Nació en Ponferrada en 1952. Profesor de Secundaria, Licenciado en filología Hispánica, ejerció durante cinco años en la República Federal Alemana y explicó lengua española en la ciudad de Lindau. Antes de ganar el certamen de RENFE -y siempre como cultivador de la poesía y la narración corta-, Panero Martínez había obtenido, entre otros galardones literarios, el Encuentro de Poesía Leonesa (1978), el Ciudad de Ponferrada (1980), Premio Constitución (Elda, 1982), y el Premio Príncipe de Asturias, de la Comunidad Valenciana (1985). "Concibo la creación literaria -declara J.A. Panero- como un quehacer inútil que sostiene la vida. A ese quehacer dedico los escasos momentos que mis obligaciones me dejan".
***
Le faltaban dos dedos de la mano derecha, pero ni
el furibundo machete cayendo como un rayo negro
sobre las cañas ni las frágiles capaduras con que,
al atardecer, sentado en el barandal del cobertizo,
liaba los interminables vegueros, los echaban en
falta.
- ¿Cayetano? Sólo tiene tres dedos, pero le sobran
mañas y corazón y riñones -solía decir Martín, el
viejo encargado del bestiaje en el batey.
Posiblemente él no lo sabía, pero aquel temple de
hígados, aquella autoridad de la mandíbula, aquel
vigor de los delgados brazos, aquella verde
resolución de la mirada los había heredado Cayetano
Souzas de su padre, un hombre que recién llegado a
Cuba, sin un peso en el bolsillo, había cruzado a
pie los mancales abruptos del Oriente, los húmedos
bosques de ceibas y palmas barrigonas, las
desesperantes sabanas del interior, las ciénagas
infestadas de mosquitos de la península de Zapata,
toda la isla, con la idea fija de alcanzar las
plantaciones de azúcar y las vegas del norte; un
hombre que no había dudado en comer hojas de
vacabuey, como las bestias, ni en descabezar
chipojos y lagartos atigrados para sobrevivir,
cuando fue preciso. De su madre tenía Cayetano la
línea de la boca y el corazón soñoliento. De los
dos, del padre y de la madre, un neblinoso recuerdo
en la memoria y una herencia de orfandad prematura.
A los veintitrés años, Cayetano Souzas no había
comido nunca con cucharas de alpaca ni había leído
nunca un periódico ni había visto jamás un tren. Lo
de las cucharas de alpaca le traía sin cuidado,
aunque había oído decir que en algunos hoteles de
Güines las había: la tapioca y el congrí lo que
necesitaban era un buen fuego y no cucharas de
metal. Periódicos allí no llegaban y, además, aunque
hubiesen llegado, Cayetano habría necesitado días
enteros para leerlos: leía ayudándose del dedo medio
-más solo aún y más largo ante la ausencia de los
otros dos-, oscura y lenta lámpara que precedía al
hilvanado silabear de los labios. En cuanto al
tren..., bueno, el tren era una espina clavada en la
curiosidad silenciosa de Cayetano, pero ni siquiera
Martín lo sospechaba, a pesar de conocerlo mejor que
nadie.
Cayetano se interesaba apasionadamente por las
cosas, pero a su modo y, sobre todo, a su tiempo,
que rara vez coincidía con el del resto de la
peonada. No era exactamente lo que se dice un hombre
de acción. Dejaba que la vida se le echase encima
desnuda, en pelota viva, para bien o para mal, como
viniese, eso parecía darle lo mismo, pero él no iba
a buscarla. Desde su parsimonia sobrecogedora le
plantaba pecho al mundo con una dignidad y una
seriedad que asustaban.
Cayetano bebía la vida a grandes tragos
intermitentes.
Aquella mezcla de flema y vitalismo sacaba de sus
casillas a Martín, que aprovechaba cualquier ocasión
para echárselo en cara. El anciano hacía como que se
enfadaba con él, pero lo cierto era que lo amaba
como a un hijo.
- Muchacho, desde luego sales a tu padre, que en
gloria esté: para llegar aquí pateó durante semanas
enteras la isla de cabo a rabo y después se pasó el
resto de su vida sin alejarse más de una legua de
este barracón. De tal palo, tal astilla. ¡Habrase
visto...! Quién sabe ya los años que funciona la
línea de Bejucal a La Habana, la primera de los
ferrocarriles españoles, muchacho, la primera, que
es un orgullo, ¿o no?, y tú sin haber visto un tren
ni siquiera de lejos. A lo mejor el día que te dé
por arrancarte, agarras y no vuelves. ¡A saber qué
te bulle a ti en la sesera!
El ferrocarril llegaba ya hasta Camagüey y -según
decían- no tardarían mucho en prolongar la red hasta
Baracoa y Guantánamo, al final del mundo. Pero
Cayetano no lo había visto nunca.
Un viernes siete de noviembre, de forma inesperada,
Cayetano decidió sacarse la espina.
- Mañana me voy a verlo, Martín.
- ¿El qué? -preguntó el viejo.
- El tren.
- Ah... Haz lo que quieras, muchacho -contestó
Martín, poco convencido de que aquello fuese una
decisión.
El apeadero de Sagüitas, el más próximo al batey,
estaba a ocho horas a buen paso. Había que caminar
toda la noche si se quería estar allí cuando el tren
llegase. De nada servían las caballerías, porque en
Sagüitas no había lugar donde recogerlas. No
quedaban más vainas que hacer piernas. Por no haber
no había ni una triste posada donde calentar el
estómago con un plato de frijoles ni un solo
camastro donde caerse muerto. Existió, en tiempos,
una hospedería, la de don José, el Canario, que
acogía a los que venían de lejos para tomar el tren,
pero una esquirla de guayaco lo había dejado medio
ciego y, de la noche a la mañana, don José echó
candado al negocio y no quiso saber más de
hospedajes.
El tren que paraba en Sagüitas y que cubría la línea
Cienfuegos-La Habana, por Güines y Buracanao, hacía
el recorrido de ida y vuelta. En el apeadero de
Sagüitas se detenía diez minutos en el viaje de ida,
de las 6,20 a las 6,30, y otros diez al regreso, ya
de tarde, de las 22,10 a las 22,20. Eso decía por lo
menos, escrito con tiza, en una pizarra colgada de
la pared. En realidad, aquel alarde de precisión
horaria no pretendía ser tomado al pie de la letra,
y todos lo entendían naturalmente así. Se trataba
más que nada de una nota elegante, un gesto refinado
y voluntarioso del ferrocarril, aquel invento
extraordinario que había empezado a cambiar la forma
de ver el mundo. A veces, la locomotora tenía que
cargar agua en el depósito o eran muchas las balas
de hoja en crudo, destinadas a los secaderos de
Buracanao, que esperaban apiladas en el andén o el
fogonero bajaba a estirar las piernas, y entonces la
hora de salida se hacía absolutamente imprevisible.
Y otro tanto ocurría con la llegada. De todos modos,
tampoco eran muchos los que podían consultar un
reloj, así es que nadie se preocupaba demasiado.
Salir el tren salía, y eso era lo importante.
- De mañana no pasa, Martín.
El anciano comprendió que Cayetano hablaba en serio.
- Está bien, muchacho. El camino es largo, pero no
tienes pérdida. Sigue la linde de los tabacales
hasta Santa Lucía, cruza el río. y continúa después
por la margen izquierda hasta que encuentres los
postes del telégrafo. Te llevará varias horas.
Después es fácil: sigue simplemente el tendido y
llegarás a Sagüitas. El apeadero se ve ya desde
allí.
La noche del viernes cayó sobre el batey como la
sombra de un guácharo gigante, verdirroja y
compacta. Los últimos guajiros fueron abandonando
poco a poco el ingenio y se retiraron a descansar.
Los trapiches dejaron de dar vueltas. Cesaron de
humear las calderas. El tráfago de los almacenes se
fue amortiguando en la almohadilla de las sombras
hasta extinguirse del todo. De los ventanos de las
casas salía una luz lechosa de candil irreal. Como
una mujer inaprensible, la noche distribuía olores
con su guante negro como si fueran gemas o regalos:
olor dulzón a bagazo esparcido por el suelo, olor a
papas con tomate y a maíz recocho, olor a hombres
cansados que se quitan el saco de un golpe y se
quedan como idos frente a las llamas del hogar.
Cayetano abrió el cajón central del aparador, donde
guardaba la ropa, y extrajo una frazada de borra y
la camisa sin cuello de los domingos únicos.
Dobladas, como estaban, las dejó sobre la silla de
enea y se quedó mirándolas. Después corrió el
armario hacia el catre, levantó una tabla del
entarimado, sacó unos pesos y los contó. Dejó la
plata encima de la mesa, volvió a colocar el armario
en su sitio y se tendió en el jergón de panojas, de
cara al techo.
Aún había luces en algunas casas cuando Cayetano
abandonó el barracón. La época de lluvias había
concluido ya, pero la tierra estaba vaporosa y
fresca y se caminaba bien. Al pasar junto a los
tabacales que señalaban los límites de la
explotación, se volvió para mirar atrás, pero las
viviendas del batey habían sido devoradas por un
incendio verde y resultaba imposible distinguirlas
en la oscuridad. Cayetano se arrebujó en la frazada
y aligeró el paso.
Amanecía cuando llegó al apeadero. Notaba los pies
cocidos dentro de las botas, pero no se detuvo.
El apeadero era un edificio enjalbegado y con
techumbre de latón, de dos habitaciones, una grande
y otra chica. No se veía un alma en el andén. En la
sala grande había un banco de peralejo y en el banco
un hombre de color que dormía con la cara metida
entre las piernas. En la pared frente al banco había
una pizarra donde podía leerse: <<SAGÜITAS>>, y más
abajo,
HORARIO
Servicio matutino (CIENFUEGOS-LA HABANA)
Llegada a las 6,20 a.m.
Salida a las 6,30 a.m.
Servicio vespertino (LA HABANA-CIENFUEGOS)
Llegada a las 22,10 p.m.
Salida a las 22,20 p.m.
La caligrafía era hermosa y cuidada, aunque la
humedad, o tal vez el tiempo, había descolorido la
tiza, como cuando se escribe en la niebla. De
primeras Cayetano no entendió lo de matutino y
vespertino, pero dedujo de qué se trataba. Lo que le
resultó absolutamente imposible de comprender, por
más vueltas que le dio, fue lo de a.m. y p.m. Al
final, decidió no pensar más en ello.
La habitación más pequeña estaba separada de la
grande por una especie de barra ancha, de madera,
sobre la que se alzaba una divisoria de cristal
acanalado, con una abertura baja y abovedada en el
centro, que tenía una puertecilla también de vidrio.
Aquella habitación era a la vez despacho de
billetes, oficina de facturación de mercancías y
depósito postal.
Detrás de la ventanilla, un hombre de bigotes
engomados, perfectamente rectilíneos en el corte, y
ojeras como higos, escribía en una libreta con una
pluma agudísima insertada en un mango de hueso.
Cargaba la pluma meticulosamente en un tintero de
porcelana y, al escribir, se tocaba el bigote con la
puntita de la lengua.
Cayetano se acercó a la barra, sin atreverse a
apoyar los codos.
- Buenos días... Por favor, ¿cuánto cuesta un
billete? -preguntó.
El empleado dejó de escribir, levantó la cabeza y
sonrió. Tenía una sonrisa como una fiesta, aunque
sus dientes aparecían llenos de tártaro.
- Buenos días. ¿A dónde, amigo?
- Para el tren.
El empleado volvió a sonreír como un hermano.
- Está claro, amigo, pero no todos los billetes
cuestan igual. Depende de adónde vaya usted. Es la
primera vez, ¿verdad?
- Sí, señor... Vengo de Santa Lucía, bueno, de
cerca, si sabe usted dónde cae... -dijo Cayetano.
- No, pero supongo que lejos. Llevo poco tiempo
aquí. ¿Va usted a Güines?
- No, señor, sólo quiero subir al tren y andar un
poco. Después me regreso. Me han dicho que hay otras
estación cerca de aquí...
- Sí, Zascamorros, está a dos horas de viaje; pero
tendrá que esperar allí hasta la noche para
regresar. No pasan más trenes que se detengan aquí,
sólo el mixto a Cienfuegos, lo siento -dijo el
empleado como disculpándose.
- Lo sé, no importa, aguardaré en el pueblo
-respondió Cayetano.
El andén, de tierra batida, estaba cubierto de
restos de hoja para tripas pegados al suelo y que
formaban ya una sola materia con la tierra. Dentro
del bolsillo del saco, Cayetano daba vueltas al
billete. De vez en cuando lo sacaba y lo leía en voz
baja, apuntalando siempre la lectura con el dedo: <<SAGÜITAS-ZASCAMORROS/ZASCAMORROS-SAGÜITAS.
Pesos 2,25 - 8 NOV.1874>>; después lo volvía a
guardar.
Cayetano observaba la vía. Las traviesas de
quiebrahacha, rojas, incorruptibles, durísimas,
tenían, a la luz adormilada del amanecer, el color
del vino y brillaban como si las hubiesen untado con
grasa de caballo. Húmedos todavía, los raíles
estiraban sus brazos en un gesto infinito de
desperezo. ‘Cómo hará para parar’ -pensó.
Una bandada de camaos cruzó, volando, la vía, por
encima del apeadero. En un tiempo sin tiempo, el sol
fue tomando tintes de naranja en camisa. De pronto,
el aire se electrizó de una magia azul
Cayetano Souzas no había escuchado en su vida un
silbido semejante. El corazón se le subió a la
garganta. Los raíles transmitieron un fragoroso
telegrama de hierro y poderío, de inmediata
presencia. Y entonces apareció el tren: casi
adivinado al principio, lejano al principio, el
tren, pero fue creciendo, se acercaba cada vez más,
el tren crecía, cada vez más real, cada vez más
tren, el tren, el tren, el tren que hacía temblar la
tierra como un terremoto en miniatura fue creciendo,
creciendo, agigantándose, el tren, el tren, hasta
que se hizo grande, negro, arrollador, envuelto en
humo, con su ojo ciclópeo que miraba complacido el
jubiloso asombro en los ojos de Cayetano Souzas.
Chirriaron las ruedas, una república entera de
caballos resopló por las válvulas, las bielas fueron
perdiendo aquel galopar frenético y al final,
jadeante, la locomotora se detuvo.
Los últimos vagones eran de mercancías y sólo los
dos junto a la máquina estaban destinados a
pasajeros. Se abrió la puerta de un vagón y un
fraile descalzo y una mujer con un niño se apearon.
El hombre de color que dormía junto al banco
apareció en el andén y, de un salto, subió a la
plataforma del primer vagón. Cayetano lo siguió.
El tirón de la locomotora al arrancar se propagó por
los vagones con un ruido seco. Cayetano notó como si
una mano invisible lo levantase del asiento, para
volverlo a sentar inmediatamente con violencia. El
tren se movía. El mundo empezó a desfilar ante los
ojos de Cayetano como si lo viese por primera vez,
de una manera nueva, como en las imágenes de un
sueño vertiginoso.
La estación de Zascamorros era una estación en toda
regla. Junto a la puerta de entrada, pendiente de un
alero, había una campanilla con una larga cadena
enganchada a un badajo, y encima de la puerta un
reloj monumental de dos esferas con grandes números
en rojo. Achicharrados por el vapor, ennegrecidos,
brotes de yerbabruja crecían a ambos lados de la
vía, en los fosos de los apartaderos. Cuarenta o
cincuenta pasos más allá, casi oculto por el
follaje, mimetizado, había un retrete hecho de
tablones, pintado de verde. Zascamorros daba la
espalda a interminables plantaciones de banano que
se prolongaban por un lado hasta los aledaños de la
estación y por el otro hasta donde alcanzaba la
vista.
Cayetano deambuló por el pueblo todo el día.
Al atardecer, cuando aún faltaban un par de horas
para el tren de regreso, entró en un local donde
servían comidas. Había estado ya antes allí, durante
el almuerzo, y el sitio le gustaba. El local tenía
unas cuantas mesas con muchas sillas, distribuidas a
capricho, que ocupaban casi todo el espacio
disponible. Las paredes interiores estaban decoradas
con cañas secas cortadas por la mitad, unidas entre
sí con soguillas de majagua. En un rincón, atada al
techo, había una jaula de güin con una guacamayo
enorme que parecía sumido en meditación
trascendental. Casi todas las sillas estaban
ocupadas por guajiros y hombres de color que
hablaban a voces. El humo de los cigarros y un
penetrante olor a ron se disputaban el aire.
Pidió un plato de arroz y un cuenco de frangollo.
Frente a él, en otra mesa, un viejecillo sin dientes
sorbía a chupetones cayajabo de una calabaza.
Apretaba la bombilla con los labios y, al hacerlo,
la boca se le llenaba de arrugas y ruidos.
Todo ocurrió muy deprisa.
Una joven mulata entró corriendo al local, dando
trompicones, como si la persiguiesen los perros.
- ¡Favor, favor! -gritó- ¡Ayúdenme, por piedad!
Todos se volvieron para mirarla, pero nadie se
levantó. La muchacha fue a refugiarse detrás de una
mesa vacía. Las voces cesaron. Un hombre apareció de
pronto en el umbral. Vestía traje blanco de lino y
sombrero de jipijapa. En las manos sostenía un fino
bastón de maboa con el pomo de marfil. El hombre
lanzó un reto con la mirad por encima del humo.
Algunos bajaron la cabeza. Después se dirigió a la
mujer, sin moverse de donde estaba.
- Ven acá, perra -dijo, sin apenas levantar la voz-.
No quiero organizar un escándalo.
- ¡Ni muerta! -contestó la muchacha, y escupió hacia
un lado.
El hombre del traje blanco avanzó hacia ella. La
mulata retrocedió aún más, hasta quedar con la
espalda pegada a las cañas de la pared.
- ¡Favor, piedad, por la Virgen Santísima! -volvió a
gritar. Miraba como enloquecida a todas partes, en
espera de auxilio. Nadie se movió.
El hombre del traje y del sombrero estaba a un metro
de la muchacha.
Alarmado por el repentino silencio, el guacamayo
regresó de su éxtasis y se agitó en la jaula.
- Un trato es un trato, zorra -dijo el del traje con
el mismo tono tranquilo-. Y tu padre hizo un trato y
tiene que pagar, te guste a ti o no -añadió mientras
restregaba el bastón por entre sus muslos,
hundiéndole el vestido.
- Se acabaron los hombres... -masculló el viejo que
sorbía cayajabo, sin voltearse.
La muchacha se cubrió el rostro con las manos,
impotente.
Hay cosas que un hombre tiene que hacer.
Todo ocurrió muy deprisa.
El hombre del traje blanco se volvió al escuchar el
estrépito producido por la mesa y las sillas al caer
al suelo. El plato de arroz salió por los aires, y
una lluvia de pringosas medallas fue a prenderse de
las inmaculadas solapas de su traje blanco. Sólo
tuvo tiempo de ver a un desconocido que, con la mano
en alto, una mano de tres dedos, saltaba hacia él
como un puma: sintió un zarpazo en la sien y un
regusto a salmuera en la boca. Después, una noche de
plomo interminable se le enroscó en los párpados y
cayó al suelo pesadamente, como una piedra.
El anciano que había hablado antes se acercó,
arrastrando los pies, hasta Cayetano a apoyó su mano
temblona en la mejilla del joven.
- Hijo, así guantean los hombres a los cerdos. Que
Dios te bendiga. Pero sigue mi consejo y no te dejes
ver más por aquí -le dijo.
Huir, huir, huir. La noche se desprendió del cielo
como una losa súbita. Cayetano Souzas corría por la
plantación de bananos que bordeaba el pueblo. Las
grandes hojas le azotaban la cara y se le clavaban
como navajas barberas en la piel. El tren, el tren,
el tren. La muchacha mulata había salido tras él e
intentaba darle alcance.
- ¡Aguarde, señor, lléveme con usted! ¡Mi padre me
matará si me encuentra! -gritaba entre sollozos, sin
dejar de correr.
Se había hecho de noche de repente. Cayetano
avanzaba a ciegas, guiado sólo por el perfil
débilmente iluminado de la estación, al fondo. Huir,
el tren, huir, huir, el tren. A hurtadillas, logró
llegar hasta la parte de atrás del excusado. Se dejó
caer al suelo, oculto entre el follaje. El gran
reloj de números rojos señalaba las ocho menos
cuarto. Cayetano inspiró profundamente para tomar
aliento. Quedó allí, agazapado, esperando. <<Antes
de media hora estará aquí>> -calculó. De pronto oyó
rumor de hojas a su espalda. Se volteó. La mulata
surgió de la espesura y se tumbó, agotada, junto a
él. Cayetano notó una redonda tibieza en el costado,
más suave que la pulpa de zapote, y un dulcísimo
calor animal, como de melaza hirviendo. La muchacha
respiraba con dificultad. Cayetano estuvo a punto de
decir algo, pero se calló. Con dientes silenciosos
masticaron los dos un largo silencio.
- ¡Por su santa madre, señor, déjeme ir con usted!
¡Sáqueme de este infierno! -balbuceó ella al fin.
Cayetano Souzas la miró con ternura. Ahora la veía
por primera vez. Era hermosa como un felino
acorralado, como una pantera sudorosa, con dos
grandes ojos de café inocente.
- ¿Cómo se llama usted? -le preguntó.
- Eleonor Hernández, señor, pero me dicen Eleonor
Mermelada -respondió ella.
- Bonito -dijo Cayetano, y sonrió-. ¿De verdad se
quiere venir conmigo? Usted no me conoce, no sabe
adónde voy...
- Lo conozco, señor, y no me importa a dónde vaya.
Lléveme con usted... -dijo ella.
Ambos callaron de nuevo. Cayetano separó
cautelosamente los yerbajos que tenía delante, para
ver mejor.
- Dentro de unos minutos entrará en la estación el
mixto para Cienfuegos. Cuando el tren se ponga otra
vez en marcha, saldremos de aquí. Corra y lo para
hasta alcanzarlo -dijo él al cabo de un rato.
- Gracias, señor.
La aguja grande del reloj se desplazaba a saltitos,
tac, uno cada minuto. Cada minuto una eternidad.
Cayetano sentía la respiración de Eleonor en el
cuello. Al fin, el suelo empezó a vibrar bajo sus
cuerpos tendidos en la tierra, sordamente,
roncamente, cada vez con más fuerza. El tren entró
en la estación. Vieron que se apeaba alguna gente,
pero no vieron subir a nadie. Aguardaron. Luego, la
locomotora silbó y, de un soberbio tirón, arrastró
tras ella a los vagones. El mixto para Cienfuegos se
iba.
-¡Ahora! -dijo Cayetano.
Corrían por la vereda que conducía al andén,
desenfrenadamente, desesperadamente, como locos. El
tren-futuro, el tren-libertad, el tren-sueño, e-l t-
-r -e -n el- t-r-en el tren eltreneltreneltren
empezaba a tomar velocidad de nube rápida o de
paloma lenta, v--e--l--o--c--i--d--a--d
v-e-l-o-c-i-d-a-d velocidad
velocidadvelocidadvelocidad, pero aun no la bastante
como para convertirse en el trenimposibledelamuerte.
Eleonor fue la primera en advertirlo. De las sombras
surgió el hombre del traje blanco y, detrás de él,
otros tres armados con machetes. La muchacha se
detuvo en seco, aterrorizada.
-¡Corra, por Dios! -gritó Cayetano, mientras se
abalanzaba contra el primero que les cerraba el
paso. Eleonor no se movió.
El machete le cercenó las vísceras de un tajo.
Cayetano Souzas vio de pronto a su padre llorando
por él cuando a los cuatro años las ruedas del
trapiche le habían aplastado los dos dedos de la
mano derecha, vio a su padre deshaciendo a hachazos
el molino, oyó a su madre que le cantaba al oído una
canción perdida, del otro lado del mar, saboreó el
café que el viejo Martín preparaba desde hacía
siglos en el batey, olió la piel azucarada, como de
pulpa de zapote, de Eleonor Mermelada, toco la
muerte horizontal y grande que le entraba a raudales
por el vientre.
El farolillo del furgón de cola del mixto a
Cienfuegos era un punto en el túnel de la noche.
A Eleonor Mermelada no le importaba ya haberlo
perdido.