si abres los
ojos. El tren ya pasó por el pueblo normalmente
hasta mañana no llegará de nuevo el tatatlán.
-Ayer parecía que el tren quedaba ahí mismo, al otro
lado del pilón, se conoce que el viento...
-Pero ¿por dónde pasa?
-¿Ves aquella arboleda...?, por allí está la vía.
Por las noches, si lleva luces, lo puedes ver..., un
momento sólo.
Es un silencio, una bóveda, y en su centro tu cama.
Acaso el cricrí de los grillos, pero cada vez se
oyen menos, o el rasgar del aire se hace viento, o
una voz de alguno que sueña en alto. Te acompaña el
silencio de todos los días, el respirar de la casa,
la tenue luz de la lámpara apagada hace ya horas.
Los muebles apenas recordados. Y sobre todo el
silencio que todo lo difumina. Escuchas..., tatatlán,
tatatlán, el tren pasó por hoy, el viento está calmo
ahora, el grillo parece que descansa, el coche llega
a cualquier lado. Algo va entrando de nuevo hacia
las zonas del sueño. No las puedes recordar porque
ya son tuyas, porque eres tú mismo hecho carne,
sueño, vigilia, viento, tren, silencio. Tatatlán,
tatatlán; tatatlán, tatatlán, casi hasta el
infinito, las horas infinitas que te hacen llevar de
un lugar a otro lejano. No importa dormir, mañana es
fiesta, se puede perder el tiempo sin hacer nada. El
fanal de lo tuyo ha dejado de existir. Aquello sólo
es geografía. Un punto en un mapa, al pie de unas
montañas viejas, piedra, piedra, y en tiempos, sobre
todo ello, el águila voladora de las alas inmensas
cubría el horizonte de este a oeste, nublaba el sol
con su extensión, agarraba el aire con los garfios
de sus patas. Ya pasó su reinado.
Y tienes que mantener un equilibrio en el que tenga
cabida la casa, la libertad, los hijos, el verano,
los ruiditos de la noche y la espera del día que
arranque el tren que ha de llevar, tatatlán,
tatatlán, poco a poco, a un lugar lleno de amigos y
de alegría. Son las pequeñas recompensas que
alcanzas de tarde en tarde y que mantienen la llama
sagrada de la vida.
Todavía el trazado de las vías tiene largas rectas.
El llano se extiende por detrás mirando al sur, por
los lados naciente y poniente; delante del norte
alcanzándolo a cada instante. Aún hay rectas largas,
casi interminables, pero al fondo, frente a la vista
que se puede alargar todavía kilómetros y
kilómetros, por entre aquellas pequeñas formaciones
de nubes, el llano parece que quiere ir acabando.
Quizá no sean más que unos conjuntos vegetales
distintos, desperdigados, nacidos por casualidad,
vivos por la tolerancia del hombre, situados entre
las colindantes porciones de campo roturadas. Quizá
no sea más que eso, o conocimiento de uno que
adelanta el futuro.
Miras para el interior, no se puede fumar y aquel
desconsiderado fuma; bajas los ojos hacia el libro,
y ya no recuerdas por donde andabas; los ojos se
cierran levemente, y no es dormir, tatatlán,
tatatlán, es que te quedaba algo por soñar. Unos
instantes, mientras el llano sí que se está haciendo
distinto, abrupto; los arbustos brotan por los
altillos, recovecos, pendientes. Delante se ve ahora
claro por la nueva perspectiva que permite la curva;
aparecen los primeros declives del monte que se
avecina.
Por entre las nubes, que poco a poco se han ido
tupiendo, surge algún alto incluso desafiante,
canoso en sus laderas, blanco en sus puntas,
difuminado en la penumbra de tarde casi vencida. El
campo se ha tomado verde; la humedad se manifiesta.
Es el milagro del tiempo que levemente, tatatlán,
tatatlán, se nos ha ido echando encima. A partir de
ahora, a nada que corran las manillas del reloj,
veremos las cosas cuando estén encima: la nieve al
tiempo que podamos intuir su frío a través de los
cristales de las ventanillas, el paisaje cuando la
ladera -cascada de agua y verde- se muestre al
alcance de la mano, antes de entrar o salir de un
túnel. La noche ha llegado. Ahora, en invierno,
pronto. Los ojos se vuelven al interior del vagón:
el trasiego, las caras, los cuerpos, el libro, la
lectura intermitente. Es claro, el cuerpo se va
cansando, se cansa de todo. Será Villamanín o Pola
de Lena, donde trabaja Juan con el francés.
Se va cumpliendo el ritual de cada año, ¿cuántos
años ya? Y el reloj del cuerpo parece que ya andaba
pidiendo esta muda, este cambio, ese darle, algunas
vueltas a la cuerda de los recuerdos. Primavera,
verano, otoño, invierno. Así es la rosa, así es la
flor, cualquiera, así es el premio que el burro
lleva al final de la pértiga que el caballero
prepara desde la plantación de zanahorias a su casa
de Asturias, donde espera Lola.
El tatatlán, subiendo, se hace más lento. Habría que
grabarlo y escucharlo al tiempo de estas palabras
escritas, porque poner, por ejemplo, es un suponer,
ta...ta...tlán, no dice nada y además es una
tontería.
El caso es que estas rampas nevadas, que se llevan
entre sus copos casi todo es estruendo de chasis y
ruedas, hacen que el convoy vaya más lento.
Por el valle andarán los lobos, acaso los osos, sin
duda los caballos casi sin amos. Las crines sueltas,
el cuerpo rechoncho, el bocado presto, igual que la
coz. No sé aprehenderlo todo en una sola vida, no
hay brazos, ni cabeza, ni ojos, ni seguramente
fuerzas, por joven que te sientas, para coger con un
cabo todas las cabezas de ganado, ni ninguna; ni
miradas que consigan abarcar todo lo que la carne
hecha rayo quisiera mirar; ni vida tan larga para
poder amar a la misma mujer infinitas veces.
No, el tren sigue, acercándose mientras empieza a
amanecer, al menos la claridad así lo afirma, y
entre sueños ves que por el hueco de la puerta,
desde la cama, aparecen algunas formas de la
construcción, más intuidas por conocimiento que
evidentes.
Sí, será un viaje agradable, tocaré hierro y madera,
como el de todos los años; arrugaré en un escalofrío
de preocupación todo el cuerpo, para no gafarlo.
Todavía no es día, queda aún tiempo para pensar
durmiendo, con los ojos cerrados mientras todos los
trenes del mundo comienzan a llegar a sus destinos.
Tatatlán, tatatlán. En el duermevela del amanecer se
confunde el mercancías lejano y la campana de la
ermita a un paso del pueblo. Ya no se pueden abrir
los ojos, si así lo hicieras la luz se te metería en
ellos y no podrías dormir más. Es época de vacación
y hay que aprovechar. Respirar hondo de cuando en
cuando para que se llenen los pulmones de cosas
agradables. Los ruidos, con el amanecer templado del
verano, se hacen levemente graves. Debió ser la
ermita. No quieres despertar. Los recuerdo
disparados hacia el futuro piden volver, quieren no
dejarte. Pero en el amanecer, todos los amaneceres
del mundo se han instalado en ti, se apresura el
pensamiento a vivir la alegría de la luz.
Pasado Mieres todo está a la mano. Lo ves en la
gente, lo ves en los montes de carbón en las largas
cintas de transporte, en la vía que se hace visible
en la tendida y prolongada curva.
Todo se confunde en unos momentos. Sueño, futuro,
deseo, son: la misma palabra que nunca se pronuncia.
Está instalada en la zona carnosa del cuerpo y
resulta ser algo inalcanzable, que rozas, que ves
detrás de algún obstáculo impreciso, que te ayuda a
gozar que estás vivo, que te endulza, o así te lo
parece, el cuento que vives despierto, dormido, al
atardecer, cuando viajas, cuando lavas la vista con
la primera visión del día.
Amanece, es una evidencia. Sólo se puede oír
tatatlán tatatlán.