Nacido en Córdoba (Argentina) y residente en Madrid desde 1980, Norberto Luis Romero es autor de numerosos libros de relatos y novelas, entre ellos "La noche del zepelín", "Signos de descomposición" y "El momento del Unicornio" -las últimas publicadas-, y ha obtenido premios como el Noega, Tiflos, Ciudad de Huelva o Hucha de Plata. Fue finalista del Premio de Narraciones Breves "Antonio Machado" en las ediciones XIX, XX y XXII.
***
Pura. Purísima Concepción, como la virgen. Su tía
se desplaza por la pieza sin hacer apenas ruido,
camina descalza en la oscuridad con paso seguro
rozando apenas la madera del suelo, llevando entre
sus manos el espiral humeante recién encendido. "En
Buenos Aires no se puede vivir con tanto mosquito, y
los espirales ya no les hacen nada. Tengo las
piernas y los brazos llenos de ronchas". La oye
murmurar mientras que lo deja en el suelo junto a la
cama, en un platito para que las cenizas no caigan
al suelo.
"Por cuatro días locos
que vamos a vivir,
vivamos sin mosquitos
con espiral Fuyí..."
Canta el "jingle", entre episodios de la radionovela
de Tarzán, que escucha cada tarde sentado en el
vestíbulo junto a la radio, con una oreja pegada al
altoparlante, bajito el volumen, mientras sus tías
duermen la siesta, y se pregunta si en la selva
habrá mosquitos, como en Buenos Aires.
Desde su cama ve un puntito rojo: el ascua del
espiral; y de inmediato percibe el olor penetrante a
hierbas quemadas, que llega a ráfagas y lo sofoca,
hasta que se acostumbra a él. Palosanto y piretro.
Pura lo besa y le da las buenas noches, se aleja
hacia su dormitorio, que está pegado al suyo, y
antes de dormirse la oye charlar con Isabel, su otra
tía. Las luces de los faroles de la calle penetran
débiles en el cuarto a través de las persianas
venecianas: franjas horizontales de luz que yacen
quietas sobre el suelo de madera, apenas dibujadas.
Zumba un mosquito junto a su oreja y se cubre con la
sábana; pero no tarda en sentir el calor, el calor
húmedo de Buenos Aires donde viene a pasar los
veranos, y se destapa confiado en que el espiral
haga efecto y lo ahuyente.
A menudo también zumba la sirena de los bomberos de
acá a la vuelta y se despierta en mitad de la
madrugada; sabe la hora por el reloj de péndulo del
vestíbulo: cuenta las campanadas lejanas que se
superponen a la sirena. Los incendios se producen
sin previo aviso, y no le gustaría ser bombero y
tener la obligación de levantarse a cualquier hora
de la noche. Nunca presenció un incendio. A los
bomberos los vio pasar fugazmente frente a la casa
alguna que otra vez, con su camioneta roja, haciendo
sonar la sirena aguda para que los demás coches le
cedieran el paso, mientras él jugaba en el jardín y
juntaba caracoles, de esos que se entierran debajo
de las calas y al pie de la Santa Rita; y corriendo
se apostó en la puerta cancel, trepando por las
rejas se subió a la tapia, y desde allí les arrojó
puñados de caracoles y también les aplaudió, porque
los bomberos son buenos y rescatan a la gente de las
llamas, siempre llegan a tiempo, y evitan que el
fuego destruya todo y se propague. Cuando la sirena
lo despierta, ya no puede volver a dormirse, y se
entretiene mirando el puntito rojo en el suelo que
se refleja en la madera encerada. Ahora no hay
mosquitos, pero cuando el espiral se consuma y el
fuerte olor a palosanto y piretro se haya
desvanecido, penetrarán por los resquicios de
puertas y ventanas, y volverán a zumbarle en las
orejas en busca de su piel vulnerable y de su sangre
roja y dulce.
Purita, ¿cuándo se mudan usted y su hermana para
Córdoba? -pregunta la paciente curiosa, gorda y
diabética.
-Cuando nos jubilemos, si Dios quiere, dentro de
unos meses. Para el otoño que viene.
-¿Y el chalecito, cómo va?
-Despacio, lo vamos haciendo de a poco; pero me
escribió mi cuñado, Alberto, y me dijo que va muy
bien, que pronto comenzarán el techo.
-¿Y no va a extrañar Buenos Aires?
-No. Nos gustan mucho las sierras y allí tenemos a
Alberto, y a los sobrinos. Es una ilusión mudarnos y
disfrutar de las sierras y de los chicos, aunque
algunos anden muy mal en aritméticas-. Y lo mira y
le sonríe, le guiña un ojo, mientras aplasta el
algodón empapado en alcohol en el brazo pinchado
como de picadura de mosquito.
"Por cuatro días locos que vamos a vivir, vivamos
sin mosquitos con espiral Fuyí..."
Muy arriba, pegados a los rincones del techo, donde
casi no llegan los efluvios del humo, como puntos
oscuros apenas perceptibles, están los mosquitos con
su trompa afilada dispuesta, aguardando a que el
espiral se acabe para lanzarse en picado en busca de
sangre. Tan frágiles con su aspecto inofensivo, pero
dolorosos.
Lentamente, y en la quietud de la madrugada húmeda,
el espiral se va quemando siguiendo el implacable
círculo concéntrico, hasta morir apagado: apenas un
cogollo verde oscuro ensartado en el ángulo de lata
que lo sostiene. Se queda mucho rato mirando el
ascua girar imperceptiblemente, como las agujas del
reloj, reflejándose, simétrica, en el espejo de
madera encerada. Y a la mañana siguiente, se levanta
y repara en el espiral consumido, en las cenizas que
dibujan en el plato la forma original intacta;
quiere tocarlas y se le deshacen entre los dedos.
Corre con el platito en una mano, llega a la cocina
donde le espera el desayuno, arranca del soporte de
lata el final del espiral no consumido, y lo arroja
junto con las cenizas a la basura.
En el bochorno de la siesta aparece Tarzán dando
alaridos como de sirena de bomberos, anunciando su
rauda llegada colgado en una liana, trepando por los
troncos retorcidos de inmensos árboles, gigantescos.
Atraviesa ríos infectados de cocodrilos voraces y
llega justo a tiempo para rescatar a los buenos,
igual que los bomberos, mientras la onda del dial se
pierde entre pitidos agudos e hirientes, como
zumbido de mosquito, se debilita y se hace
inaudible. Vuelve a ajustar el receptor y resurge
triunfante la voz de la selva:" Tarzán ser bueno,
Chita ser buena". El vestíbulo está invadido por una
claridad filtrada por los cristales amarillos y
verdes de la ventana que da al jardín. Entre el
sopor aparece Pura, bostezando y mesándose el
cabello. Con una mano se protege los ojos de la luz.
Lo mira y le sonríe. Le pregunta que cómo va hoy la
novela.
-Tarzán está prisionero en una trampa que le
tendieron los indios malos- le dice. Y ella lo
abraza y le pellizca una mejilla hasta hacerle daño.
-Hoy salvó a una chica de los leones, los ahuyentó
con un grito.
-¿Ah sí? ¿Y qué más?
-Después les habló en el idioma de ellos, porque
Tarzán habla con los animales, ¿sabés?, y los
convenció para que se fueran y la dejaran en paz.
-¿Estudiaste las tablas?
Y suena el timbre de la puerta. -Ya están aquí -dice
Pura-. Esa debe de ser doña Rosario, que viene a
ponerse la insulina-. Y abre la puerta. En el
rectángulo insolado del vano se calcina la silueta
de una señora gorda. Saluda y se sienta a esperar a
que Pura ponga a desinfectar la jeringa y las
agujas. Apenas si cabe en la butaca. Se queja del
calor y de la humedad, resopla y comenta, curiosa:
-Ya les queda menos para la mudanza, ¿verdad?
-Un mes y medio. Si Dios quiere para abril...
-Lo que siento es que voy a tener que buscarme otras
enfermeras que me pinchen.
"Ojalá que la gorda reviente", piensa él. Muchas
veces llega antes de su hora y le interrumpe la
novela con su charla. Y en ese mismo instante
comienza el ronquido de la sirena de los bomberos de
acá a la vuelta, y corre al jardín para verlos pasar
y aplaudirles.
Agoniza el verano en Buenos Aires, entre humedades y
mosquitos sanguinarios, entre las cenizas de los
espirales consumidos y radionovelas interrumpidas:
"Tarzán, rey de los monos". Y vuelve a las sierras,
junto a su padre y hermanos, cargado de regalos, y
con los últimos besos que le dieron las tías todavía
frescos en las mejillas.
"Querida cuñada:
Si todo sale bien y no llueve, en esta semana van a
hacer la losa del techo y después pondrán las tejas.
Aquí les mando una foto de cómo está quedando..."
Pura, Purísima Concepción se jubila y se viene con
su hermana Isabel a vivir a las sierras, a disfrutar
de tantos años de trabajo: de tantas inyecciones y
primeros auxilios. Se vienen cerca de su cuñado, de
sus sobrinos queridos. Vienen a descansar de tanto
culo pinchado, de ver tantas enfermedades y
pacientes aguardando en el vestíbulo con el
antebrazo arremangado: ya está, ¿le dolió?. Ha visto
que no fue nada, un simple pinchacito, como un
mosquito.
Vienen a respirar aire puro y a dormir sin mosquitos
ni sirenas de bomberos, sin timbres a horas
intempestivas: Pura, por favor, que mi padre está
indispuesto, creo que es el corazón... Ya voy. Y a
preparar las jeringas, el algodón, el alcohol fino,
y a salir corriendo para allá. Ahora, Isabel y yo
vamos a disfrutar de la jubilación; vamos a vivir en
la casita que nos estamos haciendo al lado de ellos,
de mi cuñado y mis sobrinos, que bien merecido lo
tenemos...
Y ese día tan esperado van todos a la estación. A
las once llega el tren directo de Buenos Aires, y a
las once y veinte otro. Siempre traen retraso.
Ansiosos, miran hacia la entrada de Santa María,
hacia la curva por donde aparecerá el convoy. Llega
bufando vapores, bajan algunos pasajeros, la mayoría
jubilados, parejas de ancianos desteñidos por la
humedad de Buenos Aires, que vienen al sol y al aire
puro de las sierras, huyendo de los mosquitos de la
capital; pero las tías no descienden. Otra vez a
esperar si en el siguiente... ¡Quedate quieto, nene!
No puede dejar de saltar y reír, de cruzar los
raíles por la hilera de durmientes para mirar desde
el lado opuesto, desde donde se percibe mejor la
curva. Blanco y azul, como la bandera, aparece el
tren de las once y veinte con media hora de atraso.
Cruza corriendo las vías, gritando: ¡Ya vienen,
vienen las tías! Y no puede dejar de reír y saltar:
¡Pura, Purita!
La ve de pie en el pasillo, mirando por la
ventanilla hacia afuera, buscándolos con ansiedad
entre los que aguardan, saludando con una mano
abierta.
-¡Tía Pura! ¡Tía Pura!- grita emocionado, y las
lágrimas asoman a sus ojos, y quisiera subir al
vagón y abrazarla sin esperar a que desciendan; pero
su padre lo retiene de una mano. Ellas bajan, él se
suelta, corre, la abraza. Ella lo levanta en vilo y
pega su cara a la de él.
-Tía Pura, ¿qué me trajiste?
-Juguetes. Algunos juguetes... ¿Qué tal el colegio?
-Bien.
-¿Y en aritmética?
-Bueno...
Su padre y su hermano cargan con las valijas, las
tías no paran de hablar con ellos. Él va corriendo
delante para ser el primero y abrirles la puerta de
calle. La risa afónica de Pura parece surgir de acá
a la vuelta, como una minúscula sirena de bomberos
buenos; ríe y comenta su alegría por estar por fin
entre los suyos, en las sierras, sin mosquitos ni
pacientes interrumpiendo la siesta. Mañana llegará
el camión de la mudanza.
Y de las grandes valijas surgen, como milagros,
aviones a cuerda, ladrillos de goma pequeñísimos
para construir casitas, una sartén que no pega las
comidas, un pelapapas muy moderno y funcional, y un
pulover para vos, Alberto, que tuviste que vigilar
la obra, y estar lidiando con los albañiles. Y hay
que ver lo hermosa que quedó la casita.
Aquí, en Santa María no hay mosquitos, pueden dormir
tranquilas, con las ventanas abiertas de par en par.
Lo que sí hay son hormigas. ¡Qué suerte poder
descansar de tanto pinchar culos, y de tener que
salir a cualquier hora de la madrugada a asistir a
enfermos, y de la sirena de los bomberos, que te
sobresalta en mitad de la noche!
"Por cuatro días locos que vamos a vivir, vivamos
sin mosquitos con espiral Fuyí..."
Aquí vamos a poner las camas. En esta pared va a
quedar muy bien el cuadro de los abuelos de
Asturias. Vamos a sembrar tomates, lechugas y
zanahorias en una quintita; prímulas, pensamientos y
culos de vieja en el jardín. Aquí el armario blanco,
y la mesa a este lado. El cuadro éste, el del
paisaje nevado, en aquella pared que queda muy
vacía.
Él, revoloteando como un moscardón por toda la casa,
más pesado que un mosquito zumbón, sin despegarse de
sus tías. Pura, bordando junto a la ventana que da
al jardín, Isabel en la quinta, o poniendo estantes
en el cuartito del fondo, o regando el césped, aquí,
en Santa María, en este chalecito que no es muy
grande, pero que a nosotras nos basta y sobra. Y los
domingos comen todos juntos en su casa o en la de
ellas, y él se sienta junto a su tía Pura que es tan
rubia y tan parecida a su madre...
Una puerta cancel comunica ambas casas por los
fondos y él continuamente está con ellas, metiendo
las narices en todo, abriendo los armarios y
pidiendo que le hagan regalos. Pura le cose
pantalones y le teje pulóveres para el invierno,
porque la ropa está tan cara que no se puede
comprar.
Algunas tardes sale el sol y son cálidas, es
entonces cuando van a dar un paseo por el pueblo, y
él las guía y les va mostrando todo: la estatua de
Belgrano en la plaza, las casas de los vecinos, y
las pone al corriente de cuanto ocurre en Santa
María. Junta caracoles blancos, con el bicho muerto,
reseco, dentro, y se los va dando a Pura para que se
los guarde en los amplios bolsillos de su falda.
-Te voy a hacer un joyero.
-Nosotras no tenemos joyas- y ríe.
-Para los hilos- dice. -Te voy a hacer un costurero
de madera decorado con caracoles blancos, de los
redondos y de los puntiagudos.
Y transcurre el invierno entre sabañones que le
impiden agarrar bien el lápiz para hacer los
deberes, sentado junto a la ventana, a la verita de
la tía Pura que cose y estrecha pantalones, y
transforma una falda vieja en otra nueva, y le toma
las tablas de multiplicar:
-¿Seis por seis?
-Treinta y seis.
Mientras, Isabel poda los cercos de ligustrinas y
pone veneno para las hormigas, que se lo comen todo.
Porque aquí no habrá mosquitos, pero hormigas...
millones, che.
A Pura, una mañana le duele una cadera, la
izquierda, y renquea de esa pierna. Su padre asegura
que eso no le parece nada bueno, y le comenta:
seguro que es artritis, o una de esas cosas de puro
vieja que te estás haciendo. Y ella ríe, como
siempre, con su risa afónica que tanto le gusta y lo
contagia.
Pura, Purísima Concepción, se entretiene bordando
detrás del cristal de una ventana. Apenas si sale de
su chalecito sin olor a jeringas hirviendo, sin
sobresaltos de timbres ni sirenas de bomberos, sin
necesidad de poner espirales porque en las sierras
no hay mosquitos, porque me duele tanto esta cadera
que no voy a tener más remedio que ir al médico.
Pura le hace regalos porque es el más chico; y
mientras tanto, él va poniendo pega-pega en la base
de los caracoles blancos y pegándolos a la tapa de
la caja.
-Cuando viajemos a Buenos Aires, te voy a traer un
coche que vi una vez en una vidriera, y que tiene
luces y todo.
-¿Para qué van a ir a Buenos Aires?
-Para hacer unos trámites que tenemos pendientes, de
la jubilación...
- contesta Isabel, seca.
Y se van otra vez al calor de Buenos Aires. Seguro
que nos están esperando los mosquitos dispuestos a
chuparnos la sangre.
A las siete de la tarde, cuando ya está oscuro, van
todos a despedirlas a la estación. Lo ve alejarse
por la curva, gusano celeste y blanco como la
bandera de la patria. Y regresan a casa subiendo la
cuesta. El padre y los hermanos mayores apenas
cambian palabras, de vez en cuando el padre hace un
gesto negativo con la cabeza.
-¿Por qué se fueron a Buenos Aires las tías?
-Vos andá a jugar con tus amigos.
-¿Puedo ir a la canchita?
-Sí, pero quiero que estés de vuelta a la hora de la
cena... ¿ya sabés la tabla del seis?
-Sí.
Y se va a jugar a la pelota con los chicos, y
también a juntar caracoles blancos cerca de los
faroles de la plaza, porque no le alcanzan los que
tiene para terminar el costurero.
Su padre lee en silencio una carta de Isabel.
-¿Cuándo vuelve tía Pura?
-No sabemos, nene.
-¿Me va a traer el cochecito que me dijo, ése con
luces...?
-Sí...
Y espera sentado en el banco que hay debajo del
duraznero, pegando caracoles en la caja de madera,
formando guardas y flores, para los hilos y las
agujas de Pura, mientras recita de memoria la tabla
del seis.
Llegan más cartas. Seguro que volverán juntas,
cuando hayan terminado los trámites esos. Y Pura
llegará toda ella música y risas, cargada de
juguetes y regalos, con el coche que vio en una
vidriera. Vendrá a bordar frente a la ventana y a
tejerle pulóveres mientras le toma la tabla del
seis. El domingo no faltará al almuerzo, y él se
sentará a su lado y le entregará el costurero de
caracoles blancos puntiagudos y redondos terminado.
Pero llega un telegrama, que su padre y hermanos no
le quieren mostrar. Y su hermana Nelly se cubre la
cara con las manos.
-Me voy a Buenos Aires- dice su padre.
-¿Por qué?
-... salgo esta misma noche en el tren de las once.
Y salgo corriendo al jardín porque oigo a mis amigos
que me llaman para jugar a la pelota.
"Por cuatro días locos que vamos a vivir..."
El coche tendrá luces y el motor hará ruido como los
de verdad. Jugará mientras Pura cose y teje. Mirará
los rincones del techo por la noche para ver si hay
mosquitos, y si los descubre, encenderá un espiral
Fuyí para matarlos.
Entre suspiros escucha las conversaciones de sus
hermanos, cuchicheando en la tarde, sentados a la
mesa, sin reír, conteniendo lágrimas. A la mañana
siguiente bajan al pueblo a esperar el tren. Lleva
el costurero que hizo con sus propias manos envuelto
con papel de regalo y una cinta roja anudada en un
moño. Hace frío esta mañana y está un poco nublado.
Tiene las manos ateridas. El tren se detiene,
resopla, muge. Y ve en el pasillo del vagón a su
padre y a Isabel, pero nadie saluda con las manos en
alto, ni sonríen. Descienden tan serios...
-¿Y tía Purita?
Se miran entre ellos, como se miran siempre los
mayores, y el padre le acaricia la cabeza.
Callado, contempla el paquete con el costurero de
caracoles blancos puntiagudos y redondos e imagina
la siesta en Buenos Aires: Pura en aquella casa
inundada de tornasoles, que se desliza en la
penumbra llevando un espiral Fuyí encendido; Pura
que borda ante la ventana y escucha la radionovela
de Tarzán, rey de la selva, entre tanto los
mosquitos asesinos atraviesan la siesta y lo
observan todo desde lo alto.
Y canturrea por lo bajo, como en una oración:
Seis por uno, seis.
Seis por dos, doce.
Seis por tres....