Escritor, periodista, técnico en radiodifusión, relaciones públicas y publicidad. Ha ganado distintos premios de cuentos (Sésamo, Ignacio Aldecoa, García Pavón, Hucha de Plata) y de novela (Doncel, Castilla-La Mancha, Asimov, Ciudad de San Sebastián, Café Gijón, entre otros). Tiene publicados una treintena de libros, entre los que destacan "Viaje a los paraísos españoles", "Cuenca mágica" y "El largo invierno del espacio".
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De la parte del sol vi venir una enseña
blanca, resplandeciente...
(JUAN RUIZ, Arcipreste de Hita)
Las voces de los niños sonaban debajo de la noguera
que alguna vez denominó "de los dulces destinos".
Allí fue donde besó por primera vez a la única
Angeles, y un verano de profundo y profuso calor
concluyó "El final de las aptitudes", que le valió
el premio de la Academia Romana. Desde allí también,
acaso otro verano de los infinitos, descubrió el
dólmen disimulado, rodeado de rocas miméticas,
absolutamente clandestino desde los inicios del mar
de piedra en que se había convertido la inmensa hoz
del río.
Advirtió que las voces infantiles se iban excitando
y se levantó indolente; en el cruce sobre los
surcos, cortos y precisos, eligió un haba de aspecto
delicioso, la peló y fue sacando los granos aún
jóvenes de la vaina verde. Mientras avanzaba hacia
las flores moradas, las rojas y las blancoamarillas
del bancal del tío Mingarra.
-¿Qué pasa? -indagó sonriente, mientras se llevaba
uno de los frutos a la boca, degustando la verdura.
Se había hecho el silencio en la hoz. A lo lejos
sólo sonaba la escasez del río, acariciando las
vincas, los juncos y las ramas más caídas,
desmayadas, de los sauces.
-!Un caracol! !Un caracol! -respondieron a coro los
niños, mientras intentaban seguirle la pista muy
despacio.
-!Un caracol! -sonrió con ganas- ¿No estaréis
pensando que os va a comer?
-!No, no! !Es que se ríe! -aseguró Jaime, con la
mirada perdida entre la hierbabuena, la albahaca, el
perejil, las adelfas y las primeras nueces todavía
dentro del caparazón verdoso.
-!No, no! !Es que se llora! -dijo Luz, con las
pupilas envueltas en una sonrisa.
El caracol se deslizaba con lentitud, a la búsqueda
quizá de paraísos desconocidos.
-Se va -señaló Jaime con el dedo.
-Pero volverá; viene por aquí todos los días -dijo
Luz.
-¿Crees que será el mismo?
Los apaciguó con las manos extendidas. Con una
sonrisa.
-Nunca os enseñé que un caracol riera o llorara.
Creo que no -hizo como si titubeara- ¿O sí?
-Si le doy col, reirá -observó Jaime un tanto
seguro- ¡Vamos, cre yo!
-Y si lo piso, llorará -se atrevió a decir Luz, sin
osar siquiera levantar su pie, envuelto en sandalias
azules, como si quisiera contrastar con la
inmensidad del verde de la huerta.
Pensó que el infinito nace alguna vez al lado de un
río. Pensó que hacía ya setenta años (acaso cuando
murió Isadora Duncan en algún lugar del
Mediterráneo, y se hundió el "Titanic", muy cerca de
algún Polo terrestre y existía según cuenta Juan
Perucho en sus Laberintos, Etchmiadzin, la vieja
capital del rey Tiridate -su pensamiento volaba- y
alguna otra ciudad cuyo nombre no recordaba,
descrita por Valery en sus correrías por el Mar
Rojo). Hacía ya setenta años, justo en el mismo
jardín, en la misma huerta, en ésta, con los
laureles incipientes entonces, y las nogueras recién
plantadas, y los primeros arces y los primeros
pinos, y los mismos colores atravesando el río,
cuando él dijo a su abuelo que otro caracol lloraba.
¿O tal vez reía? La verdad, no conseguía acercarse
al pensamiento, la sonrisa del caracol.
-La historia se repite -murmuró.
-!Cuenta ese cuento! -pidió a gritos Luz, en uno de
sus característicos mohines, como si fuera una piel
roja de las que veía a menudo en televisión.
-Yo tuve un caracol como éste y un abuelo... No
logro recordar muy bien, pero también le pregunté
que si el caracol reía. Pero podéis comprender que
de eso hace ya mucho tiempo.
-¿Es importante ser caracol, abuelo? -Luz puso su
manita en la de él y la restregó bien, como si
quisiera abundar en la pregunta.
-Sin duda.
-Yo quiero ser caracol -dijo Jaime, que le había
arrebatado la otra mano-; pero también quiero ser
abuelo.
-Pues lo serás.
Lo miró con intensidad; quizá le encontró los rasgos
en la cara. Acaso se parecía, a su vez, al otro
abuelo de los años veinte. Llevaba el mensaje, la
magia de la creación en la piel, en el vértigo de
los ojos. Sí, los humanos acababan casi siempre
siendo abuelo; pero, ¿y los caracoles?
-A mí me gustaría ser princesa, abuelo; ¿podré?
-Hay que tener cuidado con lo que se desea, Luz,
porque puede obtenerse.
-¿Tú que deseas?
¿Desear? por encima de los girasoles flotaba una
ligera neblina. La luz era un respiro o acaso la
víspera del incendio, en palabras de Borges cuando
hablaba de "La escritura de Dios2. ¿Desear? ¿Qué?
Buscar la palabra, la idea, el pensamiento. Aquella
era la primera tarde de un mundo nuevo; la primera
palabra del poema sobre la arena, sobre el pólen,
sobre el caracol huyendo hacia la selva interminable
de las hierbas tan cercanas.
-¿Qué deseas, abuelo?
-Yo quiero vivir un día más con vosotros. Ver una
noche más las estrellas. Amanecer mañana y oír cómo
se ríe el caracol.
-Pero siempre amanece mañana, ¿no, abuelo?
-Si, sí...
-Eso es fácil, abuelo, todos los días ocurre. ¿No te
acuerdas? Siempre ocurre, y mañana buscaremos otro
caracol para reírnos de él. Puede ser que acabemos
hablando con él, abuelo. !Verás como sí, abuelo!- se
explicó Luz.
-¿Sabes, Luz? Puedes ser princesa si finges ser
princesa. Eso no debe ser difícil. Cuando seas
mayor, alguna vez recordarás que fuiste princesa.
Eso te gustará. Bueno, ser princesa o gaviota en
Estambul, que también te gustan las gaviotas- sonrió
mientras le apretaba la mano.
-Bueno, vale; lo acepto -ahora imitó a su madre-.
Tal vez sueñe esta noche; me gusta eso que me dices,
abuelo. Si lo sueño, seré princesa en sueños.
-Por supuesto, tus sueños son sólo tuyos.
Jaime siguió los laberintos del caracol, camino
ahora de un desierto verde. El caracol, inmerso en
su lentitud, se desvaneció debajo de los olivos,
entre la albahaca, el tomillo, las madreselvas
trepadoras que, en conjunto, daban la imagen de una
ciudad distinta, transparente, entre basas arbóreas
e iconostasios fosilizados en el interior de la
caliza.
-!Adiós caracol! -gritó Jaime, corriendo hasta los
linderos de la selva diminuta.
-!Adiós! -gritó también Luz.
-Mejor, decid hasta mañana, ¿no?
-Claro.
-¿Sabes lo que te digo, abuelo?
Pensó una vez más sobre la noche, sobre el secreto
de los epitafios; se imaginó los últimos gritos de
los pájaros, encerrados en las habitaciones del
denso y acogedor laurel. Pensó en la heterodoxia de
la luz cenital, alumbrando los altos cerros
fantasmales; luz incierta ya sobre el riachuelo del
jardín, que se ensombrecía por momentos.
-¿Qué me dices? -sonrió a Jaime, casi sin prestarle
atención; pero mirándolo con el rabillo del ojo.
-Yo lo que quiero es ser abuelo antes que caracol.
Quiero ser abuelo como tú.
-No te atormentes por eso, no te preocupes, Jaime.
Seguro que lo serás; pero dentro de muchos años,
cuando te lo merezcas.
Luz vino trotando con algo que bailaba en la palma
estrecha de su mano: el caracol bailaba una danza
extraña, pero no se caía.
-Abuelo, abuelo, -reclamó su atención-, ¿los
caracoles tienen trenes?
-Pues verás, Luz; es algo difícil de explicar. Es
posible... ¿por qué lo preguntas?
-Quisiera subir en ese tren y llegar al mar, abuelo.
-Sé por qué lo dices. Lo sé. -Jaime se emocionó.
-!Vamos, vamos! Quiero explicaciones. ¿Qué pasa?-
sonrió el abuelo.
- Tú nos dijiste en Navidad que nos llevarías al mar
en tren, que el tren se entraría en las olas y,
flotando, flotando, llegaríamos a América.
-!No dijo a América, niña tonta! Dijo a algún sitio
que ya no existía, a la tierra de Ulises, toda
cubierta de sirenas y gentes con cera en los oídos.
Y había cerdos.
-Pero aquello era un cuento, Jaime. Un cuento de
Navidad; pensé que lo habías entendido.
-Lo entendí; de verdad.
-Os lo explicaré de nuevo: es verdad, hay trenes de
fresa, de naranjas, de dulces y de chocolate.
-Que también es dulce, abuelo.
-Por supuesto, por supuesto. Y hasta es posible que
los haya de caracoles. Lo iremos descubriendo verano
a verano.
-¿Hasta un siglo?
-Más o menos.
-Tal vez si lo sueño esta noche -Jaime se explicó
con mucha claridad-, si yo lo sueño esta noche,
mañana por la mañana tengamos un tren en la puerta
de la casa, y una estación a la orilla del río; y la
gente venga a verlo.
-Ya sabes que los sueños son posibles a veces.
Suéñalo. Sonó la voz de la madre desde la ventana
emparrada. Era la hora de la merienda y a él, antes
de no sabía qué, le hubiera gustado adentrarse en la
diminuta selva verde. Entrar a las cachoneras de los
caracoles y pedirle que inventaran un tren de
conchas, de viviendas de caracol para que sus nietos
pudieran tomarlo y acercarse al mar.
-Abuelo, ven con nosotros; mamá te ha preparado tu
té -escuchó la voz chillona de Jaime, muy en la
lejanía.
Le zumbaron los oídos, ¿un rumor de abejas? "Ya
estas ahí", -se dijo. Cayó fulminado y su cabeza
aplastó la blanca concha del caracol que se iba río
arriba.
Lo esperaron en vano. La madre intentó ocultar su
preocupación con frases vagas.
-Él todos los días da un largo paseo hasta el
nacimiento del río. No son más de tres kilómetros.
Está al llegar.
-¿Sabes mamá, que el abuelo nos llevará al mar en un
tren de caracoles?
-Lo sé, lo sé; el abuelo es capaz de eso y de muchas
más cosas.
-Pero está tardando mucho. Quiero que me cuente lo
de las sirenas antes de acostarme.
-Seguro que llega a tiempo. Ya conoces al abuelo;
siempre cumple su palabra.
Cuando atardecía, los padres y los niños salieron de
la casa para buscarlo. Estaba el sol tropezando en
las mil figuras del bestiario de las rocas; era
brillante y débil. Jaime dio un grito espontáneo
pronunciando su nombre. Él mismo se aterrorizó.
Tal vez se había dormido y quiso guarecerse de los
últimos rayos de sol, porque los pies cubiertos con
las zapatillas deportivas, asomaban como punto de
referencia entre las flores apagadas.
-No te asustes, cariño. Debe estar dormido. Estas
noches pasadas tenía insomnio; me lo contó esta
mañana en el desayuno -el hombre le apretó la mano.
-!Dios mío, papá!- exclamó ella, teniendo un mal
presentimiento.
-!Quietos! !No deis un paso más!
-Mira, papá, son los caracoles -señaló Luz con la
mano. Miles de caracoles acudían de la selva
intrincada de las flores. Iban cercando el cadáver
del abuelo que, con seguridad, debía estar
sonriendo; se diría que de un momento a otro, lo
iban a trasladar a algún otro sitio, porque tiraban
de él desde todos los puntos posibles del cuerpo
menos del rostro. De pronto, de forma inexplicable,
empezó a llover.
-Mamá, papá. -empezó Jaime a llorar-, quieren
llevárselo al tren del mar. Él nos lo había contado.