Uno de los grandes de la literatura y del periodismo españoles de la actualidad. Nacido en Madrid, lleva más de treinta años dedicado a la literatura, siendo reconocido como un renovador del lenguaje y un observador original de la realidad. Novelas, relatos, libros de crítica literaria y un sinfín de artículos periodísticos jalonan su trayectoria, cuya máximo reconocimiento lo ha obtenido con el Premio Cervantes 2000.
***
El vino en un barco de nombre extranjero, lo
encontré en un puerto al atardecer y en su voz
amarga, y en mi voz amarga e infantil había la
tristeza alegre, que se llevaba el viento de la
ventanilla, del primer viaje en tren, que era como
los caballos del cine, galopar en una del Oeste, era
un tren, era un tren, pero no era un tren, sino una
traílla de caballos negros, jóvenes y veloces, todos
envueltos en humo (también echan humo los caballos
cuando corren, o eso parece), o quizá una diligencia
como las de las pelis, también, tirada por cien
caballos negros, siempre negros, alegres y
desmandados, la velocidad como descubrimiento del
mundo, resulta que el mundo no era el parado domingo
perpetuo de mi ciudad, sino una cosa girante y
desvariante, una celeridad de campos y ráfagas, de
paisajes y cielos, de pueblos y campanarios, ya nos
lo habían dicho en el colegio, que la tierra da
vueltas, pero yo no creí nunca que tan de prisa, o
sea que nunca me había parado a pensarlo, quizá mi
ciudad, lenta, fría y soleada, era lo único que se
estaba quieto en el mundo, un triste apeadero de la
vida, porque la vida es ferrocarril, acabo de
descubrirlo, acababa de descubrirlo, y alguien
tocaba él vino en un barco, o sea tatuaje, en el
vagón de aquel tren, un tren lleno de soldados y
muertos y madres y guitarras, un tren que olía a
carbonilla y velocidad, a enfermedad y retaguardia,
no sé.
Lo encontré en un puerto al atardecer, etcétera, y
en su voz amarga había la tristeza doliente y
cansada del acordeón, era una música de viejas y
soldados, la tía Maru me decía que no me asomase
tanto, no te asomes tanto a la ventanilla, niño, te
vas a caer, si es que lleva medio cuerpo fuera, la
criatura, y entonces yo me sentía más hombre, más
jinete de todos aquellos caballos negros, duros y
centelleantes, hechos de paisaje y velocidad, era
como montar varios a la vez, o saltar de uno en
otro, como en el Oeste, sí, más el piafar ronco y
feliz, largo y desgarrador, del tren al pasar los
pueblos, partiendo el campo en dos, partiendo la
tarde en dos, dejando cada pueblecito dormido y
pardo roto en dos mitades, como con un río de cielo
y carbón pasando por en medio, la tía Maru me tiró
la cazadora (me la había hecho ella misma) para que
me sentase a merendar, y allí, sentado en el banco
de tablas, mi vida volvía a ser una realidad de
ancianos y ventanillas, reses y muertos, mujeres
grandes y soldados, un sol de humanidad pintada y
viajera, viva y merenedadora, muerta y esperanzada,
cuando el blanco faro sobre los veleros su beso de
plata dejaba caer.
La tía Maru era como todas las tías Marus, tenía
permanente rubia, sortijas de pobre en sus manos de
modista y un reloj de pulsera que había sido de mi
madre, porque mi madre, siempre más elegante y más
joven y moderna que la tía Maru, o sea su hermana,
le iba dejando heredar cosas en vida, relojes que se
le pasaban de moda, pamelas que se le pasaban de
color zapatos que se iban cansando de bailar, hasta
que mi madre, o sea mamá, empezó a tener décimas y
escupir sangre, sólo un poco, y a quedarse algunos
días en la cama, que a eso íbamos ahora a la otra
ciudad, donde estaba convaleciendo con mi abuela, a
verla, a buscarla, mira mi pecho tatuado con este
nombre de mujer, y si la encuentras, marinero, el
bocadillo era de tortilla de patata, con mucha
patata, y de postre una onza de chocolate, como toda
la vida, pero ahora era un chocolate de cacahuetes,
de sabor más barato, pero que también me gustaba,
mayormente porque había casi olvidado el sabor duro
y suntuoso, el dulce y oscuro sabor elgorriaga, el
perfume elgorriaga y negro del chocolate de antes.
Parado el tren en alguna estación de agosto, toda de
sol y hierro feo, vacía y con olor a saco, parado yo
dentro del parón del tren, éramos una quietud metida
en otra, sucesivas quietudes que me ahogaban
¿estaría yo del pecho, como mamá? La quietud de la
tarde, la quietud de la estación, la quietud del
tren, la quietud del vagón y mi propia quietud, unas
dentro de otras, como algunos juegos de muñecas, mi
prima Cuco tenía uno, yo era la quietud más pequeña,
el muñeco más pequeño, el final triste y soso del
juego, y entonces me venía el dolor de mamá, su
imagen, su perfume violeta, su amor, y aquel tren,
con tantas paradas, no iba a llegar nunca a aquella
ciudad alta y fría, de cristal y luz, me habían
dicho o había imaginando yo, donde ella se curaba el
alma. Y voy pasando lentamente de mostrador en
mostrador, la tía Maru, que merendaba piñones y
uvas, repetía en susurro la canción que llegaba como
de los últimos vagones del tren, la vieja historia
de mi amor, y se me quitaban las ganas de merendar,
el mundo volvía a estar parado, el mundo ya no era
ferrocarril, sino el water estrecho y sucio del
vagón, con olor a Dios y mierda, el chorro de agua
sosa, con sabor a tiempo y a fregadero, que yo bebía
a morro para pasar la merienda sin ganas y la pena
pequeña y dura de mi alma, me quitaba la cazadora,
me quedaba en alma y camiseta, pero era igual,
seguía doliendo, aquello sólo se pasaba subiéndose
otra vez a los corceles locos y amistosos de la
velocidad, y así en cada estación.
Ella me quiso y me ha olvidado, en cambio yo no la
olvidé y, para siempre voy marcado con este nombre
de mujer, mamá era una aparición luminosa y
cambiante en los espejismos del viaje, yo veía en la
velocidad la mamá anterior, la de toda la vida, la
que había dejado atrás, y esto me estorbaba para ver
a la mamá en cuya busca iba, íbamos, iba aquel tren
lanzado otra vez a toda velocidad, desbocado y
desgañitado, ¿quién dijo que los trenes de la
postguerra eran lentos?, él vino en un barco de
nombre extranjero, otra vez yo en la ventanilla de
un tren extranjero, seguramente alemán, viendo como
el paisaje de pinares negros y campos de oro se iba
habitando por una avanzada de chopos inesperados y
altísimos, por unos primeros pobladores de la
meseta, que eran los álamos blancos, como ángeles
con las alas juntas, a punto de alzar el vuelo, y
otros más desplegados, como relicarios de oro verde
y luces y hojas que temblaban, cintilaban y cantaban
en los remansos del cielo, en los sotos amenos que
la velocidad dejaba atrás como el pensamiento deja
atrás el día de ayer, porque viajábamos a través del
tiempo, que es como se viaja siempre, tardes
sucesivas, días sucesivos, veranos sucesivos, unos
ciegos de oro, otros en un sueño verde, otros llenos
de una tranquilidad violeta, la vida es ferrocarril,
me parece que ya lo he dicho, y el ferrocarril no
cruza distancias, sino mundos, épocas, estaciones
del año, por eso volvía yo una y otra vez a la
ventanilla, y luego, un poco herido en el pecho por
el viento, me senté junto a la tía Maru y ella iba
leyendo una revista que le había dejado una señora
mayor y yo iba muchas veces al water
a beber agua sin sed, a orinar sin ganas, a mirarme
en el espejo enfermo y roto, y me veía aventurero,
en camiseta y con el pelo revuelto por la velocidad
como lo revuelve el cine.
Al pasar entre la gente oía los diálogos de los
muertos con los vivos, los muertos son muy
conversadores, o rascaba en la cabeza a una vaca, o
enredaba mis manos en los vellones de una cabra que
volvía la cabeza para mirarme como una señorita
distinguida, altiva y un poco ofendida, era casi la
mirada de mama, ella me quiso y me ha olvidado, en
cambio yo no la olvidé, pues usted dirá lo que
quiera, pero esta guerra la tenían que haber ganado
los alemanes y nos habrían echado una mano, que
mejor estaríamos, y no viajando en estos trenes de
mierda, los alemanes han ayudado poco, tenían que
haber ayudado más y mandarnos mucha mantequilla y
muchos revólveres, a Franco dice que le han
prometido industria pesada y salchichas de Francfurt,
pero aquí seguimos con esta mortadela de mierda, que
dice que la hacen con rojos, y en estos trenes que
no corren nada, ¿cuántas horas llevamos de viaje? a
mí me parece que ha pasado un mes desde que salimos
de casa esta mañana, menos mal que ahora han salido
más minas de carbón por Asturias y por ahí, hasta
por León, dicen, claro que se lo quedarán todo los
estraperlistas y tendrá una que seguir arreglándose
con el picón y los ovoides, dice que hemos ganado la
guerra, sí, pero no le veo yo el mérito, si seguimos
lo mismo, o peor que antes, los muertos jugaban al
mus sobre una pequeña mesa de cocina que habían
puesto entre las rodillas de todos, y pegaban esos
gritos que se pegan al mus, órdago a la grande, a lo
mejor en el mus no se dice órdago a la grande, yo
entonces no conocía bien el mus, ni ahora tampoco,
pero los muertos se divertían mucho con sus naipes,
eran los que más gritaban, y los soldados les
pasaban una bota de vino que hacían ronda de muertos
y no les duraba nada, esto de la muerte es que da
mucha sed, usted no sabe, y era un largo y claro
hilo de vino rosa, dorado, negro y brillante, con
toda la luz de la larga tarde de verano pasando por
la hebra, me hubiera gustado beber aquello, aunque
no me gustaba el vino ni me permitían tomarlo, pero
es que hubiera sido como beberse el paisaje, el
tiempo, la luz, y no el agua del water, el agua del
grifo, sosa y ferroviaria, que la bebía sin sed, ya
digo, y se me quedaba en la tripa como un charco
asqueroso lleno de renacuajos, como aquellos fondos
de gran copa de piedra con agua de lluvia y
renacuajos que veíamos en la finca del señor Felipe,
cuando las excursiones, los domingos, yo me asomaba
a una de aquellas grandes copas, empinándome, y como
la luz del cielo ya era roja, los renacuajos
parecían demonios coleteando entre el fuego, una
visión del infierno que no me gustaba nada y que me
quitó para siempre, sin saberlo, el miedo al
infierno que me habían metido en la escuela, yo
nunca iba a ser un renacuajo en el fondo de un agua
en llamas, ¿acaso es que se vuelve uno renacuajo
cuando se muere?, el alma no puede ser que sea un
renacuajo, y el alma es lo que dicen que va al
infierno, en casa había visto muchos muertos, porque
en casa se moría todo el mundo, la tía Algadefina,
el abuelo Cayo, alguna criada vieja, y de muertos
estaban muy dignos y hasta guapos, mejor que de
vivos, pero ahora los renacuajos no los tenían en el
alma, sino en la barriga.
La tía Maru se había dormido con la revista de la
otra señora en el regazo. Al lado de la otra señora
había una mujer muy mayor, lo menos dieciocho años,
y muy hermosa, con el escote en forma de barco (se
le veía un poco la raja) y las rodillas fuertes y
esbeltas, en unas medias brillantes. Comía
mandarinas y me llegaba su olor a mandarina y axilas
negras. A punto estuve de ir al water a resolver mis
urgencias amorosas, pero decían que ya estábamos
llegando y, efectivamente, el paisaje de amenos
sotos con álamos viajaba muy lento.
La estación era como la de mi ciudad, grande y
vacía, y olía también a esparto y multitud, aunque
no había ninguna multitud. Me entró la duda
metafísica y decepcionante de que a lo mejor el
mundo era una cosa que estaba repetida, que todas
las estaciones y todas las ciudades y todos los
colegios eran iguales (con los años resolvería que
sí). La ciudad, efectivamente, era otra vez la mía,
con más sol y menos calor, y con otra música, Pienso
ahora que estas viejas ciudades son grandes
caracolas de secano a las que hay que aplicar el
oído para distinguir la música de cada una. A la
puerta de la estación estaba el Portu, una especie
de mendigo-criado del que yo sabía por las cartas de
la abuela y de mamá. El Portu, vestido como un pobre
medieval, cargó con el baúl familiar sin mayor
esfuerzo, y anduvimos tras él, por las calles anchas
y estrechas, por las calles de sol y sombra, y a mí,
que lo miraba todo, me parecía que aquello era como
si mi ciudad se hubiese disfrazado de otra, como
cuando las personas se ponen antifaz, pero se les
conoce igual.
El Portu iba doblándose cada vez un poco más, a
medida que caminábamos, y nos gritaba sin volverse,
desde detrás del baúl, que ya quedaba poco. Era como
un hombre gritando detrás de una montaña. Tenía
acento gallego y comprendí que, naturalmente, por
eso le llamaban el Portu, porque era gallego. La
calle y la casa eran corrientes y en el primer piso,
izquierda, vivían mamá y la abuela. Todos los
balcones y puertas estaban abiertos, de modo que el
piso tenía mucha luz y así como una alegría triste
de sanatorio. La abuela Leonisa, alta, grave y con
dos trenzas blancas de colegiala (sus eternas
trenzas, a los noventa años, o los que fuesen), me
apretó la cabeza contra su vientre y luego se puso a
hablar con la tía Maru de las vicisitudes del viaje,
que la tía Maru se lo contaba todo cosa por cosa, yo
no sé cómo podía haberse enterado de tanto, si había
viajado durmiendo o leyendo la mayor parte del
tiempo. Estábamos allí, en mitad de las corrientes
de un aire limpio y muy fino, que eran corrientes de
luz tanto como de aire, y no parecía que hubiésemos
hecho aquel viaje alrededor del mundo para ver a
mamá, quizá no querían hablar de su estado delante
de mí.
Los muebles eran viejos y negros, pero aquella luz
lo alegraba todo, y entonces me acordé de la ciudad
de cristal y luz que alguien me había dicho, quizás
mamá en una carta, porque mamá era un poco poeta. Yo
movía la cabeza en todas direcciones buscando el
cuarto de mama, y comprendí que era uno grande que
había al fondo, iluminado por el cielo como un altar
de la tarde, de aquella eterna tarde que empezaba a
dar miedo, de tan larga. Corrí hacia la luz, pero la
abuela Leonisa me detuvo, espera, no puedes besarla
todavía, ya sabes que lo suyo se contagia, sobre
todo a los niños, además, ahora está durmiendo, pero
ha mejorado mucho y está deseando verte, me puse a
pasear por el pasillo en dirección contraria, como
estrategia para luego poder llegar, en mi paseo
aburrido, al otro extremo del pasillo, donde el
Portu, sentado en el baúl, se sólo por oírle el
acento, y mientras secaba sus sudores medievales, le
pregunté algo, sólo por oírle acento, y mientras
hablaba vi un armario de luna, grande y viejo,
inclinado como a punto de caer, barnizado de marrón
y con molduras como de barro. En la gran luna un
poco rajada por arriba se reflejaba el cuarto de
mamá, un deslumbramiento de claridad, y la blanca
cama y la cabeza de ella, que me pareció haber visto
ayer mismo, y había pasado un año, sobre la
almohada, de lado, dormida, de medio perfil, el que
le sacaban tan guapa en las fotos, me acerqué
despacio al armario y besé el espejo a la altura de
la cabeza de mamá, era como besar a una mamá de
plata, fría y hermosísima, y entonces ella, al beso,
lentamente, dulcemente, abrió los ojos y me vio.