Premio de Narraciones Breves Antonio Machado 1997 - Fundación de los Ferrocarriles Españoles

Premio Narraciones Breves Antonio Machado, 1997

Primer premio: 'Última y primera estación', Francisco García Marquina

Narraciones Breves 1997

Madrileño, nacido en 1937, vive en el campo de Guadalajara y es biólogo, periodista y escritor. Conferenciante y colaborador de diversos medios de comunicación, ha publicado libros de narrativa, viajes, biografía y un estudio literario, si bien su principal dedicación es la poesía con más de una docena de títulos en su haber.

***

Estaba inmóvil, pero vivo. Cuando se colmaron los minutos de su hora en punto, cerró sus puertas con un suspiro breve y, después de unos segundos como de reflexión, dio una sacudida muy suave que puso a la estación en un lento movimiento hacia atrás. Rojo, lustroso y exacto, el tren de cercanías se había puesto en marcha para mí.

A través de la ventanilla me sentí emparejado con un tipo alto que caminaba por el andén a zancadas lentas y desganadas y que me miró de soslayo por el cristal irrompible. Otra sacudida hizo más rápida la escena y le dejó rezagado, pero me puso a tiro a una empleadita con las aletas de la nariz dilatadas por la prisa, que movía agitadamente las piernas sin que a pesar de ello pudiera alcanzarme y que se quedó envuelta en un montón de figuras entrecruzadas y celéricas.

Él iba creciéndose y ganando velocidad hasta que se liberó de la oscuridad del túnel. Un olear de postes, cifras y recuadros de sol y sombra fue lo que me despidió de la estación y me adentró en una tramoya de tapias, cartelones, casas modestas y ropa tendida. Sorteando las islas de desguaces, escombros y matojos, fuimos entrando en ese paisaje verde ralo en donde el campo pelea con la ciudad por defender sus fronteras. Y entonces el tren se lanzó a su desahogo total.

Volví a contemplarme y sentí que él me envolvía en una música maquinal y suave que intentaba reclamar mi atención. Entonces me concentré en el interior del vagón y en las figuras que me rodeaban. Viajábamos pocas personas y era tal su silencio que la música ambiental se oía muy nítida a pesar de su delgadez. Cuando terminé esta reflexión, él iba ya tan veloz que competía sin esfuerzo con los lejanos automovilistas que debían también correr mucho por la autopista paralela.

En el asiento de enfrente y en diagonal a mí, una escolar se debía saber tan poderosa que no necesitaba defender su belleza. Iba sentada de espaldas a la marcha, como desentendiéndose de todo aquello que no fuera ella misma. Movía acompasadamente su rodilla y sus dedos jugaban maquinalmente con los clips del lomo de un gran cuaderno azul, en cuya portada, muy maltratado por rayas de bolígrafo, apostillas con letra redondeada y corazones y muñecos, había una gran foto dentífrica de Tom Cruise. Además de todas sus señas de identidad, de toda la exposición de iconos, llevaba las orejas tapadas por un par de botones negros hasta los que ascendían dos hilos por los que recibiría la transfusión por goteo de la música. No parecía reparar en nada ni nadie y menos en este señor mayor con un gesto de escepticismo elegante y errático que iba sentado enfrente y en diagonal con ella. Este señor, que se resistía a usar su tarjeta dorada y no la enseñaba nunca en la taquilla, tenía las cuentas de su vida enfiladas por los raíles del ferrocarril, que le habían llevado desde pequeñas estaciones donde la yerba se disputaba el balasto con las traviesas de madera, hasta las grandes escolleras de carbón y aceite donde dormitaban las locomotoras de la Union Pacific. Para ese señor, subir a un tren era el rito de forjar un eslabón más de la cadena de su vida, obedeciendo a una vocación contraída en la infancia cuando le sobrecogía el silbato lejano de los trenes nocturnos. Una cadena que ya era demasiado larga y cuyos eslabones ahora acariciaba con nostalgia.

Con una voz neta y sin vacilaciones, que vino desde lo alto, él nos advirtió: "Próxima estación: Alcalá de Henares". Y lo dijo ocultándose bajo una entonación fríamente amorosa. Esto me hizo volver de una a otra realidad y alzar los ojos hacia el letrero luminoso del fondo del vagón donde también este nombre se deslizaba en un punteado rojo y movedizo, que dio paso a la advertencia de que eran las 12:24 y que la temperatura era de 31°C. Supongo que la del campo abierto, ya que en mi cuerpo había una punta casi de frío porque él nos había aislado del mundo exterior y rodeado de un sonido, una luz y una temperatura adrede.

Él era hermoso, reluciente y veloz y guardaba a todos sus pasajeros envueltos en un abrazo hermético.

* * *

El titilar de los puntitos rojos de aquella pantalla me fue lentamente adormeciendo hasta llevarme a otra realidad muy distante. Me desperté cuando él, después de tantear con su pie algunos cruces y agujas, paró con cierta brusquedad acompañada de unos chirridos que me alarmaron. También me extrañó notar que la temperatura había subido de golpe y que el ruido era ahora una trepidación muy fuerte y la transparencia del aire del vagón había sido invadida por un tufillo pegajoso de gasoil.

Pensé que había leído mal aquella placa anteriormente: donde yo creí haber visto machaconamente el anagrama CAF, ahora se leía TAF en un cromado presuntuoso. Me di cuenta de que a mi lado iba ahora una mujer joven con vestido floreado y de mucho vuelo, con ojos abiertos de recién casada y lo que más me sorprendió es que la noté entrelazando su mano con mi brazo. También comprendí que aquellas maletas de fibra que se acomodaban en la rejilla, aquellos bolsos que se acurrucaban entre nuestros pies y aquella máquina de retratar que colgaba del respaldo eran nuestras pertenencias en viaje de bodas. El automotor volvió a tomar vía libre. Atronaba el aire, como si corriese mucho, y dejaba una sombra alargada en los campos desolados. Un empleado vestido de yanqui afable, empujaba un carrito con bebidas tratando de mantener la palabra y el equilibrio a lo largo del pasillo. El tren tenía unas vacilaciones de autobús de línea y se le notaba la fatiga cuando hacía frente a un repecho, pero luego se resarcía al abandonar la meseta venteando Despeñaperros, y aquel viento cargado de aromas de olivar y tufo de gasoil que entraba por la ventanilla y nos despeinaba, tenía ya presagios marinos.

Y así, entre chirridos de los frenos, traqueteos de los cambios de aguja y alboroto de vendedores, el tren paró como si se desfondase bajo la marquesina metálica. Yo me empiné ágilmente intentando ver algún letrero que me confirmase que habíamos llegado a Málaga, pero todo lo que alcanzaba a leer no ofrecía ninguna claridad. Un gran cartel ponía "Salida", en otro más pequeño se advertía que nadie se hacía responsable de tu atropello si osabas cruzar las vías y uno enorme y vertical, lleno de soles sonrientes en donde caracoleaba un caballito de mar, proponía invertir en turismo, que era el gran futuro de este país con aire de nuevo rico. Bajé del todo el cristal de la ventanilla y con ello aumentó el parloteo de las gentes que bajaban del automotor y el de los que iban y venían junto a él.

Uno de esos carros colmados de maletas y dirigido por un auriga vestido de azul sucio con gorra de visera que iba de pie en el pescante, acompañando los pitidos breves y agudos con floridas imprecaciones en idioma andaluz, me cruzó a un palmo de las narices. Su paso fue como el de un telón que se descorriese, un telón que oscureciese la escena y luego volviera a iluminar otra de luz muy diferente.

* * *

Pero nunca el viaje se guía por la línea recta. Una simplificadora mentira nos hace creer que las vidas siempre avanzan, que el único camino posible es el que nos aparta del origen. Las estaciones -las estaciones de ferrocarril, las estaciones de la más vulgar de las existencias- marcan un laberinto lleno de retrocesos: el laberinto de la memoria. Por eso no me sorprendió el nombre de la estación a la que ahora llegábamos, que nada tenía que ver con el anterior. Lo repetían los altavoces: "Hendaye, Hendaye, Hendaye..." Lo escuché por tres veces, y después siguió con un breve parlamento en francés explicativo de que faltaba un minuto para salir y de que los viajeros debían subir al tren, cerrar las portezuelas y tener cuidado con el arranque. Esta amabilidad tan desmenuzada me confirmó que habíamos pasado la frontera. También la limpieza del departamento, que parecía una salita de espera medio vacía, la ausencia de confidencias en voz alta, de ofrecimientos de intercambio de merienda y de plácemes a gritos y el retazo de un paisaje verde húmedo que se colaba por la ventanilla, me confirmó que había dado el primer paso para llegar a mi libertad, para retroceder casi al principio, cuando todas las estaciones están por elegir, y todos los trenes por tomar, y aún se desconocen casi todos los destinos. Estaba en la estación de la primera juventud.

El tren arrancó en su punto, fue ganando velocidad pulso a pulso y pronto se coló por un túnel que oscureció el recuadro de la ventanilla en el que ahora empecé a verme reflejado. Demasiado joven, demasiado entusiasta, demasiado ingenuo. Intentaba salir al mundo, poniendo un pie en París. Atrás dejaba a una madre piadosa y asfixiante, a una novia decente, a un país de secano y a un rimero de cautelas y prohibiciones.

Salió del túnel y me volvió al presente. El tren iba muy rápido pero con suavidad, hasta el punto de que podía leer cómodamente un libro, incluso subrayar y anotar en sus páginas y hasta escribir una carta con este encabezamiento: "Querida madre", "Cristina, amor" o "Compañeros".

"ALSTHOM, Belfort". También la máquina del tren tenía su nombre, como todo lo que aparecía apresuradamente ante mis ojos. Era un país lleno de palabras, de verbos, de nombres, en donde todo estaba escrito para un pueblo capaz de leer y que hasta sus canciones románticas estaban atiborradas de palabras: "Non, rien de rien. Non, je ne regrette rien".

Y no fue el olor a pan y pavimento regado, ni el aire de gravedad y displicencia de sus habitantes, ni el trajín de los mercados madrugadores, ni las confidencias de la librería española, ni las piernas rojas y la boca sin fondo de esa amiga salvaje, lo que siempre recordé de aquella ciudad que se avecinaba. Fue aquel cartel de madrugada; aquella sugerencia al cheminot (pero que podía leer cualquier paseante como la primera frase de un texto de Rimbaud) al embocar los puentes de la estación de Austerlitz: "Evitez la fumée".

* * *

Siempre es por el humo, que cuando salimos de viaje en el tren mi padre se pone un traje oscuro, porque dice que en el tren hay mucho humo y carbonilla. A mí se me ha metido una vez carbonilla en los ojos y por eso no me dejan ir con la ventanilla abierta, pero como ahora es de noche no me importa nada. Yo siempre me despierto con el golpe que da el tren al pararse y leo los carteles con el nombre de las estaciones, aunque a veces los leo de memoria porque el cristal de la ventanilla está sucio de hollín y gotitas de agua. Fuera debe hacer frío y entre las vías se ven faroles con luces que se mueven porque unos hombres con gorra van pasando y dando golpes con martillos muy largos en las ruedas, como para despertarlas y luego las tocan con la mano, pero yo sé que es para ver si queman o si hay alguna rota. Un año tuvimos que cambiar de tren y nos mudamos con todas las maletas y la gente iba con cestas y con bultos hechos con tela y atados y a una señora de pueblo se le escapó una gallina. A veces paramos en medio del campo, pero nadie dice nada. Ahora estoy muy contento porque vamos de vacaciones, a Santander, a la playa. Me gusta mucho viajar y cuando sea mayor me gustaría ser maquinista, aunque mi padre quiere que yo sea ingeniero. Pero entonces podré construir locomotoras como ésta que dicen que se llama SANTA FE. Y a lo mejor dentro de esta locomotora que digo, que dicen que se llama SANTA FE, están las almas de todas las demás locomotoras que van a arrastrar mi vida. Unos trenes van y otros vienen, por eso a lo mejor, algún día cuando yo sea muy mayor, también el tren me volverá a esta estación de donde salimos, a esta estación llena de bruma, silbatos y misterio en la que sólo soy un niño.