Nacido en León, estudió Filosofía y Periodismo en Madrid y ha hecho de la literatura y los viajes su única dedicación. Reportero, cronista, novelista e incursor en muchos otros géneros tiene una treintena de libros publicados y ha obtenido premios como el "Planeta", el "Alfaguara" o el "Hucha de Oro".
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Una vida alrededor de una estaca no es una vida,
para quién entiende a los perros. También los
hombres damos vueltas alrededor de una esperanza,
alrededor de un sueño, y nadie suele venir a
pedirnos explicaciones ni a comprendernos ni a
comprobar si esa esclavitud es verdadera y firme.
Sin embargo, produce mayor pena que tal locura se
haya agarrado el espíritu de un animal inocente y
viejo, al que sin duda pocas ilusiones deben de
quedarle.
Ladraba día y noche hasta quedarse ronco y después
seguía ladrando sin voz, como ignorando que se había
quedado mudo y que el silencio era mucho más aciago.
Tan sólo cuando me veía entrecavar las plantas,
pasear arriba y abajo por entre las vías
herrumbrosas, abrillantar los letreros, espantar el
polvo o la nieve de los bancos; tan sólo cuando
estaba seguro de que yo continuaba allí y de que
nadie nos robaría la estación, aceptaba el descanso.
Se tumbaba en la fresca yerba, comía si yo le había
llevado alimento, me miraba con sus amistosos ojos
opacos y callaba.
Por esa razón más que nada he continuado viniendo
aquí cada mañana y cada tarde, después de que se me
corrompiera toda la nostalgia e incluso el sentido
del deber y de la fidelidad. La estación no me
sobrevivirá, desde luego si él enmudece. Una noche
cualquiera, mientras yo duerma, regresarán los
portugueses, tenderán su jergones en el suelo,
prenderán fuego junto a la pared y las gentes del
puerto no se atreverán a expulsarlos, ni siquiera la
guardia, porque son desgraciada gente vagabunda, sin
refugio y sin consuelo. Al fin al cabo, el edificio
es noble y sólido y todos piensan que mejor
utilizarlo para una obra de misericordia que
contemplar cómo va derrumbándose poco a poco. Sólo
él ignoraba estas cosas y se negaba comprender lo
que es la caridad y la pobreza. Pues cuando se
presentaron la primera vez, y la segunda, y la
tercera, fue tan valeroso como para cerrarles el
paso, a pesar de que también ellos traían buenos
perros. Aunque lo hubieran matado les habría
impedido la entrada: como si la estación fuera su
propia casa, o la casa de su dueño, es decir, la
mía. Pues también los perros ignoran que hay
propiedades aparentes que uno utiliza sin que le
pertenezcan nunca.
Cuando suprimieron la línea, él era capaz todavía de
distinguir a las personas que llegaban de lejos,
mojadas y con el aroma de los castaños pegado a las
botas. Le bastaba olerlas de lejos para saber que
eran viajeros despistados y en vez de ladrarles
saltaba a su alrededor y meneaba el rabo y sonreía,
como había hecho siempre. Yo explicaba a aquellos
hombres de las aldeas que nunca más pararía allí un
tren y, en consecuencia, que la estación no servía
ya para nada, ni yo mismo, que había sido el jefe
durante tantos años.
Eran gente sufrida, acostumbrada a muchos trabajos y
a caminatas largas por las montañas.
-Vaya por Dios -decían, y reemprendían el viaje a
pie, casi siempre por la calzada de los romanos,
hacia el norte o hacia el sur. Yo he conocido al tío
Floro, que se llegaba hasta Plasencia o hasta
Salamanca a pie y tardó mucho en aceptar montarse en
un tren, porque le gustaban más los árboles, las
piedras y la tierra de los caminos.
Durante algunos meses aparecían campesinos de la
sierra, peregrinos sin información, veraneantes
incluso que se sorprendían mucho de que no se
detuvieran allí los trenes y a veces se sentaban en
el banco de madera del exterior, bajo la parra,
mientras yo les explicaba lo que había sucedido. El
perro se tumbaba en el bordillo del andén, con el
hocico dirigido hacia las vías y escuchaba sin dejar
de respirar los perfumes que le venían de muy lejos;
la grasa reseca, la carbonilla de otros tiempos, el
sudor de viajeros que muchos años antes habían
paseado por allí, el humo irremediablemente perdido
de las locomotoras de vapor, las lágrimas salobres
de las despedidas y el calor de los abrazos.
-¿Y qué va a hacer usted? -me preguntaban los más
compasivos.
-Por ahora, vigilar la estación.
-Pues se aburrirá mucho, sin gente.
-Ca, siempre hay cosas que hacer.
Y no decía falsedad. Pues si no tenía ya que estar
pendiente del teléfono y de la taquilla y de las
órdenes de arriba, había que ventilar el edificio,
frenar las goteras, engrasar las señales, limpiar
los rótulos, sobre todo la placa de porcelana blanca
que nombraba el lugar. Casar del Puerto, cuidar que
no se secaran las plantas ni se desmoronaran las
paredes. Incluso cuando me dieron razón de que me
jubilaban y de que no tenía nada que hacer en
aquella estación y en aquel pueblo, no quisimos ni
él ni yo abandonar nuestro trabajo, porque ésa era
nuestra vida.
-Con lo bien que podía usted vivir en la capital,
sin estos fríos -me comentaban los del pueblo
durante los inviernos.
-Si yo fuera usted, don Ignacio, con su paga y sin
familia que atender, me iba a Marbella a vivir con
los ricos y con las extranjeras que enseñan las
tetas -bromeaban los días de verano , cuando me
veían sudar la gota gorda llevando calderos de agua
para los rosales y para los geranios y barriendo el
andén.
Hubiera terminado quizás por abandonar mi faena de
no haber sido por él. Ni siquiera aceptaba seguirme
a casa y probé a tenerlo sin comida y sin agua,
hasta que me venció el miedo de verlo morir en donde
había vivido siempre, fiel a los trenes que no
pasaban ya. De modo que todos los días, una vez al
menos, cruzaba el parque pequeño y el puente de
madera, por donde los cinco robles, y me llegaba a
la vieja estación desierta.
Allí continuaba él, ladrando o abriendo
desesperadamente la boca porque no encontraba su
grito de desolación y de protesta. Como si tuviera
el cuello atado a una fuerte estaca, esclavizado en
un territorio de apenas cuatro pasos. Giraba
enloquecido hasta que la fatiga lo derribaba,
siempre en torno a esa atadura imaginada, su mismo
cuerpo eternamente clavado a aquella porción de
tierra húmeda. Quienes lo veían, asustados, decían
que aquel perro estaba loco, que intentaba
únicamente morderse el rabo y que algún día acabaría
por quebrar su lomo, de tanto dar vueltas alrededor
mío y que tarde o temprano se le rompería la
garganta.
Al principio, se enfurecía sólo cuando alguien que
no buscaba trenes intentaba visitar la estación.
Después, cuando ya nadie se acercaba hasta allí
salvo los mendigos y los jóvenes que querían
esconderse de los mayores, mordía el viento y la
lluvia, el sol y las sombras de la noche, las nubes
y las estrellas, siempre girando sobre el hinco que
no existía y al que se sentía atado por un dogal
invisible.
El sargento me dijo una vez que él mismo podía
matarlo con sus armas, de modo rápido y de manera
que no sufriese, si a mí me parecía oportuno.
-¿Y por qué vamos a matarlo?
-Porque está loco. Ningún perro se queda fijo en un
sitio, aullando como una alimaña. Sólo sé de casos
de animales que se quedan así sobre las tumbas de
sus dueños, pero tú sigues bien vivo, Ignacio.
-No hace otra cosa que cumplir el encargo que le di
yo. Defiende la estación y a los viajeros de los
trenes.
-Pero si está en ruinas, Ignacio. No es más que un
caserón que se vendrá abajo cualquier día. Si no hay
trenes ni viajeros desde hace dos años, Ignacio.
¿También tú te has vuelto loco?
-Él no lo sabe, sargento. Cree que volverán los
trenes -le respondía yo al guardia. ¿Vamos a matarlo
por eso?
Nadie se atrevía en el pueblo sin mi permiso, tanto
por lo mucho que lo habían querido y las caricias
que le habían regalado como porque una vez los
periódicos habían escrito que aquel perro merecía
una medalla y si no se la daban era porque no se
había inventado las medallas parra perros. Fue
cuando descubrió la tumba del centurión, lo que
indica todo lo listo que era. Vinieron sabios de
Madrid y Salamanca y le pasaron la mano por el lomo
y los de la televisión corrían detrás de él para que
luego todo el mundo pudiera verlo. Luego dijeron que
podía ser un centurión o que no, que quién sabe
después de dos mil años pasados, pero los despojos
eran de un romano importante; y a él, que siempre
había llamado Chispa, como su abuelo, empezaron
todos a llamarlo Centurión y por ese nombre atendió
desde entonces, como si comprendiera su propia
categoría.
Aunque tampoco dio mucha importancia al hallazgo, ni
se mostró altanero o pretencioso.
La cosa fue que estábamos una tarde de otoño
paseando los dos juntos por el antiguo camino
romano, hundiendo los pies en las grandes hojas
doradas que los castaños habían depositado sobre las
húmedas piedras de plata. Por aquel lugar habían
caminado los hombres desde hacía tres o cuatro mil
años, incluso antes de Aníbal y del emperador
Augusto; don Agripino, el cura, me lo contó más
tarde. Pastores muy antiguos que conducían los
ganados de un lado al otro del puerto, según las
estaciones, y comerciantes del sur que subían en
busca de tesoros... Y de pronto Chispa se apartó un
poco del camino empedrado, hundió la nariz primero y
las patas luego entre la yerba, permaneció un ratón,
y finalmente se introdujo por un hueco y desde allí
ladraba mucho.
Era la tumba de un centurión romano o de una persona
notable y había dentro ceniza de huesos, extraños
objetos de hierro y de barro e incluso más tarde
encontraron allí un mosaico que tienen ahora en el
museo de Mérida, pues se trataba de una casa de lujo
o de una taberna o de un hotel muy famoso de la
época, venido abajo, claro está, pero con cosas de
mucho mérito en el interior, entre el escombro de
los años. Todo eso lo encontró él y yo fui a
decírselo al cura y el cura avisó a los sabios de
Salamanca, que son los que vinieron a cavar con
esmero y pasaron todo un verano trabajando allí.
La medalla me la puso a mí el señor gobernador, un
día que vino a ver las excavaciones, pero los
periódicos contaron que el perro llamado Centurión
el que más la merecía. Y de ahí vino el cambio de
nombre, que él aceptó sin resentimiento ni sorpresa,
como la falta de premio.
Aquella fama duró poco, como todas las dichas y los
esplendores de este mundo, y lo mismo él que yo
seguimos en nuestro puesto: viendo pasar los trenes
por entre las montañas, subir el puerto, descansar
un poco en nuestra estación y luego lanzarse rápido
hacia la llanura. Hasta las gentes del pueblo
olvidaron al descubridor de la tumba, porque
finalmente todo lo que allí había se lo llevaron y
quedaron sólo unas cuantas piedras, que es lo que
nadie quiere nunca.
Cualquiera hubiera comprendido que el perro se
volviese loco en aquellos primeros momentos, cuando
los de la televisión y las buenas comidas que le
daban todos, pero él siguió comportándose como lo
había hecho siempre. Como su abuelo. Digo lo de su
abuelo porque también le quería mucho y nos
acompañaba en la estación de Palazuelo, que es donde
me lo regalaron, y era también muy listo. Vivíamos
entonces en vagones apartados en vías muertas,
porque éramos muchos los que trabajábamos en el
depósito de las locomotoras de vapor. Yo tenía
entonces conmigo a mi madre, que guisaba en una
estufa situada en una esquina del vagón, y lavaba en
el río, y siempre el primer Chispa la cuidaba y
salía a recibirme a mí con ladridos alegres cuando
dejaba el trabajo.
Así eran aquellos tiempos, hace ya muchos años,
antes de hacerme viejo.
Después, cuando ascendí a jefe de estación y me
dieron el puesto en lo alto de la montaña, una
estación de tercera categoría, Centurión era un
cachorro que apenas se tenía en pie, gordo, torpe y
de pelaje tan negro como boca de lobo. De manera que
nunca conoció más lugar que éste ni a más amo que a
mí ni a otros vecinos que a los viajeros que aquí
venían a coger el tren.
Cuando aquella historia del centurión romano uno de
los arqueólogos me contó que los perros y los amos,
con el paso del tiempo, pensaban y sentían de la
misma manera.
Yo creo que es mentira. A él le gustaba ver pasar
los trenes no porque también me gustase a mí, sino
porque no había conocido otra cosa en sus días. Y
cuando dejaron de pasar y todo quedó vacío, el
almacén, la cabina de las señales, los retretes, los
andenes, y cuando empezó a crecer la yerba entre los
raíles y se secó y volvió a brotar, el perro debió
de sentirse perdido y solo y él mismo se esclavizó a
aquella porción de terreno, cerca de donde tenía yo
las dalias.
Yo también me esclavicé a los recuerdos, aunque con
soga más larga. ¿Qué otra cosa podía hacer? Ayudaba
a veces a los banasteros, para matar el tiempo, o
caminaba con los que traían del monte la madera o
paseaba con don Agripino por el camino de los
romanos, pero no podía dejar que se agostaran las
plantas y perdiera la estación aquella hermosura que
tuvo siempre. Pues a mí me gustan los portugueses y
los gitanos y todos los que van de una parte a otra
a lo largo de la vida, ya que mi oficio ha tenido
mucha relación con ese tipo de personas, pero no
comprendo que hagan fuego entre dos paredes y
arranquen las flores y dejen que el agua se filtre
por los tejados y el polvo se coma los pocos muebles
que quedaron. Entre él y yo, pues, sin autoridad
alguna y sin la ayuda de la guardia, que está
acantonada en Baños y sólo sube al puerto de tarde
en tarde, expulsamos a los que querían ocupar la
estación. Y el éxito era más de sus ladridos y de su
furia y de su agitación que de mis fuerzas, que bien
pocas son.
Cuando intenté, después de la primera nevada, que se
viniera conmigo a casa e incluso lo cogí en brazos
para que comprendiera mi deseo, se negó de tal
manera que a la altura del puente, después de
forcejear mucho, acabó mordiéndome en un brazo.
Estaba mudo entonces, pero regresó a su puesto de
centinela, en el jardinillo que está a la entrada de
la estación, y allí abría desesperadamente la boca
para ahuyentar a todos los enemigos y todas las
tristezas. Pero ningún tren vino, naturalmente, por
mucho que lo llamara.
Murió cuatro días más tarde.
Subí a llevarle unos huesos de costilla que me
habían sobrado de la cena, con mucho pan migado en
el caldo de las patatas, y lo encontré inmóvil,
silencioso, acurrucado y duro, casi cubierto por los
copos blancos. Antes de tocarlo estuve llamándole
por su verdadero nombre, pero no respondió. Y como
estaba seguro de cumplir lo que él deseaba, allí
mismo lo enterré, en el lugar en que estaba clavada
aquella estaca mentirosa de la que nunca quiso
separarse. También a mí, si estuviese autorizado, me
gustaría dejar mis huesos a la vera de los trenes
que ya no pasan, quizás para que dos mil años más
tarde, como le ocurrió al centurión, alguien
descubra de pronto que allí duerme un hombre que una
vez estuvo vivo.
Para mí, todo terminó aquel día y no sé alargar más
la historia. Si después, hasta hoy mismo, siguen
oyéndose ladridos roncos y sin compás al lado de la
estación, no es cosa que mis conocimientos puedan
explicar. Andan asustadas las gentes de Casar del
Puerto, lo sé, y ningún vagabundo, aun aterido por
los fríos, se atreve a refugiarse allí para dormir,
pero continúa la estación sin trenes y los lamentos
del perro no han cesado. Vinieron también sabios,
como hace años a la tumba, y quisieron grabar en
aparatos aquellas quejas desesperadas; han dado
batidas por los bosques de castaños, en busca de
lobos; un periódico de Cáceres escribió que eran
bromas de algún vecino irresponsable y todos me han
preguntado si de verdad enterré al Centurión o bien
lo guardo en casa y le hago salir de vez en cuando,
por la noche casi siempre.
Yo digo la verdad que siempre he dicho: que está
debajo de la tierra, allí donde él imaginó que
permanecía atado. Y digo también que si quieren
dejar de oír los terribles ladridos y los silencios
que, en medio de ellos, asustan todavía más, no
tiene más que mandar a los trenes que pasen de
nuevo, pues las vías, aunque borrosas entre la
vegetación, continúan en buen estado, y también la
estación y el jardín siguen como siempre.