Periodista nacido en Villalba (Lugo) ha colaborado en decenas de publicaciones, programas radiofónicos -dos premios Ondas lo avalan- y televisivos. Director de cine y teatro, dos veces finalista del Planeta y una del Espejo de España, biógrafo de Picasso, Olga Ramos, Dalí y los "Dominguín", ha publicado más de ochenta libros de diversos géneros y estrenado cincuenta comedias y varias obras de café-teatro. Ha sido también relaciones públicas de la Sociedad General de Autores de España y del Club Atlético de Madrid.
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-¿Pasa contigo Trenes?
-En vía muerta, don José... Siempre en los apeaderos
mayormente.
-Y en las estaciones, Trenes...
-¡Si se tercia! Me paseo por Atocha y mismamente,
con perdón, me parece el bosque de mi pueblo, solo
que cubierto como algunas plazas de toros...
-Los toros necesitan techos libres, libertad,
cielo...
- Sol y moscas...
-Tu lo has dicho «Trenes».
-Lo que pasa es que uno no sabe expresarse como
usted, don José, que es hombre de mundo... ¿Qué hay
de lo mío, don José? Y usted perdone por la
insistencia... Ya sabe, el que no llora...
-No mama, Trenes, no mama... Pero tu vas a mamar y
de una abundante ubre... En cuanto llegue Currito os
subís a mi estudio y te llevarás una sorpresa...
Todo el mundo de esos hombres, que se guardan
respeto entre si, pero que disfrutan de la
democracia que siempre les ha otorgado el toro, todo
lo que poseen, desde cuatro duros en el bolsillo o
las ilusiones que circulan libre, como el utrero en
las dehesas, está alrededor de la madrileña Plaza de
Santa Ana en la que, en lo alto de un edificio de
sólida construcción, como una atalaya, cual si fuese
el puente de mando de ese barco que lleva muchas
décadas sin moverse de allí, está el estudio del
pintor. Justo encima de «La Alemana», la cervecería
que es Ateneo de los taurinos y en un tiempo todavía
no lejano se convirtió en lugar de cita, en parada Y
fonda de todos los «Hippies» del universo mundo.
Desde el amplísimo ventanal pueden contemplarse los
sólidos edificios que conforman la plaza: el «Teatro
Español», una de las fachadas del «Hotel Victoria»
en donde, Trenes, se vestía nada menos que
«Manolete» ¿Has oído hablar de «Manolete» ¿Qué como
era? «Pues el más grande los demás a mamar...,
Trenes, lo que yo te diga». Y, de nuevo, se asoman a
ver como circulan los habitantes del lugar, que no
son únicamente los que allí viven y duermen, sino
los que juegan a las cuatro esquinas, los
transeúntes de la amanecida, de los mediodías y de
la penumbra. Dentro de pocos metros cuadrados,
presididos por don Pedro Calderón de la Barca, allí
quieto, como un «dontancredo», conviven las dehesas,
las plazas de toros, las talanqueras de todos los
pueblos. También tiene su sitio el borrachín, que
cruza de lado a lado, dando pases imaginarios que
ofrece «costo»» de buena calidad y a precios sin
competencia. Y los estudiantes que se citan en bares
y cervecerías, sobre todo los fines de semana. Las
mujeres, niños y militares sin graduación. Y allí
permanecen los colmados a los que, cuando otoñece y
ya no se escuchan los clarines por esas plazas de
Dios, solo se dan cita, sin citarse, «los cabales».
Con la primavera es distinto. Se llena todos los
mediodías y las tardes todas, de la hermosa gente
del toro. Y de carteles que anuncian las corridas
más insólitas. En Viña, solamente falta un cartel y
pronto estará allí y en todas partes, «Trenes».
Y, con la solemnidad que requiere el caso, don José
levanta una cortinilla tras la cual está una de sus
obras maestras. «Va por ti, Trenes».
El muchacho, no tan mozo ya, se quedó perplejo y le
salió más de su ánima que de la boca un «¡superió!»
acompañado de un «¡quita el sentio, don José, quita
el sentio!». El mozarrón, manchego para más señas de
identidad, en las ocasiones solemnes se come sílabas
y andaluzea con las palabras. Conoce perfectamente
que el que quiere hacerse respetar entre los
taurinos debe decir «superió», «tela marinera», «ansín».
Y es que a los toreros andaluces no les va nada mal
con sus andares y mucho menos como su manera de
hablar. O de callarse después de un «digo», con el
que todo se aprueba o todo se rechaza. Lo malo es
que «El Trenes» apenas conocía Andalucía, no se
«alargaba» más que a las dehesas mesetarias. Su
economía, aunque se las apañaba a las mil maravillas
para viajar gratis en todos los trenes evitando así
el dispendio del kilométrico y desaprovechando las
ventajas de los «días azules», sus ahorros no le
permitían demasiadas alegrías. Bendecía a los
trenes, maldecía de los revisores y pensaba que los
trenes habían sido, y seguían siéndolo, las mejores
escuelas taurinas o, cuando menos, los mejores
vehículos para llegar a la gloria.
A «El Trenes», el menor de doce hermanos, hijo de
campesinos, le habían dicho que para triunfar lo
importante era el «marketing», que sino se fijase en
«Jesulín de Ubrique», que se lo había montado con
las «jaís». El chico nunca preguntaba nada y se
aprendía las palabras como un loro de Guinea, que
son los que mejor hablan según dicen los expertos en
papagayos y aves exóticas.
-Eso es lo que necesito yo «marketing», don José,
eso es lo que necesito yo... La idea del cartel fue
iniciativa de Currillo que anda sobrado de ingenio y
mala leche. Él si que tuvo mil kilométricos y
recorrió toda la geografía española, en busca de las
principales y aún de las ferias menores, en trenes
de todo tipo. Incluso en mercancías, en donde trabó
conocimiento con los maletillas que iban de un lugar
a otro con tal de dar unos pases «por el inclusive»
desnudos como lo había hecho don Juan Belmonte, a
todas las dehesas. ¡Más cornadas dan los mayorales
si los cazan in fraganti!
-Aquí tienes marketing, Trenes, marketing para dar y
para tomar... -repetía don José, el pintor,
convencido de la bondad de su propia obra...
-Ahora solo te queda arrimarte como un león... El
marketing está servido...
En el lienzo, nacido con vocación de cartel, «El
Trenes» dando una «verónica de alhelí». El toro
acudiendo dócil a la cita. Y detrás, inmensa y
sobrecogedora, un «AVE». Todo dentro de la renovada
estación de Atocha. Ni el mismísimo Eiffel había
soñado que don José, el pintor de los toros,
inmortalizase su obra de tal guisa. Casi difuminados
los árboles del invernadero. Viajeros con maletas,
apenas apuntados unos y otros, sustituían a los
clásicos espectadores de los tendidos.
«El trenes» se quedó sin habla. Sobre todo al leer
su nombre artístico, hecho con grandes trazos en lo
más alto del cartel. «El Trenes, un torero de alta
velocidad».
¿Qué mejor publicidad para un torero que se la juega
sorteando vigilantes dentro de un vagón de
ferrocarril y más tarde, a la luz de la luna,
robando pases a uno de esos toros que pacen
tranquilamente en el campo?
Currillo, que tiene su andorga llena de los mejores
caldos nacionales y escoceses, cosa que no le hace
perder la luz del entendimiento, completa su idea
con una propuesta:
-Incluso puede «esponsorizarte» la mismísima RENFE y
que te regalen los carteles. Porque, desde que los
toreros se desplazaban en tren y llevaban como
comida los pucheros, llenos de cocido de «La Bola»,
no se ha visto menos relación con los ferrocarriles
que ahora... Te pueden subvencionar con billetes
gratis porque, la verdad, es que os hacéis favores
mutuos... A los trenes hay que devolverles su
encanto y, la verdad, con la competencia de los
aviones, los modernos coches de los toreros y sus
cuadrillas, se va perdiendo la solera.
Los carteles, en principio pagados por suscripción
entre los clientes de «La Alemana» y «Viña P», muy
pronto llenaron los mesones y tabernas de los
alrededores y, naturalmente, de la Plaza de Santa
Ana. Incluso, por el cartel, le salió un apoderado,
no de mucho trapío, pero que había contribuido a que
otros toreros, hasta que llegaron a él totalmente
desconocidos, gozasen de cierto renombre. Don
Armando Pichardo y de las Heras Montarco, aspirante
a la baronía de Sobrado de los Montes, que había
disfrutado un abuelo suyo, había sido factor de una
estación de cercanías y debido a las prebendas que
le otorgaba su condición y oficio, recorría todos
los lugares en los que se celebraban festejos.
«¡Viva la RENFE!», le saludaban los conocidos y a
alguno, sobre todo a los apoderados, le sobraba un
pase de favor para que don Armando Pichardo y de las
Heras Montarco, al que llamaban «el baronés» por sus
legítimas reivindicaciones del título de sus
antepasados, no le faltase un acomodo y pudiese
presenciar las corridas tan rica y baratamente.
Hasta que un día, precisamente en un viaje de
regreso a Madrid y a la altura de El Escorial, un
apoderado le propuso que acompañase a uno de sus
toreros. Desde entonces don Armando Pichardo y de
las Heras Montarco, aspirante a la baronía de
Sobrado de los Montes, decidió que su verdadera
vocación era la de representar a los coletudos. Se
vistió como mandan los cánones, porque a un torero o
a un taurino debe notársele su condición desde
trescientos metros de distancia. Traje negro, camisa
con chorreras, un lazo rojo, como el clavel de su
solapa, sustituyendo a la corbata. Y sombrero
cordobés. Su apariencia era de auténtico currito,
bien maqueado. Solamente le delataba su fuerte
acento gallego, ¡árdele o eixe carbaileira!, a la
hora de hablar. Porque don Armando Pichardo de las
Heras Montarco, aspirante a la baronía de Sobrado de
los Montes, abrió los ojos en el mismo Padrón y le
entró la afición a los toros al ver en las repisas
de las tabernas de la calle del Franco, de Santiago,
botellas con la etiqueta de «Celita», un torero
gallego que mataba con más rapidez que un infarto en
el corazón. También conoció a los Hermanos
Barquerito, padre e hijo y su secreta esperanza
estaba en descubrir algún fenómeno en aldeas o
pedanías galaicas.
«Antes de comprometerme con tu apoderamiento,
«Trenes» iré contigo a un tentadero... Amigos no me
faltan y todos los ganaderos me aprecian porque
saben que soy de ley... Y esta vez nada de
esconderse del revisor, que yo tengo mi viaje de
gracia y te he comprado un billete para ti para que
vayas como un señor».
Por aquel lo de la costumbre, de ir sorteando la
vigilancia, en cuanto apareció el revisor «El
Trenes» pegó un respingo y se puso en pie,
intentando escapar. Tuvo que volverlo a la realidad
su futuro apoderado que, parsimonioso, enseñó todas
las credenciales de Genaro Rodríguez Cervino,
opositor con él para obtener su cargo dentro de la
compañía ferroviaria española. Le presentó a «El
Trenes» y Genaro Rodríguez Cervino lo reconoció
inmediatamente: ¡No me ha hecho correr este chico
detrás de él!. Tenía ganas de pillarlo. Y, para una
vez que lo tengo a tiro, resulta que viene
perfectamente documentado. ¡Suerte Prudencio!,
¡Suerte, muchacho y no nos dejes quedar mal que
llamándote «El Trenes» ya formas parte de nuestra
gran familia».
«El trenes» miraba hacia afuera aunque, la verdad,
ya conocía palmo a palmo los parajes y paisajes que
recorría el tren don Prudencio, hombre instruido y
de escasas lecturas bien aprovechadas, había leído
en unas páginas de cesar González Ruano la frase de
un escritor francés que rezaba: «Uno es más si sabe
que lo miran». Y a él le gustaba llamar la atención
en todas partes, alzando el tono de voz. Y, pensado
y hecho. Comenzó a aconsejar a su pupilo poniendo la
voz en cuello. ¡Y vaya si lo miraron y lo escucharon
con curiosidad los otros viajeros!. Lo malo es que
dos de ellos, muchachos con coleta y cruces a modo
de pendientes, eran ecologistas y comenzaron a
despotricar contra la Fiesta Nacional. «Asesinos,
eso es lo que son ustedes, unos asesinos». «El
Trenes» perdió los nervios y de no haber intervenido
el revisor, que casualmente pasaba por allí, se
hubiese armado una buena trifulca. Genaro Rodríguez
Cervino puso orden, dijo varias veces que él era la
autoridad y amedrantó de tal manera a los muchachos,
que se bajaron precipitadamente en la estación más
próxima. Ante la equiescencia de los demás viajeros,
un cura párroco vestido con la clásica sotana, un
oficial de notaría y dos hermanas solteronas, don
Armando Picardo y etcétera, etcétera, se dio cuenta
de que tenía el auditorio a su favor y les habló de
la razón de ser de la Fiesta, sin la cual no se
podría comprender a España. Puso tal énfasis que
incluso el párroco inició una ovación, seguida por
los otros viajeros por aquello del respeto a lo que
el señor cura representaba. Se pasó de los toros a
hablar y discutir de la situación actual de España y
de que las tertulias, de tanta incidencia en
emisoras de radio y hasta en televisiones, se habían
inventado en los vagones de los trenes, dentro de
los cuales cualquier pasajero se siente y es
tribuno.
Los viajeros ya intuían, por la vestimenta de los
dos personajes que había toreros a bordo. Pero
tenían, que dejárselo bien claro porque, ya se sabe,
para que el público se entere de lo que se le quiere
comunicar, deben repetírsele las cosas hasta tres
veces e incluso cuatro en caso de idiocia, torpeza o
cerrazón de mollera.
-No olviden este nombre, «El Trenes». Esta misma
temporada únicamente se escuchará su nombre en las
crónicas taurinas y, por el inclusive, en las
revistas del corazón. Fueron las palabras de
despedida del apoderado que estaba seguro de que
había conquistado unos seguidores incondicionales
para el chico.
-¡Suerte vagones!- lo despidió el señor cura párroco
que tras librar lo suyo, y lo que le ofrecieron los
demás fieles católicos apostólicos y romanos que,
con la mejor intención contribuyeron a que se le
nublase el entendimiento al ministro de la Santa
Madre Iglesia.
Cerca de la finca en la que se iba a celebrar el
tentadero pasaban los trenes continuamente. El
aspirante a figura no precisaba mirar el reloj para
saber que hora era. Pasaba el «Talgo» de las doce y
pico y coincidió, de ahí que a «El Trenes» no se le
olvidase jamás, con un revolcón que le proporcionó
la vaquilla. Después, ya en tierra vencido y
humillado, hizo por él y la res lo envío por los
aires. Supo que a las dos de la tarde lo estaban
curando en un cuarto de la casa, porque regresaba
hacia la Villa y Corte un «intercity».
No le rodaron bien las cosas. ¡Hay años en los que
uno no está para nada. Los contratos no abundaban y
don Armando Pichardo y etcétera, etcétera, etcétera,
buscaba desesperadamente «ponedores» para que el
chico tuviese oportunidades de torear porque «ya se
sabe», te juegas la vida y encima tienes que pagar.
Esta carrera de torero ya es para los millonarios,
convénzase usted...
Se acercaba el mes de mayo y el apoderado llenó de
carteles los bares e incluso paredes de las Ventas.
Todos conocían a «El Trenes» y trataban de
desprender de los muros los carteles, para tener un
recuerdo. Todos menos los empresarios, a juzgar por
los malos resultados, que no querían darle corridas
a «El Trenes». Don Armando Pichardo y, esta vez sí,
de las Heras Montarco, aspirante a la baronía de
Sobrado de los Montes, tuvo una idea genial como
solían ser las suyas. Hacía mucho tiempo que los
maletillas no habían aparecido, vestidos de toreros,
a las puertas de una plaza grande pidiendo una
oportunidad.
Vestido de tal guisa, grana y oro para ser más
exactos, con un traje de alquiler que testigo de
tardes de gloria y de desastre de otros aspirantes
al toreo, llevó al chico a una de las entradas de la
Estación de Chamartín. Junto a la vieja máquina de
vapor, ya convertida en monumento de hierro, en
auténtica escultura que ya quisieran firmar los
Chillida y demás maestros, se colocó «El Trenes».
Acudieron todos los revisteros taurinos, su
fotografía apareció en todos los semanarios y
suplementos taurinos y hasta en la primera página de
un periódico de gran tirada nacional. Sabía bien don
Prudencio, ahora sin nombres ni apellidos, que las
cosas de palacio van despacio. ¡Y no digamos las
contrataciones de toreros! Quizás por eso finalizó
la temporada y «El Trenes» continuaba allí, como una
pieza decorativa más, junto a la máquina de vapor.
Pronto llegó el invierno y don Prudencio, haciendo
honor a su nombre, conoció el amargor de la derrota
y consoló al chico diciéndole «Otra vez será...»
Pero «El Trenes» no quiso moverse de allí y, con los
fríos, las lluvias hasta las nieves del invierno, se
quedó tieso como dicen que están las flautas y las
tenoras y las mojamas. Nadie se atrevió a moverlo de
allí porque, por aquel entonces, los encargados de
patrimonio nacionales y regionales, declararon
monumento histórico, artístico y no sabemos cuántas
cosas más, al conjunto que formaban la locomotora y
«El Trenes» del que, ello es evidente, no había
tirado la hermosa máquina. Por eso el curioso lector
que pase por aquellos pagos, debe conocer esta
historia para explicarse algo insólito, que como
tantas cosas españolas es cotidiano...