Álvaro Labrador, ganador de la X convocatoria del Premio "Antonio Machado", se licenció en Derecho por la universidad Complutense de Madrid y realizó estudios de filología inglesa en la universidad de Berkeley (California). Ha trabajado en el sector del turismo y ha sido asiduo colaborador en el diario El País. Ha publicado entrevistas y relatos en varias revistas y diarios españoles. Uno de sus relatos ha sido traducido al francés en el libro antología de cuentos eróticos españoles “Les mauvaises fréquentations” junto a Manuel Vázquez Montalbán, Esther Tusquets, y otros autores españoles. Su última novela Argia (luz en euskera) cuenta la historia de un dirigente de ETA en los años de plomo, su trayectoria dentro de la banda, el conflicto vasco y su proyección en las familias vascas.
***
Tendría que dar un salto para no tropezar con la
cabeza rubia de la bella durmiente. Se detuvo en
mitad de la noche, en medio de la velocidad, para
contemplarla. Se recostó en una de las puertas
correderas que abrían a los compartimentos, y paso
allí un largo rato contemplando aquella maravilla
rosada.
Dormía tendida en el suelo del pasillo y se movía
rítmicamente en el bamboleo suave del tren en
marcha. Dormía en la alta noche, despreocupadamente,
fatigada por el cansancio de unas semanas de
correteo por el país. Hacía calor en este julio
sofocado viajando a través de la meseta castellana y
por eso la ninfa rubia estaba despejada de ropas.
Vestía, tan solo, un traje blanco, como un canesú de
puntillas y bordados, una especie de enagua payesa.
Era, en todo caso, un vestido corto, un traje
infantil, menguado y blanco, puro.
Joaquín dudaba que esta muchacha fuera pura, virgen
en su traje blanco como parecía aparentar. Era, más
bien, un traje ingenuo, coqueto, que la chica usaba
por comodidad, por moda. Y había elegido bien porque
en él transparentaba esta mujer rubia toda la
belleza de sus escasos veinte años. Joaquín
permanecía de pie, recostado sobre la puerta, sin
avanzar, sin querer despertarla.
Había otros cuerpos alrededor. Eran estos meses
calientes de verano la estación en que las
emigraciones jóvenes de la Europa nórdica y rica
volaban, como pájaros de temporada, a las tierras
cálidas del sur. Eran estos chicos turistas
informales y desastrados, pobres con tarjetas de
crédito asomando por entre vaqueros raídos.
Recorrían una decena de ciudades y dormían en el
tren para acortar tiempo o para ganar dinero a los
hoteles. Viajaban desorientados, alborotados,
andrajosos, pero siempre pedían las cosas por favor,
muy educadamente. Viajaban con la confianza de una
aventura pagada en divisas fuertes y el número del
consulado en la bolsa metida en la entrepierna. Eran
atentos, liberales, inquisidores.
Había en el tren otros cuerpos, también jóvenes,
desaliñados, robustos. Eran cuerpos que lucían toda
la cultura de una educación de pago, una
alimentación de proteína, un deporte de gimnasio.
Eran cuerpos majestuosos, depósitos de rentas per
cápita elevadas, sueños de cuerpos. Sobre todo los
de ellas, pensaba Joaquín. Se enamoró enseguida de
los cuerpos perfectos de las mujeres nórdicas que
eran tan altos, tan formados, tan esbeltos. Cuerpos
de ejercicio y amor, que habían amado y
experimentado y que ahora viajaban luciendo su vida
y su belleza. Las mujeres nórdicas eran, además,
espíritus libres que paseaban su independencia por
los pasillos del tren, inundándolo con sus formas,
dándole un aire sensual y provocativo.
Había como otros años, como otras noches, cuerpos
sembrados a lo largo de los pasillos del tren que le
habían crecido como una cosecha rubia y bella al
calor del verano y la aventura. Joaquín esta noche,
como otras muchas veces, andaba por los pasillos del
tren a saltos, cuidando el pie para no aplastar una
mano dormida, para no enredarse en un mechón de pelo
desparramado.
A Joaquín esto le divertía bastante al principio. A
sus veinticuatro años era como seguir jugando a
atravesar el río por entre las piedras cuando el
estiaje lo hacía más mísero. Había aprendido a
distinguir bien las naciones a través de los cuerpos
de estos jóvenes forasteros, de sus ojos, de sus
cabellos. Por primera vez desde que salió de
Valladolid, Joaquín sabía de razas, de lenguas
extranjeras, de pechos sin sujetador. Esparcidos por
los pasillos, con sus mochilas, bultos, sacos, estos
adinerados vagabundos aparecían cada año cuando la
canícula arreciaba. Joaquín los admiraba. Se había
enamorado, desde que entró de revisor en los trenes,
de estas muchachas limpias y desordenadas, de
cabello alborotado, de sonrisa fácil. Caminaban de
aquí para allá con su paso grácil y desenvuelto. Se
inclinaban en las ventanillas, y el viento volaba
todo su cabello de oro en la velocidad de la marcha.
Y por la noche dormían. Dormitaban en todos los
espacios que el tren inundado ofrecía. Dormían
plácidamente, sin contención, rendidamente. Hacían
del tren un extraño e insólito cuerpo colectivo, un
ser movedizo, rubio y risueño. En el tren,
sospechaba Joaquín, se amaban las parejas, y había
tenido que sorprenderse alguna vez al descorrer
cortinas echadas y presenciar un amor nocturno y
desvergonzado. Andaba por ello cauteloso ahora,
cuando en mitad de la noche, recorría nictálope los
vagones de su tren.
Un tren que avanzaba sordo en la noche por la meseta
árida como un hilo metálico y hueco serpenteando los
caminos, con su carga viajera y juvenil en el
estómago, deslizándose por los campos segados de un
verano que se hacía tórrido. El tren marchaba
errabundo para estos muchachos que mañana
despertarían en otras ciudades para seguir corriendo
sin rumbo. En sus entrañas viajaba la chiquillada
nórdica contemplando con asombro la yerma planicie
agostada. El tren viajaba lento, monótono, con sus
tirones periódicos, ceñido a las vías, contoneándose
en las curvas. Por la noche abría un reguero de luz
y penetraba los túneles, escalaba montañas, sorteaba
tajos y desniveles, pero su público dormido no veía
ya este magnífico espectáculo, no veía el lento
surcar de tierras, la movilidad de gusano con su
linterna en la frente con una luciérnaga metálica y
silbadora.
Saltando por entre los cuerpos, esquivando cabezas,
vadeando macutos, con equilibrios de funámbulo
Joaquín hacía una labor de espionaje. El tren, como
otras noches, dormía y Joaquín lo despertaba poco a
poco pidiendo billetes, inquiriendo suplementos,
amonestando abusos. Pero no le gustaba a Joaquín la
labor represora. Sonreía embelesado cuando la joven
nórdica, inocente y atrevida, se echaba en el tálamo
ferroviario para recibir un poco de amor.
Joaquín se complacía mirando cómo estas niñas rubias
hacían del sexo una experiencia viva, un trasunto de
vida. Era el sexo que practicaban un tirón urgente
de deseo, un capricho vacacional y lúdico, un sexo
fruto del viaje excitado y presuroso, de la
promiscuidad confusa de sueños y cuerpos en los
corredores mientras la marcha cadenciosa y suave del
ferrocarril propiciaba un coito blando, lento,
acariciante. Un ayuntamiento ocasional y casi
inadvertido.
Eran así las noches en los trenes de verano noches
calientes también de sexo, noches acunadas por estas
ardientes mujeres del norte, mujeres de frío y
pasión, mujeres que hacían una simbiosis de amor con
el tren. Éste les daba su velocidad, su movimiento,
sus pasillos, compartimentos, sus ventanas abiertas
al campo, sus noches de viaje y estrellas, y a
cambio ellas transformaban su cara fuliginosa y
tubular haciendo de él un tren apasionado y sexual.
Un tren muy distinto.
Joaquín recorría así este tren de verano cargados de
muchachas rubias y fecundas, las miraba muy serio, y
tímidamente les pedía el billete y se marchaba
rápido con un poco de amargor en el corazón. Había
intentado, a veces, la conversación, la conquista,
la seducción del ferroviario. Había sido imposible.
Y eso le enojaba. Le frustraba más, mucho más, que
los rechazos de Puri, su novia vallisoletana, a la
que veía imposible abordar en su castidad
integrista, con su moral depurada de breviario y
misa. Por eso cuando Joaquín veía a estas chicas
libres, desenvueltas, accesibles y al tiempo por
alguna razón prohibidas, se le quedaba un resquemor
de injusticia en los ojos.
Era entonces cuando él les daba puntapiés en las
ijadas para despertarlas sonriendo su aturdimiento
de madrugada mientras revolvían sus cosas para
encontrar el billete. Joaquín las miraba desde lo
alto, uniformado, serio, resentido. Les hablaba en
un castellano veloz, murmurante, incomprensible. Y
la extranjera le miraba estólidamente, borracha en
su ignorancia y sueño, sentada y boba. Era así como
a Joaquín le gustaba verlas. Indefensas y aturdidas.
Sus cuerpos parecían entonces más asequibles.
Sudados en el revuelto de ropas y plásticos se
desperezaban buscando un billete que nunca
encontraban. A menudo empezaban así un strip-tease
involuntario y sonámbulo a la búsqueda del billete,
busconas de su propio cuerpo por donde andaba la
bolsa mágica del dinero y la documentación. Sonreía
Joaquín al ver cómo se palpaban tratando de
encontrar la bolsa, metiendo la mano por entre los
pechos y llegándose incluso hasta el sexo, cosa que
le parecía una obsesión innecesaria.
Cuando al fin encontraban el billete, siempre había
un déficit de tarifa, una clase equivocada, un
itinerario confundido. Joaquín explicaba entonces,
serenamente, que debían regresar a Huelva y tomar el
tren de las 19.15 y no el las 22.30 horas como por
equivocación había sucedido. Era entonces cuando
Joaquín verdaderamente amaba a la niña. Con un
puchero en la boca, rogando dormir un poquito, se
incorporaba, cogía sus bultos e idiota se abandonaba
a la explicación absurda de Joaquín.
Frente a frente al revisor noctámbulo la muchacha
miraba con asombro. ¿Qué hacía ella en este tren
fantasma viajando en la noche hacia no sabía dónde?
Se sentía secuestrada, presa en un tren
penitenciario, hablando en la tiniebla con un hombre
que ni conocía ni comprendía y que le había
despertado para decirle que debía regresar a Huelva.
¿A Huelva otra vez? ¿Qué había en Huelva que
mereciese la pena volver? Quería parar el tren.
Bajarse de esta pesadilla y regresar a casa. En su
país, pensaba, no ocurrían cosas así. En su patria
no la despertaban en la madrugada, cuando su sueño
era mas fructífero, para decirle que debía regresar
a Huelva ni a ningún otro sitio. En su país viajaba
en avión, en coche, en bicicleta. Y cuando viajaba
en tren lo hacía sentada en mullidos asientos
reclinables. Viajaba de día, bebiendo el paisaje
nevado, forestal y limpio de su tierra. Tenía que
regresar a Huelva. Deshacer el camino. Deshacer un
poco de su vida, volver a una ciudad fea y húmeda,
con gente que la acosaba, machos que la miraban
lúbricamente, que incluso se atrevían a palpar su
culo cuando pasaban a su lado. ¡Jamás volvería a
Huelva! Pararía este tren estúpido que la conducía a
algún sitio que ella desconocía, buscaría el número
del consulado que tenía escondido en algún recoveco,
por entre algún pliegue de su corto vestido, y
pediría protección contra este abuso, una
reclamación por despertarla en la noche para pedirle
un billete y decirle que debía regresar a Huelva. ¡Oh,
tenía mucho sueño! Deliraba. Apoyada en la
ventanilla, mientras el paisaje pasaba veloz por su
espalda, miraba al revisor. Con los ojos entornados,
un poco hinchados, miraba al revisor que le hablaba
ahora despacio, dulcemente. ¿Por qué le cogía la
mano? Le hablaba susurrante al oído explicándole
itinerarios alternativos. Ella, sin embargo, tenía
sueño. No comprendía bien lo que decía este revisor
descarado que sostenía su mano acariciándola y
sonreía bobalicón mientras recitaba una letanía de
horarios y ciudades. Ella quería dormir, no quería,
en absoluto, regresar a Huelva, y quería, además,
que este desconocido soltase su mano.
Joaquín comprendía la dificultad de la empresa. Cómo
explicar a través de horarios y conexiones que
estaba enamorado de la chica. Cómo decirle en clave
de enlaces ferroviarios que sus ojos azules eran
puros y profundos, y que su cuerpo maduro y juvenil
le incitaba a abrazarlo y a besarlo durante el resto
de la noche.
Joaquín se sentía cansado y abandonaba pronto la
presa con una sonrisa de comprensión y hastío. Se
alejaba dejando a la nórdica en su confusión y
sueño, apoyada en la ventana y mirando al vacío,
igual que él estaba ahora apoyado en la puerta
corredera contemplando a esta nueva chica que dormía
en el suelo, envuelta en su leve vestido blanco.
Joaquín recordaba a su Puri. Puri era distinta.
Alegre también, pero distinta. Puri era una mujer
pasada por un sol abrasador, un bochorno de
tradiciones, un fuego de catolicismo. Eso, pensaba
Joaquín, la había agostado. La había enquistado en
unas maneras sacristanas y pulcras que Joaquín
odiaba, y él lo que precisamente amaba era la
suciedad de estas mujeres limpísimas, Sus ropas
sucias, su cabello sucio, sus manos sucias, y sin
embargo tan limpias.
Se preguntaba Joaquín cómo no olían estas mujeres
sucias. Recordaba a Puri, siempre limpia, oliendo a
afeites y colonias. Era un olor sucio de perfumes
baratos, de esencia de droguería. Joaquín amaba la
suciedad pulcra de estas mujeres rubias como de oro.
Pensaba Joaquín en el acicalamiento como aderezo de
la fealdad. Puri no era bella como estas muchachas y
es por eso que quería disimularlo con cosméticos y
perfumes. Obviamente empeoraba.
Pensaba Joaquín en cómo le gustaría emigrar con una
de estas doncellas a la libertad nórdica de un
paraíso de mujeres sucias. Abandonó Valladolid,
abandonó Puri buscando la libertad. Quería conocer
lugares y gentes diferentes cada día. Se ahogaba en
Valladolid y quería viajar. Conocer mundo. Había
entrado de revisor en RENFE.
Ahora viajaba cinco días a la semana y conocía
demasiada gente, multitud de viajeros. Era un
perpetuo trotamundos recorriendo caminos
alocadamente, hablando con multitudes desconocidas.
No eran éstas, sin embargo, las andanzas que había
imaginado. Las mujeres se le escapaban tras el
billete y las ciudades desaparecían sin apenas ser
vistas. Su tranquila casa de Valladolid se había
convertido en una plataforma rodante y veloz y él en
un transeúnte apresurado buscando billetes, en un
espía de mujeres fugaces.
Echaba de menos a Puri. Sus conversaciones eternas,
puntillosas, detallistas. Puri le ofrecía
Valladolid, hijos, tarde de sol y vacaciones en
familia. Puri era la quietud de la vida. Una vida
transcurrida en paz, en sábados de cine y domingos
de aperitivo y paseo. Puri era la tranquilidad de
una vida en el cobijo del hogar. Puri era, o sería,
la esposa, la madre, la niñera, la cocinera y muchas
cosas más. Puri era el sexo desconocido, el beso
ligero, el cuerpo huido.
Joaquín se imaginaba una vida vivida junto a Puri.
Se imaginaba una muerte lenta junto a Puri, una
arteriosclerosis de vida, una vejez prematura, un
ocio ocioso de domingo, un maquillaje de vejez aún
en juventud. Por eso Joaquín se marchó. Se marchó a
viajar a conocer gentes, a revisar billetes de tren.
Quería conocer muchachas que no fueran como Puri,
novia, esposa y madre. Una mujer como esta ninfa
dorada de vestido blanco. ¿Qué ofrecería esta mujer?
¿cómo serían sus besos? ¿cómo serían las tardes de
domingo junto a ella? ¿Habría, acaso, tardes de
domingo para esta mujer o sería su vida una vida
eterna sin días, sin domingos con misa, sin visitas
familiares, sin dulces de pastelería? Joaquín podía
difícilmente imaginar cómo sería la vida diaria de
estas chicas que parecían tan diferentes, tan
insólitas. ¿Cómo una mujer tendida en el suelo de un
ferrocarril mostrando su cuerpo casi desnudo, con
sus pechos grandes y fuertes adivinándose a través
del fino tejido de su vestido, sus muslos
descubiertos, largos, robustos, podría actuar como
Puri. Su vida habría de ser, por fuerza, diferente.
Más excitante, más verdad, más vida.
Joaquín perchado en la puerta corredera meditaba
estas cosas mientras el tren, tren de verano, seguía
con su marcha como siempre ciego, con sus paradas
constantes, ajeno a lo que bullía dentro, a la
diáspora nórdica y juvenil que cada verano lo
habitaba. Trenes de verano, trenes completos, trenes
dormitorio, como un coche-cama barato, popular y
rubio. Y la chica dormía en el suelo ajena a la
mirada lasciva de Joaquín, el cuerpo expuesto como
si pidiera de él una religiosa adoración nocturna.
El traje blanco y escaso era como una orla a su
desnudez, como un santo viril que guardara la
esencia de su hermosura. Dormida en la velocidad del
tren, en el calor de la noche, era una diosa Venus
excitando al pobre Joaquín. ¡Qué distinta de Puri!
Pensó él.
Amanecía, y el ferroviario se resistía a avanzar, a
pedir un billete a esta bella durmiente para
continuar con su viaje estúpido de días y
distancias, se resistía a abandonar a esta chica a
la que le gustaría poseer siquiera por un instante.
-Billete, por favor.
-Perdón.
-Su billete, necesito su billete.
-Oh sí, un momento.
-Gracias.
El día amanecía y la mujer rubia, descalza y sucia,
se despertaba en el frescor de la mañana. El campo
aparecía como siempre seco, desolado, llano, vacío.
El alba había enfriado ligeramente la atmósfera
tórrida del mes de julio y la muchacha se asomaba a
la ventana para respirar un poco. Para despabilarse.
Su cabello volaba en el viento. El tren parecía
querer despertarse también con la mañana y avanzar
más y más rápido, concluir con su tarea. Llegaría
pronto a su estación de destino para descargar el
público que llevaba dentro, a las ninfas rubias que
habían hecho noche en su seno y en sus entrañas le
habían fertilizado con su procacidad y belleza.
Ella, la última, con su traje blanco y cortísimo se
inclinaba sobre la ventana tomando todo el viento
fresco y silvestre que el tren a toda marcha le
ofrecía. Joaquín la miró por última vez, y continuó
recolectando billetes.