Premio de Narraciones Breves Antonio Machado 1986 - Fundación de los Ferrocarriles Españoles

Premio Narraciones Breves Antonio Machado, 1986

Primer premio: 'Un tren de verano', Álvaro Labrador

Narraciones Breves 1986

Álvaro Labrador, ganador de la X convocatoria del Premio "Antonio Machado", se licenció en Derecho por la universidad Complutense de Madrid y realizó estudios de filología inglesa en la universidad de Berkeley (California). Ha trabajado en el sector del turismo y ha sido asiduo colaborador en el diario El País. Ha publicado entrevistas y relatos en varias revistas y diarios españoles. Uno de sus relatos ha sido traducido al francés en el libro antología de cuentos eróticos españoles “Les mauvaises fréquentations” junto a Manuel Vázquez Montalbán, Esther Tusquets, y otros autores españoles. Su última novela Argia (luz en euskera) cuenta la historia de un dirigente de ETA en los años de plomo, su trayectoria dentro de la banda, el conflicto vasco y su proyección en las familias vascas.

***

Tendría que dar un salto para no tropezar con la cabeza rubia de la bella durmiente. Se detuvo en mitad de la noche, en medio de la velocidad, para contemplarla. Se recostó en una de las puertas correderas que abrían a los compartimentos, y paso allí un largo rato contemplando aquella maravilla rosada.

Dormía tendida en el suelo del pasillo y se movía rítmicamente en el bamboleo suave del tren en marcha. Dormía en la alta noche, despreocupadamente, fatigada por el cansancio de unas semanas de correteo por el país. Hacía calor en este julio sofocado viajando a través de la meseta castellana y por eso la ninfa rubia estaba despejada de ropas. Vestía, tan solo, un traje blanco, como un canesú de puntillas y bordados, una especie de enagua payesa. Era, en todo caso, un vestido corto, un traje infantil, menguado y blanco, puro.

Joaquín dudaba que esta muchacha fuera pura, virgen en su traje blanco como parecía aparentar. Era, más bien, un traje ingenuo, coqueto, que la chica usaba por comodidad, por moda. Y había elegido bien porque en él transparentaba esta mujer rubia toda la belleza de sus escasos veinte años. Joaquín permanecía de pie, recostado sobre la puerta, sin avanzar, sin querer despertarla.

Había otros cuerpos alrededor. Eran estos meses calientes de verano la estación en que las emigraciones jóvenes de la Europa nórdica y rica volaban, como pájaros de temporada, a las tierras cálidas del sur. Eran estos chicos turistas informales y desastrados, pobres con tarjetas de crédito asomando por entre vaqueros raídos. Recorrían una decena de ciudades y dormían en el tren para acortar tiempo o para ganar dinero a los hoteles. Viajaban desorientados, alborotados, andrajosos, pero siempre pedían las cosas por favor, muy educadamente. Viajaban con la confianza de una aventura pagada en divisas fuertes y el número del consulado en la bolsa metida en la entrepierna. Eran atentos, liberales, inquisidores.

Había en el tren otros cuerpos, también jóvenes, desaliñados, robustos. Eran cuerpos que lucían toda la cultura de una educación de pago, una alimentación de proteína, un deporte de gimnasio. Eran cuerpos majestuosos, depósitos de rentas per cápita elevadas, sueños de cuerpos. Sobre todo los de ellas, pensaba Joaquín. Se enamoró enseguida de los cuerpos perfectos de las mujeres nórdicas que eran tan altos, tan formados, tan esbeltos. Cuerpos de ejercicio y amor, que habían amado y experimentado y que ahora viajaban luciendo su vida y su belleza. Las mujeres nórdicas eran, además, espíritus libres que paseaban su independencia por los pasillos del tren, inundándolo con sus formas, dándole un aire sensual y provocativo.

Había como otros años, como otras noches, cuerpos sembrados a lo largo de los pasillos del tren que le habían crecido como una cosecha rubia y bella al calor del verano y la aventura. Joaquín esta noche, como otras muchas veces, andaba por los pasillos del tren a saltos, cuidando el pie para no aplastar una mano dormida, para no enredarse en un mechón de pelo desparramado.

A Joaquín esto le divertía bastante al principio. A sus veinticuatro años era como seguir jugando a atravesar el río por entre las piedras cuando el estiaje lo hacía más mísero. Había aprendido a distinguir bien las naciones a través de los cuerpos de estos jóvenes forasteros, de sus ojos, de sus cabellos. Por primera vez desde que salió de Valladolid, Joaquín sabía de razas, de lenguas extranjeras, de pechos sin sujetador. Esparcidos por los pasillos, con sus mochilas, bultos, sacos, estos adinerados vagabundos aparecían cada año cuando la canícula arreciaba. Joaquín los admiraba. Se había enamorado, desde que entró de revisor en los trenes, de estas muchachas limpias y desordenadas, de cabello alborotado, de sonrisa fácil. Caminaban de aquí para allá con su paso grácil y desenvuelto. Se inclinaban en las ventanillas, y el viento volaba todo su cabello de oro en la velocidad de la marcha.

Y por la noche dormían. Dormitaban en todos los espacios que el tren inundado ofrecía. Dormían plácidamente, sin contención, rendidamente. Hacían del tren un extraño e insólito cuerpo colectivo, un ser movedizo, rubio y risueño. En el tren, sospechaba Joaquín, se amaban las parejas, y había tenido que sorprenderse alguna vez al descorrer cortinas echadas y presenciar un amor nocturno y desvergonzado. Andaba por ello cauteloso ahora, cuando en mitad de la noche, recorría nictálope los vagones de su tren.

Un tren que avanzaba sordo en la noche por la meseta árida como un hilo metálico y hueco serpenteando los caminos, con su carga viajera y juvenil en el estómago, deslizándose por los campos segados de un verano que se hacía tórrido. El tren marchaba errabundo para estos muchachos que mañana despertarían en otras ciudades para seguir corriendo sin rumbo. En sus entrañas viajaba la chiquillada nórdica contemplando con asombro la yerma planicie agostada. El tren viajaba lento, monótono, con sus tirones periódicos, ceñido a las vías, contoneándose en las curvas. Por la noche abría un reguero de luz y penetraba los túneles, escalaba montañas, sorteaba tajos y desniveles, pero su público dormido no veía ya este magnífico espectáculo, no veía el lento surcar de tierras, la movilidad de gusano con su linterna en la frente con una luciérnaga metálica y silbadora.

Saltando por entre los cuerpos, esquivando cabezas, vadeando macutos, con equilibrios de funámbulo Joaquín hacía una labor de espionaje. El tren, como otras noches, dormía y Joaquín lo despertaba poco a poco pidiendo billetes, inquiriendo suplementos, amonestando abusos. Pero no le gustaba a Joaquín la labor represora. Sonreía embelesado cuando la joven nórdica, inocente y atrevida, se echaba en el tálamo ferroviario para recibir un poco de amor.

Joaquín se complacía mirando cómo estas niñas rubias hacían del sexo una experiencia viva, un trasunto de vida. Era el sexo que practicaban un tirón urgente de deseo, un capricho vacacional y lúdico, un sexo fruto del viaje excitado y presuroso, de la promiscuidad confusa de sueños y cuerpos en los corredores mientras la marcha cadenciosa y suave del ferrocarril propiciaba un coito blando, lento, acariciante. Un ayuntamiento ocasional y casi inadvertido.

Eran así las noches en los trenes de verano noches calientes también de sexo, noches acunadas por estas ardientes mujeres del norte, mujeres de frío y pasión, mujeres que hacían una simbiosis de amor con el tren. Éste les daba su velocidad, su movimiento, sus pasillos, compartimentos, sus ventanas abiertas al campo, sus noches de viaje y estrellas, y a cambio ellas transformaban su cara fuliginosa y tubular haciendo de él un tren apasionado y sexual. Un tren muy distinto.

Joaquín recorría así este tren de verano cargados de muchachas rubias y fecundas, las miraba muy serio, y tímidamente les pedía el billete y se marchaba rápido con un poco de amargor en el corazón. Había intentado, a veces, la conversación, la conquista, la seducción del ferroviario. Había sido imposible. Y eso le enojaba. Le frustraba más, mucho más, que los rechazos de Puri, su novia vallisoletana, a la que veía imposible abordar en su castidad integrista, con su moral depurada de breviario y misa. Por eso cuando Joaquín veía a estas chicas libres, desenvueltas, accesibles y al tiempo por alguna razón prohibidas, se le quedaba un resquemor de injusticia en los ojos.

Era entonces cuando él les daba puntapiés en las ijadas para despertarlas sonriendo su aturdimiento de madrugada mientras revolvían sus cosas para encontrar el billete. Joaquín las miraba desde lo alto, uniformado, serio, resentido. Les hablaba en un castellano veloz, murmurante, incomprensible. Y la extranjera le miraba estólidamente, borracha en su ignorancia y sueño, sentada y boba. Era así como a Joaquín le gustaba verlas. Indefensas y aturdidas. Sus cuerpos parecían entonces más asequibles. Sudados en el revuelto de ropas y plásticos se desperezaban buscando un billete que nunca encontraban. A menudo empezaban así un strip-tease involuntario y sonámbulo a la búsqueda del billete, busconas de su propio cuerpo por donde andaba la bolsa mágica del dinero y la documentación. Sonreía Joaquín al ver cómo se palpaban tratando de encontrar la bolsa, metiendo la mano por entre los pechos y llegándose incluso hasta el sexo, cosa que le parecía una obsesión innecesaria.

Cuando al fin encontraban el billete, siempre había un déficit de tarifa, una clase equivocada, un itinerario confundido. Joaquín explicaba entonces, serenamente, que debían regresar a Huelva y tomar el tren de las 19.15 y no el las 22.30 horas como por equivocación había sucedido. Era entonces cuando Joaquín verdaderamente amaba a la niña. Con un puchero en la boca, rogando dormir un poquito, se incorporaba, cogía sus bultos e idiota se abandonaba a la explicación absurda de Joaquín.

Frente a frente al revisor noctámbulo la muchacha miraba con asombro. ¿Qué hacía ella en este tren fantasma viajando en la noche hacia no sabía dónde? Se sentía secuestrada, presa en un tren penitenciario, hablando en la tiniebla con un hombre que ni conocía ni comprendía y que le había despertado para decirle que debía regresar a Huelva. ¿A Huelva otra vez? ¿Qué había en Huelva que mereciese la pena volver? Quería parar el tren. Bajarse de esta pesadilla y regresar a casa. En su país, pensaba, no ocurrían cosas así. En su patria no la despertaban en la madrugada, cuando su sueño era mas fructífero, para decirle que debía regresar a Huelva ni a ningún otro sitio. En su país viajaba en avión, en coche, en bicicleta. Y cuando viajaba en tren lo hacía sentada en mullidos asientos reclinables. Viajaba de día, bebiendo el paisaje nevado, forestal y limpio de su tierra. Tenía que regresar a Huelva. Deshacer el camino. Deshacer un poco de su vida, volver a una ciudad fea y húmeda, con gente que la acosaba, machos que la miraban lúbricamente, que incluso se atrevían a palpar su culo cuando pasaban a su lado. ¡Jamás volvería a Huelva! Pararía este tren estúpido que la conducía a algún sitio que ella desconocía, buscaría el número del consulado que tenía escondido en algún recoveco, por entre algún pliegue de su corto vestido, y pediría protección contra este abuso, una reclamación por despertarla en la noche para pedirle un billete y decirle que debía regresar a Huelva. ¡Oh, tenía mucho sueño! Deliraba. Apoyada en la ventanilla, mientras el paisaje pasaba veloz por su espalda, miraba al revisor. Con los ojos entornados, un poco hinchados, miraba al revisor que le hablaba ahora despacio, dulcemente. ¿Por qué le cogía la mano? Le hablaba susurrante al oído explicándole itinerarios alternativos. Ella, sin embargo, tenía sueño. No comprendía bien lo que decía este revisor descarado que sostenía su mano acariciándola y sonreía bobalicón mientras recitaba una letanía de horarios y ciudades. Ella quería dormir, no quería, en absoluto, regresar a Huelva, y quería, además, que este desconocido soltase su mano.

Joaquín comprendía la dificultad de la empresa. Cómo explicar a través de horarios y conexiones que estaba enamorado de la chica. Cómo decirle en clave de enlaces ferroviarios que sus ojos azules eran puros y profundos, y que su cuerpo maduro y juvenil le incitaba a abrazarlo y a besarlo durante el resto de la noche.
Joaquín se sentía cansado y abandonaba pronto la presa con una sonrisa de comprensión y hastío. Se alejaba dejando a la nórdica en su confusión y sueño, apoyada en la ventana y mirando al vacío, igual que él estaba ahora apoyado en la puerta corredera contemplando a esta nueva chica que dormía en el suelo, envuelta en su leve vestido blanco.

Joaquín recordaba a su Puri. Puri era distinta. Alegre también, pero distinta. Puri era una mujer pasada por un sol abrasador, un bochorno de tradiciones, un fuego de catolicismo. Eso, pensaba Joaquín, la había agostado. La había enquistado en unas maneras sacristanas y pulcras que Joaquín odiaba, y él lo que precisamente amaba era la suciedad de estas mujeres limpísimas, Sus ropas sucias, su cabello sucio, sus manos sucias, y sin embargo tan limpias.

Se preguntaba Joaquín cómo no olían estas mujeres sucias. Recordaba a Puri, siempre limpia, oliendo a afeites y colonias. Era un olor sucio de perfumes baratos, de esencia de droguería. Joaquín amaba la suciedad pulcra de estas mujeres rubias como de oro. Pensaba Joaquín en el acicalamiento como aderezo de la fealdad. Puri no era bella como estas muchachas y es por eso que quería disimularlo con cosméticos y perfumes. Obviamente empeoraba.

Pensaba Joaquín en cómo le gustaría emigrar con una de estas doncellas a la libertad nórdica de un paraíso de mujeres sucias. Abandonó Valladolid, abandonó Puri buscando la libertad. Quería conocer lugares y gentes diferentes cada día. Se ahogaba en Valladolid y quería viajar. Conocer mundo. Había entrado de revisor en RENFE.

Ahora viajaba cinco días a la semana y conocía demasiada gente, multitud de viajeros. Era un perpetuo trotamundos recorriendo caminos alocadamente, hablando con multitudes desconocidas. No eran éstas, sin embargo, las andanzas que había imaginado. Las mujeres se le escapaban tras el billete y las ciudades desaparecían sin apenas ser vistas. Su tranquila casa de Valladolid se había convertido en una plataforma rodante y veloz y él en un transeúnte apresurado buscando billetes, en un espía de mujeres fugaces.

Echaba de menos a Puri. Sus conversaciones eternas, puntillosas, detallistas. Puri le ofrecía Valladolid, hijos, tarde de sol y vacaciones en familia. Puri era la quietud de la vida. Una vida transcurrida en paz, en sábados de cine y domingos de aperitivo y paseo. Puri era la tranquilidad de una vida en el cobijo del hogar. Puri era, o sería, la esposa, la madre, la niñera, la cocinera y muchas cosas más. Puri era el sexo desconocido, el beso ligero, el cuerpo huido.

Joaquín se imaginaba una vida vivida junto a Puri. Se imaginaba una muerte lenta junto a Puri, una arteriosclerosis de vida, una vejez prematura, un ocio ocioso de domingo, un maquillaje de vejez aún en juventud. Por eso Joaquín se marchó. Se marchó a viajar a conocer gentes, a revisar billetes de tren.

Quería conocer muchachas que no fueran como Puri, novia, esposa y madre. Una mujer como esta ninfa dorada de vestido blanco. ¿Qué ofrecería esta mujer? ¿cómo serían sus besos? ¿cómo serían las tardes de domingo junto a ella? ¿Habría, acaso, tardes de domingo para esta mujer o sería su vida una vida eterna sin días, sin domingos con misa, sin visitas familiares, sin dulces de pastelería? Joaquín podía difícilmente imaginar cómo sería la vida diaria de estas chicas que parecían tan diferentes, tan insólitas. ¿Cómo una mujer tendida en el suelo de un ferrocarril mostrando su cuerpo casi desnudo, con sus pechos grandes y fuertes adivinándose a través del fino tejido de su vestido, sus muslos descubiertos, largos, robustos, podría actuar como Puri. Su vida habría de ser, por fuerza, diferente. Más excitante, más verdad, más vida.

Joaquín perchado en la puerta corredera meditaba estas cosas mientras el tren, tren de verano, seguía con su marcha como siempre ciego, con sus paradas constantes, ajeno a lo que bullía dentro, a la diáspora nórdica y juvenil que cada verano lo habitaba. Trenes de verano, trenes completos, trenes dormitorio, como un coche-cama barato, popular y rubio. Y la chica dormía en el suelo ajena a la mirada lasciva de Joaquín, el cuerpo expuesto como si pidiera de él una religiosa adoración nocturna. El traje blanco y escaso era como una orla a su desnudez, como un santo viril que guardara la esencia de su hermosura. Dormida en la velocidad del tren, en el calor de la noche, era una diosa Venus excitando al pobre Joaquín. ¡Qué distinta de Puri! Pensó él.

Amanecía, y el ferroviario se resistía a avanzar, a pedir un billete a esta bella durmiente para continuar con su viaje estúpido de días y distancias, se resistía a abandonar a esta chica a la que le gustaría poseer siquiera por un instante.

-Billete, por favor.
-Perdón.
-Su billete, necesito su billete.
-Oh sí, un momento.
-Gracias.

El día amanecía y la mujer rubia, descalza y sucia, se despertaba en el frescor de la mañana. El campo aparecía como siempre seco, desolado, llano, vacío. El alba había enfriado ligeramente la atmósfera tórrida del mes de julio y la muchacha se asomaba a la ventana para respirar un poco. Para despabilarse. Su cabello volaba en el viento. El tren parecía querer despertarse también con la mañana y avanzar más y más rápido, concluir con su tarea. Llegaría pronto a su estación de destino para descargar el público que llevaba dentro, a las ninfas rubias que habían hecho noche en su seno y en sus entrañas le habían fertilizado con su procacidad y belleza. Ella, la última, con su traje blanco y cortísimo se inclinaba sobre la ventana tomando todo el viento fresco y silvestre que el tren a toda marcha le ofrecía. Joaquín la miró por última vez, y continuó recolectando billetes.