Nació en Madrid y es licenciado en Derecho, su trayectoria profesional se ha centrado en la literatura y el cine. Ha obtenido premios como el Sésamo, Ciudad de Irún, Hucha de Oro y de Plata o Puente de Ventas. En su haber se cuentan también dos novelas publicadas y el haber sido varias veces finalista del Antonio Machado.
***
El olor del linimento le enervaba. Grifo tenía unas
manos poderosas y expertas que le recorrían los
muslos sabiamente, buscando los nudos de los
músculos, los puntos donde se acumulaba el cansancio
que iba deshaciéndose como azúcar bajo la presión
firme y suave de aquellos dedos chatos, pero duros y
eficaces como los pistones de un motor de alta
competición.
Acababa sintiendo sueño, una laxitud que le envolvía
dulcemente mientras Grifo repetía los consejos de
costumbre. Pero ahora no podía dormir. El combate
anterior estaba a punto de terminar. Los gritos y
los aplausos del público llegaban de pronto, a
ráfagas, entre largos paréntesis de silencio durante
los cuales sólo la voz monocorde y ronca de Grifo
zumbaba sobre la mesa de masaje:
- Es un fajador, un saco. Aguanta lo que le echen.
Nunca ha perdido por K.O. Le punteas con la zurda
¿entendido? A distancia, saltando sobre las puntas
de los pies. Como hacía Clasius Clay. ¿Entendido,
Yumbo? -detuvo las manos sobre las rodillas -. ¿Me
entiendes, me estás escuchando, Yumbo, hijo?
- Sí, Grifo, me lo sé todo de memoria.
- Nunca se sabe todo -había un leve tono de reproche
en su voz-. Nunca. Y menos, a tu edad. Y menos, de
memoria. No pega como tú, pero pega. No quiero verte
parado un segundo, ¿me explico?, desplazándote
siempre -los movimientos de sus manos eran ahora más
suaves y lentos-. ¿Quién tiene tu pegada y tus
piernas en España? Conseguirás lo que quieras,
Yumbo, hijo, acabarás con él en tres asaltos. Y
después París, y todo lo demás.
¿A que venía hablar ahora de todo lo demás? No
quería ni pensar en ello. Sintió vértigo, una
especie de descarga eléctrica que le hizo
estremecerse desde el cuello a los tobillos. Lo que
Grifo llamaba todo lo demás era el Campeonato de
Europa de los medios, la televisión, la radio, los
diarios deportivos, la publicidad, los nuevos
contratos, la vuelta a la vida, alcanzar el tercer
grado en la prisión, entrenar todo el día en un
gimnasio o trabajar en una obra y dormir los fines
de semana en Leganés con Julia, su novia, como si
fuera ya su mujer, lejos de las tristes visitas
mensuales en el miserable cuartucho de la cárcel
sobre la repugnante colchoneta de los encuentros vis
a vis, ir contando los años que faltaban para la
libertad, cada vez más cercana por buena conducta y
méritos deportivos.
¿Cómo pensar en todo esto precisamente ahora sin
ponerse nervioso a pocos minutos del combate?
Por eso gruñó de nuevo sin levantar la voz, riñendo
al viejo:
-¿Quieres callarte de una vez Grifo? No me dejas
estar a lo mío.
Le oía con una mezcla de impaciencia y cariño, sin
prestarle demasiada atención, tratando de
concentrarse.
- Lo tienes en tus puños esta noche - seguía Grifo-.
Pero a condición de lo que tú sabes. Salir a matar.
¿Me estás oyendo? La técnica y la fuerza no bastan.
Tú eres bueno, buenísimo, pero te falta lo que te
falta.
- ¿Qué me falta, Grifo, coño? Deja ya de hablar.
- Ganas de matar -le puso el dedo índice entre las
cejas-. Métetelo ahí. Eso es ser campeón. Salir a
matar -se inclinó con una sonrisa que le rejuvenecía
la cara-. Quiero verte allá arriba con la muerte en
los ojos, ¿lo entiendes, Yumbo? La muerte en la
mirada ¿comprendido?
- Sí, Grifo, comprendido.
Comprendía ya muchas cosas después de dos años de
prisión durante los cuales había comenzado a verlo
todo como desde el otro lado del espejo de
entrenamiento que le mostraba confusamente un mundo
hostil donde no cabía él, donde no había cabido
nunca desde niño de los arrabales del barrio de la
Celsa en el Madrid marginal abierto a los desolados
e implacables horizontes de la miseria infinita,
donde no existía otra ley que la violencia y la
fuerza, que Grifo explicaba pacientemente mientras
le calentaba los músculos en la mesa de masaje.
- iYa! -dijo Yumbo y se levantó de un salto al oir
el clamor que acababa de estallar en las gradas-. Me
estaba poniendo nervioso, te lo juro. Hablas
demasiado Grifo.
El otro combate había terminado. Grifo le ayudó a
ponerse el albornoz, y le siguió hasta el
cuadrilátero.
Era una noche cálida y seca, sin aire, y los focos
lanzaban sobre el tapiz un chorro de luz de plomo
que perforaba una espesa y metálica nube de humo
que, mas que flotar, pesaba desde los ángulos como
una placa candente a punto de desplomarse sobre la
lona.
Yumbo saludó desde el centro del ring. Oyó los
aplausos y los silbidos, un rugir de mar, que le
produjo, de nuevo, un estremecimiento, una corriente
cálida y húmeda, semejante a un orgasmo, bajándole
desde la nuca hasta las ingles. Los altavoces
dispararon, irreconocibles, distorsionados, los
nombres de los contendientes, los pesos, el número
de asaltos del combate.
Seguía oyendo, en el banquillo, mezcladas con el
ruido de la marea que bajaba de las gradas, las
palabras confortantes de Grifo, cuando el golpe de
campana le despertó de aquel estado de vaga
inconsciencia en que se hallaba sumido desde el
masaje.
Se lanzó hacia el centro del cuadrilátero buscando a
su rival que llegó desde el rincón con los brazos en
alto como un oso de feria, peludo y cuadrado,
moviéndose con pasos cautelosos y lentos.
Fue un primer asalto de tanteo, de intercambio de
fintas y miradas. Punteaba con la izquierda, como
había aconsejado Grifo, sin dejar de bailar
alrededor del otro que se había plantado en el
centro del ring y giraba sobre sí mismo con las
piernas abiertas clavadas en la lona.
Yumbo miraba fijamente aquellos ojos oscuros y
pequeños, cerdunos sepultados en el fondo de las
órbitas, detrás de una ancha nariz sin ternilla,
áspera como una suela, cóncava, rugosa, hundida
entre los pómulos.
Metió de pronto la izquierda, un aguijón que alcanzó
a aquel trozo de carne inerte sin que nada se
alterara en aquellos ojillos hostiles que seguían
espiándole, pacientes y desconfiados. Esperó unos
segundos, amagó con la derecha, bajó los brazos
hasta que los guantes le rozaron los muslos, en un
desplante provocador, y de repente con una rapidez
eléctrica, lanzó un uno-dos fulminante, preciso, que
desarboló a su rival y puso en pie a los
espectadores. Sin darle tiempo a reponerse, dejó
caer una lluvia de golpes hasta que el otro dobló la
rodilla en la lona entre el delirio de la gente. El
árbitro le retiró dos pasos, y en ese instante sonó
la campana.
En el rincón, Grifo le metía suavemente las manos en
los flancos, bajo el calzón, hablándole al oído, ya
es nuestro, terminar ahora mismo, tus huevos,
campeón, así te quiero, del tercero no pasa, mátalo
cuanto antes.
La campana le sacó otra vez de sí mismo. El otro le
esperaba en el centro y, al verle llegar, levantó de
nuevo sus brazos de plantígrado, buscando el cuerpo
a cuerpo. Yumbo sintió aquel peso agobiante, una
respiración casi sólida, como el fuelle de un
herrero escupiendo una vaharada caliente que olía a
comida avinagrada. Manoteó, metió en corto la
izquierda para apartar de sí aquel contacto de
cuarto de buey recién desollado. Era una piel áspera
y húmeda, cubierta de pelos espesos y duros como
ovillos de alambre.
Cuando logró desprenderse del abrazo, volvió a
lanzar sobre el oso otra serie de golpes: directos y
ganchos en cadena, seguidos, imparables, puntazos
que reventaban con chasquidos de balón estallado. Y
de nuevo el otro le abrazó, con desesperación,
jadeando. Daba boqueadas de pez, como si le faltara
el aire, y los ojos, en el fondo de los abultados
pómulos, danzaban enloquecidamente, lanzando
destellos de terror. Grifo gritaba en el rincón:
- Ahora, Yumbo, ya es nuestro, ahora. ¡Mátalo!
iAhora, ya! ¡El hígado!
Los gritos del público, invisible en las gradas,
caían en la lona con los chorros de luz, envueltos
en el humo y el olor a tabaco, linimento y sudor,
mátalo, no perdones, campeón, túmbalo, está muerto,
ya es tuyo.
Yumbo miró aquellos ojos suplicantes. Descubrió, de
pronto, en el fondo, algo débil, como una lamparilla
parpadeando, y durante una décima de segundo no vio
ya a un oso sino a un hombre acorralado como él,
lleno de miedo y necesidad de ganar el combate, un
pobre tipo condenado a pegarse por un puñado de
dinero, igual que él mismo, Yumbo, lo hacía para
lograr el tercer grado, dejar la cárcel cuanto antes
si lograba en París el Campeonato de Europa.
Sintió de pronto pena por aquel hombre asustado que
iba a caer en cuanto recibiera el uno-dos de sus
puños, estallando en su hígado con la violencia de
una descarga eléctrica que le fulminaría como herido
por un rayo.
La súbita compasión que sentía por aquel desconocido
de rostro brutal le molestaba, le apretaba la
garganta como una argolla que le impedía respirar.
Nunca le había ocurrido: sentir lástima por alguien
que trataba de noquearle, de arruinar sus sueños
para siempre. Tenía razón Grifo. Había que matarlo.
Golpear cuanto antes. Apagar aquella luz que
brillaba con miedo en el fondo de los ojos del oso
que seguía retrocediendo hacia su rincón.
Yumbo tardó todavía un instante. Era el campeón
acorralando a su víctima. No podía evitarlo: le daba
pena aquel desgraciado.
Fue lo peor. Cuando quiso meter la derecha para
acabar de una vez, ya era tarde.
No supo cómo ocurrió. El otro lanzó de pronto un
puño de hierro, como un obús, una especie de trozo
de granito que le alcanzó de lleno dos veces.
Yumbo sintió una punzada en el hígado y un
martillazo seco, demoledor, en la carótida.
El público rugió de nuevo: un alarido de animal
hambriento. Un río de gritos y voces seguido de un
silencio de alientos suspendidos, como una
gigantesca succión, desde las gradas, del aire que
necesitaba para seguir respirando y no llegaba a su
boca desesperadamente abierta.
Cerró los ojos para no gritar antes de morir. Sentía
una quemadura en los pulmones y un latido metálico y
doloroso en las sienes.
Se asfixiaba y tuvo que doblar la rodilla. Se quedó
así, en aquella posición inestable, flotando sobre
un mar de oscuridad en cuyo final titilaban, como
estrellas, millones de puntos de luz que, de pronto,
empezaban a girar a toda velocidad como carros de
fuego. No cayó a la lona pero tampoco pudo
incorporarse. El árbitro se acercó a él, y comenzó a
contar.
Yumbo le veía desde abajo, alargado e inquietante
como un ciprés blanco. Levantaba la mano por encima
de una lejana cabecita calva y reluciente, y la
dejaba caer con un gesto agrandado, silencioso,
fantasmal... ¡Uno! Como de cine mudo, interminable,
a cámara lenta. Lo peor era el silencio, como si
todo, no solo él, Yumbo, acabara de morir a su
alrededor. ¡Dos! Y únicamente permaneciera viva
aquella manita de enano que volvía a alzarse como un
martillo. Tenía que hacer algo, no perder la
calma... ¡Tres! La única posibilidad de sobrevivir
era incorporarse, inspirar hondo, hacer fuerza sobre
la rodilla y ponerse en pie, un último esfuerzo
antes de que volviera a bajar la mano... ¡Cuatro!
Deprisa, ahora o nunca, Grifo estará sufriendo en el
rincón, te lo he dicho, muchacho, el boxeo es matar,
matar antes de que el otro te mate a ti, la técnica
y la fuerza no bastan, lo importante es el deseo de
matar... ¡Cinco! O matas o te matan. Lo sé, no lo
repitas, aun tengo tiempo, puedo recuperarme, lo
siento por mi madre y por Julia, si no gano hoy no
me firman el combate de París, puedo hundirme si
tengo que seguir encerrado otros cinco años, la
manita otra vez ¡Seis! Soy el mejor peso medio de
España, me parezco más a Clasius Clay que a Tyson,
una mezcla de los dos, que son pesados, pero aquí no
hay pesados, y la división reina son los medios,
como yo, más fino que Tyson, el negrazo salvaje, más
ligero que Clasius que tenía el aguijón de las
avispas y se llamó después Muhamed Alí, antes de
noquearle el Parkinson, atención, a la cuenta de
ocho me levanto, no perdones, no dejes bajar la mano
de este calvito, tan serio, siempre a cámara
lenta... ¡Siete! Listo para saltar, dispara, jodido,
Yumbo, no lo pienses, dispara, no tardes, no
perdones, un campeón no perdona, un hombre no
perdona, date prisa o nos trincan aquí mismo...
¡Ocho! ¿Lo ves? Si hubieras disparado, el cajero no
nos habría reconocido, lo siento sobre todo por
Grifo, pobre viejo, voy a ganar todavía, me levanto
ahora mismo, yo soy el campeón, ganaré en París, voy
a aplastar a este gusano asqueroso, le arrancaré la
cabeza. En cuanto salga de la cárcel, nos casamos si
quieres, Julia, aunque no hace ninguna falta
casarse... ¡Nueve! Ojo, peligro, estás al borde del
K.O., sé que tú lo prefieres así, si volviera a
ocurrir dispararía contra el cajero, quizá no,
Julia, no te engaño, pero no hubiera corrido hacia
el tren de cercanías, ciego perdido, gilipollas
perdido, puedes comprar ya el vestido blanco, a
todas las mujeres os gusta casaros de blanco, Grifo
tiene razón, me levanto y lo mato, lo rajo en dos,
Grifo tiene razón...
-¡Diez! - gritó el árbitro alzando los brazos por
encima de su cabeza -. ¡K.O.! ¡Fuera de combate! -
se abrazó a Yumbo y le acarició la nuca-. ¿Te
encuentras bien, muchacho? ¿Puedes verme? Respira
hondo.
Yumbo oyó, al otro lado de las cuerdas, una especie
de explosión: un largo rugido inmisericorde. Levantó
la mirada. La agria luz de los focos se le clavó en
el cerebro. El cuadrilátero comenzó a dar vueltas.
Una arcada le sacudió de pronto. Se dobló sobre sí
mismo con sensación de vértigo. La lona se le vino a
los ojos de golpe, y la oscuridad lo inundó todo.
Ahora seguía oliendo a linimento. Un rayo de sol
entraba en diagonal desde la ventana enrejada. Miró,
extrañado, a su alrededor. Tardó unos segundos en
reconocer el blancor de las paredes. Estaba en la
enfermería de la cárcel.
Poco a poco le llegaban a la consciencia los
detalles del combate. Una pena insidiosa y letal
como una boa se le había enroscado en el cuerpo.
Tenía un sabor de sangre en la boca, una saliva
amarga y espesa que le quemaba la garganta.
Confusamente sentía que había perdido algo más que
un combate. No sería campeón de Europa. No podría
disfrutar aún del tercer grado. Tendría que seguir
contando en el polideportivo de la prisión los años
que faltaban para la redención de la pena. Perder un
tiempo de felicidad que no le sería devuelto nunca.
Empezaba a sentir congoja, un desconsuelo que le
hacía daño. Le habían noqueado antes del límite,
pero no era la primera vez que le ocurría. Su vida
había sido eso: perder antes del límite.
Recordó las palabras de su madre: "Los pobres hemos
venido a este mundo a sufrir". "¡Yo, no! ¡Ni
pensarlo! ¡Voy a tener dinero!". "Yumbo, hijo mío,
ojalá no te equivoques. Yo soy una pobre mujer. Tú
eres listo, y puedes llegar a algo".
Pero nunca había sido listo y todo salió mal. Tito
había dicho: "Es muy fácil, un banco de pueblo, en
la sierra, en Villalba. Casi frente a la estación de
cercanías. A las ocho de la mañana, en invierno, es
de noche. No hay casi vigilancia". Pero la había. El
vigilante jurado, para hacer méritos, se puso tonto
y Tito se lo cargó sin más. Él, Yumbo, no fue capaz
de hacer lo mismo con el cajero. Y al verse
acorralado y no arrancarle el coche, echó a correr
por la calle Real hacia el tren que iba a partir a
Madrid y se metió en la cabina del conductor. No se
le ocurrió otra cosa. Apuntarle a la cabeza. Hay que
ser gilipollas. El ratón en el cepo. En Galapagar
cortaron la corriente y el tren se paró. No hizo
resistencia al entregarse. A Tito le trincaron sin
salir del banco. El cajero los reconoció a los dos
ante la policía.
En la prisión, Grifo se había portado bien con él
desde el primer momento. Le enseñó todo lo que sabía
de sus años de boxeo en el Campo del Gas.
Ahora sentía malestar en todo el cuerpo. Se levantó,
y se acercó a la ventana. Abajo, en el patio, un
grupo de reclusos jugaba un partido de baloncesto.
Se sintió peor que nunca, incapaz de comenzar de
nuevo a prepararse para otro combate.
Definitivamente preso. Como condenado a cadena
perpetua, aunque sólo le faltaran cinco años por
cumplir.
Una furia sorda y creciente, que le ahogaba, iba
apoderándose de él. Toda la amargura, la impotencia,
las frustraciones acumuladas en su vida se agolpaban
en su memoria, y estallaron de pronto con terrible
violencia.
Ciego de ira, con una ferocidad que no era ya
humana, dio con el puño cerrado un golpe seco,
tremendo, contra la pared encalada. Sintió un
horrible dolor en los nudillos, pero nada podía
detenerle ya. Golpeo de nuevo, uno-dos, enloquecido.
Ni la pared podría resistir su pegada, uno-dos,
uno-dos, tenía que matar a alguien, matar.
Eso sería vivir.
La puerta se abrió en aquel momento, y entró un
funcionario seguido por Grifo, que llevaba un
paquete de ropa limpia en la mano.
- ¿Que haces, Yumbo? -gritó Grifo, alarmado-. ¿Estás
loco?
- No te metas en esto, Grifo. Contigo no va nada.
- ¿Cómo que no va nada conmigo, muchacho? Vuelve a
la cama.
El funcionario corrió hacia él, tratando de
sujetarle por los hombros. Yumbo le esquivó con la
cintura, sin moverse apenas, y le golpeó, duro y
seco, como a la pared. El funcionario cayó como un
fardo, y quedó inmóvil.
Otro funcionario, haciendo sonar su silbato, entró
en la enfermería, e intentó sujetarle también. Se
revolvió, y le golpeó en la mandíbula. Un solo
impacto, brutal, como una coz. El hombre se
desplomó, fulminado como su compañero.
- Yumbo, hijo, cálmate -dijo Grifo, pero él se
volvió de nuevo hacia la pared-. Vas a hacerte daño,
no podrás volver a boxear.
-Tú te callas! ¡Estoy hasta los huevos de todo!
Y de nuevo se puso a golpear la pared furiosamente.
Eran golpes rabiosos, repetidos, salvajes, que le
destrozaban los nudillos. Pero ya no sentía dolor en
las manos. Era algo más amargo y antiguo, un dolor
que le llegaba desde la niñez. Seguía golpeando la
pared. No volvería a perder antes del límite:
- ¡Nunca! ¿Lo oyes, Grifo? ¡Nunca, nunca! ¡Por la
madre que me parió! iLos mataré a puñetazos! ¡Uno a
uno! ¡A pares! ¡Como quieran! ¡Mataré a los
culpables! ¡Los mataré a todos!
Y se echó a reír de repente, mientras seguía
golpeando con la misma rabia incontenible. Eran unas
carcajadas que producían espanto, descompuestas,
largas, irreconocibles. Reía y golpeaba sin mirarse
los puños que eran ya dos masas de carne tumefacta,
sanguinolenta e informe, dos bolsas hinchadas e
inertes que colgaban como dos frutos averiados e
inservibles con los dedos abultados y chatos, sin
articulaciones, convertidos en racimos de huesos
machacados, cubiertos por el pergamino de una piel
violácea que empezaba a rasgarse.
Grifo ya no trató de detenerle. Sin perderle de
vista, se sentó en el borde de una de las camas de
la enfermería, y se quedó allí, como un testigo de
escayola, pálido y serio, inmóvil, mirando a Yumbo,
lo que iba quedando de Yumbo, un campeón perdido
para siempre, un hombre definitivamente roto.
Le miraba con unos ojos tristes, preocupados,
compasivos, resignados y serenos.