Alfonso Martínez-Mena, murciano de Alhama, aunque lleva en Madrid más de la mitad de su vida. Es abogado, P. Mercantil, Periodista titulado y crítico literario. Ha conseguido más de cincuenta premios de Cuento, Poesía, Novela y Periodismo. Sus escritos, total o parcialmente, han sido traducidos a varios idiomas, figurando en libros de texto y en numerosas antologías nacionales y extranjeras. Ha publicado libros de relatos como "El extraño" (Ed. Azur) y "Antifiguraciones" (Ed. Magisterio Español).
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A primera vista Teobaldo Vidal era un hombre como
cualquier otro; más bien un poco bajito y
desaliñado, sobre todo cuando se quitaba el uniforme
embutiéndose en su chaqueta de cheviot con dibujo de
espiguilla, seguramente la única que tenía. Claro
que no solía vestir de chaqueta, salvo domingos y
festivos, funerales por el alma de algún compañero,
o familiar de funcionario, y ocasiones parecidas.
Pero, de verdad de verdad, Teobaldo Vidal se
diferenciaba en mucho de la mayoría de los mortales.
- Vidal: ¿a qué hora sale el Talgo para San
Sebastián? -
- Vidal: ¿mañana es "día azul"?
- Vidal: ¿cuánto cuesta un billete de coche cama
hasta Murcia?
Y Teobaldo Vidal, cachazudamente, sin prisas y sin
vacilaciones, respondía puntual a la preguntita de
turno. Ni siquiera tenía que mirar sus agendas,
calendarios, guías, revistas e informaciones de todo
tipo que acumulaba en el cajón de su mesa de
Conserje, junto a la del Oficial segundo
administrativo encargado de la recepción de
solicitudes y control de los ficheros
correspondientes, en el Negociado de Subvenciones
para actividades deportivas no cualificadas, al que
con frecuencia sustituía por ser individuo de tan
quebrada salud como dominador de la técnica de darse
de baja.
- Vidal: usted debería trabajar para la Renfe -le
decía a veces el interrogador, satisfecho y hasta
asombrado por la información proporcionada.
En realidad el satisfecho era Teobaldo que, sin
presumir de nada abiertamente, tenía casi tan a gala
su función de colaborador gratuito del Oficial
segundo como el estar impuesto de cuanto se
relacionara con los ferrocarriles: cambios de
horario, innovaciones, tarifas... A la menor
oportunidad que le dieras te explicaba lo de la
Tarjeta familiar, las reducciones para familias
numerosas, lo que era una Tarjeta dorada o una
Tarjeta joven, y hasta los "charter" si venía al
caso.
Pero Teobaldo Vidal sólo sacaba a relucir sus
conocimientos cuando le preguntaban algo, y hay que
reconocer que su trabajo de recepción de solicitudes
y control de ficheros -nadie le exigía funciones de
conserje- lo llevaba a cabo con tan escrupulosa
minuciosidad como el que más, aunque, como distaba
de ser atosigante, le sobraba tiempo para manejar
sus papeles extralaborales, sus revistas
especializadas -incluso en francés- y los folletos
turísticos que solían abultar en los deformados
amplios bolsillos de su atuendo conserjeril, azul
brillante de roces y con más lamparones de los que
fuera menester, con botones que no habían conocido
el limpiametales, y un mugriento galón en cada
bocamanga tirando a cuero viejo en vez de a oro, o
quizás fuera a plata; eso no podía saberse bajo la
suciedad.
En el fondo Teobaldo -no en vano había nacido en
Nimes-, era un aventurero que en vez de disfrutar
rodeado de fusiles, sables, carabinas, rifles,
flechas más o menos envenenadas y mazas de
hotentotes, como hiciera en su día el Tartarín de
Daudet, mientras leía los "Viajes del Capitán Cook"
asido a su enorme pipa con tapadera de cobre, lo
hacía coleccionando grabados, fotografías y dibujos
de máquinas de tren, y organizando itinerarios por
todos los países del mundo con una precisión
envidiable conseguida a través del sabio manejo de
su enorme archivo documental sobre el tema,
actualizado por visitas a las agencias y oficinas
del ramo, donde prácticamente lo trataban como
auténtico profesional y amigo tras tantos años de
contactos, fumando deformes cigarrillos de picadura
que él mismo liaba.
- !Qué me va a preguntar a mí, señor Vidal! -le
decía cualquier empleado de agencia-. Usted sabe de
esto más que yo.
Y sabía. Sabía una barbaridad sobre viajes en
ferrocarril. Porque, al contrario que Tartarín,
sedentario hasta que le obligaron las
circunstancias, Teobaldo Vidal ahorraba
insistentemente de su sueldo para tres o cuatro
salidas al año (Navidad, Semana Santa, verano y
algún puente), siempre en tren, por supuesto.
En sus itinerarios, gran parte de Francia, Bélgica,
Holanda, Italia, las entonces Repúblicas (Federal y
Democrática) de Alemania, Austria, Bulgaria,
Grecia... Había viajado incluso a la URSS, ya en los
años sesenta, y para él no tenían secretos los
caminos de hierro. Naturalmente le habría gustado
conocer idiomas, aunque con el francés meridional de
su infancia y la mejor voluntad se arreglaba.
- Vidal: ¿me podría conseguir tres billetes de
primera para el expreso Málaga-Algeciras? Porque con
esto de las vacaciones...
- Vidal: ¿a qué hora llega el electrotrén a Venta de
Baños?
- Vidal: ¿es cierto que van a poner en circulación
un Intercity a...?
Teobaldo Vidal, hijo de gascona y albaceteño,
concebido durante una vendimia al señuelo de la
mercería de los futuros suegros, conservaba como
reliquia una manoseada biografía de Daudet en la que
aparecía subrayado cómo llegó a París "muerto de
frío, en un vagón de tercera".
- Y fue capaz de hacer grandes cosas -le decía la
madre, que admiraba a su ilustre paisano como a un
dios del Olimpo. - A ver si te aplicas, hijo.
Pero el Teobaldín de entonces, que por su corta edad
no entendía el subrayado, nunca fue capaz de
aplicarse, aunque le quedara en el subconsciente lo
del "vagón de tercera", que era su clase por falta
de medios y sobra de espíritu económico, hasta que
la suprimieron. De ahí que sólo tuviera una
chaqueta.
Pronto el de Albacete enviudó, tras una tisis
galopante de la esposa, y como nunca fue bien visto
por los suegros, y a su vez veía improbable y lejana
la herencia de las "Mercerie Champf1eury", cogió al
muchacho, que ya tenía seis años, y regresó a su
provincia camino de Madrid, donde lo colocaron en
una portería a condición de casarse de nuevo. Fue
hacia mil novecientos veintipoco. Teobaldo recordaba
a su madre que le hablaba en francés y llevaba el "vase
de nuit" oculto en una sombrerera cuando hacían
algún viaje, por si el niño sentía urgencias de pis.
Hasta que un día rodaron por el andén sombrerera y
orinalillo entre el jolgorio de los circunstantes.
Bien se acuerda Teobaldo de la peripecia, como del
subrayado del vagón de tercera que lee de vez en
cuando como homenaje a la madre que tanto le hizo
echar en falta la antipática madrastra que le tocara
en suerte. Menos mal que nunca tuvo hijos.
Sí, Teobaldo Vidal se diferenciaba en mucho de la
mayoría de los mortales, y no sólo por llevar de
segundo el apellido Champf1eury (que no había
cristiano ibérico capaz de pronunciar
correctamente); ni por haber nacido con ocasión de
una vendimia (lance más que frecuente); ni por
saberse la historia próxima y remota de los
ferrocarriles, amén de sus tarifas, sin tener
antecedentes en el cuerpo; ni por ayudar
desinteresadamente en lo de las "actividades
deportivas no cualificadas", pese a ser subalterno
(que ya es raro); ni por liar pitillos de picadura
en esta época de los tabacos "lights"; ni por haber
sido capaz de aguantar quince trienios sin invitar a
café a sus compañeros; ni por tener una sola
chaqueta, de cheviot con dibujo de espiguilla; ni
por los lamparones de su uniforme azul; ni por haber
sufrido a su madrastra; ni por haber leído el "Tartarín"
y tener la biografía de su autor con el subrayado
del "vagón de tercera" que le hiciera su madre, la
de la bacinilla.
Cualquiera de esas circunstancias, y mucho más
sumadas, podía hacer a un hombre diferente. Pero
sobre todo lo era por sus viajes. Esto no lo he
dicho: Teobaldo Vidal -de segundo Champf1eury- jamás
se apeaba de un tren si no era para hacer un
transbordo, o esperar un enlace, o coger el de
vuelta. A él lo que le gustaba era viajar en tren.
Las ciudades, los pueblos, y hasta el mismo paisaje
mil veces cambiante, pleno de sugerencias, le tenían
sin cuidado. Y no van a negarme que eso sí es
especial.
- ¿Conoce usted Colonia? -podía preguntarle una
compañera de compartimiento para pegar la hebra.
- Sí, claro. Un importante nudo ferroviario. La
estación a la que llegaremos está...
En fin, toda suerte de pelos y señales sobre
dimensiones, arquitectura, dependencias, movimiento
de trenes... También .le explicaba a la señora que
la basílica romana de San Gereón era de planta
octogonal; que la Catedral, de mediados del siglo
XIII, guarda los restos de los Reyes Magos y posee
la sillería más valiosa de Alemania; que la ciudad
quedó prácticamente destruida durante la segunda
Guerra Mundial, y cuantos datos podía encontrar en
las guías turísticas, que él repasaba durante los
trayectos, cuando no tenía con quien charlar.
Estaba convencido de que la mejor forma de conocer
un lugar es hablar con las gentes, y que nada como
el tren para iniciar contactos personales, incluso
amistades, aunque en la mayoría de las ocasiones
fueran efímeras. Por eso lamentaba no saber más
idiomas que añadir al precario francés de su
infancia, que siguió cultivando por su cuenta con la
lectura de algunas novelitas compradas en la Cuesta
de Moyano y las publicaciones conseguidas en la
Embajada del país de su nacimiento.
Le perdí la pista al tal Vidal hace bastante tiempo,
cuando ocupé un puesto de trabajo en otro sitio.
Suponía que se habría jubilado, por edad, dejando
una laguna en su oficina; y no en el Negociado de
Subvenciones para actividades deportivas, que
seguiría funcionando normalmente, sino en el ánimo
de sus compañeros y jefes, que no tendrían a quién
preguntar por el Talgo de San Sebastián, por los
"días azules", el precio del coche cama hasta
Murcia, o el electrotrén a Venta de Baños. ¡Vaya si
echarían de menos al singular conserje!
Y es ahora, este verano, cuando me he vuelto a
acordar de todas esas cosas del bueno de Teobaldo.
En el pueblo donde veraneo han inaugurado una
especie de trenecito sobre ruedas neumáticas, para
que los niños puedan pasearse en sus tres vagones
con toldilla a lo largo de la carretera de la costa.
Está bien, porque hasta aquí no llega ningún
ferrocarril, y a los chiquillos les ilusiona
especialmente hacer viajes en tren. Tiene hasta una
locomotora que echa humo, y no es más que un tractor
disfrazado, con su gran chimenea y bielas que se
mueven al compás de la marcha. Un curioso artilugio.
Lo había visto circular varias veces con su carga
infantil, y no infantil, pues también montaban las
personas mayores distrayendo sus ocios. Pero hoy,
precisamente hoy, me fijé en la bruñida placa del
costado, que reza "CHAMPFLEURY", e, inmediatamente,
en el rostro feliz del maquinista. ¡Era Vidal!
Teobaldo Vidal, Champfleury de segundo apellido,
vistiendo el uniforme de conserje, lleno de
lamparones, como siempre. Y Vidal, que me reconoció,
detuvo su tren para decirme:
- Cómo le va, don Juan. Cuánto tiempo sin verle. Le
invito a un recorrido, ¿hace?
Probablemente había logrado el sueño de su vida.