Nació en Asunción (Paraguay) en 1962 y es Primer Secretario para Asuntos Políticos de la Embajada de su país en España. Su curriculum académico incluye la Ingeniería, los Estudios Internacionales y la Comunicación. Ocupó cargos de responsabilidad política en instituciones y movimientos democráticos paraguayos y fue editor de revistas universitarias. Fue finalista del vigésimo tercer "Antonio Machado".
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Me fusilaron en Campo Grande un 20 de octubre a
la hora señalada para los maitines. Hicieron siete
descargas con fusiles punto treinta y cinco tiros de
gracia con la reglamentaria. El capellán me negó la
extremaunción y el Teniente Primero, Artemio
Alderete, a cargo del pelotón, se negó al rito de la
venda negra, así como a la gentileza de mi última
voluntad. Los cobardes aborrecen la curiosidad y
éste prefería la oscuridad de la sospecha antes que
la vergüenza de saber que el amor lo deshonraba.
El entierro fue aún más inclemente. Me desnudaron de
la peor forma en que se desnuda a un hombre:
mutilándome el brazo que con más amor abraza, y así,
ensañados y ya descorazonados por tan desalmada
muerte, me arrojaron a una fosa común reservada a
traidores y desertores. En una tenebrosa tabla
plantada a pie de tumba, en un remedo de lápida, se
limitaron apenas a trazar una temblorosa raya.
Sumaban así, en una aritmética cavernícola, el total
de indeseables que yacían, con un solidario abrazo
de muertos, en el camino seguro al infierno.
El origen de este horrendo deceso, quizá pueda
encontrarse en un infausto encadenamiento de hechos,
que no puedo sino atribuirlo a la incomprensión y el
resentimiento. Hacía tres años que me habían
nombrado visitador médico de la quinta región
sanitaria de la República, en el Alto Paraguay,
exactamente el mismo día en que en el Hospital de
Pilar unos rencorosos compañeros de enfermería,
movilizados por unos vergonzantes celos, iban a
difundir unas fotografías, obtenidas arteramente, en
las que me sorprendían en la sala 2 de maternidad en
plenas conjunciones amatorias con la Señora Esther
Maidana de Coronel, la reciente y morena esposa del
Doctor Anastasio Coronel, el patilludo director del
Hospital.
Quiso la providencia que hubiera un día siguiente.
Justo en el que me embarqué en un tren desvencijado
que me llevó a Puerto Casado para asumir mis nuevas
funciones. Allí me alojé en una pensión
descascarada, aunque bastante concurrida por ser la
única en tan remoto y tórrido paraje. Las
habitaciones servían apenas para guardar los pocos
equipajes de los peregrinos, ya que la permanente
canícula obligaba todas las noches a esparcir en el
patio de una tierra taninera, los veintipico de
catres en un desordenado dominó que intentaba
ganarle la partida al bochorno. Los grillos
competían con los trémolos nasales en un concierto
destinado al desastre, que se iniciaba a la hora
bruja en que en Casado el generador se llamaba a
silencio y se apagaban las luces.
A la segunda noche ya había hecho yo una concienzuda
relación de las amables señoras con quienes
compartíamos el firmamento lácteo, que se filtraba
bajo los frondosos mangos. Allí abajo se hacía la
Navidad todas las noches. Así que, sin pensarlo dos
veces, me deslicé hasta el camastro de una larga y
delicada mujer de pelos lacios. Su sorpresa y
estupor la paralizaron durante unos imperecederos
instantes, como si le hubiera inoculado una ponzoña,
los suficientes para que yo infiltrara mis
filigranas en los parajes más vulnerables,
aprovechándome de la breve frontera que anida entre
el miedo y el placer. Y así, noche tras noche,
aprovechando el nulo rechinar de la lona, ahogando
gozos y gemidos con forzadas toses y ronquidos, o
simulando algún que otro cabureí , fui tejiendo una
telaraña de amor en una hermosa y apasionada tómbola
de catres. Sabía, sin embargo, que repetir es una
errónea forma de morir. Por eso tenía mucho cuidado
en no reincidir en las incursiones, aunque fueran
muy dignas de ello, ya que estaba convencido de que
tan portentoso e inopinado invento se desmadraría en
cuanto se creara el menor vínculo. Una mujer que se
conoce dos veces no es la misma mujer: la primera te
ama, la segunda te captura. Además, conozco
demasiado bien el apego al placer como para
despreciarlo.
Este peregrinaje tuvo desde luego algún error de
cálculo que me ocasionó más de un trastorno, como
cuando intentando alcanzar en la oscuridad a una
exuberante y frondosa alemana recalé en los brazos
de un ingeniero que intentó retenerme. Un tal
Gustavo González Gonzaga, experto en canales y
puertos, según supe después. El estrépito de mi
huida casi desvela el secreto de las mil y una
noches. En un alarde de reflejos, grité: ¡fuera
yaguá , carajo!, anticipándome en la respuesta a las
sombras chinescas que levantaron sus cabezas
sobresaltadas por el escándalo. El yerro me obligó
esa noche a dormir en mi propio lecho y bastante
antes de lo acostumbrado.
Confiaba plenamente en que al tratarse de visitas no
repelidas y por tanto inconfesables, jamás
trascendería de esa umbría isla de mangos, en la que
todas las noches se producía ese prodigioso y
siempre distinto asalto a castillos. El beneficio
que avergüenza siempre es silencioso, y yo, siempre
que puedo, cuento con ello.
Sin embargo, un jueves todo cambió. Empezó a
llamarme la atención, al regresar de las consultas
del Puesto de Salud, el desusado trasiego y
movilización de catres nuevos en un ya escaso patio.
Lo cual había obligado a una alineación de lechos a
la manera de barraca militar. Me alertó además
descubrir como huéspedes a ciertas damas que vivían
en Puerto Casado desde siempre. Sospeché que me
habían organizado un peligroso tablero de las
delicias. Cuando esa misma noche la mujer del
hospedero me obligó a ubicar mi tálamo en el centro
geográfico de esa geométrica organización, ya sabía
yo que todas las que habían acudido, lo hacían con
la misma disposición con la que se dedicaban a la
lotería los domingos. No cabía duda: acababa de
revelarse la piedra filosofal a la que yo debía el
insomnio de Príapo. Y ya hace bastante tiempo que la
indiscreción y yo somos encarnizados enemigos.
Sé por experiencia que los juegos mantienen su
virtud mientras uno controla sus reglas. En cuanto
se cede ese timón, la partida estará perdida en unas
jugadas más. Sabía que de ahí a que sus hombres se
enteraran, no pasarían más de unos días.
Debía marcharme cuanto antes, sobre todo cuando noté
que algunos solteros, aprovechándose de la confusa
situación, se dedicaban como aves de rapiña a
conformar a aquellas que los aceptaban como despojos
de mi lotería mayor. Lo cual les parecía a ellas más
divertido y aprovechado.
Ya en Asunción me enteré que el mismo sábado en que
sigilosamente me marché de Puerto Casado, los
ofuscados maridos, armados de contundentes garrotes,
me habían preparado una celada. A las doce de la
noche esperaron apostados en la alambrada que da al
patio de la pensión a que los generadores
reactivaran las luces como si fuera año nuevo en
pleno septiembre. Se abrió el cielo y se encontraron
una auténtica Babilonia de casadas y solteros, y
hasta el absurdo de matrimonios que yacían en lechos
distintos. El escándalo fue de proporciones
incontrolables. Tuvo que intervenir el Delegado de
Gobierno con el apoyo de unidades policiales de
comisarías vecinas para controlar el clima de guerra
civil que se instaló en el apacible Puerto del río
Paraguay. Buscaron desde luego en mí al Cristo a
quien culpar de esa calamidad y perdonar a los
nativos barrabás de la virtud estropeada.
Debí cambiar nuevamente de identidad y profesión.
Adopté el sonoro y mnemotécnico nombre de Agustín
Aguilar Aguilera, que tan horrendamente sería
tratado, y me convertí en Secretario Ejecutivo. Fue
al menos lo que le dije en un vacío vagón de tren,
de regreso a Asunción, a una señora copetuda que
olía a violetas, a quien hube de descalabrar con
amor a pesar de que me doblaba en tamaño. El revisor
se asomó al vagón tres veces durante el interminable
trayecto y las tres nos encontró como a ranas de
agua tendidas en el inhóspito suelo de madera.
Respetó siempre nuestra intimidad, ya que sabía que
la señora Adriana Morales de Moral, la blanca
ballena sobre la cual yacía y que como a un Jonás me
había devorado hasta el exterminio, pertenecía al
exquisito e influyente círculo presidencial. Fue
ella y mi incansable prestidigitación amatoria, las
que me permitieron ejercer mi nueva profesión en el
cenáculo del poder.
Empecé una nueva vida en el Despacho de la Primera
Dama. Me ocupaba de sus entrevistas con la prensa,
de sus viajes oficiales y de los hermosos actos de
caridad a los que tan píamente era propensa Selene,
la hermosísima esposa del Presidente. Era muy
consciente de que el verdadero gozo nace de la
privación, por lo que desde un principio supe de los
riesgos que corría, sobre todo si se desvelaba mi
verdadera identidad. Aun así, el vértigo que me
ocasionaba poder enfrentarme al precipicio de sus
abrazos sin necesidad de derrotarla, me producía un
éxtasis propio de un novicio que está aprendiendo a
dominar sus votos. Comprobaba a diario, cómo
cualquier sentimiento contenido goza de la virtud de
que su perpetración puede ser desgarradamente más
anhelada. Sin duda, el difícil oficio de la
privación está sólo reservado para quienes aspiran
al privilegio de observarlo estrictamente o
transgredirlo abiertamente.
Una desapacible noche de tormenta y frío ventarrón
de octubre, la Primera Dama y yo debíamos aguardar
en un tenue comedor presidencial al Nuncio papal,
recién llegado, y al Presidente para una cena íntima
de ellos tres. El Presidente había decidido presumir
antes de la excelente pinacoteca que existía en el
Palacio de López , por lo que se ocupó personalmente
de hacer de cicerone del prelado. Permanecíamos de
pie y en absoluto silencio, frente a una crepitante
y amplia chimenea inglesa, mirando fijamente a las
señoriales y altas hojas de la puerta por la que
debían ingresar los augustos personajes, mientras
que por las ventanas se adivinaba la noche de lobos
que había descendido sobre Asunción. El viento se
paró de golpe e inexplicablemente unas tinieblas
blancas avanzaron desde la bahía como un fantasma
que cegó la ciudad y le dio el color ingrávido de
los ensueños.
El silencio me hizo levitar. Por unos instantes mi
mente se dejó ir y decidí hacerme la pregunta de
todas las preguntas. Y me interrogué si esta vida
era lo suficientemente larga como para obtener todas
las respuestas que necesitamos para poder morir en
paz. Imaginé, como un Siddharta, cuántas vidas
serían necesarias para obtenerlas. Enseguida me di
cuenta de que lo esencial no era extender la vida o
suceder una tras otra, ya que nunca sería
suficiente, y que la clave para estar en paz con uno
mismo era no guardarse preguntas. Los enigmas no
resueltos son los que producen la desdicha, por lo
que a cada interrogante había que obtener respuesta
inmediata.
Así lo hice. Rocé breve y sutilmente el inmaculado
brazo que yacía quedamente al lado del mío.
Instintivamente intercambiamos una sorprendida y
avergonzada sonrisa. Estaba buscando una respuesta a
una pregunta que me hacía insistentemente. Decidí
suicidarme depositando un beso casi de mariposa en
el lóbulo que olía a margaritas francesas. La
primera revelación vino en forma de un leve balanceo
de cuello y aletear de párpados. Rasgué su cuello y
espalda con el escalpelo de mi índice y su felina
columna se arqueó, siseó y doblegó en espasmos. El
dique de sus deseos se derrumbó en mil pedazos y yo
sólo tuve que recoger a manos llenas unas frutas
maduras que me devolvían todas las respuestas que
andaba buscando.
Se declaró el Apocalipsis en el mundo entero. Sólo
existíamos ella y yo en el incendio de las almas.
Sabíamos que sólo teníamos unos instantes para
asesinar al diablo que nos amargaba la vida. El
reloj nos marcaba segundos que hacíamos durar horas.
Desparramamos el comedor presidencial sabiendo que
era la Última Cena, clavé el puñal de la locura y
nos entregamos a la deriva de un ardor mil veces
postergado y por eso mil veces más gozado.
Las puertas de la sorpresa se abrieron de par en par
y el Presidente y su sacrosanto invitado nos
encontraron como a un Noé embriagado, enredados como
un monumento a la libertad, regando el mantel con
los néctares a los que acostumbran las sábanas. El
susto nos convirtió en dos pajaritos de papel
esperando el zarpazo del yaguareté .
La operación de búsqueda y captura se inició en
cuanto abandoné precipitadamente el Palacio, al
amparo de la neblina de Cárpatos que cerraba a cal y
canto la noche, y en medio de un descomunal tumulto,
ya que los Acá Carayá confusos, a la convenida voz
de: ¡Guardias, a mí! del Presidente, aprehendieron
por error al Nuncio de Su Santidad, a quien creyeron
culpable de la exagerada cólera del primer
mandatario.
Localizaron, ya al día siguiente, a Agustín Aguilar
Aguilera en el Hospital de Pilar, donde lo apresaron
con una ferocidad espantosa. El mismo sitio de donde
yo había robado a este enfermero enemigo, muy
aficionado a las fotografías indiscretas, ese
extraño y eufónico nombre, sin saber la excesiva
penuria que le ocasionaría. La ira presidencial era
tan desmesurada, que ninguno se ocupó
afortunadamente de realizar comprobaciones de
identidad. El apremio presidencial no estaba para
detenerse en esos detalles. Nadie creyó al enfermero
que tuvo el desmesurado infortunio de convertirse en
el impostor de mi muerte.
Fue a través de una preciosa dama pelirroja,
Encarnación Vázquez de Alderete, esposa del Teniente
Primero del pelotón de fusilamiento, y con quien
desde antaño hacía la excepción de repetir,
ascendiendo de siesta en siesta al edén de Epicuro,
como supe los truculentos y espeluznantes detalles
de mi ejecución y entierro en Campo Grande.
Ahora me hago llamar Gustavo González Gonzaga, soy
ingeniero, experto en canales y puertos, y he
decidido mostrar cierta afectación que adivino me
resultará propicia. Trabajo en un canal que unirá
dos enormes océanos. Aquí todos hablan en inglés y
han anunciado que mañana llega a visitar las obras
la rubia e inaccesible esposa del senador
Livingstone. Me han dicho que la inabordable señora
huele a las moras de Tennessee y es la causa y
homenaje del sueño inquieto de los trabajadores del
canal. Mi delicado y fino comportamiento ha servido
para que me confiaran dar las explicaciones técnicas
de esta ciclópea obra del ingenio humano.
Después de todo, las cerraduras son las que cierran,
pero son también las que abren. Las fortalezas no lo
son mientras tengan puertas. Por cierto, ¿a qué
sabrán las moras de Tennessee? Es curioso, pero
apenas llevo unos meses aquí y ya ando buscando
nuevas respuestas que me permitan algún día morirme
en paz.