Cookie Consent by Free Privacy Policy Generator Premio de Narraciones Breves Antonio Machado 1996 - Fundación de los Ferrocarriles Españoles

Premio Narraciones Breves Antonio Machado, 1996

Primer premio: 'El trenes', Antonio D. Olano

Narraciones Breves 1996

Periodista nacido en Villalba (Lugo) ha colaborado en decenas de publicaciones, programas radiofónicos -dos premios Ondas lo avalan- y televisivos. Director de cine y teatro, dos veces finalista del Planeta y una del Espejo de España, biógrafo de Picasso, Olga Ramos, Dalí y los "Dominguín", ha publicado más de ochenta libros de diversos géneros y estrenado cincuenta comedias y varias obras de café-teatro. Ha sido también relaciones públicas de la Sociedad General de Autores de España y del Club Atlético de Madrid.

***

-¿Pasa contigo Trenes?
-En vía muerta, don José... Siempre en los apeaderos mayormente.
-Y en las estaciones, Trenes...
-¡Si se tercia! Me paseo por Atocha y mismamente, con perdón, me parece el bosque de mi pueblo, solo que cubierto como algunas plazas de toros...
-Los toros necesitan techos libres, libertad, cielo...
- Sol y moscas...
-Tu lo has dicho «Trenes».
-Lo que pasa es que uno no sabe expresarse como usted, don José, que es hombre de mundo... ¿Qué hay de lo mío, don José? Y usted perdone por la insistencia... Ya sabe, el que no llora...
-No mama, Trenes, no mama... Pero tu vas a mamar y de una abundante ubre... En cuanto llegue Currito os subís a mi estudio y te llevarás una sorpresa...

Todo el mundo de esos hombres, que se guardan respeto entre si, pero que disfrutan de la democracia que siempre les ha otorgado el toro, todo lo que poseen, desde cuatro duros en el bolsillo o las ilusiones que circulan libre, como el utrero en las dehesas, está alrededor de la madrileña Plaza de Santa Ana en la que, en lo alto de un edificio de sólida construcción, como una atalaya, cual si fuese el puente de mando de ese barco que lleva muchas décadas sin moverse de allí, está el estudio del pintor. Justo encima de «La Alemana», la cervecería que es Ateneo de los taurinos y en un tiempo todavía no lejano se convirtió en lugar de cita, en parada Y fonda de todos los «Hippies» del universo mundo. Desde el amplísimo ventanal pueden contemplarse los sólidos edificios que conforman la plaza: el «Teatro Español», una de las fachadas del «Hotel Victoria» en donde, Trenes, se vestía nada menos que «Manolete» ¿Has oído hablar de «Manolete» ¿Qué como era? «Pues el más grande los demás a mamar..., Trenes, lo que yo te diga». Y, de nuevo, se asoman a ver como circulan los habitantes del lugar, que no son únicamente los que allí viven y duermen, sino los que juegan a las cuatro esquinas, los transeúntes de la amanecida, de los mediodías y de la penumbra. Dentro de pocos metros cuadrados, presididos por don Pedro Calderón de la Barca, allí quieto, como un «dontancredo», conviven las dehesas, las plazas de toros, las talanqueras de todos los pueblos. También tiene su sitio el borrachín, que cruza de lado a lado, dando pases imaginarios que ofrece «costo»» de buena calidad y a precios sin competencia. Y los estudiantes que se citan en bares y cervecerías, sobre todo los fines de semana. Las mujeres, niños y militares sin graduación. Y allí permanecen los colmados a los que, cuando otoñece y ya no se escuchan los clarines por esas plazas de Dios, solo se dan cita, sin citarse, «los cabales». Con la primavera es distinto. Se llena todos los mediodías y las tardes todas, de la hermosa gente del toro. Y de carteles que anuncian las corridas más insólitas. En Viña, solamente falta un cartel y pronto estará allí y en todas partes, «Trenes».

Y, con la solemnidad que requiere el caso, don José levanta una cortinilla tras la cual está una de sus obras maestras. «Va por ti, Trenes».

El muchacho, no tan mozo ya, se quedó perplejo y le salió más de su ánima que de la boca un «¡superió!» acompañado de un «¡quita el sentio, don José, quita el sentio!». El mozarrón, manchego para más señas de identidad, en las ocasiones solemnes se come sílabas y andaluzea con las palabras. Conoce perfectamente que el que quiere hacerse respetar entre los taurinos debe decir «superió», «tela marinera», «ansín». Y es que a los toreros andaluces no les va nada mal con sus andares y mucho menos como su manera de hablar. O de callarse después de un «digo», con el que todo se aprueba o todo se rechaza. Lo malo es que «El Trenes» apenas conocía Andalucía, no se «alargaba» más que a las dehesas mesetarias. Su economía, aunque se las apañaba a las mil maravillas para viajar gratis en todos los trenes evitando así el dispendio del kilométrico y desaprovechando las ventajas de los «días azules», sus ahorros no le permitían demasiadas alegrías. Bendecía a los trenes, maldecía de los revisores y pensaba que los trenes habían sido, y seguían siéndolo, las mejores escuelas taurinas o, cuando menos, los mejores vehículos para llegar a la gloria.

A «El Trenes», el menor de doce hermanos, hijo de campesinos, le habían dicho que para triunfar lo importante era el «marketing», que sino se fijase en «Jesulín de Ubrique», que se lo había montado con las «jaís». El chico nunca preguntaba nada y se aprendía las palabras como un loro de Guinea, que son los que mejor hablan según dicen los expertos en papagayos y aves exóticas.

-Eso es lo que necesito yo «marketing», don José, eso es lo que necesito yo... La idea del cartel fue iniciativa de Currillo que anda sobrado de ingenio y mala leche. Él si que tuvo mil kilométricos y recorrió toda la geografía española, en busca de las principales y aún de las ferias menores, en trenes de todo tipo. Incluso en mercancías, en donde trabó conocimiento con los maletillas que iban de un lugar a otro con tal de dar unos pases «por el inclusive» desnudos como lo había hecho don Juan Belmonte, a todas las dehesas. ¡Más cornadas dan los mayorales si los cazan in fraganti!

-Aquí tienes marketing, Trenes, marketing para dar y para tomar... -repetía don José, el pintor, convencido de la bondad de su propia obra...

-Ahora solo te queda arrimarte como un león... El marketing está servido...

En el lienzo, nacido con vocación de cartel, «El Trenes» dando una «verónica de alhelí». El toro acudiendo dócil a la cita. Y detrás, inmensa y sobrecogedora, un «AVE». Todo dentro de la renovada estación de Atocha. Ni el mismísimo Eiffel había soñado que don José, el pintor de los toros, inmortalizase su obra de tal guisa. Casi difuminados los árboles del invernadero. Viajeros con maletas, apenas apuntados unos y otros, sustituían a los clásicos espectadores de los tendidos.

«El trenes» se quedó sin habla. Sobre todo al leer su nombre artístico, hecho con grandes trazos en lo más alto del cartel. «El Trenes, un torero de alta velocidad».

¿Qué mejor publicidad para un torero que se la juega sorteando vigilantes dentro de un vagón de ferrocarril y más tarde, a la luz de la luna, robando pases a uno de esos toros que pacen tranquilamente en el campo?

Currillo, que tiene su andorga llena de los mejores caldos nacionales y escoceses, cosa que no le hace perder la luz del entendimiento, completa su idea con una propuesta:

-Incluso puede «esponsorizarte» la mismísima RENFE y que te regalen los carteles. Porque, desde que los toreros se desplazaban en tren y llevaban como comida los pucheros, llenos de cocido de «La Bola», no se ha visto menos relación con los ferrocarriles que ahora... Te pueden subvencionar con billetes gratis porque, la verdad, es que os hacéis favores mutuos... A los trenes hay que devolverles su encanto y, la verdad, con la competencia de los aviones, los modernos coches de los toreros y sus cuadrillas, se va perdiendo la solera.

Los carteles, en principio pagados por suscripción entre los clientes de «La Alemana» y «Viña P», muy pronto llenaron los mesones y tabernas de los alrededores y, naturalmente, de la Plaza de Santa Ana. Incluso, por el cartel, le salió un apoderado, no de mucho trapío, pero que había contribuido a que otros toreros, hasta que llegaron a él totalmente desconocidos, gozasen de cierto renombre. Don Armando Pichardo y de las Heras Montarco, aspirante a la baronía de Sobrado de los Montes, que había disfrutado un abuelo suyo, había sido factor de una estación de cercanías y debido a las prebendas que le otorgaba su condición y oficio, recorría todos los lugares en los que se celebraban festejos. «¡Viva la RENFE!», le saludaban los conocidos y a alguno, sobre todo a los apoderados, le sobraba un pase de favor para que don Armando Pichardo y de las Heras Montarco, al que llamaban «el baronés» por sus legítimas reivindicaciones del título de sus antepasados, no le faltase un acomodo y pudiese presenciar las corridas tan rica y baratamente. Hasta que un día, precisamente en un viaje de regreso a Madrid y a la altura de El Escorial, un apoderado le propuso que acompañase a uno de sus toreros. Desde entonces don Armando Pichardo y de las Heras Montarco, aspirante a la baronía de Sobrado de los Montes, decidió que su verdadera vocación era la de representar a los coletudos. Se vistió como mandan los cánones, porque a un torero o a un taurino debe notársele su condición desde trescientos metros de distancia. Traje negro, camisa con chorreras, un lazo rojo, como el clavel de su solapa, sustituyendo a la corbata. Y sombrero cordobés. Su apariencia era de auténtico currito, bien maqueado. Solamente le delataba su fuerte acento gallego, ¡árdele o eixe carbaileira!, a la hora de hablar. Porque don Armando Pichardo de las Heras Montarco, aspirante a la baronía de Sobrado de los Montes, abrió los ojos en el mismo Padrón y le entró la afición a los toros al ver en las repisas de las tabernas de la calle del Franco, de Santiago, botellas con la etiqueta de «Celita», un torero gallego que mataba con más rapidez que un infarto en el corazón. También conoció a los Hermanos Barquerito, padre e hijo y su secreta esperanza estaba en descubrir algún fenómeno en aldeas o pedanías galaicas.

«Antes de comprometerme con tu apoderamiento, «Trenes» iré contigo a un tentadero... Amigos no me faltan y todos los ganaderos me aprecian porque saben que soy de ley... Y esta vez nada de esconderse del revisor, que yo tengo mi viaje de gracia y te he comprado un billete para ti para que vayas como un señor».

Por aquel lo de la costumbre, de ir sorteando la vigilancia, en cuanto apareció el revisor «El Trenes» pegó un respingo y se puso en pie, intentando escapar. Tuvo que volverlo a la realidad su futuro apoderado que, parsimonioso, enseñó todas las credenciales de Genaro Rodríguez Cervino, opositor con él para obtener su cargo dentro de la compañía ferroviaria española. Le presentó a «El Trenes» y Genaro Rodríguez Cervino lo reconoció inmediatamente: ¡No me ha hecho correr este chico detrás de él!. Tenía ganas de pillarlo. Y, para una vez que lo tengo a tiro, resulta que viene perfectamente documentado. ¡Suerte Prudencio!, ¡Suerte, muchacho y no nos dejes quedar mal que llamándote «El Trenes» ya formas parte de nuestra gran familia».

«El trenes» miraba hacia afuera aunque, la verdad, ya conocía palmo a palmo los parajes y paisajes que recorría el tren don Prudencio, hombre instruido y de escasas lecturas bien aprovechadas, había leído en unas páginas de cesar González Ruano la frase de un escritor francés que rezaba: «Uno es más si sabe que lo miran». Y a él le gustaba llamar la atención en todas partes, alzando el tono de voz. Y, pensado y hecho. Comenzó a aconsejar a su pupilo poniendo la voz en cuello. ¡Y vaya si lo miraron y lo escucharon con curiosidad los otros viajeros!. Lo malo es que dos de ellos, muchachos con coleta y cruces a modo de pendientes, eran ecologistas y comenzaron a despotricar contra la Fiesta Nacional. «Asesinos, eso es lo que son ustedes, unos asesinos». «El Trenes» perdió los nervios y de no haber intervenido el revisor, que casualmente pasaba por allí, se hubiese armado una buena trifulca. Genaro Rodríguez Cervino puso orden, dijo varias veces que él era la autoridad y amedrantó de tal manera a los muchachos, que se bajaron precipitadamente en la estación más próxima. Ante la equiescencia de los demás viajeros, un cura párroco vestido con la clásica sotana, un oficial de notaría y dos hermanas solteronas, don Armando Picardo y etcétera, etcétera, se dio cuenta de que tenía el auditorio a su favor y les habló de la razón de ser de la Fiesta, sin la cual no se podría comprender a España. Puso tal énfasis que incluso el párroco inició una ovación, seguida por los otros viajeros por aquello del respeto a lo que el señor cura representaba. Se pasó de los toros a hablar y discutir de la situación actual de España y de que las tertulias, de tanta incidencia en emisoras de radio y hasta en televisiones, se habían inventado en los vagones de los trenes, dentro de los cuales cualquier pasajero se siente y es tribuno.

Los viajeros ya intuían, por la vestimenta de los dos personajes que había toreros a bordo. Pero tenían, que dejárselo bien claro porque, ya se sabe, para que el público se entere de lo que se le quiere comunicar, deben repetírsele las cosas hasta tres veces e incluso cuatro en caso de idiocia, torpeza o cerrazón de mollera.

-No olviden este nombre, «El Trenes». Esta misma temporada únicamente se escuchará su nombre en las crónicas taurinas y, por el inclusive, en las revistas del corazón. Fueron las palabras de despedida del apoderado que estaba seguro de que había conquistado unos seguidores incondicionales para el chico.

-¡Suerte vagones!- lo despidió el señor cura párroco que tras librar lo suyo, y lo que le ofrecieron los demás fieles católicos apostólicos y romanos que, con la mejor intención contribuyeron a que se le nublase el entendimiento al ministro de la Santa Madre Iglesia.

Cerca de la finca en la que se iba a celebrar el tentadero pasaban los trenes continuamente. El aspirante a figura no precisaba mirar el reloj para saber que hora era. Pasaba el «Talgo» de las doce y pico y coincidió, de ahí que a «El Trenes» no se le olvidase jamás, con un revolcón que le proporcionó la vaquilla. Después, ya en tierra vencido y humillado, hizo por él y la res lo envío por los aires. Supo que a las dos de la tarde lo estaban curando en un cuarto de la casa, porque regresaba hacia la Villa y Corte un «intercity».

No le rodaron bien las cosas. ¡Hay años en los que uno no está para nada. Los contratos no abundaban y don Armando Pichardo y etcétera, etcétera, etcétera, buscaba desesperadamente «ponedores» para que el chico tuviese oportunidades de torear porque «ya se sabe», te juegas la vida y encima tienes que pagar. Esta carrera de torero ya es para los millonarios, convénzase usted...

Se acercaba el mes de mayo y el apoderado llenó de carteles los bares e incluso paredes de las Ventas. Todos conocían a «El Trenes» y trataban de desprender de los muros los carteles, para tener un recuerdo. Todos menos los empresarios, a juzgar por los malos resultados, que no querían darle corridas a «El Trenes». Don Armando Pichardo y, esta vez sí, de las Heras Montarco, aspirante a la baronía de Sobrado de los Montes, tuvo una idea genial como solían ser las suyas. Hacía mucho tiempo que los maletillas no habían aparecido, vestidos de toreros, a las puertas de una plaza grande pidiendo una oportunidad.

Vestido de tal guisa, grana y oro para ser más exactos, con un traje de alquiler que testigo de tardes de gloria y de desastre de otros aspirantes al toreo, llevó al chico a una de las entradas de la Estación de Chamartín. Junto a la vieja máquina de vapor, ya convertida en monumento de hierro, en auténtica escultura que ya quisieran firmar los Chillida y demás maestros, se colocó «El Trenes». Acudieron todos los revisteros taurinos, su fotografía apareció en todos los semanarios y suplementos taurinos y hasta en la primera página de un periódico de gran tirada nacional. Sabía bien don Prudencio, ahora sin nombres ni apellidos, que las cosas de palacio van despacio. ¡Y no digamos las contrataciones de toreros! Quizás por eso finalizó la temporada y «El Trenes» continuaba allí, como una pieza decorativa más, junto a la máquina de vapor. Pronto llegó el invierno y don Prudencio, haciendo honor a su nombre, conoció el amargor de la derrota y consoló al chico diciéndole «Otra vez será...» Pero «El Trenes» no quiso moverse de allí y, con los fríos, las lluvias hasta las nieves del invierno, se quedó tieso como dicen que están las flautas y las tenoras y las mojamas. Nadie se atrevió a moverlo de allí porque, por aquel entonces, los encargados de patrimonio nacionales y regionales, declararon monumento histórico, artístico y no sabemos cuántas cosas más, al conjunto que formaban la locomotora y «El Trenes» del que, ello es evidente, no había tirado la hermosa máquina. Por eso el curioso lector que pase por aquellos pagos, debe conocer esta historia para explicarse algo insólito, que como tantas cosas españolas es cotidiano...