Ha cultivado su pasión literaria en caso todos los campos: poesía, novela, ensayo, crítica... Cuenta con más de treinta títulos en su haber y ha obtenido premios como el "Ciudad de Barcelona", de poesía (1954); el "Elisenda DE Montcada, de novela (1962); el "Ancla de oro" (1971), y el "Hucha de Plata", de cuento (1986).
***
Me sentía profundamente triste, vacío. Había sido 
							traicionado por mi mujer de una manera estúpida y 
							ahora me veía en la necesidad de acompañar a un 
							hombre en su destierro. Aquella situación resultaba 
							absurda y patética a la vez. Llegaba a la estación 
							en un día neblinoso y húmedo. Estaba formando aquel 
							tren fantasmal de los caídos en desgracia. Sus 
							viajeros iban a ser los desertores de una situación 
							desenlazada tristemente por los últimos 
							acontecimientos de la Revolución. El vapor de los 
							trenes, con las toses térmicas de sus pistones, de 
							inundaba de temores y de graves sospechas. El porte 
							altivo de la locomotora expeliendo nubes de vapor 
							por sus dos laterales, me recordaba el rostro 
							impenetrable de don Juan Valera con sus tufos 
							blancos y un rencor contenido de válvula a presión. 
							Pude ver a lo lejos a la esposa de don Cándido 
							Rosedal charlando con su hermano don Julián Romea. 
							Me acerqué a saludarles.
							
							Juntos los de siempre, dije por decir algo.
							
							-Juntos en esta hora difícil, subrayó el actor 
							apretando instintivamente el brazo de su hermana.
							
							Los "de siempre" éramos los asistentes de don Luis a 
							su casa de la calle de Lope de Vega. Romea era 
							insustituible. A veces Don Luis González Bravo, él y 
							yo, formábamos, lo que solíamos llamar el triángulo 
							de la concordia. Tres vértices distintos con el 
							mismo contenido poligonal. Ahora iba a entrar yo en 
							el tren del destierro vía París. El convoy estaba 
							compuesto por la máquina y cuatro unidades; un tren 
							limpio, impecable, de color verdoso recubierto en la 
							mitad de sus vagones por un zócalo listado de madera 
							de castaño. Me acordaba de mis tiempos de 
							corresponsal de "El contemporáneo" en los fastos 
							inigualables del ferrocarril. Entonces la locomotora 
							aparecía empavesada con gallardetes, grímpolas y 
							oriflamas, y no cabía sospechar el más remoto 
							parecido de su máquina con el talante sinuoso de 
							Juan Valera, más largo en agudezas que su propia 
							Juanita. Se derramaba una luz soñolienta en aquel 
							día brumoso y revestido de pequeños cristales. De 
							lejos pude observar cómo subía al vagón de cola una 
							dama enlutada de pies a cabeza junto a otra vestida 
							de blanco. Me chocaba el contraste tan inesperado y 
							brusco de aquellas dos mujeres y se lo hice notar a 
							Romea que se volvió para contemplarlas.
							
							-No veo a nadie, arguyó.
							
							-Están allí, junto al carrito de las almohadillas, 
							disponiéndose a subir.
							
							-No veo absolutamente nada, dijo como si creyese que 
							le gastaba una broma.
							
							Acaso no eran dos mujeres como yo había creído y la 
							dama de negro era la muerte que se quedaba en 
							Biarritz, y la dama de blanco era la soledad, su 
							única compañera factible.
							
							Me despedí de mis amigos porque había visto por fin 
							a don Luis moverse a lo largo del pasillo en el 
							primero de los vagones de aquel tren especial que 
							iba a salir de la estación media hora antes del tren 
							correo. Le alcancé en el pasillo y pude saludarle 
							precipitadamente porque alguien le requería en otro 
							departamento. Me dijo que después hablaríamos, una 
							vez me hubo preguntado por los niños como solía 
							hacer siempre, sin nombrarme a Casta para nada. 
							Decidí recluirme en mi compartimento quedándome a 
							solas con mis reflexiones y en seguida se produjo 
							ese topetazo cruel que origina la tracción de la 
							máquina en su primer impulso al recoger la inercia 
							de los vagones. Ese golpe oscuro y rechinante 
							produciría seguramente en el ánimo de los 
							desterrados la misma impresión de la gleba al caer 
							en la fosa mortuoria. Desterrarse o enterrarse casi 
							viene a ser la misma cosa.
							
							Limpiaba con un pañuelo el vaho de la ventanilla. 
							Cruzábamos los páramos castellanos camino del 
							destierro. Entró González Bravo y se acomodó frente 
							a mí.
							
							-He traído pocos libros. Pero entre ellos llevo un 
							ejemplar de la Constitución. La he respetado tanto 
							como a tus "Rimas". ¡Pero qué mala suerte han tenido 
							las dos! No las han respetado las circunstancias.
							
							Después permaneció en silencio con gesto grave y 
							entristecido atisbando el paisaje por la ventanilla. 
							Resultaba difícil entablar una conversación 
							coherente. Cualquier alusión a los hechos que habían 
							provocado las circunstancias, resultaría penosa he 
							intempestiva. Era preciso disponer de una mayor 
							perspectiva para enjuiciar aquellos instantes 
							difíciles. El campo de Castilla subrayaba su 
							gravedad con una monotonía horizontal y distante que 
							el continuo traqueteo hacía más tediosa.
							
							-¿Ha visto usted, don Luis, a una dama totalmente 
							vestida de blanco que viaja en este tren?
							
							Sí. Me ha sorprendido viaja en el vagón de cola. Me 
							la presentó Nocedal. Se llama soledad.
							
							-¿Y la que viste de negro?, me apresuré a preguntar.
							
							-Su dama de compañía. Van a Biarritz.
							
							Castilla era una perfecta versión de la soledad y 
							ese mismo tren en el que viajábamos era una forma de 
							soledad que avanzaba hasta perderse en el horizonte. 
							Me acordaba de Augusto Ferrán. Su libro "la 
							soledad", me había impresionado. Leyéndole se me 
							habría la puerta a un mundo distinto. Una puerta es 
							siempre lo que el hombre necesita para esperar ante 
							ella o para transponerla buscando algo que no 
							termina de encontrar. Ahora el tren corría hacia la 
							puerta del destierro. La antítesis de la esperanza. 
							Y una puerta oprobiosa dejaba a sus espaldas 
							González Bravo tras de aquellos acontecimientos de 
							la triste noche de San Daniel y la reciente alegría 
							trágica de "La Gloriosa" de aquella misma mañana: 
							¡la puerta del Sol!
							
							-Su poesía, amigo Bécquer, es en cierto modo una 
							consecuencia de la soledad.
							
							Sin duda don Luis pensaba entonces en la puerta del 
							sol encrespada y violenta.
							
							Por eso añadió:
							
							-El pueblo, que es la multitud, nos ensalza y nos 
							encumbra, pero sin penetrar en nuestra intimidad. En 
							ningún caso dejamos de ser víctimas de la soledad. 
							Cuando el pueblo nos condena y abomina de nuestra 
							presencia, lo que hace es recordarnos, 
							violentamente, que seguimos solos.
							
							Me quedaba un poco perplejo ante aquella especie de 
							catarsis en la que parecía abandonar su ánimo de 
							hombre fuerte y celoso del orden, que había guardado 
							las espaldas de Narváez con gesto de insensible 
							arrogancia. Quién podía decir que el talón de 
							Aquiles de don Luis era precisamente aquella poesía 
							evanescente y amorosa que yo escribía en mi obsesión 
							de mitificar a la mujer doliéndome a la vez de su 
							desdén. Soledad del amor. Soledad de lo que no se 
							consigue. Puerta que se busca para entrar en el seno 
							de lo imposible. Pero había quizá una puerta más 
							misteriosa: la boca del silencio. El mundo extra 
							muros.
							
							El tren apuraba su marcha hacia la soledad del 
							destierro. Me acordaba de mi soledad de Sevilla en 
							el entorno de la plaza del Duque cuando una orfandad 
							prematura me remitía al amparo de mi madrina 
							Manolita. Me acordaba de los primeros días de mi 
							soledad al llegar a Madrid, con los treinta duros de 
							mi tío Joaquín, en la galera acelerada después de 
							veintitrés días de interminable viaje. Las 
							redacciones inhóspitas de los periódicos, los vasos 
							vacíos con vestigios de café con leche, los pobres 
							de la iglesia de San Luis en la calle de la montera, 
							el aspecto aldeano y siniestro de la puerta del Sol 
							y por fin, la acogida cariñosa y cordial de la 
							patrona de mi amigo García Luna que, mira por dónde, 
							se llamaba doña soledad.
							
							Me acordaba de mi hermano Valeriano, del estudio de 
							mi padre, de mi tío Joaquín, de Cabral Bejarano y de 
							Esquivel. Con los trenes nos habíamos quedado sin 
							bandidos de a caballo. Ya no vendrían los ingleses y 
							franceses a encargar en España pintura de género.
							
							Don Luis González Bravo se había cubierto las 
							piernas con su manta de viaje. De vez en cuando 
							oteaba por la ventanilla o consultaba la hora en su 
							reloj de bolsillo. Cuando quise acordarme quedé 
							traspuesto.
							
							Soñar dormido o despierto era lo más fácil que podía 
							acontecerme. Los sucesos ocurridos me habían 
							afectado profundamente. Por un lado me consideraba 
							en cierto modo partícipe de tales acontecimientos 
							por mi estrecha vinculación a González Bravo, de 
							quien había recibido ayuda y amistad en todo 
							momento. Por otro mi deformación profesional de 
							periodista me llevaba a repasar los acontecimientos 
							sin excesiva objetividad. Por eso tuve muchos 
							problemas con el Periódico. Don Luis no se entendía 
							con los Generales moderados. Después de su estancia 
							en La Granja, la reina no quiso renunciar a su 
							temporada de baños en Lequeitio. Cuando González 
							Bravo tubo noticia de la sublevación de la escuadra 
							de Cádiz, se decidió a dimitir. Al frente del 
							gobierno quedaba don José de la Concha.
							
							Consciente de que me hallaba dormido, estaba soñando 
							mi situación presente y me llegaba muy clara la voz 
							de don Luis González Bravo tratando de aliviar el 
							ánimo de la reina Isabel:
							
							"Confiamos en el espíritu que habéis sabido sembrar 
							por tierras Vascongadas, por toda Cataluña, por toda 
							España. No debéis, Señora, prestar oídos a los 
							hombres de la Revolución. Tened en cuenta que no son 
							los hombres de ayer, que sus virtudes, si realmente 
							las tuvieron, ya no existen. Esos personajes son 
							momias vivientes. Espartero; un mequetrefe, el 
							General Serrano, una sombra de lo que fue; Prim, un 
							necio incapaz de tomar una decisión coherente. ¿Es 
							que vais a confiar en el Emperador Napoleón estando 
							por medio los intereses de la candidatura del 
							Príncipe de Orleáns? Y supongo que menos confiaréis 
							aún en lo que estos pícaros puedan hacer sin la 
							ausencia del Duque de Montpensier".
							
							En este mismo sueño se enlazaba la llegada de los 
							ministros desterrados a Biarritz caminando por una 
							alfombra inmensa, al término de la cual se había 
							instalado un podio al que subía la dama enlutada del 
							vagón de cola para ofrecer a los desterrados un ramo 
							de rosas negras.
							
							De pronto, sobre aquel estado siniestro, veía a 
							Casta, mi mujer, completamente desnuda y mi hijo 
							Gustavín huyendo a gatas hacia los bordes de la 
							tarima. Al fondo estaba el notario, que solía venir 
							a Noviercas, leyendo una especie de bando obsceno. 
							Actuaba de maestro de ceremonias en aquella 
							recepción de malvenida. Súbitamente las imágenes se 
							diluían para convertirse en una escena familiar que 
							me recordaba los últimos tiempos que viví con Casta 
							poco antes de nuestra separación. Era una mujer 
							amarga y resabiada. Se movía de un lado para otro 
							limpiando sobre limpio y repasando ropa, con el 
							puchero en el trébede y canturreando por lo bajo. 
							Solía hacerlo siempre que estaba enfadada. Aquello 
							era el preludio de un gran exabrupto. Yo se lo 
							decía: "son las raíces; te sale sin querer el 
							ramalazo de Torrubia". Yo tenía que devolver el 
							sello del fiscal de novelas a la Administración que 
							me había sido reclamado oficialmente de Orden de 
							S.M. la Reina Isabel II agradeciéndome los servicios 
							prestados. Allí estaba la carta conminatoria. El 
							malhumor de Casta tenía su origen en lo que ya era 
							una cuestión de principios: "ganando los liberales, 
							el cocido se ponía al fuego suprimiendo el chorizo y 
							la punta".
							
							Luego aquellas imágenes se iban borrando y mi sueño 
							se transformaba en un largo y penoso examen de 
							conciencia. Siempre había defendido a mi protector 
							de los ataques injuriosos de Eusebio Blasco, de las 
							insidias de Manuel del Palacio, y de las sutilezas 
							de don Juan Varela. Había estado en más de una 
							ocasión al borde de perder mi puesto en el Periódico 
							por tener que ajustarme a los dictados de la Unión 
							Liberal. Tuve grandes y buenos amigos que me 
							perdonaban generosamente mi falta de compromiso 
							político pero mi conciencia me obligaba a salvar la 
							dignidad de don Luis. ¿Tenía razón Castelar, el 
							furibundo republicano de frondosos mostachos, para 
							odiar de la forma en que lo hacía a su compañero en 
							las lides académicas y tribunicias? Don Emilio no se 
							casaba con nadie y mucho menos con la reina castiza 
							a cuya madre denostó González Bravo en un venenoso 
							artículo en el que empleó como tratamiento el de 
							"ilustre prostituta". Pero la Reina le respetaba y 
							le tenía en cuenta porque era hombre duro e 
							intransigente. Fue cuatro veces su ministro, dos su 
							presidente del consejo y la propia Reina colgó sobre 
							su pechera el Toisón de Oro.
							
							En el fondo mi debilidad de carácter me hacía 
							admirar el temple de acero de aquel tribuno que 
							tanto se esforzaba en su campaña para la creación 
							del partido de la Unión Liberal. Combatió la 
							cátedra, la prensa, la opinión. Encajó su caída y 
							volvió a la palestra con el mismo ímpetu que había 
							comenzado. Su ambición se convertía en una desmedida 
							pasión política para la obtención del poder. Don 
							Emilio lo había dicho reiteradamente:
							
							"Combate a la revolución armada con las armas, y a 
							la revolución pacífica con las leyes"
							
							Arreciaba el movimiento del tren con su traqueteo 
							incesante. El balanceo me producía el efecto de los 
							empujones de la multitud y me hacía vivir las 
							escenas de la Puerta del Sol en medio de una 
							aglomeración convulsa entre gritos y amenazas. Pero 
							ahora no eran los estudiantes malheridos ni las 
							cargas da la Guardia Civil, sino el fervor de la 
							gente en aquella mañana clara del 29 de septiembre. 
							En el estallido de pasión y de júbilo se oían bien 
							claro aquellos gritos: "¡Abajo los Borbones!" "¡Viva 
							la revolución nacional!"... Las puertas, siempre las 
							puertas... cerradas a cal y a canto. Los 
							manifestantes trepaban por la fachada del edificio 
							del Correo. El sueño se hacía cada vez más trágico. 
							De pronto, veía a la Reina Isabel con su séquito 
							cruzar la frontera por Irún y, al mismo tiempo al 
							pueblo envilecido en su afán de venganza saqueando 
							el palacio de González Bravo en la calle de Lope de 
							Vega.
							
							El tren se detuvo en seco con un chirrido 
							estridente. Me hallaba solo en el compartimento. 
							Bajé el cristal de la ventanilla. Todo estaba 
							desierto. Bajo la marquesina podía leerse BIARRITZ. 
							Ni un solo ruido o manifestación de vida. Todo 
							parecía como cubierto de polvo. Eché una ojeada a la 
							red de los equipajes. No había nada. Bajé del tren 
							con la intención de obtener alguna noticia, alguna 
							referencia que me permitiese conectar otra vez con 
							la realidad. Empujé la puerta de la sala de espera. 
							Allí estaban sentados en sendos butacones la dama de 
							negro y la dama de blanco en actitud hierática, como 
							disecadas en el vació. En la pared se ponderaban las 
							virtudes salutíferas del balneario. Volví a salir al 
							andén y vi con estupor que las vías del ferrocarril 
							terminaban allí su recorrido y aparecían como dos 
							venas seccionadas en el suicidio del vértigo. Sentí 
							un frío tremendo, como si despertase en otro mundo 
							más oscuro y trágico pero más real y palpable.
							
							Estaba en la cama. Desde ella podía contemplar por 
							la ventana los tejados sinuosos y el recodo de la 
							calle Alfileritos. ¡Aquello era Toledo! Me estremecí 
							de alegría. Entraba por la puerta de la habitación 
							una mujer hermosa y ruda. Era Alejandra. Me traía 
							una pócima que dejó sobre la mesilla.
							
							-Alégrate, me dijo. Soy tu Alejandra.
							
							La besé largamente. Me sentía totalmente feliz.