Madrileño, nacido en 1937, vive en el campo de Guadalajara y es biólogo, periodista y escritor. Conferenciante y colaborador de diversos medios de comunicación, ha publicado libros de narrativa, viajes, biografía y un estudio literario, si bien su principal dedicación es la poesía con más de una docena de títulos en su haber.
***
Estaba inmóvil, pero vivo. Cuando se colmaron los
minutos de su hora en punto, cerró sus puertas con
un suspiro breve y, después de unos segundos como de
reflexión, dio una sacudida muy suave que puso a la
estación en un lento movimiento hacia atrás. Rojo,
lustroso y exacto, el tren de cercanías se había
puesto en marcha para mí.
A través de la ventanilla me sentí emparejado con un
tipo alto que caminaba por el andén a zancadas
lentas y desganadas y que me miró de soslayo por el
cristal irrompible. Otra sacudida hizo más rápida la
escena y le dejó rezagado, pero me puso a tiro a una
empleadita con las aletas de la nariz dilatadas por
la prisa, que movía agitadamente las piernas sin que
a pesar de ello pudiera alcanzarme y que se quedó
envuelta en un montón de figuras entrecruzadas y
celéricas.
Él iba creciéndose y ganando velocidad hasta que se
liberó de la oscuridad del túnel. Un olear de
postes, cifras y recuadros de sol y sombra fue lo
que me despidió de la estación y me adentró en una
tramoya de tapias, cartelones, casas modestas y ropa
tendida. Sorteando las islas de desguaces, escombros
y matojos, fuimos entrando en ese paisaje verde ralo
en donde el campo pelea con la ciudad por defender
sus fronteras. Y entonces el tren se lanzó a su
desahogo total.
Volví a contemplarme y sentí que él me envolvía en
una música maquinal y suave que intentaba reclamar
mi atención. Entonces me concentré en el interior
del vagón y en las figuras que me rodeaban.
Viajábamos pocas personas y era tal su silencio que
la música ambiental se oía muy nítida a pesar de su
delgadez. Cuando terminé esta reflexión, él iba ya
tan veloz que competía sin esfuerzo con los lejanos
automovilistas que debían también correr mucho por
la autopista paralela.
En el asiento de enfrente y en diagonal a mí, una
escolar se debía saber tan poderosa que no
necesitaba defender su belleza. Iba sentada de
espaldas a la marcha, como desentendiéndose de todo
aquello que no fuera ella misma. Movía
acompasadamente su rodilla y sus dedos jugaban
maquinalmente con los clips del lomo de un gran
cuaderno azul, en cuya portada, muy maltratado por
rayas de bolígrafo, apostillas con letra redondeada
y corazones y muñecos, había una gran foto
dentífrica de Tom Cruise. Además de todas sus señas
de identidad, de toda la exposición de iconos,
llevaba las orejas tapadas por un par de botones
negros hasta los que ascendían dos hilos por los que
recibiría la transfusión por goteo de la música. No
parecía reparar en nada ni nadie y menos en este
señor mayor con un gesto de escepticismo elegante y
errático que iba sentado enfrente y en diagonal con
ella. Este señor, que se resistía a usar su tarjeta
dorada y no la enseñaba nunca en la taquilla, tenía
las cuentas de su vida enfiladas por los raíles del
ferrocarril, que le habían llevado desde pequeñas
estaciones donde la yerba se disputaba el balasto
con las traviesas de madera, hasta las grandes
escolleras de carbón y aceite donde dormitaban las
locomotoras de la Union Pacific. Para ese señor,
subir a un tren era el rito de forjar un eslabón más
de la cadena de su vida, obedeciendo a una vocación
contraída en la infancia cuando le sobrecogía el
silbato lejano de los trenes nocturnos. Una cadena
que ya era demasiado larga y cuyos eslabones ahora
acariciaba con nostalgia.
Con una voz neta y sin vacilaciones, que vino desde
lo alto, él nos advirtió: "Próxima estación: Alcalá
de Henares". Y lo dijo ocultándose bajo una
entonación fríamente amorosa. Esto me hizo volver de
una a otra realidad y alzar los ojos hacia el
letrero luminoso del fondo del vagón donde también
este nombre se deslizaba en un punteado rojo y
movedizo, que dio paso a la advertencia de que eran
las 12:24 y que la temperatura era de 31°C. Supongo
que la del campo abierto, ya que en mi cuerpo había
una punta casi de frío porque él nos había aislado
del mundo exterior y rodeado de un sonido, una luz y
una temperatura adrede.
Él era hermoso, reluciente y veloz y guardaba a
todos sus pasajeros envueltos en un abrazo
hermético.
* * *
El titilar de los puntitos rojos de aquella
pantalla me fue lentamente adormeciendo hasta
llevarme a otra realidad muy distante. Me desperté
cuando él, después de tantear con su pie algunos
cruces y agujas, paró con cierta brusquedad
acompañada de unos chirridos que me alarmaron.
También me extrañó notar que la temperatura había
subido de golpe y que el ruido era ahora una
trepidación muy fuerte y la transparencia del aire
del vagón había sido invadida por un tufillo
pegajoso de gasoil.
Pensé que había leído mal aquella placa
anteriormente: donde yo creí haber visto
machaconamente el anagrama CAF, ahora se leía TAF en
un cromado presuntuoso. Me di cuenta de que a mi
lado iba ahora una mujer joven con vestido floreado
y de mucho vuelo, con ojos abiertos de recién casada
y lo que más me sorprendió es que la noté
entrelazando su mano con mi brazo. También comprendí
que aquellas maletas de fibra que se acomodaban en
la rejilla, aquellos bolsos que se acurrucaban entre
nuestros pies y aquella máquina de retratar que
colgaba del respaldo eran nuestras pertenencias en
viaje de bodas. El automotor volvió a tomar vía
libre. Atronaba el aire, como si corriese mucho, y
dejaba una sombra alargada en los campos desolados.
Un empleado vestido de yanqui afable, empujaba un
carrito con bebidas tratando de mantener la palabra
y el equilibrio a lo largo del pasillo. El tren
tenía unas vacilaciones de autobús de línea y se le
notaba la fatiga cuando hacía frente a un repecho,
pero luego se resarcía al abandonar la meseta
venteando Despeñaperros, y aquel viento cargado de
aromas de olivar y tufo de gasoil que entraba por la
ventanilla y nos despeinaba, tenía ya presagios
marinos.
Y así, entre chirridos de los frenos, traqueteos de
los cambios de aguja y alboroto de vendedores, el
tren paró como si se desfondase bajo la marquesina
metálica. Yo me empiné ágilmente intentando ver
algún letrero que me confirmase que habíamos llegado
a Málaga, pero todo lo que alcanzaba a leer no
ofrecía ninguna claridad. Un gran cartel ponía
"Salida", en otro más pequeño se advertía que nadie
se hacía responsable de tu atropello si osabas
cruzar las vías y uno enorme y vertical, lleno de
soles sonrientes en donde caracoleaba un caballito
de mar, proponía invertir en turismo, que era el
gran futuro de este país con aire de nuevo rico.
Bajé del todo el cristal de la ventanilla y con ello
aumentó el parloteo de las gentes que bajaban del
automotor y el de los que iban y venían junto a él.
Uno de esos carros colmados de maletas y dirigido
por un auriga vestido de azul sucio con gorra de
visera que iba de pie en el pescante, acompañando
los pitidos breves y agudos con floridas
imprecaciones en idioma andaluz, me cruzó a un palmo
de las narices. Su paso fue como el de un telón que
se descorriese, un telón que oscureciese la escena y
luego volviera a iluminar otra de luz muy diferente.
* * *
Pero nunca el viaje se guía por la línea recta.
Una simplificadora mentira nos hace creer que las
vidas siempre avanzan, que el único camino posible
es el que nos aparta del origen. Las estaciones -las
estaciones de ferrocarril, las estaciones de la más
vulgar de las existencias- marcan un laberinto lleno
de retrocesos: el laberinto de la memoria. Por eso
no me sorprendió el nombre de la estación a la que
ahora llegábamos, que nada tenía que ver con el
anterior. Lo repetían los altavoces: "Hendaye,
Hendaye, Hendaye..." Lo escuché por tres veces, y
después siguió con un breve parlamento en francés
explicativo de que faltaba un minuto para salir y de
que los viajeros debían subir al tren, cerrar las
portezuelas y tener cuidado con el arranque. Esta
amabilidad tan desmenuzada me confirmó que habíamos
pasado la frontera. También la limpieza del
departamento, que parecía una salita de espera medio
vacía, la ausencia de confidencias en voz alta, de
ofrecimientos de intercambio de merienda y de
plácemes a gritos y el retazo de un paisaje verde
húmedo que se colaba por la ventanilla, me confirmó
que había dado el primer paso para llegar a mi
libertad, para retroceder casi al principio, cuando
todas las estaciones están por elegir, y todos los
trenes por tomar, y aún se desconocen casi todos los
destinos. Estaba en la estación de la primera
juventud.
El tren arrancó en su punto, fue ganando velocidad
pulso a pulso y pronto se coló por un túnel que
oscureció el recuadro de la ventanilla en el que
ahora empecé a verme reflejado. Demasiado joven,
demasiado entusiasta, demasiado ingenuo. Intentaba
salir al mundo, poniendo un pie en París. Atrás
dejaba a una madre piadosa y asfixiante, a una novia
decente, a un país de secano y a un rimero de
cautelas y prohibiciones.
Salió del túnel y me volvió al presente. El tren iba
muy rápido pero con suavidad, hasta el punto de que
podía leer cómodamente un libro, incluso subrayar y
anotar en sus páginas y hasta escribir una carta con
este encabezamiento: "Querida madre", "Cristina,
amor" o "Compañeros".
"ALSTHOM, Belfort". También la máquina del tren
tenía su nombre, como todo lo que aparecía
apresuradamente ante mis ojos. Era un país lleno de
palabras, de verbos, de nombres, en donde todo
estaba escrito para un pueblo capaz de leer y que
hasta sus canciones románticas estaban atiborradas
de palabras: "Non, rien de rien. Non, je ne regrette
rien".
Y no fue el olor a pan y pavimento regado, ni el
aire de gravedad y displicencia de sus habitantes,
ni el trajín de los mercados madrugadores, ni las
confidencias de la librería española, ni las piernas
rojas y la boca sin fondo de esa amiga salvaje, lo
que siempre recordé de aquella ciudad que se
avecinaba. Fue aquel cartel de madrugada; aquella
sugerencia al cheminot (pero que podía leer
cualquier paseante como la primera frase de un texto
de Rimbaud) al embocar los puentes de la estación de
Austerlitz: "Evitez la fumée".
* * *
Siempre es por el humo, que cuando salimos de viaje en el tren mi padre se pone un traje oscuro, porque dice que en el tren hay mucho humo y carbonilla. A mí se me ha metido una vez carbonilla en los ojos y por eso no me dejan ir con la ventanilla abierta, pero como ahora es de noche no me importa nada. Yo siempre me despierto con el golpe que da el tren al pararse y leo los carteles con el nombre de las estaciones, aunque a veces los leo de memoria porque el cristal de la ventanilla está sucio de hollín y gotitas de agua. Fuera debe hacer frío y entre las vías se ven faroles con luces que se mueven porque unos hombres con gorra van pasando y dando golpes con martillos muy largos en las ruedas, como para despertarlas y luego las tocan con la mano, pero yo sé que es para ver si queman o si hay alguna rota. Un año tuvimos que cambiar de tren y nos mudamos con todas las maletas y la gente iba con cestas y con bultos hechos con tela y atados y a una señora de pueblo se le escapó una gallina. A veces paramos en medio del campo, pero nadie dice nada. Ahora estoy muy contento porque vamos de vacaciones, a Santander, a la playa. Me gusta mucho viajar y cuando sea mayor me gustaría ser maquinista, aunque mi padre quiere que yo sea ingeniero. Pero entonces podré construir locomotoras como ésta que dicen que se llama SANTA FE. Y a lo mejor dentro de esta locomotora que digo, que dicen que se llama SANTA FE, están las almas de todas las demás locomotoras que van a arrastrar mi vida. Unos trenes van y otros vienen, por eso a lo mejor, algún día cuando yo sea muy mayor, también el tren me volverá a esta estación de donde salimos, a esta estación llena de bruma, silbatos y misterio en la que sólo soy un niño.