Sus numerosos y prestigiosos premios (Nadal, Café Gijón y Planeta, entre otros) la acreditan como una de las escritoras más destacadas de la narrativa española. Algunas de sus obras más significativas son "Los Abel", "Fiesta al Noroeste", "Pequeño Teatro", "Primera Memoria", "El Polizón de Ulises", "Sólo un pie descalzo" y "Olvidado rey Gudú".
***
La tarde iba dorando suavemente las paredes del
Aula Tres, y de cuando en cuando Tesa echaba un
vistazo hacia la ventana, que casi rozaba su
pupitre. Allí, casi pegadas a los cristales,
asomaban las ramas altas del árbol que Mme. Saint
Genis llamaba plátano, y Tesa El Amigo. Si aún
quedaba sol, como ocurría aquella tarde de
Septiembre, Tesa podía mantener secretas
conversaciones con el árbol, y los rayos enviaban
mensajes, guiños cómplices a través de las hojas y
las ramas. Sobre todo si se trataba, como en aquel
momento, de la Clase de Lectura en Voz Alta y tenía
como objeto LA LEYENDA DORADA. Aunque Tesa no
cumpliría diez años hasta Julio había aprendido
bastantes cosas de la vida en general y de la suya
en particular. No sólo sabía de árboles y
desengaños, sino que había llegado a dominar un
lenguaje secreto, interior, que nada tenía que ver
con LA LEYENDA DORADA ni con la Clase de Lectura en
Voz Alta. Por ejemplo, se podía mantener una larga
conversación con El Amigo, si todavía quedaba algo
de sol en la tarde otoñal. Y sabía también lo
difícil que puede resultar el inicio de una amistad,
o dicho más claramente, lo difícil que puede ser
encontrar un amigo. Hacía algún tiempo que una
cadena de sutiles desencantos, desde el estupor a la
decepción, iban enroscándose día a día en el corazón
de Tesa.
El sol de otoño, que acostumbra a dormir, despertó,
y Tesa levantó la cabeza, olfateó el aire, y unos
destellos apremiantes, algo parecido a una
advertencia, estalló entre las ramas del Amigo, y
supo que de un momento a otro algo iba a sacudir el
tedio. Dos hojas desprendidas de algún árbol
vinieron a pegarse contra los cristales: la una de
color amarillo pálido, la otra casi púrpura. y se
quedaron allí, hasta que Tesa comprendió que no eran
simplemente dos hojas empujadas por el viento, y se
estremeció al ver su transparencia, su semejanza a
dos rostros de niños, de niños difuntos, como
aquellos de los cuentos de la cocinera Isabel. En
aquel momento, los ojos de Mme. Saint Genis eran
pura realidad, dos inquisidores grumitos de hollín
clavados en ella. Tesa improvisó un súbito,
fervoroso interés por LA LEYENDA DORADA y la Clase
en Voz Alta. Luego, Tesa sacó del plumier un lápiz
rojo, y se dedicó a afilarlo con el sacapuntas, como
dispuesta a subrayar alguna cosa de extraordinario
interés en el libro que yacía abierto, como un
enorme bostezo, sobre su pupitre. Mme. Saint Genis
apreciaba estas ocurrencias y retiró los dos grumos
de hollín hacia otra parte del mundo. Afilando la
mina roja, Tesa podía desprenderse no sólo de los
ojos de Mme. Saint Genis, sino también de las
detestables voces que, por turno, recitaban LA
LEYENDA DORADA. Hasta su ingreso en el Aula Tres, la
lectura en privado había sido para Tesa algo bueno,
reconfortante, una especie de islita donde
refugiarse y olvidar los cotidianos y cada vez más
frecuentes sinsabores. El lugar soñado de las niñas
cobardicas, que nada sabían de matemáticas ni de
verbos irregulares y sólo conseguían soñar, huir y
esconderse. Especialmente de noche, en la cama,
debajo de la sábana iluminada por una linterna
diminuta que reseguía línea a línea las palabras,
con un sentido y un calor muy distintos a las
historias y las palabras de la gente mayor. Poco a
poco, Tesa había descubierto una lectura privada,
que nada tenía que ver con la Lectura en Voz Alta,
ni con LA LEYENDA DORADA. Un día, sin saber cómo,
Tesa comprendió que podía amarse, como se amaba en
las páginas de la Bella Durmiente, y también
odiarse, como en las de Pulgarcito. No, no tenía
nada que ver todo eso con la Clase de Lectura de la
Clase en Voz Alta, ni con Mme. Saint Genis. Y Tesa
revivió una vez más la lectura solitaria, única, las
cubiertas rojas de los libros con letras de oro, las
ilustraciones de Arthur Rackham; y sobre todo
aquella otra historia, la mejor, la que ella
desprendía de lo leído y después, y durante, y
luego, aparecía entre las páginas pasadas deprisa,
en abanico. Una historia que quizá no estaba escrita
allí, pero "estaba ahí". La Clase en Voz Alta estaba
a punto de matar todo eso. Además, cuando llegaba el
turno a Tesa, algo se moría sin remedio. Y es que
Tesa, que era capaz de hablar con los árboles y con
las diminutas criaturas de la hierba, y con los
lápices de colores, y con el sol del otoño, y con
los gnomos, era tartamuda. Y si Tesa hubiese podido
leer en voz alta LA LEYENDA DORADA, aunque sólo
fuera un parrafito, toda la clase habría estallado
en carcajadas. Eso era precisamente lo que había
ocurrido la primera y última vez que Tesa leyó en
voz alta. Aunque fueran pasajes tan espantosos como
los descritos en LA LEYENDA DORADA.
Tesa imaginó golpes de pala sobre la tumba de las
lecturas privadas, incluso tuvo la certeza de haber
visto los pies calzados con botines de Mme. Saint
Genis bailoteando encima, como la estaba viendo en
aquel momento dirigir la lectura. Parecía un
director de orquesta. La Clase de Lectura en Voz
Alta se había convertido en algo mortificante, sobre
todo cuando como en aquel momento, le llegaba el
turno a Tesa, y Tesa no podía ponerse de pie y
emitir todas aquellas descripciones, ya que Tesa, a
pesar de saber tantas cosas que las demás niñas no
sabían, cuando le llegaba el turno de leer en voz
alta, saltaban limpiamente desde la niña de su
izquierda hasta la niña de su derecha, evitándola, y
Tesa se sentía, entonces, como una mella en una
dentadura. Cualquier lectura en voz alta, en labios
de Tesa, hacía estallar en carcajadas a toda el Aula
Tres, aún tratándose de torturas y martirios
edificantes. Meditando ligeramente sobre éstas y
otras cosas, la Clase de Lectura en Voz Alta fue
tomando un cariz casi amable. Por ejemplo, sacar
punta al lápiz rojo, y hacer creer a Mme. Saint
Genis que a pesar de que no podía recitar, por lo
menos, ponía mucha aplicación a esa lectura donde
había muchas cosas que subrayar. Por eso permanecía
allí, sobre el pupitre y abierto, el libro de LA
LEYEN- DA DORADA.
En aquel momento Mme. Saint Genis apartó sus ojos de
Tesa, y ella se relajó en la contemplación del
rostro de su profesora, la responsable de aquel
tedio insoportable, de aquella forma tan estúpida
como depredadora de anular la antigua delicia que
había sido leer. La carita menuda, enmarcada en la
toca negra de Mme. Saint Genis le recordó a Tesa la
tarde del domingo pasado, cuando su hermano pequeño,
Tito, le había pedido por favor que metiera el dedo
pulgar en un frasquito de alcohol, aderezado con
algo que él llamaba Ingredientes, y sazonado con dos
granos de pimienta negra, robados de la cocina. Ella
sabía que no eran indispensables para el
experimento, pero le daban un no sé qué de exótico,
y aún misterioso. Tito era un investigador nato, y
Tesa lo admiraba porque todo lo quería probar, todo
lo quería saber. Y supieron los dos, precisamente
aquel día, que al cabo de una hora el dedo pulgar de
Tesa se había convertido en un miserable apéndice,
blanco yeso, arrugado, y absolutamente desesperado.
Ahora se daba cuenta de que el rostro de Mme. Saint
Genis era una copia exacta de aquel pulgar. Llegado
a este punto de sus reflexiones, la Lectura en Voz
Alta pasó despectivamente sobre la cabeza de Tesa,
desde la niña de su izquierda a la de su derecha, y
Mme. Saint Genis apretó los labios. O eso creía
ella, porque la verdad es que se los comía, y daba
la impresión de que jamás asomarían a la superficie,
(aunque nadie lo hubiera lamentado). Tesa decidió
entonces que Mme. Saint Genis era tonta, mala y
ordinaria. Y por tanto, no merecía ni un segundo más
de su atención. Volvió los ojos, de nuevo, hacia la
ventana, y fue entonces cuando El Amigo le envió
otro de sus mensajes y Tesa descubrió que las dos
anchas hojas desprendidas y pegadas a la ventana, la
una amarillo pálido, la otra diríase que púrpura, no
eran dos hojas corrientes. Le costó muy poco
comprender que se trataba de dos caritas de niño, de
niño de otra parte del mundo, no del mundo de los
mapas. Eran transparentes, como espectros de los
cuentos de la cocinera Isabel: "¡Devuélveme la
asadura dura que me robaste de la sepultura!". Nadie
podía imitar la voz de los espíritus como Isabel, en
las tardes de otoño, cuando pelaba patatas o
desgranaba judías, y Tito y ella se tapaban las
rodillas con su gran delantal, arrebujados contra
ella, igual que pucheritos pequeños alrededor del
pucherazo grande, allí en la Casa de las Vacaciones.
Una culebrilla a medias gozosa y terrorífica
recorrió la espalda de Tesa, y el sol también tuvo
algo parecido a un escalofrío. Y aunque el sol de
Septiembre acostumbra a dormir, despertó de repente
para decir que algo estaba ya ocurriendo, algo que
Tesa, y Tito, y hasta Tono y Margarita, los hermanos
mayores, sabían y esperaban.
Habían llegado, una vez más, los días del tren. Tesa
espiaba de entre las ramas el despertar del otoño, y
un largo grito de trenes de madrugada se abría paso
entre las hojas, un grito inconfundible, que llegaba
hasta su cama en las noches de niebla baja, con todo
el sabor de la huida. Era el tren, el tren que cada
tres, cuatro meses, les arrancaba de la rutina
cotidiana, del colegio cotidiano, de la casa y los
árboles del recreo de todos los días. Pero también
de la amistad, la incipiente amistad que tanto se
parece a una nuez tierna, a medio hacer. Aquellas
nueces que en el tiempo de la Casa de las
Vacaciones, tenían la primera cáscara verde y
jugosa, la segunda dura y de color cobre, y
estallaban bajo el golpe de una piedra, como
aprendieron a hacer de los niños campesinos.
Entonces aparecía la pulpa blanca, tierna, húmeda y
deliciosa. Y todo eso, la amistad incipiente, un
niño o una niña que preguntaban: "¿Por qué os
vais...?", acababan bruscamente. Y llegaban los días
del tren, otra vez el nuevo colegio, niños y niñas
de nuevo desconocidos, y volver a empezar, una vez
más, y otra y otra. Mirando aquellas hojas otoñales
que anunciaban una nueva partida Tesa se dijo que la
vida de sus hermanos, y la suya, consistía en una
maletita repleta de objetos y recuerdos que uno no
quería dejar atrás, que iba transportando de Madrid
a Barcelona, de Barcelona a Madrid, de Barcelona a
la Casa de las Vacaciones, de la Casa de las
Vacaciones a Madrid..., y siempre o casi siempre,
quedaba atrás un niño, o una niña, que preguntaba:
"¿Por qué os vais?". Ninguno de los niños, ni ella
ni sus hermanos, sabían contestar, porque papá y
mamá eran personas mayores, y las personas mayores
no explican nunca nada. La amistad era algo
trabajosamente hallado, alguna vez; una pulpa
tierna, blanca y sabrosa, pero que se sabía jamás
lograría madurar. "Si vais al mismo Colegio, sólo
que en otra ciudad...", decía la Tata. La Tata
siempre encontraba alguna razón que ofrecer, lo
mismo si se trataba del demonio, del ángel de la
guarda, o de los continuos desplazamientos de ciudad
a ciudad. Pero lo que Tesa y sus hermanos conocían
era que en Barcelona eran los madrileños, que en
Madrid eran los catalanes. Y lo que verdaderamente
se sentían eran los niños de Ninguna Parte.
Ahora, las hojas otoñales avisaban a Tesa que
mañana, o como mucho pasado mañana, el tren volvería
a ser su punto de reunión, su hogar, por así
decirlo. Solamente en estas reuniones del tren de
medianoche, Tesa y sus hermanos se encontraban de
verdad.
La casa aparecía alborotada, no era la misma casa
que se encontraba habitualmente al volver del
colegio, fuese de Madrid o de Barcelona. Los baúles
se alineaban en el pasillo, y siempre había algún
rinconcito donde ocultar un libro, o un muñeco,
alguna colección de cromos absolutamente
imprescindible, frasquitos de experimentos... Si
todas estas cosas se olvidaban en la casa de Madrid,
o en la de Barcelona, o en la Casa de las
Vacaciones, el reencuentro, meses más tarde, se
convertía en algo triste, muerto. Ya no eran
imprescindibles, y, pensó Tesa, se parecía un poco a
su pulgar tras el alcohol, y a la cara de Mme. Saint
Genis. Y como el plátano era El Amigo y le había
advertido de todas estas cosas, cuando Tesa llegó a
casa y vio los baúles, supo que otra vez se iban, y
que aunque volvieran ya no volverían más, porque ni
ellos ni el contenido de sus maletitas, ni siquiera
su dedo pulgar, serían ya los mismos.
Generalmente llegaban a la estación con más de una
hora de anticipo y enseguida aparecían los vagones
azul marino, brillantes, con sus letras doradas,
Grandes Expresos Europeos, Wagon Lits, Es peligroso
Asomarse al Exterior; y aquel vagón especial, bajo
el que brotaba una humareda distinta a la de los
otros vagones, inundando el andén de olores a sopa
caliente. Aquella tarde-noche Tesa vio al cocinero
con su delantal blanco y su alto gorro, mirando
hacia el andén. Parecía flotar sobre las humaredas
que según Tono, el hermano mayor, procedían del
bufido de los demonios que vivían debajo de los
trenes, de modo parecido a como vivían los ladrones
en los techos del tren. El cocinero gravitaba en su
nube olorosa y excitante, mientras contemplaba a la
despreciable muchedumbre del andén con la expresión
que había observado Tesa en la mayoría de los
cocineros -incluida Isabel-, antes de enviar a la
mesa sus platos. Una mezcla de desafío y desdén,
parecidos a lo que Mme. Saint Genis sentía hacia
ella durante la Clase de Lectura en Voz Alta.
Luego venía lo que Tesa y sus hermanos esperaban
siempre, fuera el curso que fuera, o la estación del
año que fuera, primavera, verano, otoño, invierno,
mientras hubiera un tren esperándoles en alguna otra
Estación. A ellos, y sus maletitas-hogar.
Aquella tarde-noche, en el andén y en el tren había
algo especial, algo mágico y premonitorio, algo que
Tesa conoció como un relámpago, y que luego, muchos
años más tarde, recordó y recuperó. Algo
irremediable, algo que anunciaba el fin o el
principio de otras cosas o de otras vidas.
Tesa trepó al vagón, con su maletín y su adorado
muñeco negro, junto a Tito, Tono y Margarita.
Siempre ocurría lo mismo, cada uno de ellos conocía
exactamente el lugar que le correspondía, se
instalaban con una precisión y rapidez que admiraba
al conductor, y a menudo él ya les conocía de viajes
anteriores. Dos niñas, dos niños, en compartimentos
contiguos, tan sólo separados por un lavabo común y
que permanecía abierto por ambos lados toda la
noche. Cuando las personas mayores se iban al
restaurante, la Tata traía una cesta de mimbre llena
de bocadillos, pollo frío y merluza rebozada. Sólo
en estas ocasiones delegaba la distribución en sus
manos, y se iba discretamente. Entonces empezaba la
fiesta, la fiesta de tres o cuatro veces al año, la
fiesta del encuentro de los hermanos, de la
curiosidad o la esperanza, quizá de alguna amistad
que todavía estaba por llegar a partir de la
Estación Término. Les dejaban solos toda la noche,
con las puertas abiertas del lavabo en medio, el
tintineo de la cadenita en las botellas del agua,
remotas campanillas de algún país desconocido,
pronto a descubrir. Aquella noche de otoño, entre
los tesoros que solía albergar su maleta-hogar,
quién sabe a través de qué angustias y peripecias
Tono anunció y mostró nada menos que una botella de
champán. Era una botella de champán que se llamaba
El Gaitero, y era la primera vez que ocurría una
cosa semejante en las largas fiestas de los trenes
nocturnos, donde los niños, en pijama rayado de azul
y blanco, apuraban la libertad -y aquel fue para
Tesa, durante muchos años después, el rostro de la
felicidad-. Transcurría la noche, la larga noche del
tren y de los encuentros de hermanos, hasta que el
sol empezaba a acuchillar, poco a poco, los bordes
de las cortinas de cuero, en aquellas ventanillas
donde se advertía que era peligroso asomarse al
exterior. Nunca después, durante mucho tiempo, supo
Tesa lo que podía ser la alegría, la risa que nacía
quién sabe en qué esquina del compartimento, la
algarabía de pasar de una cama a otra, (por
supuesto, la de arriba era la preferida). Cuatro
veces al año, la fiesta-hogar de los niños estallaba
en el hogar-azul-brillante, y surgían de las
maletitas bolas de cristal, como listadas mandalas,
junto a confesiones; porque de pronto los cuatro
niños acercaban uno a otro las cabezas y se contaban
todas las cosas que nunca antes se habían contado. Y
así transcurría la noche, la larguísima y
maravillosa noche del tren. Tesa miraba y remiraba
los paneles de caoba, reseguía con el dedo la
taracea que fingía frutas, y Tono explicaba:
"También es madera, pero de otros colores, porque
¿qué os creéis, que la madera es siempre marrón?
Pues no, la madera es de muchos colores..." La
madera era del color del melocotón, o verde como el
perejil que ponía Isabel en la jaula del grillo
Timoteo, y dorada como el plátano Amigo de Tesa. Era
muy difícil intimar con los hermanos o la hermana,
fuera de aquellas noches. Sólo era posible allí, en
los largos gritos de aquel tren nocturno, cuando se
oían de cuando en cuando, muy largos, a través de
campos, pueblos y ciudades. Era el reencuentro del
tiempo en que habían vivido separados -ellas en las
Damas Negras, ellos en San Ignacio-, y las noches
del tren salvaban distancias, cruzaban puentes, y se
conocían no sólo los frasquitos que encerraban
misteriosos experimentos y presagios. También se
intuía el miedo que acechaba, agazapado en las
esquinas de los compartimentos separados y unidos a
la vez por un lavabo común, tierra de nadie, abierto
a dos bandas, donde por fin, por fin, las palabras
podían convertirse en una especie de vaso
comunicante, no en una barrera, donde los niños y
las niñas se podían besar y contar secretos, sin que
nadie les mirara como miraba el cocinero a las
despreciables gentes del andén. Además, qué
importaba ya, aquella noche, la pregunta "¿Por qué
os vais?". Qué importaba ya la mirada de Mme. Saint
Genis, si sus ojos eran tan superfluos como sus
labios comidos, qué importaba ya todo, puesto que
nuevas cosas y nuevas gentes volverían a empezar a
partir de la Última Estación.
Rendida de juegos y de champán El Gaitero, Tesa se
tendió en la cama baja "porque la buena era la de
arriba", y la disfrutaba Margarita, hermana mayor.
Por última vez, aunque no lo sabía, vio el sol
atravesando los resquicios de la cortina de cuero
-otro sol, otro, que jamás volvió-. Y se adormiló
pensando en que, a lo mejor, cuando creciese y fuera
tan alta, tan sabia y tan guapa como papá y mamá, lo
entendería todo y sería, por fin, feliz.
Pero aquel tren fue el último viaje de la
medianoche, y Tesa y los niños no tuvieron
vacaciones en las montañas, la cocinera Isabel
desapareció con sus historias de fantasmas y
asaduras, la pequeña Tomasa que les llevaba al
colegio se fue a casa de sus padres, y el mismo
colegio y Mme. Saint Genis y todas las demás también
desaparecieron. Papá y mamá ya no eran los papá y
mamá de siempre, sólo la Tata, como un viejo soldado
impertérrito como el impávido soldadito de plomo,
continuaba firme, pasara lo que pasara. Y lo que
pasó fue que una noche la casa saltó en pedazos, y
aquello que papá y mamá y la Tata y el verdulero y
la portera llamaban la guerra, se hizo una realidad
muy cercana. Y Tesa se encontró sola en el amanecer,
apretada contra la pared que aún quedaba en pie. Era
la única criatura superviviente.
A partir de aquel momento la memoria de Tesa
vacilaba. Todo se convirtió en una masa confusa,
estridente y brutal. Alguien la sacó de allí, y
tiempo después también alguien la metió en un tren,
que no tenía nada que ver con el tren de los niños,
y la envió a la casa de los Prirnos de Francia.
Pero la vida es algo tan extraño, frágil y duro,
como una copa de cristal. Y la vida de Tesa fue de
una estación a otra hasta llegar a una nueva tarde
de otoño en que cruzó la frontera, y regresó. Quizá
un olor a leños quemados, quizá la inflexión de una
voz que cruzaba y desaparecía en la estación, o
quizá porque a través del cristal de la ventanilla
un plátano, un viejo, sufrido y vulgar plátano
apareció ante sus ojos, Tesa creyó recobrar una
maletita de niña que guardaba cosas tan efímeras e
inapreciables como una nuez, una caja de lápices
medio gastados o el libro de Peter Pan. Incluso, el
rostro de Mme. Saint Genis (que no había podido huir
a Francia como la Superiora). Y regresó la carita de
Tito, con sus botellas repletas de Ingredientes,
regresó la dulce mirada de Margarita, y la espuma de
un maravilloso champán llamado El Gaitero. El tren
se había detenido para largo rato en la primera
estación del regreso, y un hoja de color amarillo
claro, transparente, se pegó a la ventanilla. Tesa
reconoció su propio rostro, el rostro de otra tarde
de otoño, cuando se fue a la última y larga noche de
tren de los niños, y supo que aquella era la carita
de una niña que no había muerto, ni estaba en
ninguna parte. Que no volverían las largas noches
del tren de los niños, que nunca podría reírse como
entonces se reía. Y sobre todo, -y esto fue lo peor-
comprendió que nunca, nunca, nunca, por muchos años
que viviera, volvería a llorar como entonces lloró.