Nacido en Lérida y residente en Peñíscola, fue durante 30 años funcionario de Naciones Unidas en Ginebra. Ha traducido a autores como Paul Eluard y André Breton, colabora en diversos periódicos y revistas y ha pronunciado más de cien conferencias dentro y fuera de España. Además, ha publicado diez libros y obtenido unos cuarenta premios literarios. En la localidad castellonense de Almazora se convoca un premio literario que lleva su nombre.
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1
No llegó a inaugurarse. Era chiquita, casi un
juguete, toda blanca con rótulos aparentes,
equipajes, jefe de estación, salida, cantina. Le
faltaban si acaso unas manchas de color, unas
macetas de geranios -a los de hojas más arrugadas
don Lucas les dice pelargonios, se conoce que de vez
a otra se acuerda de los latines de cuando anduvo
unos años por el seminario- con que la mujer del
factor hubiera salpicado aquí y allá la austeridad
de las paredes encaladas. Pero ni factor, ni jefe,
ni guardagujas y ya a las semanas algún arrapiezo le
había hecho un jirón al placarde de papel de la
sagardúa de manzanas.
Era la estación abandonada, el andén en barbecho,
como las mujeres de no parir, de un último pueblín
norteño, donde de padre vaquero había nacido el
rapaz, que pasó más horas yendo a nidos que en las
clases de geografía de don Lucas y que no obstante
llegó a ministro, cuánta verdad lo de los recónditos
caminos del Señor.
- Rentable no creo que sea, desde luego, y no
comprendo cómo llegaron a construirla. Pero veré lo
que puedo hacer. No os digo ya que sí, pero veré.
El alcalde y los otros, vestidos de limpio, salen
del despacho convencidos de que don Leandro lo
conseguirá. El alcalde gusta de frases rotundas.
- Don Leandro es mucho don Leandro. Dentro de nada,
reloj y campana.
El ministro hasta ha prometido asistir a la
inauguración pero al poco le da un desvanecimiento
de los que no repiten y el lugar se queda compuesto
y sin novia, que tal parece otra vez la estación
blanca. Al nuevo titular de transportes y
comunicaciones le puede más la aritmética que el
corazón y por eso nunca nadie pudo oír en el andén
el chirrido de repeluzno de los frenos de una
locomotora.
Ahora entre las traviesas crecen los yerbajos. El
reloj lleva ya meses parado y sólo algunas noches de
hielo y de lobos suena el badajo de la campana que
tañe el fantasmón del viento cardinal.
2
El pueblo es poco más que pedanía, un puñado de
casas con iglesia y tahona que a los atardeceres, ya
las vacas en el pajuz, hace veces de chigre. La
mujer de Fermín sirve culines de sidra a los
parroquianos y hasta de cuando en cuando, medio a
escondidas, que a los hombres hay que dejarles
alguna vez el freno una pizca suelto, le pone un
resto al marido, que cada rato se llega desde el
fondo huyendo que dice de los sofocos de la hornada.
Corren los tiempos revueltos y a lo mejor la Celsa
bien haría en aplazar el casorio, aunque lo suyo le
costó hacerse con quien maridar, pero bien haría.
Andan por el aire reemplazos obligatorios y
alistamientos voluntarios, no hay hora sin
sobresalto y de la radio salen las voces turbias.
Cada cual se fija a su antojo. Pero la Celsa, la
hija del Fermín y de la mujeruca que sirvió donde
los padres y dejó que el hijo del amo le hiciera una
tripa, renca de la izquierda, sueña con boda aún sin
barahúnda, y hasta mejor, que así a la hora del
pasodoble que sigue al pastel no enseña el menoscabo
de la suela doblada que disimula un algo, pero no
evita, la cojera pronunciada.
Julio pone arrobo a los campos y hoy los
parroquianos compran las hogazas por pares, que
mañana Fermín casa a la hija, ya ves, bastona y
todo, claro que la cara bien lucida la tiene y las
teticas que apuntan bajo el corpiño deben ser como
el pedernal. Fermín mañana no alumbrará el horno y
los culines de sidra habrán de esperar al otro día,
el tahonero los pondrá gratis, alguno hasta puede
que se arrime al mostrador sin ser cliente, y mismo
con huevos duros para quien quiera, que no todos los
días se te casa una rapaza y además con un mozancón
que se gana bien los garbanzos echándole paletadas
de carbón a la caldera de los rápidos y correos de
la zona, igual al zagal más tarde le ponen de
maquinista y le vemos con la cara tiznada y el
pañuelo al cuello en la locomotora de cualquier tren
de largo recorrido.
La campana de la iglesia repica, alegre y
tempranera, y el cura en la prédica se alarga un
algo. A Fermín le tira en los sobacos la chaqueta
nueva y a medio oficio se afloja el nudo de la
corbata, cuando el ecónomo le arrima un cate al
monaguillo que quiere darle con el cíngulo a una
mosca verde y por poco hace un estropicio con las
botijas del vino de consagrar.
3
El comienzo de la guerra les pilla a mitad de
viaje y no pueden volver, que el pueblo ha caído más
allá de la raya, del lado de los del otro bando.
Celsa anda pachucha, tal vez sea por lo de la
doncellez que al despedirse escupe baba bermeja,
pero para la mujer que en los lugarejos siempre hay
envidias, también en los otros, y quizá alguien
quiera hacerse con la tahona, Fermín y la madre
deben sentirse preocupados, más que eso, tal vez
algo aún peor.
- ¿No habría manera? -
- No veo.
Es la hora de la siesta. El fondista hoy les ha
puesto de comer pero mañana baja las persianas.
-... y me cojo a la muller y a los rapaces, y me
planto en la aldea, de la que Dios nunca debió en
mala hora dejarme salir.
Celsa se acurruca.
- Mira a ver, marido.
Es la primera vez que le llama así y al hombretón,
con todo, se le hincha el pecho.
- Luego veremos. Ahora duérmete un poco, anda.
Celsa se echa en la cama pero no cierra los ojos.
- Es que no puedo.
La voz del hombre suena a ternura.
- ¿Quieres que vaya junto a ti?
A Celsa le da un escalofrío.
4
El último viaje de un autobús, ya con banderola
de los que mandan en la baca, les lleva hasta donde
alcanza, hasta los socavones con que se estrenaron
las bombas. Luego, a cuestas la maleta nueva, se
llegan a pie y ya de noche donde la estación de
junto a las barricadas. Por detrás de los sacos
terreros, a penas a un tiro de piedra, queda la
cisterna, los barracones grises y sucios, el
depósito de máquinas.
- Que sea lo que Dios quiera. Tú métete ahí y no
levantes la cabeza si no te digo.
La máquina, sin vagones; sin faros para no delatar,
que asemeja tal una aparición fantasmagórica, es
sólo un chisporroteo que cruza los campos. Se oye de
vez en cuando y a lo lejos el chasquido helado de un
disparo y hasta el repiqueteo de una metralleta.
- ¿Cómo vas?
- ¿Eh?
- Que si vas bien. Ya falta poco.
La Celsa siempre supo el valor de un duro.
- Te estás tiznando el traje nuevo.
Aunque no es tiempo, el hombre casi se sonríe.
- Déjalo, que luego veremos. Y agacha la cabeza.
5
En la tahona andan unos cuantos, ebrios y
mugrosos, con cartucheras y pistolas que Dios sabe
de dónde salieron de repente, y que escancian la
sidra sin contar, los barriles y los cántaros son
ahora de todos. Se acabaron los privilegios, las
clases, los distingos. Al Fermín bien le estuvo por
la protesta, el cuerpo le daba brincos a cada
escopetazo hasta que por fin el Eleuterio se apiadó
y le atinó a la segunda con el tiro en la sien.
Cantan los borrachos, corre la sidra, apesta a
pólvora, alguien da la voz.
- Que vino una máquina al apeadero con la Celsa y el
coyunda, igual se creen aún los amos del horno y del
mostrador.
Se llega a la estación el grupo de despechugados,
claro que la noche tibia invita, escupiendo
obscenidades.
Uno se toca con el bonete del cura.
- ¿Tú les viste llegar?
El cabecilla del pelotón se envalentona.
- Como pille a la coja, un cornudo más al
inventario.
Al apearse, a la Celsa le falla la pata mala y se da
de bruces, el marido la levanta.
- ¿Te lastimaste?
- No fue nada.
La ráfaga seca de un mosquetón ebrio pespuntea los
cuerpos de los del regreso que quedan cruzados en la
vía, los ojos hacia el cielo, tal una montera de mal
fario. Después el gatillero le da fuerte a la
campana para que todos se enteren de que por fin en
el pueblo tuvimos tren.