Premio de Narraciones Breves Antonio Machado 2001 - Fundación de los Ferrocarriles Españoles

Premio Narraciones Breves Antonio Machado, 2001

Premio 'sesquicentenario de la línea Madrid-Aranjuez' (1852-2001)

Primer premio: "Fuera de combate", Nino Quevedo

Narraciones Breves 2001

Nació en Madrid y es licenciado en Derecho, su trayectoria profesional se ha centrado en la literatura y el cine. Ha obtenido premios como el Sésamo, Ciudad de Irún, Hucha de Oro y de Plata o Puente de Ventas. En su haber se cuentan también dos novelas publicadas y el haber sido varias veces finalista del Antonio Machado.

***

El olor del linimento le enervaba. Grifo tenía unas manos poderosas y expertas que le recorrían los muslos sabiamente, buscando los nudos de los músculos, los puntos donde se acumulaba el cansancio que iba deshaciéndose como azúcar bajo la presión firme y suave de aquellos dedos chatos, pero duros y eficaces como los pistones de un motor de alta competición.

Acababa sintiendo sueño, una laxitud que le envolvía dulcemente mientras Grifo repetía los consejos de costumbre. Pero ahora no podía dormir. El combate anterior estaba a punto de terminar. Los gritos y los aplausos del público llegaban de pronto, a ráfagas, entre largos paréntesis de silencio durante los cuales sólo la voz monocorde y ronca de Grifo zumbaba sobre la mesa de masaje:

- Es un fajador, un saco. Aguanta lo que le echen. Nunca ha perdido por K.O. Le punteas con la zurda ¿entendido? A distancia, saltando sobre las puntas de los pies. Como hacía Clasius Clay. ¿Entendido, Yumbo? -detuvo las manos sobre las rodillas -. ¿Me entiendes, me estás escuchando, Yumbo, hijo?

- Sí, Grifo, me lo sé todo de memoria.

- Nunca se sabe todo -había un leve tono de reproche en su voz-. Nunca. Y menos, a tu edad. Y menos, de memoria. No pega como tú, pero pega. No quiero verte parado un segundo, ¿me explico?, desplazándote siempre -los movimientos de sus manos eran ahora más suaves y lentos-. ¿Quién tiene tu pegada y tus piernas en España? Conseguirás lo que quieras, Yumbo, hijo, acabarás con él en tres asaltos. Y después París, y todo lo demás.

¿A que venía hablar ahora de todo lo demás? No quería ni pensar en ello. Sintió vértigo, una especie de descarga eléctrica que le hizo estremecerse desde el cuello a los tobillos. Lo que Grifo llamaba todo lo demás era el Campeonato de Europa de los medios, la televisión, la radio, los diarios deportivos, la publicidad, los nuevos contratos, la vuelta a la vida, alcanzar el tercer grado en la prisión, entrenar todo el día en un gimnasio o trabajar en una obra y dormir los fines de semana en Leganés con Julia, su novia, como si fuera ya su mujer, lejos de las tristes visitas mensuales en el miserable cuartucho de la cárcel sobre la repugnante colchoneta de los encuentros vis a vis, ir contando los años que faltaban para la libertad, cada vez más cercana por buena conducta y méritos deportivos.

¿Cómo pensar en todo esto precisamente ahora sin ponerse nervioso a pocos minutos del combate?

Por eso gruñó de nuevo sin levantar la voz, riñendo al viejo:

-¿Quieres callarte de una vez Grifo? No me dejas estar a lo mío.

Le oía con una mezcla de impaciencia y cariño, sin prestarle demasiada atención, tratando de concentrarse.

- Lo tienes en tus puños esta noche - seguía Grifo-. Pero a condición de lo que tú sabes. Salir a matar. ¿Me estás oyendo? La técnica y la fuerza no bastan. Tú eres bueno, buenísimo, pero te falta lo que te falta.

- ¿Qué me falta, Grifo, coño? Deja ya de hablar.

- Ganas de matar -le puso el dedo índice entre las cejas-. Métetelo ahí. Eso es ser campeón. Salir a matar -se inclinó con una sonrisa que le rejuvenecía la cara-. Quiero verte allá arriba con la muerte en los ojos, ¿lo entiendes, Yumbo? La muerte en la mirada ¿comprendido?

- Sí, Grifo, comprendido.

Comprendía ya muchas cosas después de dos años de prisión durante los cuales había comenzado a verlo todo como desde el otro lado del espejo de entrenamiento que le mostraba confusamente un mundo hostil donde no cabía él, donde no había cabido nunca desde niño de los arrabales del barrio de la Celsa en el Madrid marginal abierto a los desolados e implacables horizontes de la miseria infinita, donde no existía otra ley que la violencia y la fuerza, que Grifo explicaba pacientemente mientras le calentaba los músculos en la mesa de masaje.

- iYa! -dijo Yumbo y se levantó de un salto al oir el clamor que acababa de estallar en las gradas-. Me estaba poniendo nervioso, te lo juro. Hablas demasiado Grifo.

El otro combate había terminado. Grifo le ayudó a ponerse el albornoz, y le siguió hasta el cuadrilátero.

Era una noche cálida y seca, sin aire, y los focos lanzaban sobre el tapiz un chorro de luz de plomo que perforaba una espesa y metálica nube de humo que, mas que flotar, pesaba desde los ángulos como una placa candente a punto de desplomarse sobre la lona.

Yumbo saludó desde el centro del ring. Oyó los aplausos y los silbidos, un rugir de mar, que le produjo, de nuevo, un estremecimiento, una corriente cálida y húmeda, semejante a un orgasmo, bajándole desde la nuca hasta las ingles. Los altavoces dispararon, irreconocibles, distorsionados, los nombres de los contendientes, los pesos, el número de asaltos del combate.

Seguía oyendo, en el banquillo, mezcladas con el ruido de la marea que bajaba de las gradas, las palabras confortantes de Grifo, cuando el golpe de campana le despertó de aquel estado de vaga inconsciencia en que se hallaba sumido desde el masaje.

Se lanzó hacia el centro del cuadrilátero buscando a su rival que llegó desde el rincón con los brazos en alto como un oso de feria, peludo y cuadrado, moviéndose con pasos cautelosos y lentos.

Fue un primer asalto de tanteo, de intercambio de fintas y miradas. Punteaba con la izquierda, como había aconsejado Grifo, sin dejar de bailar alrededor del otro que se había plantado en el centro del ring y giraba sobre sí mismo con las piernas abiertas clavadas en la lona.

Yumbo miraba fijamente aquellos ojos oscuros y pequeños, cerdunos sepultados en el fondo de las órbitas, detrás de una ancha nariz sin ternilla, áspera como una suela, cóncava, rugosa, hundida entre los pómulos.

Metió de pronto la izquierda, un aguijón que alcanzó a aquel trozo de carne inerte sin que nada se alterara en aquellos ojillos hostiles que seguían espiándole, pacientes y desconfiados. Esperó unos segundos, amagó con la derecha, bajó los brazos hasta que los guantes le rozaron los muslos, en un desplante provocador, y de repente con una rapidez eléctrica, lanzó un uno-dos fulminante, preciso, que desarboló a su rival y puso en pie a los espectadores. Sin darle tiempo a reponerse, dejó caer una lluvia de golpes hasta que el otro dobló la rodilla en la lona entre el delirio de la gente. El árbitro le retiró dos pasos, y en ese instante sonó la campana.

En el rincón, Grifo le metía suavemente las manos en los flancos, bajo el calzón, hablándole al oído, ya es nuestro, terminar ahora mismo, tus huevos, campeón, así te quiero, del tercero no pasa, mátalo cuanto antes.

La campana le sacó otra vez de sí mismo. El otro le esperaba en el centro y, al verle llegar, levantó de nuevo sus brazos de plantígrado, buscando el cuerpo a cuerpo. Yumbo sintió aquel peso agobiante, una respiración casi sólida, como el fuelle de un herrero escupiendo una vaharada caliente que olía a comida avinagrada. Manoteó, metió en corto la izquierda para apartar de sí aquel contacto de cuarto de buey recién desollado. Era una piel áspera y húmeda, cubierta de pelos espesos y duros como ovillos de alambre.

Cuando logró desprenderse del abrazo, volvió a lanzar sobre el oso otra serie de golpes: directos y ganchos en cadena, seguidos, imparables, puntazos que reventaban con chasquidos de balón estallado. Y de nuevo el otro le abrazó, con desesperación, jadeando. Daba boqueadas de pez, como si le faltara el aire, y los ojos, en el fondo de los abultados pómulos, danzaban enloquecidamente, lanzando destellos de terror. Grifo gritaba en el rincón:

- Ahora, Yumbo, ya es nuestro, ahora. ¡Mátalo! iAhora, ya! ¡El hígado!

Los gritos del público, invisible en las gradas, caían en la lona con los chorros de luz, envueltos en el humo y el olor a tabaco, linimento y sudor, mátalo, no perdones, campeón, túmbalo, está muerto, ya es tuyo.

Yumbo miró aquellos ojos suplicantes. Descubrió, de pronto, en el fondo, algo débil, como una lamparilla parpadeando, y durante una décima de segundo no vio ya a un oso sino a un hombre acorralado como él, lleno de miedo y necesidad de ganar el combate, un pobre tipo condenado a pegarse por un puñado de dinero, igual que él mismo, Yumbo, lo hacía para lograr el tercer grado, dejar la cárcel cuanto antes si lograba en París el Campeonato de Europa.

Sintió de pronto pena por aquel hombre asustado que iba a caer en cuanto recibiera el uno-dos de sus puños, estallando en su hígado con la violencia de una descarga eléctrica que le fulminaría como herido por un rayo.

La súbita compasión que sentía por aquel desconocido de rostro brutal le molestaba, le apretaba la garganta como una argolla que le impedía respirar. Nunca le había ocurrido: sentir lástima por alguien que trataba de noquearle, de arruinar sus sueños para siempre. Tenía razón Grifo. Había que matarlo. Golpear cuanto antes. Apagar aquella luz que brillaba con miedo en el fondo de los ojos del oso que seguía retrocediendo hacia su rincón.

Yumbo tardó todavía un instante. Era el campeón acorralando a su víctima. No podía evitarlo: le daba pena aquel desgraciado.

Fue lo peor. Cuando quiso meter la derecha para acabar de una vez, ya era tarde.

No supo cómo ocurrió. El otro lanzó de pronto un puño de hierro, como un obús, una especie de trozo de granito que le alcanzó de lleno dos veces.

Yumbo sintió una punzada en el hígado y un martillazo seco, demoledor, en la carótida.

El público rugió de nuevo: un alarido de animal hambriento. Un río de gritos y voces seguido de un silencio de alientos suspendidos, como una gigantesca succión, desde las gradas, del aire que necesitaba para seguir respirando y no llegaba a su boca desesperadamente abierta.

Cerró los ojos para no gritar antes de morir. Sentía una quemadura en los pulmones y un latido metálico y doloroso en las sienes.

Se asfixiaba y tuvo que doblar la rodilla. Se quedó así, en aquella posición inestable, flotando sobre un mar de oscuridad en cuyo final titilaban, como estrellas, millones de puntos de luz que, de pronto, empezaban a girar a toda velocidad como carros de fuego. No cayó a la lona pero tampoco pudo incorporarse. El árbitro se acercó a él, y comenzó a contar.

Yumbo le veía desde abajo, alargado e inquietante como un ciprés blanco. Levantaba la mano por encima de una lejana cabecita calva y reluciente, y la dejaba caer con un gesto agrandado, silencioso, fantasmal... ¡Uno! Como de cine mudo, interminable, a cámara lenta. Lo peor era el silencio, como si todo, no solo él, Yumbo, acabara de morir a su alrededor. ¡Dos! Y únicamente permaneciera viva aquella manita de enano que volvía a alzarse como un martillo. Tenía que hacer algo, no perder la calma... ¡Tres! La única posibilidad de sobrevivir era incorporarse, inspirar hondo, hacer fuerza sobre la rodilla y ponerse en pie, un último esfuerzo antes de que volviera a bajar la mano... ¡Cuatro! Deprisa, ahora o nunca, Grifo estará sufriendo en el rincón, te lo he dicho, muchacho, el boxeo es matar, matar antes de que el otro te mate a ti, la técnica y la fuerza no bastan, lo importante es el deseo de matar... ¡Cinco! O matas o te matan. Lo sé, no lo repitas, aun tengo tiempo, puedo recuperarme, lo siento por mi madre y por Julia, si no gano hoy no me firman el combate de París, puedo hundirme si tengo que seguir encerrado otros cinco años, la manita otra vez ¡Seis! Soy el mejor peso medio de España, me parezco más a Clasius Clay que a Tyson, una mezcla de los dos, que son pesados, pero aquí no hay pesados, y la división reina son los medios, como yo, más fino que Tyson, el negrazo salvaje, más ligero que Clasius que tenía el aguijón de las avispas y se llamó después Muhamed Alí, antes de noquearle el Parkinson, atención, a la cuenta de ocho me levanto, no perdones, no dejes bajar la mano de este calvito, tan serio, siempre a cámara lenta... ¡Siete! Listo para saltar, dispara, jodido, Yumbo, no lo pienses, dispara, no tardes, no perdones, un campeón no perdona, un hombre no perdona, date prisa o nos trincan aquí mismo... ¡Ocho! ¿Lo ves? Si hubieras disparado, el cajero no nos habría reconocido, lo siento sobre todo por Grifo, pobre viejo, voy a ganar todavía, me levanto ahora mismo, yo soy el campeón, ganaré en París, voy a aplastar a este gusano asqueroso, le arrancaré la cabeza. En cuanto salga de la cárcel, nos casamos si quieres, Julia, aunque no hace ninguna falta casarse... ¡Nueve! Ojo, peligro, estás al borde del K.O., sé que tú lo prefieres así, si volviera a ocurrir dispararía contra el cajero, quizá no, Julia, no te engaño, pero no hubiera corrido hacia el tren de cercanías, ciego perdido, gilipollas perdido, puedes comprar ya el vestido blanco, a todas las mujeres os gusta casaros de blanco, Grifo tiene razón, me levanto y lo mato, lo rajo en dos, Grifo tiene razón...

-¡Diez! - gritó el árbitro alzando los brazos por encima de su cabeza -. ¡K.O.! ¡Fuera de combate! - se abrazó a Yumbo y le acarició la nuca-. ¿Te encuentras bien, muchacho? ¿Puedes verme? Respira hondo.

Yumbo oyó, al otro lado de las cuerdas, una especie de explosión: un largo rugido inmisericorde. Levantó la mirada. La agria luz de los focos se le clavó en el cerebro. El cuadrilátero comenzó a dar vueltas. Una arcada le sacudió de pronto. Se dobló sobre sí mismo con sensación de vértigo. La lona se le vino a los ojos de golpe, y la oscuridad lo inundó todo.

Ahora seguía oliendo a linimento. Un rayo de sol entraba en diagonal desde la ventana enrejada. Miró, extrañado, a su alrededor. Tardó unos segundos en reconocer el blancor de las paredes. Estaba en la enfermería de la cárcel.

Poco a poco le llegaban a la consciencia los detalles del combate. Una pena insidiosa y letal como una boa se le había enroscado en el cuerpo. Tenía un sabor de sangre en la boca, una saliva amarga y espesa que le quemaba la garganta. Confusamente sentía que había perdido algo más que un combate. No sería campeón de Europa. No podría disfrutar aún del tercer grado. Tendría que seguir contando en el polideportivo de la prisión los años que faltaban para la redención de la pena. Perder un tiempo de felicidad que no le sería devuelto nunca. Empezaba a sentir congoja, un desconsuelo que le hacía daño. Le habían noqueado antes del límite, pero no era la primera vez que le ocurría. Su vida había sido eso: perder antes del límite.

Recordó las palabras de su madre: "Los pobres hemos venido a este mundo a sufrir". "¡Yo, no! ¡Ni pensarlo! ¡Voy a tener dinero!". "Yumbo, hijo mío, ojalá no te equivoques. Yo soy una pobre mujer. Tú eres listo, y puedes llegar a algo".

Pero nunca había sido listo y todo salió mal. Tito había dicho: "Es muy fácil, un banco de pueblo, en la sierra, en Villalba. Casi frente a la estación de cercanías. A las ocho de la mañana, en invierno, es de noche. No hay casi vigilancia". Pero la había. El vigilante jurado, para hacer méritos, se puso tonto y Tito se lo cargó sin más. Él, Yumbo, no fue capaz de hacer lo mismo con el cajero. Y al verse acorralado y no arrancarle el coche, echó a correr por la calle Real hacia el tren que iba a partir a Madrid y se metió en la cabina del conductor. No se le ocurrió otra cosa. Apuntarle a la cabeza. Hay que ser gilipollas. El ratón en el cepo. En Galapagar cortaron la corriente y el tren se paró. No hizo resistencia al entregarse. A Tito le trincaron sin salir del banco. El cajero los reconoció a los dos ante la policía.

En la prisión, Grifo se había portado bien con él desde el primer momento. Le enseñó todo lo que sabía de sus años de boxeo en el Campo del Gas.

Ahora sentía malestar en todo el cuerpo. Se levantó, y se acercó a la ventana. Abajo, en el patio, un grupo de reclusos jugaba un partido de baloncesto. Se sintió peor que nunca, incapaz de comenzar de nuevo a prepararse para otro combate. Definitivamente preso. Como condenado a cadena perpetua, aunque sólo le faltaran cinco años por cumplir.

Una furia sorda y creciente, que le ahogaba, iba apoderándose de él. Toda la amargura, la impotencia, las frustraciones acumuladas en su vida se agolpaban en su memoria, y estallaron de pronto con terrible violencia.

Ciego de ira, con una ferocidad que no era ya humana, dio con el puño cerrado un golpe seco, tremendo, contra la pared encalada. Sintió un horrible dolor en los nudillos, pero nada podía detenerle ya. Golpeo de nuevo, uno-dos, enloquecido. Ni la pared podría resistir su pegada, uno-dos, uno-dos, tenía que matar a alguien, matar.

Eso sería vivir.

La puerta se abrió en aquel momento, y entró un funcionario seguido por Grifo, que llevaba un paquete de ropa limpia en la mano.

- ¿Que haces, Yumbo? -gritó Grifo, alarmado-. ¿Estás loco?

- No te metas en esto, Grifo. Contigo no va nada.

- ¿Cómo que no va nada conmigo, muchacho? Vuelve a la cama.

El funcionario corrió hacia él, tratando de sujetarle por los hombros. Yumbo le esquivó con la cintura, sin moverse apenas, y le golpeó, duro y seco, como a la pared. El funcionario cayó como un fardo, y quedó inmóvil.

Otro funcionario, haciendo sonar su silbato, entró en la enfermería, e intentó sujetarle también. Se revolvió, y le golpeó en la mandíbula. Un solo impacto, brutal, como una coz. El hombre se desplomó, fulminado como su compañero.

- Yumbo, hijo, cálmate -dijo Grifo, pero él se volvió de nuevo hacia la pared-. Vas a hacerte daño, no podrás volver a boxear.

-Tú te callas! ¡Estoy hasta los huevos de todo!

Y de nuevo se puso a golpear la pared furiosamente. Eran golpes rabiosos, repetidos, salvajes, que le destrozaban los nudillos. Pero ya no sentía dolor en las manos. Era algo más amargo y antiguo, un dolor que le llegaba desde la niñez. Seguía golpeando la pared. No volvería a perder antes del límite:

- ¡Nunca! ¿Lo oyes, Grifo? ¡Nunca, nunca! ¡Por la madre que me parió! iLos mataré a puñetazos! ¡Uno a uno! ¡A pares! ¡Como quieran! ¡Mataré a los culpables! ¡Los mataré a todos!

Y se echó a reír de repente, mientras seguía golpeando con la misma rabia incontenible. Eran unas carcajadas que producían espanto, descompuestas, largas, irreconocibles. Reía y golpeaba sin mirarse los puños que eran ya dos masas de carne tumefacta, sanguinolenta e informe, dos bolsas hinchadas e inertes que colgaban como dos frutos averiados e inservibles con los dedos abultados y chatos, sin articulaciones, convertidos en racimos de huesos machacados, cubiertos por el pergamino de una piel violácea que empezaba a rasgarse.

Grifo ya no trató de detenerle. Sin perderle de vista, se sentó en el borde de una de las camas de la enfermería, y se quedó allí, como un testigo de escayola, pálido y serio, inmóvil, mirando a Yumbo, lo que iba quedando de Yumbo, un campeón perdido para siempre, un hombre definitivamente roto.

Le miraba con unos ojos tristes, preocupados, compasivos, resignados y serenos.