Escritor fundamentalmente dedicado al teatro, campo en el que además de varias obras estrenadas cuenta con adaptaciones y premios como el "Nacional de Cámara" y "Ensayo" y el "Ciudad de Barcelona". Nacido en Palencia en 1927, fue responsable de dramáticos y guionista en TVE. En el campo de la narrativa, obtuvo antes del "Antonio Machado", una "Hucha de Plata".
***
Y como era de esperar, Pinín no volvió jamás...
Rosa, su hermana, siguió saliendo cada día a ver
regresar el correo de Oviedo, cuando pasaba silbando
y rugiendo por el "prao" de Somonte, tratando de
atisbar en los racimos de cabezas el rostro alegre
de Pinín, cuando los soldados iban poco a poco
volviendo a casa... Aunque nos lo manden enfermo, o
tuerto, o manco, o sin un pie, yo trabajaré para él;
usted y yo, padre, trabajaremos para él.
Después, nada... Antón de Chinta se puso enfermo,
cansado de atosigar al cartero pidiéndole noticias
de su hijo, y la Rosa tuvo que quedarse en casa
cuidando de la huerta, atendiendo a las labores; y
el prado de Somonte fue arrendado a unos forasteros
que metieron allí todo un rebaño de vacas
bobaliconas, blancas y negras, gordas y pesadotas,
que en pocos días arrasaron la verde alfombra de
césped.
Otra vez volvió Rosa a mirar aquello, el día mismo
que enterraron a su padre... El pobre Antón de
Chinta ya no volvería a soñar con hacerse rico, para
comprar el corral y la yunta y el huerto; los ricos
son los otros, y él no era nada, no era más que un
pobre hombre con grandes manazas y voz ronca, que se
molió a trabajar de sol a sol, y que ahora, en los
prados del cielo, miraría crecer los luceros
dorados, que son de todos, y los grandes cuernos
amarillos de la luna, el "xatu" padre, que fecunda
cada día a todas las vacas buenas... Ya no había
guerra. En la aldea y en todo el concejo se habían
celebrado fiestas con banderas y música y mucha
campana; ya éramos todos hermanos y nunca más se
derramaría sangre entre españoles... Pero del "prao"
de Somonte había desaparecido el último recuerdo de
los días felices, el poste de telégrafos, cuando la
Rosa y Pinín llevaban a pastar a la noble Cordera,
la vaca abuela, pacífica y enorme, como un buen Apis
desterrado de Egipto; había desaparecido el. palo
seco del telégrafo, con sus jícaras blancas en lo
alto, como flores de almendro heladas y gigantes;
ahora habían puesto una estructura de metal con
cuatro garras que se hundían en el suelo, y ya no se
podía trepar a lo alto, como hacía Pinín, ni posar
dulcemente la cabeza en la madera muerta, para oír
el tintineo metálico y misterioso del diapasón del
viento; ahora habían pintado una calavera horrible
con dos tibias cruzadas y un letrero negro: "Peligro
de muerte"... La yerba del prado estaba como
calcinada, abrasada bajo el aliento de aquellas
vacas babosas. Rosa comprendió que, efectivamente,
era la muerte lo que venía por los postes y los
ferrocarriles, y sintió ganas de llorar, y se alegró
mucho de no volver a verlo nunca más... Su tía
Mariana, la del Zaornal, la dijo de llevarla a
Madrid con ella; qué iba a hacer la Rosa allí, sin
brazos de hombre que la trabajasen, en una casuca
que se hundía por momentos y sin un pariente en
quien poder confiar.
-Te buscaré para servir una buena casa, la misma
donde estuve de soltera. Son señores religiosos y
tratan bien al servicio, ya verás... Cuando me casé,
que te lo diga Lorenzo, me regalaron dos mantas y un
colchón nuevecito; la señora misma fue a comprarlo
conmigo a unos almacenes de la calle de Pontejos.
Fueron hasta Gijón a coger el tren. Le daba miedo a
la Rosa ver allí tanto carro y tanto caballo
percherón... Eso es sidrina, que lo llevan para
Castilla, y eso castañas, y aquello de más allá,
todos aquellos vagones, van llenitos de carbón... Y
vacas también, en sus jaulones, dejando asomar por
arriba sus ojos tristes; las llevaban al matadero,
para hacerlas chuletas que se comerán luego los
ricos, y los curas, y los comerciantes de Madrid.
Rosa no pudo por menos de acordarse de la pobre
Cordera...
-Quiera Dios que no me pase nada, tía. Ese mismo
tren se llevó a la Cordera y se llevó a Pinín cuando
la guerra.
-¡Alma de Dios! ¡Qué cosas se te ocurren! Ahora no
hay guerras, y a ti no te llevamos al matadero ni a
sitio malo... ¿Oyes, Lorenzo, lo que dice la "neña"?
Lorenzo estaba muy atareado con los bultos, las
cestas de patatas y de coles, y las maletas cargadas
de huesos de cerdo y de manteca.
-El pobre Antón ya terminó de sufrir -dijo sin saber
por qué...- Él está más tranquilo que todos
nosotros.
Y cuando el tren dobló el cornal de la trinchera y
pasó silbando por el "prao" de Somonte, la Rosa no
pudo por menos de sentir que el estómago se le
encogía todo, y allá dentro, muy dentro, escuchó las
voces de Pinín y su propia voz, como entonces,
gritando y gritando entre el estruendo del hierro y
el tráfago de vapor: ¡Adiós, Cordera! ¡Adiós,
Cordera!... ¡¡Adiós, Rosa!! ¡¡Adiós, Pinín!!
Llegó a Madrid casi ciega de sueño y de carbonilla.
La llevaron a una casa con un portal muy grande y
escaleras de mármol; a la puerta les detuvo un
portero de grandes bigotes que saludó a la Mariana y
preguntó por Lorenzo, todo con muy buenos modales.
Iba vestido de una forma, con sus botones dorados y
su larga levita, que imponía respeto, como un
guardia civil. Salió a recibirles una señora muy
amable y joven, yo también soy asturiana como tú, yo
soy de Mieres; y la llevaron a dejar la maleta a una
habitación larga y oscura, con dos camas, que daba a
un patio lóbrego de carboneras y cuerdas de tender
ropa.
-Sé obediente con la señora y pórtate como es
debido. Si tiene alguna queja, a falta de padre y
madre, aquí está la Mariana "pa" molerte las
costillas.
La Mariana, la del Zaornal, se llevó una bolsa de
ropa vieja para los chiquillos; a la Rosa la
pusieron en un comedor enorme y frío, y con unos
trapos y unos botellines, la enseñaron a limpiar la
plata. Había allí un sinfín... Primero se quedaba
blanca y luego, a fuerza de frotar, se ponía
reluciente que te veías en ella. Y la Rosa se veía
su cara colorada, no sabía aún a ciencia cierta si
de niña o de mujer, los ojos un poco rojos, los
labios secos y cortados... Los niños de la casa
fueron entrando uno a uno para verla; unos
saludaban; otros, los más chicos, se burlaban
sacando la lengua; es la nueva, les oía decir... Y
por la noche cuando la metieron a dormir en la
habitación larga, cuando la oyó roncar a la vieja
cocinera y se sintió sola del todo, empezó a
acordarse de su pueblo, de su padre borracho y
maldiciente, haciendo trato con el castellano que
venía a comprarle la vaca; de su hermano Pinín,
corriendo por el "prao" y trepando por el poste de
telégrafo y saltando encima de la pobre Cordera, la
vaca roja y paciente, que igual daba "xarrus" de
leche tibia que se inclinaba al yugo del trabajo
tirando del arado; empezó a acordarse de los días
felices y se echó a llorar, y debió pasarse llorando
más de media noche, porque a la mañana siguiente,
cuando la vieja Engracia, la cocinera, vino a
despertarla, torció la cara con malos gestos.
-Como sigas así, te facturamos a escape a tu pueblo,
pero a porte debido a ver si te quieren. En Madrid
no nos gustan las lloronas. Tuvimos otra del Ferrol
que se nos puso tuberculosa de tanto dengue y tanta
morriña, y terminó en el hospital de mala manera.
¿Tú tienes novio?
-No, nunca...
-Pues búscate uno, pero aprisa... Antes que se te
vayan esos colores y se te caigan esas carnes. Los
hombres, ellos sí nos enseñan a llorar a gusto...
Novio, no; pero sí le gustaría alguna vez tener un
hijo, un rapaz corretón y ligero como su hermano
Pinín, que fuese al "prao" a "llindar" la vaca, y
que ella le viese salir de casa diciéndole cada día:
¡ten cuidado, "neñu"!... O acaso como Antón de
Chinta, un hombrón oscuro y renegado, áspero como
roca, que llegase por fin a hacerse rico trabajando,
que se comprase el corral y el huerto y la yunta de
bueyes que el otro nunca pudo tener... Un hijo sí le
gustaría, pero para eso habría de tener novio alguna
vez. No iba a ser ella como la Cordera, que la
llevaban al "xatu", ellos pensaban que de mala gana,
picándola con la aguijada, para que se hinchasen
luego sus ubres grandotas de leche espumosa,
mientras retenían sujeto al recental que se moría de
ganas de prenderse en los largos pezones. Ella
tendría un hijo... Pero de momento su único amigo
era Santiago, el más pequeño de la casa. Juguetón y
mimoso, cuando Rosa le traía del colegio
atardeciendo, se le antojaba todo, y ella se gastaba
en caprichos la mitad del sueldo. Hasta la señorita
Paula se lo tuvo que decir, eso no puede ser;
necesitas ropa interior y alpargatas, no puedes
andar siempre tan desastrada.
Por la noche, esas noches largas de invierno, cuando
a Santiago no le venía el sueño, la Rosa le contaba
historias de su pueblo. Siempre era la misma
historia. Como el tema repetido de una larga
melodía, lleno de infinitas variaciones, pero
siempre igual. Unas veces en el "prao", otras en la
iglesia, o en la romería de la Virgen, o en la
feria, o en el Humedal, o en el Matahoyo, pero
siempre de ella, de Pinín y de la Cordera. Y siempre
concluía lo mismo, cuando la compraron los tratantes
castellanos y la llevaron en el tren de Gijón al
matadero; cómo miraba la Cordera, ella lo sabía, los
animales de campo lo saben siempre cuando van a
morir; por eso se esconden los osos en las cuevas
profundas, nunca se los ve muertos, y las raposas en
las huras... y cuando Santiago preguntaba cómo era
eso del matadero, Rosa tenía que hacer esfuerzos
para imaginarlo, algo muy grande y muy frío, con
muchas ruedas y muchos pinchos, y muchos ganchos
colgados del techo para orear los perniles y los
lomos y las asaduras; la sangre la recogen en unos
cuencos redondos, la van batiendo para que se cuaje
en una pasta oscura con la que se rellenan las
morcillas...
* * *
-Oye, Cordera, tengo que hablar contigo.
Tanto había mentado Rosa a la vaca abuela que todos
la llamaban así, hasta los vecinos y los conocidos.
Y a ella no la ofendía, al contrario, la gustaba
oírse llamar Cordera, le sonaba bien el nombre y se
veía ella sentada en el prado, somnolienta, mirando
pasar el tren con ese escándalo de hierro y humo.
-Un rato que tengas libre, vienes a verme. No te ha
de pesar.
El hombre de los bigotes, el portero, hacía tiempo
que se lo venía notando, sonreía siempre que pasaba,
con sus dientes amarillos de tabaco, la palpaba y la
cogía del brazo en cualquier descuido, y decía de lo
hermosa que estaba, lo rolliza, lo fresca, que ya
quisieran muchas señoritingas pálidas y escurridas
juntar tanta carne y tan bien dispuesta... Ella ya
sabía más o menos lo que la iba a decir, pero bajó a
su casa... El hombre era viudo y muy serio, y a ella
le llenaba de respeto, sobre todo por los galones
dorados del uniforme y por esa voz ronca; recordaba
la de Antón de Chinta, cuando les daba órdenes a los
carboneros o regañaba a los chiquillos de la calle
si entraban en el portal.
Sacó unas copas de anís y la hizo sentar junto a la
mesa camilla. La casa olía como huelen las casas de
los pobres, a verdura cocida y a ropa sucia; pero
aquel hombre hablaba muy bien, sonreía algunas veces
enseñando sus dientes amarillos y, por debajo de la
mesa, Rosa sintió en su rodilla el peso de una mano
grande y firme, caliente y palpitante como un gran
pájaro que fue subiendo, subiendo... Él se sentía
todavía joven, en pleno vigor, y estando viudo, la
verdad, un hombre que se hace respetar no puede
andar como un recluta por casas de golfas, buscando
mujeres de la vida, ni podía tampoco casarse por
miedo a tener familia y perder la portería... La
Rosa lo comprendía muy bien, y le compadecía. Nunca,
jamás, había escuchado hablar a un hombre con
razones tan serias, tan formal, refiriéndose a cosas
que siempre se hablaban como picardías. Únicamente
el predicador, por cuando la novena de la Virgen,
que aún sin entenderle del todo, se quedaba una como
embobada oyendo tantas maravillas...
-Los señores, tan buenos que parecen al pronto, no
quieras fiarte de ellos. Otra chica que se les
enfermó de tísica, les faltó tiempo para mandarla a
morirse al hospital, de caridad. Yo llevo aquí
veinte años y, cuando mi difunta, ni fueron para
bajarla un caldo por cumplido. Con tanta sonrisita
por de fuera, nos tratan como a perros... Y en
cuanto a la Mariana, ya ves si no la voy a conocer,
todos sabemos lo que es una tía. Bastante tiene la
pobre con su Lorenzo y las seis bocas que le piden
pan. Lo que tú necesitas es un hombre formal, que te
ayude y te proteja, que no te deje encaprichar de
cualquier chulo sin principios que se aproveche de
ti y si te he visto no me acuerdo... Regalos puedo
hacerte poca cosa, te digo la verdad y no te miento;
más no, porque no tengo; si acaso alguna bata, algún
capricho y hasta puede que alguna pulserita o un
reloj...
La Rosa no creía ni la mitad de todo aquello. En
realidad ni lo creía ni dejaba de creerlo, y tampoco
la importaba demasiado. Pero sí veía claramente que
aquel hombre se lo había ganado, que había llegado
su hora, como a todas nos llega, como a la Cordera
cuando Antón de Chinta le daba con la aguijada para
llevarla hasta el "xatu"...
La alcoba no tenía ventana, sólo un montante que
daba a una galería. Olía a humedad y estaba
empapelada con ramas verdes y frías. La Rosa, la
Cordera, se desnudó en silencio y se acostó en la
cama de hierro que hacía un ruido horrible. El
hombre, pudoroso, no quiso que ella le viese
quitarse el levitón de los galones...
Luego se quejó un poco y nada más... Sabía que
estaba concibiendo un hijo, un macho fuerte que se
iba a llamar Antón, como su abuelo, Antón de Rosa,
duro y orgulloso... Ella lo iba pensando mientras se
vestía, pensaba en su "neñu", en cómo iba a ser de
guapo y reprecioso, y pasó unos días muy alegre
cantando a todas horas, que hasta a la señorita
Paula le llamó la atención tales extremos... Todas
las noches soñaba con el prado de Somonte y con la
vaca y con el "neñu" que sin dudarlo había de venir;
si hasta ya le notaba rebullir en los adentros;
otras veces lloraba sin motivos o se le ponían unas
ganas enormes de gritar y gritar...
La Engracia, la cocinera, fue la primera en
conocerlo. Tú vas a decirme qué has hecho y con
quién lo has hecho, a la señora no puedes
engañármela así, lo va a saber tu tía mañana mismo,
y la pegó de bofetadas hasta hacerla llorar; esta
Cordera nos ha salido vaca de miura... Y cuando bajó
la Rosa llorando a decírselo al hombre de los
bigotes, en lugar de consolarla con la bata o la
pulserita, la empujó a su casa, la agarró por el
cuello, y si lo dices te sangro, si dices que he
sido yo te crucifico.
A ella no la importaba. Metió sus cuatro cosas en la
maleta de hule que le habían regalado por su
cumpleaños, los retratos del niño, que se los dejó
la señorita, y algo de ropa que buscó para ella, los
patucos azules, las braguitas y los faldones de
cuando Santiago era pequeño; eso sí se lo agradeció
lo más de todo... La Mariana, la del Zaomal, se
lamentó como era de esperar, ya te lo había dicho,
eres una insensata y una loca; Lorenzo rió y la
llamó las cuatro letras, y la Cordera se echó a
llorar sin saber decir palabra. Todo quedó en que le
harían un sitio y la señora le buscaría trabajo de
coser para fuera mientras lo esperaban. Luego, si
todo venía como Dios manda, podía ponerse de ama de
cría, juntar unas perras y pensar entonces en volver
a su pueblo, o quedarse sirviendo a otros señores...
Hasta podía darle la crianza para comprar un prado y
pinar una casuca...
-A lo que venga, lo mandamos a la Inclusa y santas
pascuas...
¡Pero allí fue el oírla a la Cordera! ¡Como si
estaba loca!
-¡A mi hijo, no! A mi hijo no le echan a la Inclusa
si no la matan antes a su madre. A mi hijo no le
toca nadie, ése es mío, se va a llamar Antón como su
abuelo; mi "neñu", mío sólo y que nadie se piense
que me lo va a quitar...
* * *
Y nació berreando el becerro moreno, hasta a las
monjas les llamó la atención tanta bocaza; éste se
come el mundo, le decían, trae el hambre atrasada,
el que ha pasado o el que viene a pasar aquí... Le
pusieron Antón en el bautizo y a la Rosa fue muy
fácil buscarla acomodo en una casa grande de
marqueses o duques, un palacete del paseo de la
Castellana. Vestida tan de encajes y con tanto
volante almidonado y tanta tabla y tanta faldamenta,
la pobre Rosa, bajita y regordeta, parecía pepona de
cartón de una barraca. Las nodrizas de Asturias
estaban muy de moda y además de buen sueldo, la
llenaban de mimos a la Rosa, y de buena comida,
grandes vasos de leche y mucha fruta. Iba un doctor
a verla cada semana, vigilando su peso, examinando
su lengua y dentadura, y sacando de sus grandes
pezones unas gotas de leche... Ella ofrecía a cambio
al marquesito sus pechos generosos, hinchados y
grandotes, y el muchachito, rubio y gordinflón,
nunca se veía harto de chupar y chupar... Ahora sí
que soy igualita que la vaca, se reía ella para sí;
ahora sí que me tratan igual que a la Cordera, es
que soy la Cordera mismamente...
Pero su recental estaba lejos, en casa de Mariana la
del Zaomal, que se llevaba medio sueldo por hartarlo
de sopas y espantarle las moscas de la cara y
quitarle sus miserias, no más de dos o tres veces al
día. Los domingos, cuando Rosa llegaba a verle, era
una fiesta. Él ya la conocía y temblaban al aire sus
puñitos cerrados, ya viene aquí tu madre, rey del
mundo... Le lavaba y le perfumaba cuidadosa, como
les había visto hacerle al marquesito; tú sí eres un
marqués para tu madre, y le ponía luego a mamar a
sus pechos balanceándose en uno y otro pie,
canturreando una tonada larga, de esas que se
cantaban los hombres allá por sus montañas...; le
iba dejando hartarse del chorrillo tan tibio que
salía de dentro, y ella se notaba entonces
derramándose toda, como si sus entrañas se fundiesen
de mieles y de amor. A la Cordera también la quitaba
mi padre el recental para sacarla muchos "xarrus" de
leche; nosotros, Pinín y yo, se lo soltábamos para
que se arrancase topando contra todo hasta dar con
las ubres. Pero a ti, mi hijo, nadie te va a soltar
para que vengas que estás bien atadito, a ti nadie
te va a dejar beber de lo que es tuyo... Y cuando
anochecía, al despedirse, le llenaba de besos; ya es
bastante, que le vas a secar al muchacho de tanto
sobarle; es que se te va tu madre, hasta el domingo,
ya se va la Cordera...
Cuando el marquesito empezó a dar los primeros pasos
y a decir sus gracias, decidió el marqués que la
Rosa no era necesaria; le regaló una medalla de oro
con la fecha y una cadena grande de lo mismo, y la
ofrecieron regresar al pueblo pagando su viaje.
-Es que a mi casa ya no puedes volver... -la
señorita Paula lo decía con pena-. Vecinos y todos
te conocen, saben lo que has hecho, es un escándalo
para mis hijos, yo lo siento, pero aquí es
imposible.
Y donde la Mariana tampoco había sitio. Aparte que
Lorenzo se negaba a meter en su casa a una mujer sin
honra, gente con gente y burros con gitanos, cada
cual en su sitio. Doña Paula le ofreció una casuca y
unos prados por muy poquita renta, junto a Mieres;
allí hablaría con su administrador... La Rosa
suspiraba por marcharse a su tierra; la importaban
muy poco las ofensas, los prejuicios, los rechazos
que sufría en Madrid; ella lo suyo, escapar para
allá... La llevaron en coche a la estación, todo de
la marquesa, y allí se acomodó en su asiento de
tercera, más feliz que una reina, y ya escuchó en
seguida hablar como ella, con el deje asturiano, y
el alma se le abrió de par en par; les mostraba a su
hijo y le bailaba sobre sus piernas fuertes, ya
estaba en el camino por fin, ¡y con un hombre!, un
rapaz para ella, para quererla y para trabajar.
La despertaron cuando el ruido del tren se hacía
opaco y negro cambiando de tonada en cada túnel,
estamos en Pajares... ¡Hijo mío! ¡Míralo tú también!
Todo estaba lo mismo, la yerba de los prados, las
vacas con sus tetas al viento y sus cuerpos enormes,
maternales; el bosque de castaños, los molinos, los
regatos cayendo de lo alto, las nubes empujándose en
el aire, y ese olor a humedad y a hoguera fría, ese
olor en el viento que te hiela los huesos de
madrugada y te rompe por dentro al respirarlo, de
tanta vida como lleva; ésta es tu tierra, "neñu", y
de tu madre; nunca salgas de aquí, nunca te vayas...
Por primera vez, la Rosa fue bendiciendo al tren,
fue bendiciendo las vías y los carbones negros, y
los postes tan altos, con los hilos que llevan las
palabras de una parte a otra parte. ¡Ya está aquí
para siempre la Cordera!
* * *
La historia de Rosa puede terminar aquí. Lo demás
casi es mejor olvidarlo, es otra historia, es
Historia, de verdad... Antón, "el madrileño", fue
creciendo, iba al "prao" a diario con las vacas y
los jatos, pero era un niño triste, apenas si jugaba
ni sabía reír. Su madre le contaba muchas veces, sin
ira ni alegría, cómo vino al mundo, y lo de antes,
Pinín y la Cordera, y el viaje a Madrid y Santiago y
el marquesito...
-Madre, tú eres muy tonta, tú eres boba. A ti te ha
ido engañando todo el mundo, explotándote,
abusando...
Nunca pensó en casarse. Las muchachas venían a
buscarle desde lejos, de Mieres, de todas la
parroquias; era guapo y muy hombre, y él se las
arreglaba para amarlas a todas y reírse después.
-Yo voy a ser minero; pero sólo trabajo para ella,
para mi madre Rosa, tú olvídate de mí...
Y a la Rosa empezaba a darle miedo, porque ya su
Antonín era un hombre rudo, volvió de la mina
pensativo y rabioso, y tiraba el jornal sobre la
mesa, ¿todo eso te han pagado? ¡Pero es mucho! ¡Tú
qué sabes lo que es esa miseria para lo que me
sacan! Hablaba cosas que ella no entendía. Era
grande y macizo como el otro, como su abuelo Antón;
leía los papeles y los libros y hablaba de
venganza... Y la Cordera, con todo el pelo blanco,
viejecita, al mirarle juntarse con los otros
mineros, picadores o barreneros, hombres de anchas
espaldas, se asustaba y le entraba un temblor por
todo el cuerpo que no podía hablar.
-Tú eres muy tonta, madre. Tú has sido tonta desde
toda tu vida, te han estrujado todos como una pobre
manzana en el lagar.
Eso que me cuenta, le dijo un día el pobre cura,
viejecito también como la Rosa; eso no es más que
odio, el odio que tú le diste al hijo. Estáis todos
llenos de odio y los vais transmitiendo unos a
otros; el odio y el rencor que le has sembrado, te
lo devuelve así... La Cordera miraba su conciencia y
no encontraba nada que no fuese dolor y sufrimiento
y lágrimas y desprecios; pero ni odio, ni rencor, ni
venganza, nada de eso... Entonces será el vicio,
tanto dinero como cae a estos pueblos con la mina, y
tanto bienestar; ya no hay cristianos dispuestos a
sufrir, ya no hay valle de lágrimas que valga...
Las cosas sucedieron por sus pasos contados. Los
mineros tenían escondidos los barrenos, las armas,
la pólvora y el odio... Los otros, vigilantes,
seguían afilando en la noche sus enormes cuchillos.
Tenía que estallar. Por eso a la Rosa no la extrañó
nada cuando la dijeron una mañana que fuese a
recogerlo... Estaba tendido allí, en el "prao", con
otros tres cosidos a balazos todo el cuerpo; las
vacas contemplaban aquello indiferentes, rumiando
poco a poco; sobre la yerba verde, las amapolas
rojas de los cuatro mineros... La Cordera se pasaba
la mano por la frente, por los ojos ardiendo, y
dónde estará el odio, se decía, eso que dice el
cura, dónde lo tengo yo, pobre de mí...
Pasó el tren a lo lejos, un gusano de hierro
fatigado sobre hierro tendido, golpeándose una y
otra vez. Y la Cordera, al mirarlo pasar, ya sin
lágrimas, serena, pensó por un momento que el odio
era eso. Se lo habían traído de allá lejos,
facturado en un vagón negro, y a cambio se habían
ido llevando al matadero a las vacas y a los
hombres.