Hijo de salmantino y riojana, este argentino es licenciado en Letras y profesor en la Universidad de Santiago del Estero. Tiene media docena de libros de ensayo publicados y numerosos artículos sobre temas literarios. Además, ha obtenido diversos premios, una beca Fullbrigth y ha sido profesor en los Estados Unidos.
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De todos los hechos que ocurrieron en los Sauces
antes del descarrilamiento, ninguno nos había
conmovido tanto como la llegada de aquella mujer,
que había venido a vivir con Toribio, el señalero.
Por supuesto que nadie se acordó de ella, ni del día
en que ella había llegado al pueblo, la tarde en que
El Rápido del Sud se salió de las vías, quebró una
de las patas del molino que daba agua a las máquinas
y se incrustó en uno de los galpones, en donde los
hermanos Bermúdez guardaban los cereales. Ese fue el
hecho que marcó el fin de nuestra infancia y que
cambió la vida del pueblo. Mi madre decía que hasta
entonces todos andábamos tranquilos por la calle,
porque sabíamos que Dios se acordaba de nosotros y
cuidaba que nada ocurriera en Los Sauces. Por eso,
cuando El Rápido del Sud bufando como un toro
enloquecido saltó de las vías y se metió en el
galpón de los Bermúdez, no sabía que también se
había metido en nuestras vidas y que había dividido
en dos la historia del pueblo. Me acuerdo que eso
ocurrió una tarde rabiosa de verano, en que el calor
apretaba y el otoño nos parecía tan lejano como
aquella mujer que había traído Toribio, el señalero.
A la hora del descarrilamiento no había nadie por
las calles, porque la gente se había guarecido del
calor en el río o se había quedado durmiendo la
siesta en sus casas. A nosotros nos gustaba esa
hora, porque íbamos a cazar gorriones en el monte
del eucaliptos de la Blanqueada o a fumar a
escondidas detrás de los silos del pelado Albertelli.
Pero ese día casi todos mis amigos estaban en río
corriendo carreras bajo el agua o jugando a ver
quién encontraba la piedra más grande en el fondo.
Fue entonces cuando llegó El Rápido del Sud rugiendo
como un toro endemoniado, echando humo y furor y de
pronto se sintió como si se hubiera abierto la
tierra y la estación del ferrocarril hubiera
estallado por los aires. Con los años ese momento
sería tan importante como las inundaciones del año
'36 o como la "pueblada" de septiembre para expulsar
al delegado del gobierno central; pero en ese
momento todos pensaron que se había dado vuelta la
tierra y que el fin del mundo había llegado a Los
Sauces. Eso fue lo que sentimos al comienzo. Después
la gente comenzó a inundar la estación y nadie se
explicaba de dónde salía tanta gente en un pueblo en
el que las vacas pastaban a un kilómetro de la plaza
y no había más de veinte automóviles dando vueltas
por las calles. Todos iban gritando y gesticulando.
Todos iban a ver a aquel monstruo desbocado, que
estaba partido en dos como una espada quebrada, y
largaba cada vez menos bocanadas de vapor como si
estuviera agonizando.
Al atardecer comenzó a circular la versión de que
don Isidro, el Jefe de la Estación, se había
suicidado, aunque nadie estaba de acuerdo con la
forma que había elegido para matarse. Alguien dijo
que era lo menos que podía haber hecho un hombre de
honor como él; pero poco después don Isidro apareció
junto con el comisario y el intendente. Se había
puesto el uniforme de Jefe para resaltar su rango,
aunque parecía que tenía algo de temor y de
vergüenza. En cambio, el padre Carafa aprovechó el
descarrilamiento para atribuirlo a la falta de
fervor de los sauceños, menos preocupados de Dios
que de sus vacas. "¡Quién busca a Satanás, al final
lo encuentra!" vociferó desde el púlpito con un
vozarrón que a todos nos produjo espanto, porque
sabíamos que decía la verdad.
Al caer la noche el doctor Torres, el Director del
Hospital, anunció que no había habido heridos de
importancia, fuera de un estudiante de medicina que
se había quebrado el brazo y una maestra jubilada, a
la que se le había partido la dentadura postiza al
golpearse contra el asiento de delante. Pero en el
pueblo nadie le creyó y todavía hoy la gente sigue
diciendo que esa noche habían sacado cadáveres de
entre los hierros retorcidos y que a los muertos los
habían enterrado al amanecer en el fondo del
cementerio.
Como esa noche nadie durmió más de un par de horas
seguidas, en el Bar Las Margaritas, que siempre
cerraba después del paso del nocturno de las diez y
cuarto, se discutió hasta el amanecer las causas del
accidente. Y cuando a la mañana siguiente llegaron
los inspectores del ferrocarril, ya teníamos en el
pueblo varias explicaciones, y todas igualmente
justificadas, del origen del descarrilamiento.
Ese fue el tema del que se habló durante los meses
siguientes. Y todos los años, cuando llegaba el
aniversario, íbamos a visitar el lugar en donde se
había desbarrancado la máquina y a mirar los
ladrillos del galpón de los Bermúdez, que todavía
estaban desparramados por el suelo. A partir de
entonces ya nadie se volvió a sentir seguro en el
pueblo. Y aunque las cosas seguían en apariencia
iguales -las vacas seguían pastando, el otoño
siempre empezaba en la ribera del río, el padre
Carafa seguía vociferando contra la impiedad de los
sauceños- todos sabíamos que algo se había quebrado
en nuestras vidas. El descarrilamiento se había
llevado lo mejor de nuestra infancia y nos había
dejado el temor de que la destrucción y la muerte
anduvieran sueltas por las calles. Pero también nos
libró de la tortura de tener que pensar en aquella
mujer que Toribio, el señalero, había traído a Los
Sauces.
Se llamaba Elizabeth. (En realidad, yo nunca supe
cómo se llamaba, pero la llamé Elizabeth, porque me
hacía acordar de las fotos de Elizabeth Taylor, que
veíamos en el cine del pueblo). Nunca supimos
tampoco de dónde vino, ni hacia dónde partió, pero
para nosotros ella, que fue la mujer de nuestra
infancia, no tenía origen ni destino. La conocimos
aquella noche, cuando bajó de aquel tren que la
trajo de alguna parte. Habíamos ido a esperar el
nocturno de las diez y cuarto, porque a esa hora en
el andén de la estación se acababa el día de Los
Sauces. Yo pensé que era una aparición, porque una
mujer como ésa no bajaría nunca en la estación del
pueblo. Después desapareció y el estruendo del tren
arrancando, la campana de partida y el vapor de la
máquina nos confundieron y no sabíamos si era verdad
o un sueño aquella mujer que había venido a vivir
por Toribio. Después nos volvimos en silencio a
nuestras casas; pero a la noche siguiente y las
otras noches volvimos a esperar el nocturno de las
diez y cuarto para ver si el milagro se repetía.
Yo era amigo de Toribio. Aunque él era varios años
mayor que yo, él siempre fue mi amigo. Me llevaba
con él y con el colorado Salinas a pescar pejerreyes
en la Curva del Molino y también me llevaban cuando
iban a poner trampas para cazar torcazas. También me
enseñó a mover las palancas que cambiaban los rieles
y a manejar las señales. Vivía en las afueras del
pueblo en una casa de ladrillos desvencijados, que
tenía una higuera enorme en el fondo, unas gallinas
batarazas que ponían huevos como manzanas y media
docena de colmenas, que había fabricado con cajones
deshechos. Cuando era más chico, me llevaba en una
Coventry Eagle, que era una de esas bicicletas duras
e inglesas de antes de la guerra. Siempre me
regalaba los mejores gusanos que había en el pueblo,
que él criaba en un barrial con bosta de caballo
detrás del gallinero. Una de esas tardes en que fui
a su casa, se produjo otra vez la aparición.
Nunca me olvidaré de aquella tarde. Había llovido
toda la mañana y los pastos estaban brillantes como
el pelo de los caballos. Era una tarde ideal para
cazar torcazas, porque las plumas se les ponían
pesadas con la lluvia y yo quería pedirle a Toribio,
que me prestara alguna de sus trampas para cazarlas.
Siempre entraba en su casa sin llamar y lo
encontraba preparando los anzuelos para el domingo o
dándole de comer a las gallinas. Pero esa tarde
cuando entré se me cortó la respiración, porque me
encontré con aquella mujer, que había bajado del
nocturno de las diez y cuarto. Estaba llenando con
un cucharón unos potes con dulce de higos, que
sacaba de una olla que tenía en la cocina de leña.
Me miró sin sorprenderse y con una sonrisa
interminable untó una rodaja de pan con aquel dulce
pesado y cremoso y me lo lanzó. Me dijo que lo
comiera despacio, porque aún estaba caliente. Que lo
dejara diluirse lentamente sobre la lengua, porque
allí estaban todos los sabores. Me dijo también que
si encontraba alguna planta de cayote en el pueblo,
me haría probar un dulce como yo nunca había
probado. El dulce desbordaba de la rodaja. Después
me contó que había nacido en un pueblo de la
montaña, que su padre había sido un "ferroviario de
los de antes" y que su vida había pasado entre los
trenes, que iban y volvían de todas partes, como si
el mundo no pudiera parar. Que cuando había conocido
a Toribio había sentido algo muy dulce en el pecho y
que cuando yo creciera entendería muchas cosas. Todo
esto lo dijo entre luces y sombras que me
confundían, mientras yo veía caer la tarde
enrojecida a sus espaldas, mientras las torcazas
sacaban la lluvia del plumaje y volaban de regreso a
sus nidos. Al anochecer llegó Toribio cantando y
sonriendo como yo nunca lo había visto, y se alegró
de mi vista.
Cuando volví a mi casa quise seguir leyendo Las
aventuras de Tarzán, pero no podía concentrarme. A
cada rato se me aparecía la boca interminable de
Elizabeth, su risa desgranándose a la caída de la
tarde y las manos que se deslizaban sobre el pan con
dulce de higos, que me ponía en la boca para comer.
Esa noche no fui a esperar el nocturno de las diez y
cuarto y me acosté más temprano. Hacia el amanecer
soñé que viajaba con ella en un tren que corría por
las montañas. Cuando me levanté mi madre me miró
como si estuviera encantado, pero me fui al fondo de
mi casa y me subí al nogal en donde me refugiaba
cuando quería estar solo. Allí me quedé pensando en
la tarde anterior con el libro de Tarzán entre las
manos. Me bajé, unté un pan con abundante dulce de
tomate y me escapé antes de que llegara mi hermana
de comprar la carne y el pan, porque ella siempre
adivinaba los sueños que yo había tenido la noche
anterior. Por la tarde volví nuevamente a casa de
Toribio.
A mí me gustaba ir a visitar a Elizabeth y yo sabía
que a ella le gustaba que yo fuera a visitarla. Yo
salía con mis amigos para bañamos en el río, o
íbamos a buscar nidos de patos silvestres, o nos
escapábamos para fumar a escondidas detrás de los
silos del pelado Albertelli, pero al final terminaba
en casa de Elizabeth. Me gustaba cuando me abría la
puerta sonriendo y me pedía que la acompañara a
buscar maderas para la cocina de leña, o a recoger
los huevos en el gallinero o a juntar agua de lluvia
para que se lavara el pelo. Me gustaba cuando
caminaba descalza sobre el piso de ladrillos
mientras me contaba cómo jugaba en los trenes de su
infancia o me enseñaba canciones de la montaña que
le había enseñado su padre. Pero lo que más me
gustaba era verla comer aquel dulce de higos.
Recuerdo cuando llenaba los potes de dulce hasta que
desbordaban. Era un dulce espeso, cremoso, dorado,
que caía por los costados del frasco. Entonces
Elizabeth sonriendo comenzaba a juntarlo con los
dedos y lo iba comiendo muy despacio. Los labios se
le ponían brillantes mientras el dulce se le
escurría lentamente entre las manos.
A veces, cuando me veía mirando su ropa húmeda que
colgaba de la cuerda entre los árboles, sonreía.
Recuerdo que una de esas veces me preguntó qué
decían en el pueblo de ella. Yo sabía que decían que
era una pecadora, porque vivía con un hombre sin
casarse; que "era mucha mujer para un infeliz como
Toribio". Eso decían; pero yo no dije nada. Entonces
ella se echó a reír y me dijo que iba a enseñarme a
sacar miel de las colmenas cantando para que las
abejas no me picaran. Entonces llenó una fuente con
miel cantando y me dijo que amasáramos juntos una
torta para Toribio. Las manos se nos mezclaban entre
harina y la miel, mientras las abejas volaban a
nuestro alrededor. Entonces ella levantó una mano
cubierta de masa, me tocó la nariz y dijo que cuando
yo creciera sería grande y hermoso corno Tarzán. A
mí me hubiera gustado hacer lo mismo, pero seguí
amasando.
Cuando don Fernando Ruiz Ballesteros llegó un
domingo de fines del verano en el nocturno de las
diez y cuarto, traía un sombrero gris oscuro y un
maletín de cuero labrado. En seguida nos dimos
cuenta de que era un hombre importante, porque don
Isidro se había puesto el uniforme de Jefe de la
Estación para recibirlo. Después llamó a uno de los
peones del ferrocarril para que gargara el equipaje
del visitante y lo acompañó hasta el hotel Los
Tilos, en donde se hospedó. Dicen que pidió la única
habitación con baño privado y medialunas calientes
con dulce de leche para el desayuno. Recién el
martes por la tarde nos enteramos de que Inspector
Principal de Ferrocarril y que había venido a Los
Sauces y a otros pueblos del sur para hacer una
auditoría.
Todo el pueblo se agitó con la llegada de aquel
visitante y todos hablaban de los cambios que iba a
haber en la estación; pero para nosotros aquellos
cambios sólo significaban que Toribio tardaba un
poco más al regresar y que venía más cansado. El
resto de las cosas seguía igual: las gallinas
seguían poniendo huevos como manzanas, los higos
seguían madurando, la boca carnosa de Elizabeth
seguía desgranando su risa y yo iba a visitarla
todas las tardes. Y todas las cosas siguieron así
hasta aquel día, en que ella me pidió que la llevara
a la estación.
Nunca dejé de pensar en aquella tarde. A veces voy
hasta la casa de Toribio y me quedo sentado debajo
de unos pinares que hay del otro lado de la calle,
mirando las ramas de la higuera que se asomaban por
el fondo del techo y me acuerdo de que esa tarde
estábamos jugando a la guerra de Corea y yo me
escapé para ir a casa de Elizabeth. La puerta de la
calle estaba entreabierta y la empujé. En la cocina
estaba ella fumando uno de los cigarrillos de
Toribio y me dijo que me estaba esperando. Nunca la
había visto así; nunca antes había visto fumar a una
mujer. Estaba en penumbras y por primera vez me
recibió sin sonreir. Después se acercó tanto a mí
que yo podía sentir su respiración, y casi con un
susurro me pidió que la llevara a la estación en la
bicicleta de Toribio. Era una bicicleta alta como la
de mi padre, en la que yo apenas llegaba a los
pedales. Pero igual me subí a la Coventry Eagle
mientras el calor me reventaba la cara. Eché mi
cuerpo hacia adelante y con el de Elizabeth en medio
de mis brazos, comencé a pedalear por las calles de
tierra. Entonces ella comenzó a reírse como antes
mientras marchábamos muy lentamente por la calle que
nace del río, cruzábamos el puente de madera sobre
el arroyito, doblábamos por la avenida de los tilos,
y el pelo y la risa de Elizabeth se enredaban en mi
cara y yo sentía el olor del agua de lluvia y de la
felicidad.
Cuando llegamos a la estación nos quedamos a solas
en el andén vacío. De los galpones de los hermanos
Bermúdez venía un olor a girasol mezclado con el de
bosta de vaca de los trenes de carga, que iban a los
mataderos de la ciudad. Detrás estaba el vagón
abandonado, en donde decían que dormían los
vagabundos que llegaban al pueblo y en el que se
habría suicidado un viejo maquinista ferroviario. De
pronto algo cambió. Elizabeth se quedó en silencio
mirando aquel vagón abandonado y dejó de sonreír. Lo
miraba con los ojos vidriosos, y con una voz ausente
que yo nunca le había oído empezó a contarme que una
tarde en la estación de la montaña, su padre la
había hecho subir con él a uno de esos vagones
abandonados; que adentro, aunque los rayos del
atardecer se filtraban por las ventanillas bajas,
estaba oscuro, y que cuando yo fuera grande,
entendería muchas cosas. En ese momento algo
inesperado ocurrió. Se abrió la puerta del vagón
abandonado (nunca en mi vida había visto que alguien
abriera aquella puerta) y apareció en lo alto la
figura de don Fernando Ruiz Ballesteros vestido con
el uniforme de Inspector Principal de Ferrocarril.
Parecía un personaje arrancado
de una película de cine y bajó muy lentamente, como
si descendiera de un escenario. Se acercó sonriente
a nosotros e inclinó levemente la cabeza para
saludar a Elizabeth. Recuerdo que tenía el pelo
entrecano y unas pequeñas arrugas al costado de los
ojos. Le dijo que le alegraba verla en la estación y
que si nos quedábamos allí, en unos minutos pasaría
El Rápido del Sud para nosotros solos. Después pidió
permiso para retirarse, se inclinó nuevamente y
entró en la oficina del Jefe de Estación.
Nos quedamos en silencio en la estación desierta.
Sólo se oía la brisa que venía desde el río. Al rato
se dibujó en el horizonte una mancha indescifrable,
envuelta en neblinas de vapor. La mancha siguió
creciendo hasta que apareció la máquina que
arrastraba al Rápido del Sud. Después el suelo
comenzó a temblar, se oyó un ruido ensordecedor de
durmientes y cadenas, y cada vagón enloquecido que
pasaba por la estación de Los Sauces era como un
latigazo que golpeaba los ojos de Elizabeth. Nunca
la había visto, ni la volví a ver como en aquel
momento. Nos quedamos allí hasta que el tren se fue
perdiendo en el horizonte, hacia el lugar desde
donde ella había venido a Los Sauces. Al rato
apareció Toribio y se alegró de vernos en la
estación. Yo me volví caminando a mi casa.
A la mañana siguiente mi padre me despertó muy
temprano para que lo acompañara al campo, porque
tenía que traer unos cajones de frutas y "necesitaba
un hombre que lo ayudara". De paso me dejaría
"tirarle algunos tiros" a las liebres y los patos
con la escopeta de dos caños. Cuando salimos al
amanecer hacía un calor pegajoso y había muchos
nubarrones, pero mi padre dijo que no llovería hasta
la bajada del sol y nosotros regresaríamos al
mediodía. La lluvia se desencadenó a media mañana
mientras estábamos cargando los cajones. Después
comenzó a soplar un viento frío. Regresamos por
caminos cubiertos de barro, mientras que el viento
se filtraba por las ventanillas de la camioneta, se
me pegaba en la ropa mojada y yo me acurrucaba junto
a mi padre, que me cubría inútilmente con su brazo y
me hablaba de la comida caliente, la cocina de leña
y el café con leche que nos aguardaba en casa. A la
mañana siguiente muy temprano, el doctor Torres me
metió un termómetro bajo el brazo, me puso una
inyección con un líquido anaranjado y me hizo tragar
unas pastillas amargas. Pasé una semana encerrado en
una habitación entre vapores de eucaliptos y una tos
que me arrancaba pedazos del alma. Cuando me
levanté, tenía las piernas de algodón y una caverna
en medio del pecho. Durante varios días me quedé en
mi casa jugando al ajedrez con los amigos, que
venían a visitarme. Mi padre, que se sentía
culpable, me regaló un libro de Tarzán y mi hermana
me hizo un dulce de tomate espeso, que me hizo
acordar aún más de Elizabeth. Cuando me sentí un
poco mejor, me escapé de casa para verla.
Recuerdo que era un domingo por la tarde y hacía un
calor muy pesado para esa altura del año. Cuando
llegué, la puerta estaba entreabierta. La llamé,
pero nadie contestó. Entonces empujé la puerta y me
metí hasta la cocina. En la penumbra estaba sentado
Toribio con los ojos cargados como si hubiera bebido
y una mueca, que le había robado la sonrisa de la
cara. Me senté en silencio junto a la mesa, en donde
estaban los potes de dulce vacíos. Por la ventana se
veía la higuera grande y las colmenas cargadas. Ella
se había ido sin llevarse los higos maduros y sin
haber sacado la miel de los panales. Se había ido
con don Fernando Ruiz Ballesteros en el nocturno de
las diez y cuarto. A ella el tren la había traído y
el hombre del tren se la había llevado.
Nunca supe de dónde llegó, ni adónde se fue. Nunca
supe tampoco cómo se llamaba. Ni volví a ver jamás a
Toribio después de aquel día, porque poco después se
fue de Los Sauces. Tampoco hablamos con él esa tarde
nada más que unas pocas palabras hasta que él se
levantó y dijo que ya era la hora. Entonces nos
subimos en nuestras bicicletas y nos fuimos
pedaleando lentamente por las calles de tierra. Él
con su Coventry Eagle, adelante; yo en la bicicleta
de caño bajo de mi hermana, detrás. Salimos por la
calle polvorienta que viene del río, cruzamos el
puente de madera sobre el arroyito y dimos vuelta
por la avenida de los tilos hasta que llegamos a la
estación. El andén estaba desierto y nos sentamos en
los bancos bajo el sopor de la siesta. El sol se
reflejaba sobre los vidrios rotos del vagón
abandonado y nos pegaba en los ojos. Un poco después
se dibujó en el horizonte una mancha indescifrable,
envuelta en neblinas de vapor. La mancha fue
creciendo hasta que se convirtió en El Rápido del
Sud. Nos levantamos lentamente y fuimos hasta el
lugar en donde estaban las palancas, que mueven los
rieles y las señales. Yo me afirmé sobre una
palanca, que me llegaba a los hombros; Toribio,
sobre otra, que era grande y pesada. Nos quedamos
así hasta que la tierra comenzó a temblar y apareció
la máquina furiosa, que destrozaba la siesta de Los
Sauces. Entonces Toribio me hizo una seña para que
empujáramos al mismo tiempo las palancas en sentido
contrario. Él empujó la suya como si estuviera
derribando la mala suerte; yo me afirmé sobre la mía
con todo el dolor y toda la impotencia de mi
infancia hasta que El Rápido del Sud saltó de las
vías.