Madrileña, madre de familia y sobrina de Ramón Gómez de la Serna ha seguido con éxito el camino literario trazado por su tío. Aparte del Premio "Antonio Machado" obtuvo galardones como el "Familia Española" o el "Eugenio d'Ors" además de colaborar con frecuencia en revistas y diarios así como en televisión, lo que convierte a la literatura en su segunda ocupación.
***
Vivíamos muy cerca de la calle de Alcalá. Desde
la terraza se divisaba un semáforo, parte de las
rayas amarillas del paso de peatones y, entre los
tejados de las casas de enfrente, la copa de un par
de árboles del Retiro. Ante el disco rojo se
detuvieron los coches y cruzó la gente que esperaba
en el bordillo de la acera. Entre aquella gente
descubrimos a mi padre.
-¡Mira, allí viene papá! Y trae un libro bajo el
brazo. Eso es que le han pagado. ¡Le han pagado! ¡Le
han pagado! ¡Le han pagado...!
-No es un libro, es la Guía de Ferrocarriles.
Las palabras de mi hermano me dejaron muda y sin
ilusión. A pesar de todo deseaba dudar para mantener
una oscura esperanza.
-No te hagas ilusiones. Ayer dijo a mamá: "Si no me
pagan, que es lo más probable, compraré la Guía de
Ferrocarriles". O sea, que de mar, nada.
Pero cuando sonó el timbre y corrimos para abrirle
la puerta y mis ojos se clavaron en el libro que
traía en la mano, estaba cuidadosamente envuelto en
un papel blanco y sin letra alguna. Imposible
sospechar nada, ni siquiera lo peor.
-¿Cuándo nos vamos a ir, papá?
-Ya veremos. Tal vez la próxima semana.
-¿Pero este año iremos de verdad?
-Pues claro que iremos de verdad. Como hemos ido
siempre, hija mía.
Éramos cinco hermanos: tres chicas y dos chicos. El
mayor tenía catorce años y la menor siete. Nacimos
los cinco en Madrid y nunca salimos de nuestro
pueblo. Sin embargo, veraneábamos en Salinas.
Agonizaba el mes de Julio con un sol fuerte que
ponía al rojo vivo el suelo y la barandilla de la
terraza, y en el asfalto reblandecido de la calle
quedaban impresos los rombos de la suela de mis
sandalias. Nuestros vecinos comenzaron a marcharse:
unos a la sierra y otros al mar. Y nosotros
seguíamos esperando, mientras mirábamos con recelo a
la Guía de Ferrocarriles que mi padre había colocado
sobre la mesa del despacho. Su presencia era una
constante amenaza; nos miraba como un espía burlón
que lo supiera todo.
Pegados a la puerta de la habitación de mis padres,
pudimos escuchar la sentencia definitiva,
inapelable.
-Hasta que no esté el libro a la venta, no me pagan.
-Los chicos estaban tan ilusionados...
-Y yo también -agregó mi padre lleno de tristeza-.
-Bueno, no te preocupes. Empezaremos a dormir en la
terraza.
Aquella tarde sacamos la cama de mis padres a la
terraza y colocamos junto a ella la lámpara de
cordón largo, que alcanzaba a enchufarse en el
comedor, bajo la reproducción del cuadro de Gisbert,
en el que Torrijos y sus compañeros están a punto de
ser fusilados al borde del mar. Pusimos también
nuestros colchones sobre las baldosas rojas que
estaban todavía calientes.
No sé por qué era maravilloso dormir en la terraza.
No sé por qué todas las estrellas del cielo de
Madrid se apiñaban sobre nosotros.
Nos echamos en los colchones y mis padres se
sentaron en la cama: iba a empezar el ritual con
toda solemnidad. Mi padre, como único oficiante,
encendió la lámpara, se caló las gafas y abrió la
Guía de Ferrocarriles con ademanes de sacerdote en
Misa cantada.
-Este año sí que va de veras. Dentro de quince días
nos metemos en el tren y...
Con la vista fija en la Guía de Ferrocarriles,
empezó mi padre a describirnos detalladamente el
viaje. Él conocía bien el camino de Madrid a
Salinas. Hace años, cuando era niño, iba allí todos
los veranos. Era para él Salinas un lugar
extraordinario, donde el mar era más bello que en
ninguna otra parte del mundo. Desde luego no
necesitaba para nada la Guía de Ferrocarriles; era
simplemente un adorno, un requisito para dar más
realismo a la ilusión.
-Llegamos a la Estación del Norte a las once y
cuarto en punto, un cuarto de hora antes de la
salida para que luego no haya apuros. Subimos las
maletas por la ventanilla y nos acomodamos todos en
el mismo departamento. Queda una plaza libre. Pero
tenemos la suerte de que la ocupa un cura, que se
pasa todo el viaje leyendo su breviario y no
interrumpe para nada nuestra intimidad. En el reloj
grande que hay en la cristalera del andén se van
colocando las manillas en posición. Ya son las once
y media en punto: silba la máquina, se mueven y
crujen los vagones... Vamos saliendo del gran hangar
a la luz de la noche. Más deprisa, más deprisa, más
deprisa... El pequeño Manzanares, la Casa de Campo,
Las Rozas, Las Matas, Villalba, El Escorial... Ya
estamos al otro lado de la sierra, enfilando hacia
el castillo de Arévalo.
Pasamos muy deprisa por las estaciones de la sierra,
porque para mi padre tienen poco interés. Se hace
más lento el viaje por las eras y los castillos de
Castilla. Las parvas doradas y los castillos
rojizos. El sol define las siluetas y los raíles
brillan con rectitud de infinito. La copa redonda de
un pino en la lejanía amarilla es como un hongo
humilde.
-El mar también es así de llano, de ancho, de largo,
de grande... Y cuando el viento agita la mies,
surgen olas sobre las espigas.
¡Qué calor hace en la estación de Venta de Baños!
Aquí se detiene el tren bastante y nos da tiempo a
pasear por el andén. Silencio de siesta matizado por
las chicharras y la respiración asmática de la
locomotora. En el muelle, trillos con el vientre
repleto de pedernales y máquinas aventadoras con su
joroba roja.
Me distraje; perdí las palabras de mi padre y estuve
mirando un buen rato nuestros colchones y las
baldosas tibias de la terraza, las chimeneas de las
casas de enfrente y la lámpara que proyectaba su luz
sobre la Guía de Ferrocarriles. Escuché el sonido
desigual e intermitente de los coches que pasaban
por la calle de Alcalá. No hay duda, me había
quedado sola en la estación de Venta de baños. Debí
permanecer allí varias horas sin darme cuenta,
porque cuando volví a oír de nuevo a mi padre el
paisaje había cambiado y ya no hacía tanto calor. No
era llano, sino montaña; no era amarillo, sino
verde.
Sí, caminábamos por Asturias. Hórreos y campanarios
destacando sobre los prados, minúsculas carretas de
bueyes por campos de maíz, cielo nublado y túneles
en el Puerto de Pajares. Los túneles nos dejan a
oscuras y el cura, que no deja de leer su breviario,
nos pide permiso para encender la luz. Y puerto
abajo nos deslizamos a gran velocidad.
-Ya nos quedan pocos kilómetros. Antes de las ocho
estaremos en Avilés. Un buen viaje; sin ningún
retraso.
La locomotora va frenando con martilleo de topes y
raíles. Pasamos ante la caseta del guardagujas y el
hombre nos saluda con su banderín. Por último, el
andén de Avilés.
-¡Pronto, las maletas! Hay que darse mucha prisa,
que el tren para poco tiempo.
Nos despedimos del cura, que responde con cortesía
pero sin levantar los ojos del breviario.
-¿Hasta dónde irá este hombre? Me quedo con la
curiosidad de saberlo. Seguramente será párroco de
alguna aldea de la costa.
Nos repartimos el equipaje. Menos mi madre, todos
llevamos alguna maleta, maletín o paquete.
-En cierto modo es una suerte que seamos tantos, así
nos ahorramos el mozo.
Recorremos unas cuantas calles de Avilés y tomamos
un tranvía antiguo y renqueante, pintado de amarillo
chillón. Despacito. Entre vaivenes y chirridos,
llegamos a Salinas cuando empieza a oscurecer. Mi
padre no quiere que veamos nada aquella tarde y nos
mete en el hotel. Pequeño, segunda categoría,
manteles de hule y bodegones por las paredes con
mucha perdiz muerta. Mis dos hermanas y yo ocupamos
una habitación de dos camas. Yo comparto la mía con
mi hermana pequeña, mientras mi padre nos da las
últimas instrucciones.
-Ahora a dormir. Quiero que mañana estéis frescas y
despejadas para poder ver bien el mar. Porque si no
se ve bien la primera vez, ya nunca en la vida se
pueden entender sus secretos.
Con el sol del día siguiente llegó el momento. Mi
padre nos ató un pañuelo a la cara para taparnos los
ojos y, ya en la playa, nos descalzó. Sentimos en
los pies las cosquillas de la arena seca. Luego, la
arena estaba húmeda y fresca. Llegó por fin la
primera ola hasta nosotros y un ruido grande y
armonioso nos envolvió. Todos los instrumentos de la
orquesta atacaban aquel fuerte acorde que retornaba
al silencio para volver a empezar una y otra vez.
Y mi padre nos ordenó por edades formando fila
frente al mar. Me imaginé como Torrijos y sus
compañeros a punto de ser fusilados en el cuadro de
Gisbert.
-Ahora os iré quitando el pañuelo uno a uno.
-¿De qué color es? -preguntó mi hermana-.
-La gente dice que es azul. Pero tú lo verás de
muchos colores. Bueno, preparaos que voy a empezar.
Subió de pronto el enorme acorde y la espuma nos
llegó hasta la rodilla para durar un par de segundos
el cosquilleo de burbujas que estallaban sobre
nuestra piel. Otra vez el misterioso acorde, que
semejaba el ruido del viento arrastrando hojas por
entre los árboles del Retiro.
Me desperté y vi que todos dormían. La lámpara
estaba apagada y la Guía de Ferrocarriles sobre las
baldosas, ya frescas. Cinco colchones y una cama a
la luz de la luna. Todas las estrellas de Madrid
sobre nosotros. El ruido lejano de un coche se fue
acercando por la calle de Alcalá. Se asemejaba al
majestuoso acorde del mar y me adormilé pensando en
ello. Poco a poco fui sintiendo que era igual; que
era un ruido armonioso que llegaba desde muy lejos y
que arrastraba la frescura de los árboles del
Retiro. Sí, ya sentía de nuevo estallar las burbujas
en mis pies.
-Ahora te toca a ti -dijo mi padre-.
Y me quitó el pañuelo, dejándome los ojos libres.