Premio de Narraciones Breves Antonio Machado 1987 - Fundación de los Ferrocarriles Españoles

Premio Narraciones Breves Antonio Machado, 1987

Primer premio: 'El tren de los desterrados', José G. Manrique de Lara

Narraciones Breves 1987

Ha cultivado su pasión literaria en caso todos los campos: poesía, novela, ensayo, crítica... Cuenta con más de treinta títulos en su haber y ha obtenido premios como el "Ciudad de Barcelona", de poesía (1954); el "Elisenda DE Montcada, de novela (1962); el "Ancla de oro" (1971), y el "Hucha de Plata", de cuento (1986).

***

Me sentía profundamente triste, vacío. Había sido traicionado por mi mujer de una manera estúpida y ahora me veía en la necesidad de acompañar a un hombre en su destierro. Aquella situación resultaba absurda y patética a la vez. Llegaba a la estación en un día neblinoso y húmedo. Estaba formando aquel tren fantasmal de los caídos en desgracia. Sus viajeros iban a ser los desertores de una situación desenlazada tristemente por los últimos acontecimientos de la Revolución. El vapor de los trenes, con las toses térmicas de sus pistones, de inundaba de temores y de graves sospechas. El porte altivo de la locomotora expeliendo nubes de vapor por sus dos laterales, me recordaba el rostro impenetrable de don Juan Valera con sus tufos blancos y un rencor contenido de válvula a presión. Pude ver a lo lejos a la esposa de don Cándido Rosedal charlando con su hermano don Julián Romea. Me acerqué a saludarles.

Juntos los de siempre, dije por decir algo.

-Juntos en esta hora difícil, subrayó el actor apretando instintivamente el brazo de su hermana.

Los "de siempre" éramos los asistentes de don Luis a su casa de la calle de Lope de Vega. Romea era insustituible. A veces Don Luis González Bravo, él y yo, formábamos, lo que solíamos llamar el triángulo de la concordia. Tres vértices distintos con el mismo contenido poligonal. Ahora iba a entrar yo en el tren del destierro vía París. El convoy estaba compuesto por la máquina y cuatro unidades; un tren limpio, impecable, de color verdoso recubierto en la mitad de sus vagones por un zócalo listado de madera de castaño. Me acordaba de mis tiempos de corresponsal de "El contemporáneo" en los fastos inigualables del ferrocarril. Entonces la locomotora aparecía empavesada con gallardetes, grímpolas y oriflamas, y no cabía sospechar el más remoto parecido de su máquina con el talante sinuoso de Juan Valera, más largo en agudezas que su propia Juanita. Se derramaba una luz soñolienta en aquel día brumoso y revestido de pequeños cristales. De lejos pude observar cómo subía al vagón de cola una dama enlutada de pies a cabeza junto a otra vestida de blanco. Me chocaba el contraste tan inesperado y brusco de aquellas dos mujeres y se lo hice notar a Romea que se volvió para contemplarlas.

-No veo a nadie, arguyó.

-Están allí, junto al carrito de las almohadillas, disponiéndose a subir.

-No veo absolutamente nada, dijo como si creyese que le gastaba una broma.

Acaso no eran dos mujeres como yo había creído y la dama de negro era la muerte que se quedaba en Biarritz, y la dama de blanco era la soledad, su única compañera factible.

Me despedí de mis amigos porque había visto por fin a don Luis moverse a lo largo del pasillo en el primero de los vagones de aquel tren especial que iba a salir de la estación media hora antes del tren correo. Le alcancé en el pasillo y pude saludarle precipitadamente porque alguien le requería en otro departamento. Me dijo que después hablaríamos, una vez me hubo preguntado por los niños como solía hacer siempre, sin nombrarme a Casta para nada. Decidí recluirme en mi compartimento quedándome a solas con mis reflexiones y en seguida se produjo ese topetazo cruel que origina la tracción de la máquina en su primer impulso al recoger la inercia de los vagones. Ese golpe oscuro y rechinante produciría seguramente en el ánimo de los desterrados la misma impresión de la gleba al caer en la fosa mortuoria. Desterrarse o enterrarse casi viene a ser la misma cosa.

Limpiaba con un pañuelo el vaho de la ventanilla. Cruzábamos los páramos castellanos camino del destierro. Entró González Bravo y se acomodó frente a mí.

-He traído pocos libros. Pero entre ellos llevo un ejemplar de la Constitución. La he respetado tanto como a tus "Rimas". ¡Pero qué mala suerte han tenido las dos! No las han respetado las circunstancias.

Después permaneció en silencio con gesto grave y entristecido atisbando el paisaje por la ventanilla. Resultaba difícil entablar una conversación coherente. Cualquier alusión a los hechos que habían provocado las circunstancias, resultaría penosa he intempestiva. Era preciso disponer de una mayor perspectiva para enjuiciar aquellos instantes difíciles. El campo de Castilla subrayaba su gravedad con una monotonía horizontal y distante que el continuo traqueteo hacía más tediosa.

-¿Ha visto usted, don Luis, a una dama totalmente vestida de blanco que viaja en este tren?

Sí. Me ha sorprendido viaja en el vagón de cola. Me la presentó Nocedal. Se llama soledad.

-¿Y la que viste de negro?, me apresuré a preguntar.

-Su dama de compañía. Van a Biarritz.

Castilla era una perfecta versión de la soledad y ese mismo tren en el que viajábamos era una forma de soledad que avanzaba hasta perderse en el horizonte. Me acordaba de Augusto Ferrán. Su libro "la soledad", me había impresionado. Leyéndole se me habría la puerta a un mundo distinto. Una puerta es siempre lo que el hombre necesita para esperar ante ella o para transponerla buscando algo que no termina de encontrar. Ahora el tren corría hacia la puerta del destierro. La antítesis de la esperanza. Y una puerta oprobiosa dejaba a sus espaldas González Bravo tras de aquellos acontecimientos de la triste noche de San Daniel y la reciente alegría trágica de "La Gloriosa" de aquella misma mañana: ¡la puerta del Sol!

-Su poesía, amigo Bécquer, es en cierto modo una consecuencia de la soledad.

Sin duda don Luis pensaba entonces en la puerta del sol encrespada y violenta.

Por eso añadió:

-El pueblo, que es la multitud, nos ensalza y nos encumbra, pero sin penetrar en nuestra intimidad. En ningún caso dejamos de ser víctimas de la soledad. Cuando el pueblo nos condena y abomina de nuestra presencia, lo que hace es recordarnos, violentamente, que seguimos solos.

Me quedaba un poco perplejo ante aquella especie de catarsis en la que parecía abandonar su ánimo de hombre fuerte y celoso del orden, que había guardado las espaldas de Narváez con gesto de insensible arrogancia. Quién podía decir que el talón de Aquiles de don Luis era precisamente aquella poesía evanescente y amorosa que yo escribía en mi obsesión de mitificar a la mujer doliéndome a la vez de su desdén. Soledad del amor. Soledad de lo que no se consigue. Puerta que se busca para entrar en el seno de lo imposible. Pero había quizá una puerta más misteriosa: la boca del silencio. El mundo extra muros.

El tren apuraba su marcha hacia la soledad del destierro. Me acordaba de mi soledad de Sevilla en el entorno de la plaza del Duque cuando una orfandad prematura me remitía al amparo de mi madrina Manolita. Me acordaba de los primeros días de mi soledad al llegar a Madrid, con los treinta duros de mi tío Joaquín, en la galera acelerada después de veintitrés días de interminable viaje. Las redacciones inhóspitas de los periódicos, los vasos vacíos con vestigios de café con leche, los pobres de la iglesia de San Luis en la calle de la montera, el aspecto aldeano y siniestro de la puerta del Sol y por fin, la acogida cariñosa y cordial de la patrona de mi amigo García Luna que, mira por dónde, se llamaba doña soledad.

Me acordaba de mi hermano Valeriano, del estudio de mi padre, de mi tío Joaquín, de Cabral Bejarano y de Esquivel. Con los trenes nos habíamos quedado sin bandidos de a caballo. Ya no vendrían los ingleses y franceses a encargar en España pintura de género.

Don Luis González Bravo se había cubierto las piernas con su manta de viaje. De vez en cuando oteaba por la ventanilla o consultaba la hora en su reloj de bolsillo. Cuando quise acordarme quedé traspuesto.

Soñar dormido o despierto era lo más fácil que podía acontecerme. Los sucesos ocurridos me habían afectado profundamente. Por un lado me consideraba en cierto modo partícipe de tales acontecimientos por mi estrecha vinculación a González Bravo, de quien había recibido ayuda y amistad en todo momento. Por otro mi deformación profesional de periodista me llevaba a repasar los acontecimientos sin excesiva objetividad. Por eso tuve muchos problemas con el Periódico. Don Luis no se entendía con los Generales moderados. Después de su estancia en La Granja, la reina no quiso renunciar a su temporada de baños en Lequeitio. Cuando González Bravo tubo noticia de la sublevación de la escuadra de Cádiz, se decidió a dimitir. Al frente del gobierno quedaba don José de la Concha.

Consciente de que me hallaba dormido, estaba soñando mi situación presente y me llegaba muy clara la voz de don Luis González Bravo tratando de aliviar el ánimo de la reina Isabel:

"Confiamos en el espíritu que habéis sabido sembrar por tierras Vascongadas, por toda Cataluña, por toda España. No debéis, Señora, prestar oídos a los hombres de la Revolución. Tened en cuenta que no son los hombres de ayer, que sus virtudes, si realmente las tuvieron, ya no existen. Esos personajes son momias vivientes. Espartero; un mequetrefe, el General Serrano, una sombra de lo que fue; Prim, un necio incapaz de tomar una decisión coherente. ¿Es que vais a confiar en el Emperador Napoleón estando por medio los intereses de la candidatura del Príncipe de Orleáns? Y supongo que menos confiaréis aún en lo que estos pícaros puedan hacer sin la ausencia del Duque de Montpensier".

En este mismo sueño se enlazaba la llegada de los ministros desterrados a Biarritz caminando por una alfombra inmensa, al término de la cual se había instalado un podio al que subía la dama enlutada del vagón de cola para ofrecer a los desterrados un ramo de rosas negras.

De pronto, sobre aquel estado siniestro, veía a Casta, mi mujer, completamente desnuda y mi hijo Gustavín huyendo a gatas hacia los bordes de la tarima. Al fondo estaba el notario, que solía venir a Noviercas, leyendo una especie de bando obsceno. Actuaba de maestro de ceremonias en aquella recepción de malvenida. Súbitamente las imágenes se diluían para convertirse en una escena familiar que me recordaba los últimos tiempos que viví con Casta poco antes de nuestra separación. Era una mujer amarga y resabiada. Se movía de un lado para otro limpiando sobre limpio y repasando ropa, con el puchero en el trébede y canturreando por lo bajo. Solía hacerlo siempre que estaba enfadada. Aquello era el preludio de un gran exabrupto. Yo se lo decía: "son las raíces; te sale sin querer el ramalazo de Torrubia". Yo tenía que devolver el sello del fiscal de novelas a la Administración que me había sido reclamado oficialmente de Orden de S.M. la Reina Isabel II agradeciéndome los servicios prestados. Allí estaba la carta conminatoria. El malhumor de Casta tenía su origen en lo que ya era una cuestión de principios: "ganando los liberales, el cocido se ponía al fuego suprimiendo el chorizo y la punta".

Luego aquellas imágenes se iban borrando y mi sueño se transformaba en un largo y penoso examen de conciencia. Siempre había defendido a mi protector de los ataques injuriosos de Eusebio Blasco, de las insidias de Manuel del Palacio, y de las sutilezas de don Juan Varela. Había estado en más de una ocasión al borde de perder mi puesto en el Periódico por tener que ajustarme a los dictados de la Unión Liberal. Tuve grandes y buenos amigos que me perdonaban generosamente mi falta de compromiso político pero mi conciencia me obligaba a salvar la dignidad de don Luis. ¿Tenía razón Castelar, el furibundo republicano de frondosos mostachos, para odiar de la forma en que lo hacía a su compañero en las lides académicas y tribunicias? Don Emilio no se casaba con nadie y mucho menos con la reina castiza a cuya madre denostó González Bravo en un venenoso artículo en el que empleó como tratamiento el de "ilustre prostituta". Pero la Reina le respetaba y le tenía en cuenta porque era hombre duro e intransigente. Fue cuatro veces su ministro, dos su presidente del consejo y la propia Reina colgó sobre su pechera el Toisón de Oro.

En el fondo mi debilidad de carácter me hacía admirar el temple de acero de aquel tribuno que tanto se esforzaba en su campaña para la creación del partido de la Unión Liberal. Combatió la cátedra, la prensa, la opinión. Encajó su caída y volvió a la palestra con el mismo ímpetu que había comenzado. Su ambición se convertía en una desmedida pasión política para la obtención del poder. Don Emilio lo había dicho reiteradamente:

"Combate a la revolución armada con las armas, y a la revolución pacífica con las leyes"

Arreciaba el movimiento del tren con su traqueteo incesante. El balanceo me producía el efecto de los empujones de la multitud y me hacía vivir las escenas de la Puerta del Sol en medio de una aglomeración convulsa entre gritos y amenazas. Pero ahora no eran los estudiantes malheridos ni las cargas da la Guardia Civil, sino el fervor de la gente en aquella mañana clara del 29 de septiembre. En el estallido de pasión y de júbilo se oían bien claro aquellos gritos: "¡Abajo los Borbones!" "¡Viva la revolución nacional!"... Las puertas, siempre las puertas... cerradas a cal y a canto. Los manifestantes trepaban por la fachada del edificio del Correo. El sueño se hacía cada vez más trágico. De pronto, veía a la Reina Isabel con su séquito cruzar la frontera por Irún y, al mismo tiempo al pueblo envilecido en su afán de venganza saqueando el palacio de González Bravo en la calle de Lope de Vega.

El tren se detuvo en seco con un chirrido estridente. Me hallaba solo en el compartimento. Bajé el cristal de la ventanilla. Todo estaba desierto. Bajo la marquesina podía leerse BIARRITZ. Ni un solo ruido o manifestación de vida. Todo parecía como cubierto de polvo. Eché una ojeada a la red de los equipajes. No había nada. Bajé del tren con la intención de obtener alguna noticia, alguna referencia que me permitiese conectar otra vez con la realidad. Empujé la puerta de la sala de espera. Allí estaban sentados en sendos butacones la dama de negro y la dama de blanco en actitud hierática, como disecadas en el vació. En la pared se ponderaban las virtudes salutíferas del balneario. Volví a salir al andén y vi con estupor que las vías del ferrocarril terminaban allí su recorrido y aparecían como dos venas seccionadas en el suicidio del vértigo. Sentí un frío tremendo, como si despertase en otro mundo más oscuro y trágico pero más real y palpable.

Estaba en la cama. Desde ella podía contemplar por la ventana los tejados sinuosos y el recodo de la calle Alfileritos. ¡Aquello era Toledo! Me estremecí de alegría. Entraba por la puerta de la habitación una mujer hermosa y ruda. Era Alejandra. Me traía una pócima que dejó sobre la mesilla.

-Alégrate, me dijo. Soy tu Alejandra.

La besé largamente. Me sentía totalmente feliz.