Premios del Tren 2005 - Fundación de los Ferrocarriles Españoles

Premios del Tren de Poesía y Cuento 2005

Primer premio de cuento: 'La biblioteca ferrea', José Fernández de la Sota

José Fernández de la Sota

Se le pasó la vida en la estación: vagones destemplados, cafés fríos, periódicos de ayer. Para ese viaje, piensas, no hacían falta alforjas. ¿Qué esperaba? Un tren que nunca llega, buen embuste, todos los trenes llegan y se van y regresan para que tú los veas regresar y perderse, perderse y regresar a la Estación del Norte, tu estación, su estación, vuestra estación.

Tu padre se marchaba y regresaba con aquella cartera que no es como la tuya, con aquella cartera que tú abrías, los ojos como platos rebañados, brillantes, bien abiertos para ver el misterio revelado de sus profundidades, de su entraña de falso cuero negro que tú desentrañabas con su anuencia, con la anuencia del padre que regresa y te abraza y te besa y da su bendición. Una palabra suya te bastaba, una sola palabra de tu padre para alcanzar la dicha, penetrar el misterio, introducir tu blanca mano impúber en el vientre preñado de esa cartera negra que no es, nunca podría ser como la tuya, nunca será la tuya, no lo es, tú lo sabes.

Tú sabes que no hay nada de verdad dentro de esta cartera, tu cartera mentida, puro humo. Recuerdas todavía, no lo olvidas, el olor a cecina de León, queso de Burgos, cosas, libros abandonados que tu padre recogía en el tren después de todo, después del largo viaje de ida y vuelta, cuando ya no quedaban ni las sombras dentro de los vagones, cuando todo eran trizas de trizas, respaldos fatigados, huellas secas, novelas sin leer, revistas sucias. Tu padre recogía sus tesoros (cecina de León, queso de Burgos, cosas) y revisaba el campo, recorría una vez más el teatro, compartimento por compartimento y vagón por vagón, buscador de tesoros avezado, tu padre. Sus tesoros. Los tesoros que siempre devolvió.

Aquella vez que una señora sola, sin marido ni niño ni hermana, se dejó aquel joyero de terciopelo verde que no llegaste a ver. Te lo contaron, te lo contó tu madre mientras desenvolvías la cecina que ella había sacado con delicado ímpetu de la cartera negra de tu padre. O aquella otra en la que tu progenitor descubrió entre el respaldo y el asiento de un vagón de primera aquel sobre, sobresaliendo apenas como un náufrago a punto de asfixiarse, a punto de perderse para siempre en el fondo abisal del asiento de un expreso de noche, de aquel tren que debía ser su tren, no podía ser otro ni tu padre podía, en modo alguno, actuar de otra forma y embolsarse aquel sobre perdido que nadie reclamó después de todo. Eran veinte mil duros y era invierno, recuerdas, no lo vas a olvidar. La gratificación inexistente; la honradez proverbial, su honradez proverbial siempre recompensada con sonrisas, palmadas en la espalda, patadas en el culo, así es la vida.

Al fin y al cabo, piensas, aunque todo parece que ha pasado hace mucho, ha pasado hace poco. ¿Qué ha pasado? Sólo ha pasado el tiempo. Es lo que pasa. Treinta años que parecen treinta siglos pero que son treinta años, solamente tres décadas. El tiempo. Ese tiempo que pasa como pasan los trenes que se van, como pasan los trenes que regresan y que nunca se quedan.

No puedes olvidarte de los trenes porque todo en tu casa olía a tren. Primero la cartera de tu padre y después la cecina de León y hasta el queso de Burgos. Cada cosa, te dices, lo decía tu padre entornando los ojos soñadores y ahora tú lo recuerdas, tiene su propio olor como tiene su nombre intransferible. Los aviones no pueden, aunque pongan el grito en el cielo y se empeñen con todas sus fuerzas en ser lo que no son, oler a carretera y perro muerto como los automóviles (o a fuel-oil y pescado putrefacto lo mismo que los cascos de los barcos que recorren, como escribió un poeta cuyo nombre no puedes recordar, las espaldas del mar de puerto a puerto).

Así es, no hay otra, no hay otro olor que no sea el del tren, el acre olor a orín de tu perdida infancia en la estación, paraíso con forma de estación: Dios en forma de jefe de estación omnisciente, interventor insomne, omnipresente, con ojos en la nuca (tu padre no era Dios, ahora lo sabes, hacía la vista gorda como un dios despistado y bonancible) y, para rematar, todo en el mismo lote, maquinista invidente como un topo, esto es: Padre, Hijo y Espíritu Santo hipostasiados, embarcados en un mismo tren estacionado en la misma estación de una ciudad del norte, en la misma estación que tú quisieras, como se quiere a Dios o se quiere al Diablo, borrar de tu memoria para siempre jamás, esa estación que pisas con el paso medroso y decidido (por momentos feroz y decidido y por momentos tímido y medroso) y que vas a borrar, eso te dices, de una vez para siempre de ese mapa de tu infancia feliz.

No fue feliz tu infancia, pero no fue infeliz después de todo, debes reconocerlo. Te gustaban los trenes y su olor, tu propio olor a andén adherido a la piel y a la ropa, hasta el último pelo oliendo a tren. Te gustaba vivir a escasos metros de la Estación del Norte y ver los trenes negros entrando en la ciudad bajo la lluvia terca y asperjada. Te gustaba esperar a tu padre en el andén, muerto de frío o muerto de calor, no importaba, todos sabían que eras hijo suyo y todos te arropaban allí adentro, allí afuera, en aquel territorio indefinido donde todo era punto de llegada y punto de partida, puro límite o muga. La estanquera que siempre te besaba y que algún día, alguna mala noche sospechaste que podía tirarse tu padre en la trastienda mínima de la expendeduría o, llanamente, subidos al vagón desabitado, bien cerrada la puerta dentro de la litera o coche-cama con las sábanas tibias todavía del pasajero último, ellos sobre el rescoldo de los sueños o desvelos ajenos, buena historia tan falsa como cualquier película, como cualquier novela ganadora de un premio millonario de novela. Así es. No lo crees. Tu padre, eso es lo cierto, era un hombre tranquilo, demasiado sensato y aburrido para follarse a nadie en un vagón de tren todavía caliente de viajeros.

Tu padre era una gorra, una chaqueta azul, un cigarrillo negro y una perforadora niquelada o cromada o pavonada (porque de todo hubo en treinta y cinco años), cabalmente lo mismo que una prótesis, un ojo, una pierna ortopédica, un válvula o una pistola como la que llevaban los secretas del tren, que eran también tus ángeles custodios y sabían tu nombre y hábilmente interrogaban a tu progenitor sobre las fabulosas notas escolares que tú falsificabas. Era el mundo, tu mundo, era el andén de la Estación del Norte que alguien alguna vez, tal vez hoy mismo, a lo peor tú mismo, debería mandar a volar o a hacer gárgaras al río del olvido, ancho y ajeno y, sobre todo, hondo, profundo como un pozo de petróleo, negro como la pez, como la muerte, como los agujeros negros del espacio. Mandar a otro planeta esa estación de tu infancia infeliz en la que siempre acabas.

No fue infeliz tu infancia, has de admitirlo; tampoco fue feliz. Estaban los tesoros, ya lo has dicho, los que no devolvía tu padre, los que traía a casa, dentro de su cartera cuarteada; los libros que no olvidas porque eso sí que no, no pueden olvidarse, ellos te han hecho, te han formado al albur, al puro azar, a lo que iba saliendo, a la diabla. Dios escribe derecho con reglones torcidos, le gustaba decir a tu padre ágrafo, que nunca leyó más que los billetes que debía perforar con su perforadora niquelada, pavonada o cromada. Dios escribe torcido porque viaja en un tren de hace treinta años que atraviesa los campos desolados de España, ese viejo país ineficiente del que habló otro poeta que tampoco recuerdas o también, en el fondo, prefieres olvidar.

En aquel país la gente, alguna gente, escondía los libros que leía y no debía leer; no podía leer de otro modo que no fuese violando los principios famosos que ya nadie recuerda, así es la vida, una broma pesada demasiado larga para ser tan corta, demasiado pesada, demonios, para sobrellevarla si uno no está dotado de una espalda de atlante.

Aquellos libros no podían leerse y se vendían debajo de la mesa, bajo cuerda; todo el país agachado, acuclillado, convertido en capón colectivo, en gallina imperial como la del escudo. Un hermoso país de gallinazas y de gallos capones. Un país que leía de rodillas, debajo de la mesa cualquier cosa que no fuera el Arriba o El Caso o los inanes diarios deportivos. Iberia sumergida. Lectura sumergida en medio de la asfixia colectiva y del miedo, sobre todo del miedo gallináceo, desleído en el gran caldo de gallina del Régimen.

En el tren se leía y muchas veces se olvidaban los libros sin querer o queriendo, de grado o a la fuerza o por si acaso, disimuladamente cuando se oían los pasos del interventor o temblando de miedo si al secreta de turno le daba por luchar contra la hidra soviética que viajaba en el tren como un Allien, como un letal octavo pasajero con billete. Aquellos estudiantes que leían a Margaret Mead transidos de emoción o los sindicalistas clandestinos que leían a Marx a duras penas cuando llegaba él, el secreta de turno o tu padre o un viajero con traje y gabardina que podía quizás ser o no ser el secreta de turno, esa era la cuestión, pero por si las moscas era mejor meter debajo del asiento el ensayo de Margaret Mead (demasiado moderna y sospechosa, demasiado de todo) y mandar a la mierda a Karl Marx, tirar por la ventana la potrosa traducción de Das Kapital , impresa en Argentina, y evitarse disgustos y entrevistas en la Comisaría.

Sabes algo de aquellas entrevistas que, al final, no pudiste evitar ni tú mismo. Cómo olvidar el viaje de regreso de las oposiciones al Cuerpo de Abogados del Estado. Tú leyendo a Isaac Babel, Caballería roja , y de pronto la puerta que se abre y el secreta de turno, otro secreta que tú no conocías ni él a ti (aunque sí por fortuna el Comisario que te sometería a un interrogatorio mezcla de confesión y reprimenda) clavando su mirada de besugo en el libro que lees. Ninguno conocía las novelas de Babel ni menos aún a Babel, pero había que ser un mentecato, uno de esos nefastos compañeros de viaje del marxismo para leer un libro sobre caballerías rojas en tiempos como aquellos, en el peor lugar y en el peor país en el peor momento, sobre las largas vías como venas que atraviesan la patria en peligro, en pleno viaje, compañero de viaje de quién. Viajabas solo. No pudiste dar nombres. Ni siquiera tenías amigos, leías demasiado para tener alegres compañeros de viaje.

Afortunadamente, el Comisario conocía a tu padre, sabía que tu padre era un hombre de ley, un buen interventor que en adelante, dijo, te lo dijo impostando la voz, debería intervenir con más fuerza y más autoridad en los descarriados pasos de su hijo y encarrilarte al fin. Recuerdas que lo dijo de ese modo y con esa palabra inequívocamente ferroviaria: que si tu padre no había conseguido encarrilarte (no meterte en vereda, enderezarte o darte un par de hostias, sino sencillamente encarrilarte). Claro que tú no le ibas a decir lo de la biblioteca ferroviaria que te había acopiado viaje a viaje, tren a tren, libro a libro. No lo hubiera entendido y, en el fondo, tú tampoco lo entiendes.

Sigues sin entender al cabo de los años la razón por la cual a tu padre le dio por procurarte todos aquellos libros que dejaba caer en su cartera junto al queso de Burgos, la cecina curada de León o las cañas de lomo que compraba en la Plaza Mayor de Salamanca. Sigues sin entender y morirás, te dices, sin saber si tu padre se enteraba de algo en el fondo, si obraba con malicia o con inteligencia o si lo suyo era simplemente un caso de respeto reverencial hacia la letra impresa, tan común hace tiempo, hace una eternidad entre la clase ágrafa. Dios escribe derecho con renglones torcidos, eso dicen, lo decía tu padre y sabe Dios que se había tragado ese cuento. Donde menos se espera, tú lo sabes, suele saltar la liebre, como en la Biblia en verso. Aquella biblioteca ferroviaria marcaría tu vida. Libros abandonados en el portaequipajes, olvidados debajo de un asiento, repudiados, escondidos en el mínimo zulo del retrete del tren. Todos luego en tus manos, debajo de tus ojos de estudiante de Derecho económico.

Se llevó un buen disgusto el bueno de tu padre, el pobre de tu padre, y hasta hubo malas lenguas, ciertas bocas de hiel, tres o cuatro sentinas que juraron que tu fracaso en las oposiciones y el interrogatorio de Comisaría coadyuvaron de modo decisivo a su primer infarto, al infarto del bueno de tu padre. El bueno de tu padre era el reverso del malo de su hijo o al revés, da lo mismo, en el viejo país ineficiente (y quizás en el nuevo) los elogios siempre iban contra alguien. Pero tu padre no murió de aquel primer infarto, ni del segundo que le sobrevendría tras la jubilación anticipada, ni de ninguna espina que el malo de su hijo le clavara en su dañado corazón de acero.

Tu padre no se ha muerto todavía. Tu padre va a morirse, como todos los hijos de Dios y herederos del Diablo, tal vez un poco antes que otros vivos que ahora mismo se esfuerzan por seguir respirando un día más, medio minuto más o un año más. Morirse no es tan grave. La vida es una grave enfermedad, el mal más grave, un tumor incurable y maligno. Somos tan sólo polvo disfrazado. Te dijeron que el viejo se moría, pero no se decide y tú no puedes, de ninguna manera, quedarte y esperar su decisión. Tienes graves asuntos que reclaman tu presencia inmediata: una cartera llena de asuntos capitales. Puro humo como el humo de la fumata blanca que dibuja en el cielo vaticano el apellido Ratzinger esta tarde de abril de 2005. El poder es un humo venenoso, lo sabes, incienso o gas sarín.

La enfermedad del viejo es incurable como la vida misma. Un cóctel neurológico letal, unas gotas de Alzheimer y una buena medida de Parkinson. No sabe dónde está y eso es lo bueno, piensas. Ya no puede tragar y le alimentan por una sucia sonda nasogástrica que una enfermera misericordiosa, malhechora del bien, le enchufó hace tres días. Cree que está en la estación, en su estación, en la Estación del Norte, entrando en ese tren que nunca llega y que nunca se va. Cree que es un viajero sin billete y hace un rato pensaba que tú mismo, su hijo, eras un picajoso interventor que corría tras él por el largo pasillo que se mueve igual que una culebra de metal. Su corazón de acero, sin embargo, no ha querido romperse en dos pedazos con la ayuda impagable de un tercer y fatal infarto de miocardio, así es la vida, una culebra larga o una larga fumata venenosa.

Tienes que regresar y has vuelto a la estación. Te gustaría borrar esta estación del mapa de tu vida. No tener que llegar ni que partir, olvidarte de ella y embarcarte en un tren hacia otra vida no tan llena de muerte. Le dijiste a tu padre que, en efecto, eras el revisor de aquel expreso (un expreso de noche, aunque eran todavía las cuatro de la tarde en el geriátrico).

Le dijiste que hacía el pasajero un millón de aquel tren imposible, y que por ese azar se le premiaba con un viaje sin fin, un recorrido eterno, en vagón de primera, por la red ferroviaria de aquel viejo país ineficiente que entonces empezaba a funcionar. Un país donde nadie se dejaba los libros olvidados en el portaequipajes o encima del asiento. Y el viejo sonrió, cerró los ojos y dejó de temblar mientras tú sostenías en tu mano esa perforadora niquelada o cromada o pavonada que aprietas ahora mismo entre los dedos mientras tomas asiento en esta nave, en este tren que pronto ha de partir mientras tu corazón se bate contra el pecho como un perro cansado.