Cookie Consent by Free Privacy Policy Generator Premio de Narraciones Breves Antonio Machado 1989 - Fundación de los Ferrocarriles Españoles

Premio Narraciones Breves Antonio Machado, 1989

Primer premio: 'La voz del centurión', Jesús Torbado

Narraciones Breves 1989

Nacido en León, estudió Filosofía y Periodismo en Madrid y ha hecho de la literatura y los viajes su única dedicación. Reportero, cronista, novelista e incursor en muchos otros géneros tiene una treintena de libros publicados y ha obtenido premios como el "Planeta", el "Alfaguara" o el "Hucha de Oro".

***

Una vida alrededor de una estaca no es una vida, para quién entiende a los perros. También los hombres damos vueltas alrededor de una esperanza, alrededor de un sueño, y nadie suele venir a pedirnos explicaciones ni a comprendernos ni a comprobar si esa esclavitud es verdadera y firme. Sin embargo, produce mayor pena que tal locura se haya agarrado el espíritu de un animal inocente y viejo, al que sin duda pocas ilusiones deben de quedarle.

Ladraba día y noche hasta quedarse ronco y después seguía ladrando sin voz, como ignorando que se había quedado mudo y que el silencio era mucho más aciago. Tan sólo cuando me veía entrecavar las plantas, pasear arriba y abajo por entre las vías herrumbrosas, abrillantar los letreros, espantar el polvo o la nieve de los bancos; tan sólo cuando estaba seguro de que yo continuaba allí y de que nadie nos robaría la estación, aceptaba el descanso. Se tumbaba en la fresca yerba, comía si yo le había llevado alimento, me miraba con sus amistosos ojos opacos y callaba.

Por esa razón más que nada he continuado viniendo aquí cada mañana y cada tarde, después de que se me corrompiera toda la nostalgia e incluso el sentido del deber y de la fidelidad. La estación no me sobrevivirá, desde luego si él enmudece. Una noche cualquiera, mientras yo duerma, regresarán los portugueses, tenderán su jergones en el suelo, prenderán fuego junto a la pared y las gentes del puerto no se atreverán a expulsarlos, ni siquiera la guardia, porque son desgraciada gente vagabunda, sin refugio y sin consuelo. Al fin al cabo, el edificio es noble y sólido y todos piensan que mejor utilizarlo para una obra de misericordia que contemplar cómo va derrumbándose poco a poco. Sólo él ignoraba estas cosas y se negaba comprender lo que es la caridad y la pobreza. Pues cuando se presentaron la primera vez, y la segunda, y la tercera, fue tan valeroso como para cerrarles el paso, a pesar de que también ellos traían buenos perros. Aunque lo hubieran matado les habría impedido la entrada: como si la estación fuera su propia casa, o la casa de su dueño, es decir, la mía. Pues también los perros ignoran que hay propiedades aparentes que uno utiliza sin que le pertenezcan nunca.

Cuando suprimieron la línea, él era capaz todavía de distinguir a las personas que llegaban de lejos, mojadas y con el aroma de los castaños pegado a las botas. Le bastaba olerlas de lejos para saber que eran viajeros despistados y en vez de ladrarles saltaba a su alrededor y meneaba el rabo y sonreía, como había hecho siempre. Yo explicaba a aquellos hombres de las aldeas que nunca más pararía allí un tren y, en consecuencia, que la estación no servía ya para nada, ni yo mismo, que había sido el jefe durante tantos años.

Eran gente sufrida, acostumbrada a muchos trabajos y a caminatas largas por las montañas.

-Vaya por Dios -decían, y reemprendían el viaje a pie, casi siempre por la calzada de los romanos, hacia el norte o hacia el sur. Yo he conocido al tío Floro, que se llegaba hasta Plasencia o hasta Salamanca a pie y tardó mucho en aceptar montarse en un tren, porque le gustaban más los árboles, las piedras y la tierra de los caminos.

Durante algunos meses aparecían campesinos de la sierra, peregrinos sin información, veraneantes incluso que se sorprendían mucho de que no se detuvieran allí los trenes y a veces se sentaban en el banco de madera del exterior, bajo la parra, mientras yo les explicaba lo que había sucedido. El perro se tumbaba en el bordillo del andén, con el hocico dirigido hacia las vías y escuchaba sin dejar de respirar los perfumes que le venían de muy lejos; la grasa reseca, la carbonilla de otros tiempos, el sudor de viajeros que muchos años antes habían paseado por allí, el humo irremediablemente perdido de las locomotoras de vapor, las lágrimas salobres de las despedidas y el calor de los abrazos.

-¿Y qué va a hacer usted? -me preguntaban los más compasivos.

-Por ahora, vigilar la estación.

-Pues se aburrirá mucho, sin gente.

-Ca, siempre hay cosas que hacer.

Y no decía falsedad. Pues si no tenía ya que estar pendiente del teléfono y de la taquilla y de las órdenes de arriba, había que ventilar el edificio, frenar las goteras, engrasar las señales, limpiar los rótulos, sobre todo la placa de porcelana blanca que nombraba el lugar. Casar del Puerto, cuidar que no se secaran las plantas ni se desmoronaran las paredes. Incluso cuando me dieron razón de que me jubilaban y de que no tenía nada que hacer en aquella estación y en aquel pueblo, no quisimos ni él ni yo abandonar nuestro trabajo, porque ésa era nuestra vida.

-Con lo bien que podía usted vivir en la capital, sin estos fríos -me comentaban los del pueblo durante los inviernos.

-Si yo fuera usted, don Ignacio, con su paga y sin familia que atender, me iba a Marbella a vivir con los ricos y con las extranjeras que enseñan las tetas -bromeaban los días de verano , cuando me veían sudar la gota gorda llevando calderos de agua para los rosales y para los geranios y barriendo el andén.

Hubiera terminado quizás por abandonar mi faena de no haber sido por él. Ni siquiera aceptaba seguirme a casa y probé a tenerlo sin comida y sin agua, hasta que me venció el miedo de verlo morir en donde había vivido siempre, fiel a los trenes que no pasaban ya. De modo que todos los días, una vez al menos, cruzaba el parque pequeño y el puente de madera, por donde los cinco robles, y me llegaba a la vieja estación desierta.

Allí continuaba él, ladrando o abriendo desesperadamente la boca porque no encontraba su grito de desolación y de protesta. Como si tuviera el cuello atado a una fuerte estaca, esclavizado en un territorio de apenas cuatro pasos. Giraba enloquecido hasta que la fatiga lo derribaba, siempre en torno a esa atadura imaginada, su mismo cuerpo eternamente clavado a aquella porción de tierra húmeda. Quienes lo veían, asustados, decían que aquel perro estaba loco, que intentaba únicamente morderse el rabo y que algún día acabaría por quebrar su lomo, de tanto dar vueltas alrededor mío y que tarde o temprano se le rompería la garganta.

Al principio, se enfurecía sólo cuando alguien que no buscaba trenes intentaba visitar la estación. Después, cuando ya nadie se acercaba hasta allí salvo los mendigos y los jóvenes que querían esconderse de los mayores, mordía el viento y la lluvia, el sol y las sombras de la noche, las nubes y las estrellas, siempre girando sobre el hinco que no existía y al que se sentía atado por un dogal invisible.

El sargento me dijo una vez que él mismo podía matarlo con sus armas, de modo rápido y de manera que no sufriese, si a mí me parecía oportuno.

-¿Y por qué vamos a matarlo?

-Porque está loco. Ningún perro se queda fijo en un sitio, aullando como una alimaña. Sólo sé de casos de animales que se quedan así sobre las tumbas de sus dueños, pero tú sigues bien vivo, Ignacio.

-No hace otra cosa que cumplir el encargo que le di yo. Defiende la estación y a los viajeros de los trenes.

-Pero si está en ruinas, Ignacio. No es más que un caserón que se vendrá abajo cualquier día. Si no hay trenes ni viajeros desde hace dos años, Ignacio. ¿También tú te has vuelto loco?

-Él no lo sabe, sargento. Cree que volverán los trenes -le respondía yo al guardia. ¿Vamos a matarlo por eso?

Nadie se atrevía en el pueblo sin mi permiso, tanto por lo mucho que lo habían querido y las caricias que le habían regalado como porque una vez los periódicos habían escrito que aquel perro merecía una medalla y si no se la daban era porque no se había inventado las medallas parra perros. Fue cuando descubrió la tumba del centurión, lo que indica todo lo listo que era. Vinieron sabios de Madrid y Salamanca y le pasaron la mano por el lomo y los de la televisión corrían detrás de él para que luego todo el mundo pudiera verlo. Luego dijeron que podía ser un centurión o que no, que quién sabe después de dos mil años pasados, pero los despojos eran de un romano importante; y a él, que siempre había llamado Chispa, como su abuelo, empezaron todos a llamarlo Centurión y por ese nombre atendió desde entonces, como si comprendiera su propia categoría.

Aunque tampoco dio mucha importancia al hallazgo, ni se mostró altanero o pretencioso.

La cosa fue que estábamos una tarde de otoño paseando los dos juntos por el antiguo camino romano, hundiendo los pies en las grandes hojas doradas que los castaños habían depositado sobre las húmedas piedras de plata. Por aquel lugar habían caminado los hombres desde hacía tres o cuatro mil años, incluso antes de Aníbal y del emperador Augusto; don Agripino, el cura, me lo contó más tarde. Pastores muy antiguos que conducían los ganados de un lado al otro del puerto, según las estaciones, y comerciantes del sur que subían en busca de tesoros... Y de pronto Chispa se apartó un poco del camino empedrado, hundió la nariz primero y las patas luego entre la yerba, permaneció un ratón, y finalmente se introdujo por un hueco y desde allí ladraba mucho.

Era la tumba de un centurión romano o de una persona notable y había dentro ceniza de huesos, extraños objetos de hierro y de barro e incluso más tarde encontraron allí un mosaico que tienen ahora en el museo de Mérida, pues se trataba de una casa de lujo o de una taberna o de un hotel muy famoso de la época, venido abajo, claro está, pero con cosas de mucho mérito en el interior, entre el escombro de los años. Todo eso lo encontró él y yo fui a decírselo al cura y el cura avisó a los sabios de Salamanca, que son los que vinieron a cavar con esmero y pasaron todo un verano trabajando allí.

La medalla me la puso a mí el señor gobernador, un día que vino a ver las excavaciones, pero los periódicos contaron que el perro llamado Centurión el que más la merecía. Y de ahí vino el cambio de nombre, que él aceptó sin resentimiento ni sorpresa, como la falta de premio.

Aquella fama duró poco, como todas las dichas y los esplendores de este mundo, y lo mismo él que yo seguimos en nuestro puesto: viendo pasar los trenes por entre las montañas, subir el puerto, descansar un poco en nuestra estación y luego lanzarse rápido hacia la llanura. Hasta las gentes del pueblo olvidaron al descubridor de la tumba, porque finalmente todo lo que allí había se lo llevaron y quedaron sólo unas cuantas piedras, que es lo que nadie quiere nunca.

Cualquiera hubiera comprendido que el perro se volviese loco en aquellos primeros momentos, cuando los de la televisión y las buenas comidas que le daban todos, pero él siguió comportándose como lo había hecho siempre. Como su abuelo. Digo lo de su abuelo porque también le quería mucho y nos acompañaba en la estación de Palazuelo, que es donde me lo regalaron, y era también muy listo. Vivíamos entonces en vagones apartados en vías muertas, porque éramos muchos los que trabajábamos en el depósito de las locomotoras de vapor. Yo tenía entonces conmigo a mi madre, que guisaba en una estufa situada en una esquina del vagón, y lavaba en el río, y siempre el primer Chispa la cuidaba y salía a recibirme a mí con ladridos alegres cuando dejaba el trabajo.

Así eran aquellos tiempos, hace ya muchos años, antes de hacerme viejo.

Después, cuando ascendí a jefe de estación y me dieron el puesto en lo alto de la montaña, una estación de tercera categoría, Centurión era un cachorro que apenas se tenía en pie, gordo, torpe y de pelaje tan negro como boca de lobo. De manera que nunca conoció más lugar que éste ni a más amo que a mí ni a otros vecinos que a los viajeros que aquí venían a coger el tren.

Cuando aquella historia del centurión romano uno de los arqueólogos me contó que los perros y los amos, con el paso del tiempo, pensaban y sentían de la misma manera.

Yo creo que es mentira. A él le gustaba ver pasar los trenes no porque también me gustase a mí, sino porque no había conocido otra cosa en sus días. Y cuando dejaron de pasar y todo quedó vacío, el almacén, la cabina de las señales, los retretes, los andenes, y cuando empezó a crecer la yerba entre los raíles y se secó y volvió a brotar, el perro debió de sentirse perdido y solo y él mismo se esclavizó a aquella porción de terreno, cerca de donde tenía yo las dalias.

Yo también me esclavicé a los recuerdos, aunque con soga más larga. ¿Qué otra cosa podía hacer? Ayudaba a veces a los banasteros, para matar el tiempo, o caminaba con los que traían del monte la madera o paseaba con don Agripino por el camino de los romanos, pero no podía dejar que se agostaran las plantas y perdiera la estación aquella hermosura que tuvo siempre. Pues a mí me gustan los portugueses y los gitanos y todos los que van de una parte a otra a lo largo de la vida, ya que mi oficio ha tenido mucha relación con ese tipo de personas, pero no comprendo que hagan fuego entre dos paredes y arranquen las flores y dejen que el agua se filtre por los tejados y el polvo se coma los pocos muebles que quedaron. Entre él y yo, pues, sin autoridad alguna y sin la ayuda de la guardia, que está acantonada en Baños y sólo sube al puerto de tarde en tarde, expulsamos a los que querían ocupar la estación. Y el éxito era más de sus ladridos y de su furia y de su agitación que de mis fuerzas, que bien pocas son.

Cuando intenté, después de la primera nevada, que se viniera conmigo a casa e incluso lo cogí en brazos para que comprendiera mi deseo, se negó de tal manera que a la altura del puente, después de forcejear mucho, acabó mordiéndome en un brazo. Estaba mudo entonces, pero regresó a su puesto de centinela, en el jardinillo que está a la entrada de la estación, y allí abría desesperadamente la boca para ahuyentar a todos los enemigos y todas las tristezas. Pero ningún tren vino, naturalmente, por mucho que lo llamara.

Murió cuatro días más tarde.

Subí a llevarle unos huesos de costilla que me habían sobrado de la cena, con mucho pan migado en el caldo de las patatas, y lo encontré inmóvil, silencioso, acurrucado y duro, casi cubierto por los copos blancos. Antes de tocarlo estuve llamándole por su verdadero nombre, pero no respondió. Y como estaba seguro de cumplir lo que él deseaba, allí mismo lo enterré, en el lugar en que estaba clavada aquella estaca mentirosa de la que nunca quiso separarse. También a mí, si estuviese autorizado, me gustaría dejar mis huesos a la vera de los trenes que ya no pasan, quizás para que dos mil años más tarde, como le ocurrió al centurión, alguien descubra de pronto que allí duerme un hombre que una vez estuvo vivo.

Para mí, todo terminó aquel día y no sé alargar más la historia. Si después, hasta hoy mismo, siguen oyéndose ladridos roncos y sin compás al lado de la estación, no es cosa que mis conocimientos puedan explicar. Andan asustadas las gentes de Casar del Puerto, lo sé, y ningún vagabundo, aun aterido por los fríos, se atreve a refugiarse allí para dormir, pero continúa la estación sin trenes y los lamentos del perro no han cesado. Vinieron también sabios, como hace años a la tumba, y quisieron grabar en aparatos aquellas quejas desesperadas; han dado batidas por los bosques de castaños, en busca de lobos; un periódico de Cáceres escribió que eran bromas de algún vecino irresponsable y todos me han preguntado si de verdad enterré al Centurión o bien lo guardo en casa y le hago salir de vez en cuando, por la noche casi siempre.

Yo digo la verdad que siempre he dicho: que está debajo de la tierra, allí donde él imaginó que permanecía atado. Y digo también que si quieren dejar de oír los terribles ladridos y los silencios que, en medio de ellos, asustan todavía más, no tiene más que mandar a los trenes que pasen de nuevo, pues las vías, aunque borrosas entre la vegetación, continúan en buen estado, y también la estación y el jardín siguen como siempre.