Premio de Narraciones Breves Antonio Machado 1993 - Fundación de los Ferrocarriles Españoles

Premio Narraciones Breves Antonio Machado, 1993

Primer premio: 'De ninguna parte', Ana María Matute

Narraciones Breves 1993

Sus numerosos y prestigiosos premios (Nadal, Café Gijón y Planeta, entre otros) la acreditan como una de las escritoras más destacadas de la narrativa española. Algunas de sus obras más significativas son "Los Abel", "Fiesta al Noroeste", "Pequeño Teatro", "Primera Memoria", "El Polizón de Ulises", "Sólo un pie descalzo" y "Olvidado rey Gudú".

***

La tarde iba dorando suavemente las paredes del Aula Tres, y de cuando en cuando Tesa echaba un vistazo hacia la ventana, que casi rozaba su pupitre. Allí, casi pegadas a los cristales, asomaban las ramas altas del árbol que Mme. Saint Genis llamaba plátano, y Tesa El Amigo. Si aún quedaba sol, como ocurría aquella tarde de Septiembre, Tesa podía mantener secretas conversaciones con el árbol, y los rayos enviaban mensajes, guiños cómplices a través de las hojas y las ramas. Sobre todo si se trataba, como en aquel momento, de la Clase de Lectura en Voz Alta y tenía como objeto LA LEYENDA DORADA. Aunque Tesa no cumpliría diez años hasta Julio había aprendido bastantes cosas de la vida en general y de la suya en particular. No sólo sabía de árboles y desengaños, sino que había llegado a dominar un lenguaje secreto, interior, que nada tenía que ver con LA LEYENDA DORADA ni con la Clase de Lectura en Voz Alta. Por ejemplo, se podía mantener una larga conversación con El Amigo, si todavía quedaba algo de sol en la tarde otoñal. Y sabía también lo difícil que puede resultar el inicio de una amistad, o dicho más claramente, lo difícil que puede ser encontrar un amigo. Hacía algún tiempo que una cadena de sutiles desencantos, desde el estupor a la decepción, iban enroscándose día a día en el corazón de Tesa.

El sol de otoño, que acostumbra a dormir, despertó, y Tesa levantó la cabeza, olfateó el aire, y unos destellos apremiantes, algo parecido a una advertencia, estalló entre las ramas del Amigo, y supo que de un momento a otro algo iba a sacudir el tedio. Dos hojas desprendidas de algún árbol vinieron a pegarse contra los cristales: la una de color amarillo pálido, la otra casi púrpura. y se quedaron allí, hasta que Tesa comprendió que no eran simplemente dos hojas empujadas por el viento, y se estremeció al ver su transparencia, su semejanza a dos rostros de niños, de niños difuntos, como aquellos de los cuentos de la cocinera Isabel. En aquel momento, los ojos de Mme. Saint Genis eran pura realidad, dos inquisidores grumitos de hollín clavados en ella. Tesa improvisó un súbito, fervoroso interés por LA LEYENDA DORADA y la Clase en Voz Alta. Luego, Tesa sacó del plumier un lápiz rojo, y se dedicó a afilarlo con el sacapuntas, como dispuesta a subrayar alguna cosa de extraordinario interés en el libro que yacía abierto, como un enorme bostezo, sobre su pupitre. Mme. Saint Genis apreciaba estas ocurrencias y retiró los dos grumos de hollín hacia otra parte del mundo. Afilando la mina roja, Tesa podía desprenderse no sólo de los ojos de Mme. Saint Genis, sino también de las detestables voces que, por turno, recitaban LA LEYENDA DORADA. Hasta su ingreso en el Aula Tres, la lectura en privado había sido para Tesa algo bueno, reconfortante, una especie de islita donde refugiarse y olvidar los cotidianos y cada vez más frecuentes sinsabores. El lugar soñado de las niñas cobardicas, que nada sabían de matemáticas ni de verbos irregulares y sólo conseguían soñar, huir y esconderse. Especialmente de noche, en la cama, debajo de la sábana iluminada por una linterna diminuta que reseguía línea a línea las palabras, con un sentido y un calor muy distintos a las historias y las palabras de la gente mayor. Poco a poco, Tesa había descubierto una lectura privada, que nada tenía que ver con la Lectura en Voz Alta, ni con LA LEYENDA DORADA. Un día, sin saber cómo, Tesa comprendió que podía amarse, como se amaba en las páginas de la Bella Durmiente, y también odiarse, como en las de Pulgarcito. No, no tenía nada que ver todo eso con la Clase de Lectura de la Clase en Voz Alta, ni con Mme. Saint Genis. Y Tesa revivió una vez más la lectura solitaria, única, las cubiertas rojas de los libros con letras de oro, las ilustraciones de Arthur Rackham; y sobre todo aquella otra historia, la mejor, la que ella desprendía de lo leído y después, y durante, y luego, aparecía entre las páginas pasadas deprisa, en abanico. Una historia que quizá no estaba escrita allí, pero "estaba ahí". La Clase en Voz Alta estaba a punto de matar todo eso. Además, cuando llegaba el turno a Tesa, algo se moría sin remedio. Y es que Tesa, que era capaz de hablar con los árboles y con las diminutas criaturas de la hierba, y con los lápices de colores, y con el sol del otoño, y con los gnomos, era tartamuda. Y si Tesa hubiese podido leer en voz alta LA LEYENDA DORADA, aunque sólo fuera un parrafito, toda la clase habría estallado en carcajadas. Eso era precisamente lo que había ocurrido la primera y última vez que Tesa leyó en voz alta. Aunque fueran pasajes tan espantosos como los descritos en LA LEYENDA DORADA.

Tesa imaginó golpes de pala sobre la tumba de las lecturas privadas, incluso tuvo la certeza de haber visto los pies calzados con botines de Mme. Saint Genis bailoteando encima, como la estaba viendo en aquel momento dirigir la lectura. Parecía un director de orquesta. La Clase de Lectura en Voz Alta se había convertido en algo mortificante, sobre todo cuando como en aquel momento, le llegaba el turno a Tesa, y Tesa no podía ponerse de pie y emitir todas aquellas descripciones, ya que Tesa, a pesar de saber tantas cosas que las demás niñas no sabían, cuando le llegaba el turno de leer en voz alta, saltaban limpiamente desde la niña de su izquierda hasta la niña de su derecha, evitándola, y Tesa se sentía, entonces, como una mella en una dentadura. Cualquier lectura en voz alta, en labios de Tesa, hacía estallar en carcajadas a toda el Aula Tres, aún tratándose de torturas y martirios edificantes. Meditando ligeramente sobre éstas y otras cosas, la Clase de Lectura en Voz Alta fue tomando un cariz casi amable. Por ejemplo, sacar punta al lápiz rojo, y hacer creer a Mme. Saint Genis que a pesar de que no podía recitar, por lo menos, ponía mucha aplicación a esa lectura donde había muchas cosas que subrayar. Por eso permanecía allí, sobre el pupitre y abierto, el libro de LA LEYEN- DA DORADA.

En aquel momento Mme. Saint Genis apartó sus ojos de Tesa, y ella se relajó en la contemplación del rostro de su profesora, la responsable de aquel tedio insoportable, de aquella forma tan estúpida como depredadora de anular la antigua delicia que había sido leer. La carita menuda, enmarcada en la toca negra de Mme. Saint Genis le recordó a Tesa la tarde del domingo pasado, cuando su hermano pequeño, Tito, le había pedido por favor que metiera el dedo pulgar en un frasquito de alcohol, aderezado con algo que él llamaba Ingredientes, y sazonado con dos granos de pimienta negra, robados de la cocina. Ella sabía que no eran indispensables para el experimento, pero le daban un no sé qué de exótico, y aún misterioso. Tito era un investigador nato, y Tesa lo admiraba porque todo lo quería probar, todo lo quería saber. Y supieron los dos, precisamente aquel día, que al cabo de una hora el dedo pulgar de Tesa se había convertido en un miserable apéndice, blanco yeso, arrugado, y absolutamente desesperado. Ahora se daba cuenta de que el rostro de Mme. Saint Genis era una copia exacta de aquel pulgar. Llegado a este punto de sus reflexiones, la Lectura en Voz Alta pasó despectivamente sobre la cabeza de Tesa, desde la niña de su izquierda a la de su derecha, y Mme. Saint Genis apretó los labios. O eso creía ella, porque la verdad es que se los comía, y daba la impresión de que jamás asomarían a la superficie, (aunque nadie lo hubiera lamentado). Tesa decidió entonces que Mme. Saint Genis era tonta, mala y ordinaria. Y por tanto, no merecía ni un segundo más de su atención. Volvió los ojos, de nuevo, hacia la ventana, y fue entonces cuando El Amigo le envió otro de sus mensajes y Tesa descubrió que las dos anchas hojas desprendidas y pegadas a la ventana, la una amarillo pálido, la otra diríase que púrpura, no eran dos hojas corrientes. Le costó muy poco comprender que se trataba de dos caritas de niño, de niño de otra parte del mundo, no del mundo de los mapas. Eran transparentes, como espectros de los cuentos de la cocinera Isabel: "¡Devuélveme la asadura dura que me robaste de la sepultura!". Nadie podía imitar la voz de los espíritus como Isabel, en las tardes de otoño, cuando pelaba patatas o desgranaba judías, y Tito y ella se tapaban las rodillas con su gran delantal, arrebujados contra ella, igual que pucheritos pequeños alrededor del pucherazo grande, allí en la Casa de las Vacaciones. Una culebrilla a medias gozosa y terrorífica recorrió la espalda de Tesa, y el sol también tuvo algo parecido a un escalofrío. Y aunque el sol de Septiembre acostumbra a dormir, despertó de repente para decir que algo estaba ya ocurriendo, algo que Tesa, y Tito, y hasta Tono y Margarita, los hermanos mayores, sabían y esperaban.

Habían llegado, una vez más, los días del tren. Tesa espiaba de entre las ramas el despertar del otoño, y un largo grito de trenes de madrugada se abría paso entre las hojas, un grito inconfundible, que llegaba hasta su cama en las noches de niebla baja, con todo el sabor de la huida. Era el tren, el tren que cada tres, cuatro meses, les arrancaba de la rutina cotidiana, del colegio cotidiano, de la casa y los árboles del recreo de todos los días. Pero también de la amistad, la incipiente amistad que tanto se parece a una nuez tierna, a medio hacer. Aquellas nueces que en el tiempo de la Casa de las Vacaciones, tenían la primera cáscara verde y jugosa, la segunda dura y de color cobre, y estallaban bajo el golpe de una piedra, como aprendieron a hacer de los niños campesinos. Entonces aparecía la pulpa blanca, tierna, húmeda y deliciosa. Y todo eso, la amistad incipiente, un niño o una niña que preguntaban: "¿Por qué os vais...?", acababan bruscamente. Y llegaban los días del tren, otra vez el nuevo colegio, niños y niñas de nuevo desconocidos, y volver a empezar, una vez más, y otra y otra. Mirando aquellas hojas otoñales que anunciaban una nueva partida Tesa se dijo que la vida de sus hermanos, y la suya, consistía en una maletita repleta de objetos y recuerdos que uno no quería dejar atrás, que iba transportando de Madrid a Barcelona, de Barcelona a Madrid, de Barcelona a la Casa de las Vacaciones, de la Casa de las Vacaciones a Madrid..., y siempre o casi siempre, quedaba atrás un niño, o una niña, que preguntaba: "¿Por qué os vais?". Ninguno de los niños, ni ella ni sus hermanos, sabían contestar, porque papá y mamá eran personas mayores, y las personas mayores no explican nunca nada. La amistad era algo trabajosamente hallado, alguna vez; una pulpa tierna, blanca y sabrosa, pero que se sabía jamás lograría madurar. "Si vais al mismo Colegio, sólo que en otra ciudad...", decía la Tata. La Tata siempre encontraba alguna razón que ofrecer, lo mismo si se trataba del demonio, del ángel de la guarda, o de los continuos desplazamientos de ciudad a ciudad. Pero lo que Tesa y sus hermanos conocían era que en Barcelona eran los madrileños, que en Madrid eran los catalanes. Y lo que verdaderamente se sentían eran los niños de Ninguna Parte.

Ahora, las hojas otoñales avisaban a Tesa que mañana, o como mucho pasado mañana, el tren volvería a ser su punto de reunión, su hogar, por así decirlo. Solamente en estas reuniones del tren de medianoche, Tesa y sus hermanos se encontraban de verdad.

La casa aparecía alborotada, no era la misma casa que se encontraba habitualmente al volver del colegio, fuese de Madrid o de Barcelona. Los baúles se alineaban en el pasillo, y siempre había algún rinconcito donde ocultar un libro, o un muñeco, alguna colección de cromos absolutamente imprescindible, frasquitos de experimentos... Si todas estas cosas se olvidaban en la casa de Madrid, o en la de Barcelona, o en la Casa de las Vacaciones, el reencuentro, meses más tarde, se convertía en algo triste, muerto. Ya no eran imprescindibles, y, pensó Tesa, se parecía un poco a su pulgar tras el alcohol, y a la cara de Mme. Saint Genis. Y como el plátano era El Amigo y le había advertido de todas estas cosas, cuando Tesa llegó a casa y vio los baúles, supo que otra vez se iban, y que aunque volvieran ya no volverían más, porque ni ellos ni el contenido de sus maletitas, ni siquiera su dedo pulgar, serían ya los mismos.

Generalmente llegaban a la estación con más de una hora de anticipo y enseguida aparecían los vagones azul marino, brillantes, con sus letras doradas, Grandes Expresos Europeos, Wagon Lits, Es peligroso Asomarse al Exterior; y aquel vagón especial, bajo el que brotaba una humareda distinta a la de los otros vagones, inundando el andén de olores a sopa caliente. Aquella tarde-noche Tesa vio al cocinero con su delantal blanco y su alto gorro, mirando hacia el andén. Parecía flotar sobre las humaredas que según Tono, el hermano mayor, procedían del bufido de los demonios que vivían debajo de los trenes, de modo parecido a como vivían los ladrones en los techos del tren. El cocinero gravitaba en su nube olorosa y excitante, mientras contemplaba a la despreciable muchedumbre del andén con la expresión que había observado Tesa en la mayoría de los cocineros -incluida Isabel-, antes de enviar a la mesa sus platos. Una mezcla de desafío y desdén, parecidos a lo que Mme. Saint Genis sentía hacia ella durante la Clase de Lectura en Voz Alta.

Luego venía lo que Tesa y sus hermanos esperaban siempre, fuera el curso que fuera, o la estación del año que fuera, primavera, verano, otoño, invierno, mientras hubiera un tren esperándoles en alguna otra Estación. A ellos, y sus maletitas-hogar.

Aquella tarde-noche, en el andén y en el tren había algo especial, algo mágico y premonitorio, algo que Tesa conoció como un relámpago, y que luego, muchos años más tarde, recordó y recuperó. Algo irremediable, algo que anunciaba el fin o el principio de otras cosas o de otras vidas.

Tesa trepó al vagón, con su maletín y su adorado muñeco negro, junto a Tito, Tono y Margarita. Siempre ocurría lo mismo, cada uno de ellos conocía exactamente el lugar que le correspondía, se instalaban con una precisión y rapidez que admiraba al conductor, y a menudo él ya les conocía de viajes anteriores. Dos niñas, dos niños, en compartimentos contiguos, tan sólo separados por un lavabo común y que permanecía abierto por ambos lados toda la noche. Cuando las personas mayores se iban al restaurante, la Tata traía una cesta de mimbre llena de bocadillos, pollo frío y merluza rebozada. Sólo en estas ocasiones delegaba la distribución en sus manos, y se iba discretamente. Entonces empezaba la fiesta, la fiesta de tres o cuatro veces al año, la fiesta del encuentro de los hermanos, de la curiosidad o la esperanza, quizá de alguna amistad que todavía estaba por llegar a partir de la Estación Término. Les dejaban solos toda la noche, con las puertas abiertas del lavabo en medio, el tintineo de la cadenita en las botellas del agua, remotas campanillas de algún país desconocido, pronto a descubrir. Aquella noche de otoño, entre los tesoros que solía albergar su maleta-hogar, quién sabe a través de qué angustias y peripecias Tono anunció y mostró nada menos que una botella de champán. Era una botella de champán que se llamaba El Gaitero, y era la primera vez que ocurría una cosa semejante en las largas fiestas de los trenes nocturnos, donde los niños, en pijama rayado de azul y blanco, apuraban la libertad -y aquel fue para Tesa, durante muchos años después, el rostro de la felicidad-. Transcurría la noche, la larga noche del tren y de los encuentros de hermanos, hasta que el sol empezaba a acuchillar, poco a poco, los bordes de las cortinas de cuero, en aquellas ventanillas donde se advertía que era peligroso asomarse al exterior. Nunca después, durante mucho tiempo, supo Tesa lo que podía ser la alegría, la risa que nacía quién sabe en qué esquina del compartimento, la algarabía de pasar de una cama a otra, (por supuesto, la de arriba era la preferida). Cuatro veces al año, la fiesta-hogar de los niños estallaba en el hogar-azul-brillante, y surgían de las maletitas bolas de cristal, como listadas mandalas, junto a confesiones; porque de pronto los cuatro niños acercaban uno a otro las cabezas y se contaban todas las cosas que nunca antes se habían contado. Y así transcurría la noche, la larguísima y maravillosa noche del tren. Tesa miraba y remiraba los paneles de caoba, reseguía con el dedo la taracea que fingía frutas, y Tono explicaba: "También es madera, pero de otros colores, porque ¿qué os creéis, que la madera es siempre marrón? Pues no, la madera es de muchos colores..." La madera era del color del melocotón, o verde como el perejil que ponía Isabel en la jaula del grillo Timoteo, y dorada como el plátano Amigo de Tesa. Era muy difícil intimar con los hermanos o la hermana, fuera de aquellas noches. Sólo era posible allí, en los largos gritos de aquel tren nocturno, cuando se oían de cuando en cuando, muy largos, a través de campos, pueblos y ciudades. Era el reencuentro del tiempo en que habían vivido separados -ellas en las Damas Negras, ellos en San Ignacio-, y las noches del tren salvaban distancias, cruzaban puentes, y se conocían no sólo los frasquitos que encerraban misteriosos experimentos y presagios. También se intuía el miedo que acechaba, agazapado en las esquinas de los compartimentos separados y unidos a la vez por un lavabo común, tierra de nadie, abierto a dos bandas, donde por fin, por fin, las palabras podían convertirse en una especie de vaso comunicante, no en una barrera, donde los niños y las niñas se podían besar y contar secretos, sin que nadie les mirara como miraba el cocinero a las despreciables gentes del andén. Además, qué importaba ya, aquella noche, la pregunta "¿Por qué os vais?". Qué importaba ya la mirada de Mme. Saint Genis, si sus ojos eran tan superfluos como sus labios comidos, qué importaba ya todo, puesto que nuevas cosas y nuevas gentes volverían a empezar a partir de la Última Estación.

Rendida de juegos y de champán El Gaitero, Tesa se tendió en la cama baja "porque la buena era la de arriba", y la disfrutaba Margarita, hermana mayor. Por última vez, aunque no lo sabía, vio el sol atravesando los resquicios de la cortina de cuero -otro sol, otro, que jamás volvió-. Y se adormiló pensando en que, a lo mejor, cuando creciese y fuera tan alta, tan sabia y tan guapa como papá y mamá, lo entendería todo y sería, por fin, feliz.

Pero aquel tren fue el último viaje de la medianoche, y Tesa y los niños no tuvieron vacaciones en las montañas, la cocinera Isabel desapareció con sus historias de fantasmas y asaduras, la pequeña Tomasa que les llevaba al colegio se fue a casa de sus padres, y el mismo colegio y Mme. Saint Genis y todas las demás también desaparecieron. Papá y mamá ya no eran los papá y mamá de siempre, sólo la Tata, como un viejo soldado impertérrito como el impávido soldadito de plomo, continuaba firme, pasara lo que pasara. Y lo que pasó fue que una noche la casa saltó en pedazos, y aquello que papá y mamá y la Tata y el verdulero y la portera llamaban la guerra, se hizo una realidad muy cercana. Y Tesa se encontró sola en el amanecer, apretada contra la pared que aún quedaba en pie. Era la única criatura superviviente.

A partir de aquel momento la memoria de Tesa vacilaba. Todo se convirtió en una masa confusa, estridente y brutal. Alguien la sacó de allí, y tiempo después también alguien la metió en un tren, que no tenía nada que ver con el tren de los niños, y la envió a la casa de los Prirnos de Francia.

Pero la vida es algo tan extraño, frágil y duro, como una copa de cristal. Y la vida de Tesa fue de una estación a otra hasta llegar a una nueva tarde de otoño en que cruzó la frontera, y regresó. Quizá un olor a leños quemados, quizá la inflexión de una voz que cruzaba y desaparecía en la estación, o quizá porque a través del cristal de la ventanilla un plátano, un viejo, sufrido y vulgar plátano apareció ante sus ojos, Tesa creyó recobrar una maletita de niña que guardaba cosas tan efímeras e inapreciables como una nuez, una caja de lápices medio gastados o el libro de Peter Pan. Incluso, el rostro de Mme. Saint Genis (que no había podido huir a Francia como la Superiora). Y regresó la carita de Tito, con sus botellas repletas de Ingredientes, regresó la dulce mirada de Margarita, y la espuma de un maravilloso champán llamado El Gaitero. El tren se había detenido para largo rato en la primera estación del regreso, y un hoja de color amarillo claro, transparente, se pegó a la ventanilla. Tesa reconoció su propio rostro, el rostro de otra tarde de otoño, cuando se fue a la última y larga noche de tren de los niños, y supo que aquella era la carita de una niña que no había muerto, ni estaba en ninguna parte. Que no volverían las largas noches del tren de los niños, que nunca podría reírse como entonces se reía. Y sobre todo, -y esto fue lo peor- comprendió que nunca, nunca, nunca, por muchos años que viviera, volvería a llorar como entonces lloró.