Premio de Narraciones Breves Antonio Machado 1992 - Fundación de los Ferrocarriles Españoles

Premio Narraciones Breves Antonio Machado, 1992

Primer premio: 'Un tal Vidal Champfleury', Alfonso Martínez-Mena

Narraciones Breves 1992

Alfonso Martínez-Mena, murciano de Alhama, aunque lleva en Madrid más de la mitad de su vida. Es abogado, P. Mercantil, Periodista titulado y crítico literario. Ha conseguido más de cincuenta premios de Cuento, Poesía, Novela y Periodismo. Sus escritos, total o parcialmente, han sido traducidos a varios idiomas, figurando en libros de texto y en numerosas antologías nacionales y extranjeras. Ha publicado libros de relatos como "El extraño" (Ed. Azur) y "Antifiguraciones" (Ed. Magisterio Español).

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A primera vista Teobaldo Vidal era un hombre como cualquier otro; más bien un poco bajito y desaliñado, sobre todo cuando se quitaba el uniforme embutiéndose en su chaqueta de cheviot con dibujo de espiguilla, seguramente la única que tenía. Claro que no solía vestir de chaqueta, salvo domingos y festivos, funerales por el alma de algún compañero, o familiar de funcionario, y ocasiones parecidas. Pero, de verdad de verdad, Teobaldo Vidal se diferenciaba en mucho de la mayoría de los mortales.

- Vidal: ¿a qué hora sale el Talgo para San Sebastián? -

- Vidal: ¿mañana es "día azul"?

- Vidal: ¿cuánto cuesta un billete de coche cama hasta Murcia?

Y Teobaldo Vidal, cachazudamente, sin prisas y sin vacilaciones, respondía puntual a la preguntita de turno. Ni siquiera tenía que mirar sus agendas, calendarios, guías, revistas e informaciones de todo tipo que acumulaba en el cajón de su mesa de Conserje, junto a la del Oficial segundo administrativo encargado de la recepción de solicitudes y control de los ficheros correspondientes, en el Negociado de Subvenciones para actividades deportivas no cualificadas, al que con frecuencia sustituía por ser individuo de tan quebrada salud como dominador de la técnica de darse de baja.

- Vidal: usted debería trabajar para la Renfe -le decía a veces el interrogador, satisfecho y hasta asombrado por la información proporcionada.

En realidad el satisfecho era Teobaldo que, sin presumir de nada abiertamente, tenía casi tan a gala su función de colaborador gratuito del Oficial segundo como el estar impuesto de cuanto se relacionara con los ferrocarriles: cambios de horario, innovaciones, tarifas... A la menor oportunidad que le dieras te explicaba lo de la Tarjeta familiar, las reducciones para familias numerosas, lo que era una Tarjeta dorada o una Tarjeta joven, y hasta los "charter" si venía al caso.

Pero Teobaldo Vidal sólo sacaba a relucir sus conocimientos cuando le preguntaban algo, y hay que reconocer que su trabajo de recepción de solicitudes y control de ficheros -nadie le exigía funciones de conserje- lo llevaba a cabo con tan escrupulosa minuciosidad como el que más, aunque, como distaba de ser atosigante, le sobraba tiempo para manejar sus papeles extralaborales, sus revistas especializadas -incluso en francés- y los folletos turísticos que solían abultar en los deformados amplios bolsillos de su atuendo conserjeril, azul brillante de roces y con más lamparones de los que fuera menester, con botones que no habían conocido el limpiametales, y un mugriento galón en cada bocamanga tirando a cuero viejo en vez de a oro, o quizás fuera a plata; eso no podía saberse bajo la suciedad.

En el fondo Teobaldo -no en vano había nacido en Nimes-, era un aventurero que en vez de disfrutar rodeado de fusiles, sables, carabinas, rifles, flechas más o menos envenenadas y mazas de hotentotes, como hiciera en su día el Tartarín de Daudet, mientras leía los "Viajes del Capitán Cook" asido a su enorme pipa con tapadera de cobre, lo hacía coleccionando grabados, fotografías y dibujos de máquinas de tren, y organizando itinerarios por todos los países del mundo con una precisión envidiable conseguida a través del sabio manejo de su enorme archivo documental sobre el tema, actualizado por visitas a las agencias y oficinas del ramo, donde prácticamente lo trataban como auténtico profesional y amigo tras tantos años de contactos, fumando deformes cigarrillos de picadura que él mismo liaba.

- !Qué me va a preguntar a mí, señor Vidal! -le decía cualquier empleado de agencia-. Usted sabe de esto más que yo.

Y sabía. Sabía una barbaridad sobre viajes en ferrocarril. Porque, al contrario que Tartarín, sedentario hasta que le obligaron las circunstancias, Teobaldo Vidal ahorraba insistentemente de su sueldo para tres o cuatro salidas al año (Navidad, Semana Santa, verano y algún puente), siempre en tren, por supuesto.

En sus itinerarios, gran parte de Francia, Bélgica, Holanda, Italia, las entonces Repúblicas (Federal y Democrática) de Alemania, Austria, Bulgaria, Grecia... Había viajado incluso a la URSS, ya en los años sesenta, y para él no tenían secretos los caminos de hierro. Naturalmente le habría gustado conocer idiomas, aunque con el francés meridional de su infancia y la mejor voluntad se arreglaba.

- Vidal: ¿me podría conseguir tres billetes de primera para el expreso Málaga-Algeciras? Porque con esto de las vacaciones...

- Vidal: ¿a qué hora llega el electrotrén a Venta de Baños?

- Vidal: ¿es cierto que van a poner en circulación un Intercity a...?

Teobaldo Vidal, hijo de gascona y albaceteño, concebido durante una vendimia al señuelo de la mercería de los futuros suegros, conservaba como reliquia una manoseada biografía de Daudet en la que aparecía subrayado cómo llegó a París "muerto de frío, en un vagón de tercera".

- Y fue capaz de hacer grandes cosas -le decía la madre, que admiraba a su ilustre paisano como a un dios del Olimpo. - A ver si te aplicas, hijo.

Pero el Teobaldín de entonces, que por su corta edad no entendía el subrayado, nunca fue capaz de aplicarse, aunque le quedara en el subconsciente lo del "vagón de tercera", que era su clase por falta de medios y sobra de espíritu económico, hasta que la suprimieron. De ahí que sólo tuviera una chaqueta.

Pronto el de Albacete enviudó, tras una tisis galopante de la esposa, y como nunca fue bien visto por los suegros, y a su vez veía improbable y lejana la herencia de las "Mercerie Champf1eury", cogió al muchacho, que ya tenía seis años, y regresó a su provincia camino de Madrid, donde lo colocaron en una portería a condición de casarse de nuevo. Fue hacia mil novecientos veintipoco. Teobaldo recordaba a su madre que le hablaba en francés y llevaba el "vase de nuit" oculto en una sombrerera cuando hacían algún viaje, por si el niño sentía urgencias de pis. Hasta que un día rodaron por el andén sombrerera y orinalillo entre el jolgorio de los circunstantes. Bien se acuerda Teobaldo de la peripecia, como del subrayado del vagón de tercera que lee de vez en cuando como homenaje a la madre que tanto le hizo echar en falta la antipática madrastra que le tocara en suerte. Menos mal que nunca tuvo hijos.

Sí, Teobaldo Vidal se diferenciaba en mucho de la mayoría de los mortales, y no sólo por llevar de segundo el apellido Champf1eury (que no había cristiano ibérico capaz de pronunciar correctamente); ni por haber nacido con ocasión de una vendimia (lance más que frecuente); ni por saberse la historia próxima y remota de los ferrocarriles, amén de sus tarifas, sin tener antecedentes en el cuerpo; ni por ayudar desinteresadamente en lo de las "actividades deportivas no cualificadas", pese a ser subalterno (que ya es raro); ni por liar pitillos de picadura en esta época de los tabacos "lights"; ni por haber sido capaz de aguantar quince trienios sin invitar a café a sus compañeros; ni por tener una sola chaqueta, de cheviot con dibujo de espiguilla; ni por los lamparones de su uniforme azul; ni por haber sufrido a su madrastra; ni por haber leído el "Tartarín" y tener la biografía de su autor con el subrayado del "vagón de tercera" que le hiciera su madre, la de la bacinilla.

Cualquiera de esas circunstancias, y mucho más sumadas, podía hacer a un hombre diferente. Pero sobre todo lo era por sus viajes. Esto no lo he dicho: Teobaldo Vidal -de segundo Champf1eury- jamás se apeaba de un tren si no era para hacer un transbordo, o esperar un enlace, o coger el de vuelta. A él lo que le gustaba era viajar en tren. Las ciudades, los pueblos, y hasta el mismo paisaje mil veces cambiante, pleno de sugerencias, le tenían sin cuidado. Y no van a negarme que eso sí es especial.

- ¿Conoce usted Colonia? -podía preguntarle una compañera de compartimiento para pegar la hebra.

- Sí, claro. Un importante nudo ferroviario. La estación a la que llegaremos está...

En fin, toda suerte de pelos y señales sobre dimensiones, arquitectura, dependencias, movimiento de trenes... También .le explicaba a la señora que la basílica romana de San Gereón era de planta octogonal; que la Catedral, de mediados del siglo XIII, guarda los restos de los Reyes Magos y posee la sillería más valiosa de Alemania; que la ciudad quedó prácticamente destruida durante la segunda Guerra Mundial, y cuantos datos podía encontrar en las guías turísticas, que él repasaba durante los trayectos, cuando no tenía con quien charlar.

Estaba convencido de que la mejor forma de conocer un lugar es hablar con las gentes, y que nada como el tren para iniciar contactos personales, incluso amistades, aunque en la mayoría de las ocasiones fueran efímeras. Por eso lamentaba no saber más idiomas que añadir al precario francés de su infancia, que siguió cultivando por su cuenta con la lectura de algunas novelitas compradas en la Cuesta de Moyano y las publicaciones conseguidas en la Embajada del país de su nacimiento.

Le perdí la pista al tal Vidal hace bastante tiempo, cuando ocupé un puesto de trabajo en otro sitio. Suponía que se habría jubilado, por edad, dejando una laguna en su oficina; y no en el Negociado de Subvenciones para actividades deportivas, que seguiría funcionando normalmente, sino en el ánimo de sus compañeros y jefes, que no tendrían a quién preguntar por el Talgo de San Sebastián, por los "días azules", el precio del coche cama hasta Murcia, o el electrotrén a Venta de Baños. ¡Vaya si echarían de menos al singular conserje!

Y es ahora, este verano, cuando me he vuelto a acordar de todas esas cosas del bueno de Teobaldo. En el pueblo donde veraneo han inaugurado una especie de trenecito sobre ruedas neumáticas, para que los niños puedan pasearse en sus tres vagones con toldilla a lo largo de la carretera de la costa. Está bien, porque hasta aquí no llega ningún ferrocarril, y a los chiquillos les ilusiona especialmente hacer viajes en tren. Tiene hasta una locomotora que echa humo, y no es más que un tractor disfrazado, con su gran chimenea y bielas que se mueven al compás de la marcha. Un curioso artilugio. Lo había visto circular varias veces con su carga infantil, y no infantil, pues también montaban las personas mayores distrayendo sus ocios. Pero hoy, precisamente hoy, me fijé en la bruñida placa del costado, que reza "CHAMPFLEURY", e, inmediatamente, en el rostro feliz del maquinista. ¡Era Vidal! Teobaldo Vidal, Champfleury de segundo apellido, vistiendo el uniforme de conserje, lleno de lamparones, como siempre. Y Vidal, que me reconoció, detuvo su tren para decirme:

- Cómo le va, don Juan. Cuánto tiempo sin verle. Le invito a un recorrido, ¿hace?

Probablemente había logrado el sueño de su vida.