Nacida en A Coruña en 1970, estudió Filología Hispánica en la Universidad de Santiago de Compostela. Desde 1995 vive en Francia donde ha realizado cursos de doctorado, prepara su tesis en la Universidad de Borgoña y recibe una beca de investigación del Ministerio de Cultura Francés. En 1996 se publicó su primera novela, "Anatol y dos más".
***
La tarde se abre como una ratonera en el corazón
de París. El cielo está abovedado y los taxistas
enloquecen de spleen. Largas colas como culebras
húmedas atascan las salidas de la ciudad. En París
las tardes parecen noches pero son mucho más tristes
que las noches. Y es que en las noches de París hay
lentejuelas y abren todos los drugstores.
Siempre en París es otoño y el metro ruge y llueve
siempre como en los sueños. Un albatros gigantesco
sobrevuela la tarde y se golpea dolorosamente contra
el techo de cemento. En estas horas terribles parece
que miles de crímenes se cometen impunemente porque
nadie mira y a nadie le importa. Todos gruñen y se
lamentan de su suerte o canturrean un aire sucio y
sentimental que en el fondo es lo mismo. El fin de
semana agita sus faldas tras la bruma y los chavales
cargados de cuadernos, de regaliz y palabrotas
atraviesan los semáforos en rojo pensando en tetas y
en confeti. El fin de semana huele a tubo de escape,
a celofán crujiente, a carbonilla.
Y la Gare de Austerlitz, paralela a la Gare de Lyon
frente al Jardín Botánico se alza junto al Sena como
un gigantesco navío fantasma a la deriva. Su
estructura metálica lo emparienta con esos enormes
hangares donde antaño se ejecutaba a los inocentes,
donde dicen que se forjó la industria. El viajero
atraviesa el navío fantasma sin mirar atrás.
El viajero tiene frío y está solo. Teme como por
encantamiento transformarse en parte de la ciudad
que grita a sus espaldas y que lo repugna y lo
fascina como una planta carnívora. Teme quedarse
atado al café tabac de cortinillas escarlatas que
huele a Ricard y a tabaco negro. El viajero se
siente frágil y duro al mismo tiempo. Tiene
pensamientos funestos y dulces a ratos como una
fruta amarga en su carcasa de licor. El viajero se
sienta tímidamente como pidiendo permiso a la
esquina llena de orines, a la intemperie, frente al
panel gigantesco donde se anuncian los horarios y
los andenes. La lluvia atraviesa suavemente el aire
de la noche y cae como un efecto especial sobre las
cabezas de los mendigos, los ajetreados, los
excursionistas, los timadores, los polis vestidos de
calle, los extranjeros.
El viajero tampoco es de aquí o eso revela su acento
gomoso, incómodo. Se desenvuelve con torpeza. Camina
sin avanzar como sobre arenas movedizas. Se sienta
pesadamente como en un duelo irremediable. A su
derecha una señora sexagenaria y nostálgica con una
pañoleta de plástico transparente cuenta con avidez
las monedas amarillas, céntimos, en la palma de la
mano. A su izquierda una madre árabe y gorda lucha
con dos chavalillos consternados, de nombre Aicha o
Mohamed, de moco colgando y nervioso ir y venir.
El viajero atraviesa el buque aciago sin comprender,
ni retener, ni asimilar. Apenas puede ver lo que
mira. Su cabeza está envuelta en una funda de
almohada invisible que atenúa las sensaciones
circundantes. Él se sabe poco llamativo. Pertenece a
esa franja de edad indefinida de eternos opositores
o ratas de laboratorio, escritorcillos de tres al
cuarto, becarios eméritos. Ya no es joven aunque aún
parece seguir siéndolo porque no tiene ni casa, ni
nombre, ni familia porque no tiene pasado y el
futuro no llega nunca. El viajero no posee nada más
que unos cuantos enseres adquiridos en las rebajas
de algún hipermercado: una pequeña nevera en un
cuarto de huéspedes, algunos libros de ocasión, una
vencida cama turca, un par de botellas de vino malo
en el alféizar de la ventana. Por eso tiene siempre
aspecto de tránsito, de estar de paso, excepto
cuando viaja: el tren le pone la mirada grávida,
preocupada, dolorosa. Parece no saber qué hacer con
sus manos que palpan crispadas la bolsa de deporte
con la ropa y tres libros y la bolsa de plástico
donde lleva los zapatos.
Los altavoces anuncian la llegada de un tren de
cercanías y la riada de seres anónimos arrastra
consigo una tonelada de maletas de cartón, de sacos
mohosos atados con cuerdas, de polvo de galleta
rancia: una marea amarga de voces y equipajes.
El viajero no mira en torno porque teme ser
reconocido. Teme que lo reconozcan o lo confundan y
lo embarquen y lo condenen por un crimen que no ha
cometido más que en sueños. La verdad es que pocos
lo conocen en esta ciudad que no es la suya. Tan
sólo un par de camareros portugueses, algunos
estudiantes nigerianos de sonrisa fácil, una puta
coja que se llama Minette y no lo quiere más que
para transportar bombonas y un carterista eslavo y
arduo que vive en su pensión. Él no es nadie, ni ha
hecho nada. No es culpable más que de vivir, y se
siente ajeno a todas esas maniobras, a esas
batallas, a esas desgraciadas; a sus vergüenzas y a
la infraestructura de ese país que no es el suyo.
Cuando llega la hora, son las ocho en todos los
relojes de la ciudad lumière, los bistrós se vacían
y el camión de la basura comienza la ronda en la
Porte de Vanvés y el tren ocre y rancio y triste
comienza a mediarse de almas bulliciosas,
malolientes, cargadas de chorizos, garrafones, de
cansancio.
El viajero se instala mal que bien en su
compartimento ocre, rancio, de segunda clase.
Entorna los ojos y busca un espacio de pensamientos
apacibles, profundos, "sumamente intelectuales" -se
dice- donde zambullirse y perderse y desaparecer.
Mete la mano húmeda de uñas roídas en el bolsillo
derecho de su anorak. Busca el sublime discurso
escrito con lágrimas de sangre, con palabras
preciosas como las de los profetas, los santos, los
poetas: el sublime discurso que pronunciará mañana y
que contubernia en su bolsillo con un pañuelo de
papel, un mechero y una tableta de chocolate ya
empezada.
La puerta se abre y entra una señora, emigrante de
la primera época, llena de lunares y de años.
Probablemente es aragonesa. Probablemente padece de
la vesícula. Es el tipo de señora viuda que aún
escucha todos los martes una emisión de radio llena
de cuplés y de fandangos en la emisora pirata de
Barbés. Es el tipo de señora, siempre aragonesa o
gallega, que aún es peor, que los franceses sientan
en las puertas de los baños públicos con uniforme y
plato para la calderilla. Su padre nonagenario y
demente la sigue y se rasca sin disimulo la próstata
hinchada. Huelen a cocido y a pobreza. Ninguno de
los dos sospecha -se dice el viajero- que su vecino
de compartimento, un desarrapado entre dos edades,
un Licenciado Vidriera, tiene entre sus manos un
pedazo de ambrosía y lo relee con delectación.
Ninguno de los dos sospecha que debajo de su camisa
cerrada de cuellos tiesos, debajo de su rasurel
acrílico se esconde un alma de poeta que tiembla,
que late, que regurgita como una esponja impregnada
de sentimientos, de grandeza. Y de miseria.
El viajero relee su texto, repasa las frases
difíciles, los retruécanos engranados en las largas
noches de insomnio, el verbo justo y delicado que
aflora el alma como el dedo, el pezón desnudo.
Desiste. El tren se mueve, titubea y el revisor se
acerca por el pasillo. Pasa de largo. Mientras, un
grupo de "sorchos" abren y cierran las puertas del
compartimento con grosería. Buscan alguno vacío,
increpan a los viejos, asustan a unas turistas
holandesas e impresionables, chocan con el equipaje
de un marsellés que vocifera. El tren se tambalea
como sonámbulo, coge velocidad y el viajero se quita
las gafas astilladas para abrir la ventana y
percibir de lejos en la noche el buque fantasma que
se aleja, encoge, desaparece por un camino gris de
grafitos de colores.
El viajero se deja caer en su asiento presa de una
repentina euforia que lo atrapa a traición, que
acelera su pulso, que lo engaña, lo engatusa, quiere
hacerle creer que aún quedan esperanzas, que aún
puede esperar un desenlace digno, desenfadado,
hermoso. Las partidas son pequeñas trampas,
sucedáneos de éxtasis, orgasmos falsificados. El
viajero imagina un futuro donde la pobreza y el
anochecer sean sólo excusas para la literatura, un
futuro donde Dios exista y una entidad femenina de
cabellos de azabache y sandalias de avestruz recite,
sólo para él, poemas en francés de Chataubriand.
Pero es imposible escapar al tono airoso, "lercho",
agotador de la viuda aragonesa que quiere saber
todos los detalles de la vida de los otros, que
acosa a su padre prostático con consejos llenos de
retintín. Habla un castellano oral y espurio plagado
de esos neologismos que acribillan al emigrante como
pulgas a perro viejo. Y es que Juana está decorajada
de tanta puerca miseria, ya le tarda la retreta que
es que está fatigada de debrullarse, que ya es una
pitivieja y que su padre se le muere y tiene el mal
del país. Un tanguista bajito y achulapado con
acento de Ponferrada que atiende por Eloíso, se
acomoda, escupe briznas de tabaco de liar y entabla
apasionada conversación: una conversación llena de
carallos y mil madriñas.
El tren de la miseria atraviesa Francia de parte a
parte en la oscuridad como una cicatriz o un arador
de la sama. La media de edad es elevadísima. El
viajero sale al pasillo para escapar al olor agrio
del tupperware del vecino que se apresura a
compartir su rancho. Cientos de microcosmos,
ingenuos, ahorradores, apresurados, crueles, se
entremezclan y chocan como pompas de jabón en forma
de termo, de guiso o de bostezo. Y el viajero fuma
en el pasillo un pitillo magullado y piensa en un
lenguaje hecho de piedras preciosas, de conceptos
exactos y de personajes brillantes que entrecrucen
réplicas agudas, y existenciales y terribles.
Un magrebí grandullón maniobra sospechosamente junto
al baño y le pide fuego al viajero. El magrebí y el
viajero fuman juntos y contemplan indiferentes los
esfuerzos de otro pensionista deshauciado que sale
del retrete con el pantalón caído y el escroto gris
al descubierto. El magrebí recuerda la Charia y
ayuda al vejete a recuperar sus tirantes y su
vergüenza. El viajero escruta la noche por la
ventana y escucha de refilón la música de las
estrellas allá fuera en Angulema o en Arcachón. El
otro debe de llamarse Ahmed, no llega a dieciocho
años y viaja sin billetes, habla un francés fuerte y
periférico, rapero y simpático, violento,
desgarrado. Va hasta Málaga a visitar a una novieta
andaluza y charlatana que estudia empresariales y
que hace unas felaciones de muy señor rnío.
- Y tú, ¿en qué trabajas? -pregunta el viajero cuya
boca y esperanzas empiezan a acartonarse.
- Yo trabajo en el ministerio amargo, mon pote,
-contesta Ahmed con una mirada aterradora y dura,
suburbial como las alimañas o como el hambre.
Cuando el viajero regresa a su asiento el ambiente
está caldeado y bullicioso. El padre de Juana
dormita abrazado a su bolsa de Continente, y Eloíso
y la aragonesa la emprenden contra la Seguridad
Social, es decir flirtean, sobre fondo de ronquidos.
En el compartimento vecino un perro ladra y los
sorchos cantan a capela un himno prostibulario y
alcohólico.
Pronto llegaremos a Burdeos y el revisor perfumado a
la lavanda, amable y dinámico, aparece, recién
salido del mundo de la eficacia. Su voz medicinal se
acerca por el pasillo, acaricia a los perros, a
algún bebé que berrea en los brazos de una madre
guarrindonga y malhablada. Supervisa los títulos de
transporte. El viajero se asoma al pasillo justo a
tiempo para ver como el magrebí de playeros blancos
se escabulle subrepticiamente rumbo a los vagones de
primera. El revisor repasa con deferencia los
billetes de Eloíso, de Juana, del prostático dormido
y después, mansamente, los baña con una mirada
bondadosa y habla con tono pausado pero dinámico,
como quien se dirige a un grupo de tarados o de
enfermos incurables.
El viajero asiente, se relaja, cabecea, desgrana en
su fuero interno cientos de razones por las cuales
su vida es útil: el amor, la belleza, la libertad,
ese libro que esboza desde que tiene uso de razón,
desde que su prima Amalita lo besó en la boca, desde
que supo que los cuerpos se pudren, desde que vio
una mosca azulada sobre los labios de un muerto.
Lleva años innumerables hilando conceptos, lecturas
mal asimiladas, atisbos divinos sobre un lienzo
barato, irregular, grumoso. Hace tiempo que acepta
la miseria como una digna compañera de exilio, como
un botín robado a los gusanos. Extrañamente cree,
quiere creer, que su miseria, su desdoro lo harán
acreedor de la gloria. De esa gloria que cosechan
los muertos que han vivido pobres y han conservado
la cabeza en las nubes y no en la mierda. Esos
muertos cuyo cráneo, como el cráneo de Yorik, se
alza honorable entre los escombros.
El viajero cuenta unos pocos francos en su riñonera
marrón, lo justo para tomarse un cafelito
reconstituyente antes de llegar a Hendaya. De todas
formas en Hendaya las horas de espera más vale
pasarlas lejos de la cantina, donde los emigrantes y
los mochileros ingleses y los vascos fornidos se
baten impunemente por la última magdalena arrebatada
a la turba. Mañana en La Bañeza, se dice el viajero,
lo esperan la gloria y cientos de seres cultivados
pendientes de su verbo trémulo. Atrás quedarán las
humillaciones, los racimos de uvas malas, las largas
colas en la lluvia por el permiso de residencia, las
discusiones con la portera que no acaba de tragar su
tez oscura, el retrete maloliente al otro lado del
patio, las almorranas, las dudas, la falta de
dinero, la soltería forzosa. En el vagón
restaurante, el viajero se aposta semiescondido tras
su pocillo, enciende otro cigarro y se pregunta si
Minette habrá pasado a buscarlo al anochecer como de
costumbre para tomarse un pastís en el bar de la
esquina y quejarse de las condiciones de trabajo de
las putas con hijos.
El tren choca contra Hendaya que es un arrecife
ferruginoso, inhóspito, desarbolado y luego continúa
cansino arrastrándose hasta Irún, prolongación de su
derrota. Los pasajeros salen despedidos hacia los
andenes, enardecidos, cargados, soñolientos. El
viajero intenta en vano reordenar en su cabeza este
éxodo minucioso y humillante, darle un sitio digno
junto a las grandes ordalías, junto a las metáforas
más hermosas que adornan su camino hacia la tumba.
Pero no le sale más que un cansancio inexorable y un
miedo infantil e indefinido. Sabe bien, lo dicen
todas las canciones argelinas, que el regreso es
cierto, que todo candidato al exilio, un día u otro
vuelve al punto de partida. Muchos han cantado las
maravillas de la ausencia, la embriaguez del viajero
pero estos mismos saben que lo más hermoso del viaje
es el regreso.
Eloíso se le acerca lechuguino con sus cincuenta
años bien llevados y una copa de coñac de la
cantina. Entabla conversación amena. En la noche
fronteriza pequeños grupos se apelotonan en los
bancos, otros forman piquetes en los servicios.
Alguna adolescente vomita entre las vías un
bocadillo de tortilla. Y el viajero habla con Eloíso
sobre los beneficios del aire fresco sobre la
circulación general del cuerpo humano, de la persona
humana normal y corriente, como quien dice.
Y el viajero se sienta en un banco sobre su bolsa de
deporte, mete la mano húmeda de uñas roídas en el
bolsillo derecho de su anorak. Busca el sublime
discurso escrito con lágrimas de sangre, con
palabras preciosas como las de los profetas, los
santos, los poetas: el sublime discurso que
pronunciará mañana y que contubernia en su bolsillo
con un pañuelo de papel, un mechero y una tableta de
chocolate ya empezada. Y se ve ya en la casa
consistorial de La Bañeza donde cientos de seres
cultivados y sensibles, durante la fiesta de
exaltación del Cocido local, atentos a la emoción
contenida de su texto, lo escucharán en silencio
pensando qué coñazo, este chaval es un pardillo y
escribe como Campoamor o como Núñez de Arce, esto de
las flores naturales es la hostia y además es un
paleto, lleva un traje mostaza de cuatro duros y no
conoce ni a Bukowski ni a Paul Auster, y tiene un
acento de pueblo que tira para atrás y le sudan las
manos y la frente y las axilas, tiene la camisa toda
sudada, y cuántos adjetivos y cuánta
sentimentalidad, este chico es más anticuado que el
miriñaque, y luego aplauden un poco y sonríen con
lástima, mondadiente en ristre, total ahora viene el
banquete de exaltación del cocido bañezano y vamos
todos a cogemos una curda de ahí te espero.
Y una señorita pizpireta anuncia la llegada de su
tren, y el viajero acepta gustoso la invitación de
Eloíso, bebedor donde los haya. Y mientras se
dirigen a la cantina, Eloíso escupe con pundonor una
flema impotente y el viajero se esfuerza y escupe a
su lado otra flema más pequeña pero igualmente
viril. Y el viajero se detiene, contempla las
estrellas que no brillan y se pregunta con cierta
complacencia si existe una Isla Decepción o si no
son todo más que paparruchas.