Prestigioso ensayista, novelista y sobre todo cuentista, nació en Tomelloso (Ciudad Real) en 1919. Fue galardonado con el Premio de la Crítica, el Nadal o el Hucha de Oro, y obras suyas como "Historias de Plinio", "Cuentos republicanos", "Las hemanas coloradas" o "Los Liberales" están en lugar preferente de la historia de la literatura española.
***
No sé bien si este primer escalofrío de mi vida
lo he sentido al bajar el cristal de la ventanilla
para que saliera el humo del cigarro, o un momento
antes, y que vi entre nubes, cuando el revisor abrió
la puerta para contar los asientos libres. Lo cierto
es que al sentirlo, me he arrebujado tan
apretadamente entre los brazos de mamá, que ella, un
poco sorprendida, me ha mirado con esos ojos claros
que pone tan dulzones cuando los fija en mi cara. Y
la que también me ha quedado bien grabada desde que
empezó mi vieja, es la figura de papá. Durante
muchas horas lee el periódico al compás del
traqueteo del tren, y de vez en cuando nos echa una
mirada pensativa o reída, según vayan las cosas...
Estoy seguro que la abuela ya no estaba en el tren
cuando yo subí, y que la estampa que de ella tengo,
con el pelo canoso y los ojos un poco bizcos, me la
fijó mamá durante el viaje con sus muchas palabras
memoriosas.
Como hemos pasado sin parar ante muchas estaciones
durante estas primeras horas, todavía no he visto
viajeros ni jefes de estación. Sólo relojes y
campanas verdes que se quedan atrás rapidísimamente.
A los revisores que se turnan sólo les veo la cara
medio oculta por la visera de la gorra y la
inclinación de la cabeza al mirar con mucha fijeza
el billete amarillo, pero sin sonrisa, y claro, sin
reparar en mí... Sólo esta tarde, uno muy alto y con
bigote, al ver a mamá tan caída por los ataques que
ahora le dan al corazón, alzó los ojos hasta ella,
luego hacia mí, que iba a su lado con mis pantalones
cortos, y seguro que con la cara muy triste; y al
final hacia papá, que seguía leyendo el periódico,
al parecer impasible, aunque cada poco echaba reojos
a mamá tras las gafas pequeñas que ahora lleva...
Sin embargo, el revisor no se ha fijado en mi
hermano segundo, que echado en el asiento vacío y
cubierto con una manta, dormía entre su pelo rubio y
las manos que tenía juntas bajo la cara... Y que a
mí, aunque no se parecían gran cosa, siempre que lo
veo dormido, me recuerda al otro hermano, al
tercero, que nació aquel día que descarriló el tren;
que siempre estuvo tan malo de la tripa, y que al
poco tiempo, con el culete amarillo y llorando en
voz muy baja, murió entre los bazos de mamá, pegado
a la ventanilla.
En algunas paradas del tren, ante estaciones o
apeaderos, más que los relojes, campanas, silbatos y
maletas, me llama la atención, cuando bastante
apartado de la vía, hay un cementerio, con el
plumaje oscuro de los cipreses cabeceando sobre las
tapias enjalbegadas... De las estaciones donde hemos
parado últimamente, la mejor ha sido, aunque no
había cementerio, la de aquel pueblo tan grande,
cuyos andenes estaban repletos de hombres y mujeres
con banderas tricolores, la Banda Municipal tocando
el Himno de Riego, y aquella chica con el vestido
blanco muy largo, el gorro frigio y una bandera en
la mano, que gritaba vivas delante de los viajeros.
Pues resulta que aguardaban a un paisano,
republicano famoso, que se bajó de nuestro tren, y
después de repartir muchos abrazos, empezó a hablar
en público cuando ya arrancábamos. Papá, como está
tan contento con la República, lo miró todo con los
ojos muy gustosos, y estuvo un buen rato sin leer el
periódico... Cuando ya íbamos otra vez sobre la
llanura reseca y de pedrizas, estuve seguro de que a
papá le hubiera gustado tener a mano el aparatillo
de radio con el altavoz negro, no para oír lo que a
mí me gustaba: "Ante Segarra todo el mundo callao.
Gran Vía, esquina Callao" o aquel otro de:
"Almacenes San Mateo, si no lo veo no lo creo", y sí
el discurso de don Niceto Alcalá Zamora, dicho en un
cordobés sonorísimo, para cantar las excelencias de
la República.
Al caer la noche, después de tomar un bocado,
apagamos la luz y bajamos las cortinas de la puerta
y de las ventanillas que daban al pasillo, porque
mamá estaba muy fatigada a causa de otro ataque de
su enfermedad... Un momento antes se tomó la
pastilla para el sueño, y con la mano de mi hermano
entre las suyas, ha doblado ha doblado la cabeza
sobre el ángulo del respaldo del asiento. Papá
también se ha recostado, y en seguida ha empezado
con sus ronquidos, que son muy asustadores, porque
cuando menos lo esperas, suelta un ruido muy bronco
y dolorido, como si se estuviera ahogando, hasta que
vuelve a quedarse callado y con la cabeza clavada
sobre el pecho... Voy sentado junto a María José, la
criada que nos llegó después de la feria, y
haciéndome el distraído le he puesto la cabeza sobre
el hombro, a ver qué hace, pues no me atrevo a
atacarla abiertamente aunque ya llevo pantalones
largos, y menos a besarla. Porque aunque voy mucho
al cine, de verdad de verdad, no sé muy bien cómo se
besa a una mujer... De modo que me aprieto a ella lo
más que puedo, y de vez en cuando suspiro muy fuerte
junto a su cuello, pero sin más... Y se ve que no le
enfada lo que hago, porque acaba de rozarme con su
cara la cabeza. Así pasamos unos kilómetros. Ella
-luego lo comprendí- pensaba que así me animaría
para seguir... pero como continuaba sin atreverme,
suavemente, rozándome la mejilla y las narices, ha
bajado su boca hasta la mía -y algo que yo no
esperaba- ha empezado a pasarme la lengua sobre los
labios, como si los tuviese dulces... Por fin, me he
animado, yo le hago lo mismo, y así llevamos muy
buen rato, hasta que ella, después de dar unos
suspiros muy sospechosos, se ha quedado dormida
sobre mi hombro... Y la verdad es que así me pesa un
poco, pero por su boca entreabierta sale un
calorcito tan dulzón y húmedo, que voy a resistir
con ella encima hasta que no pueda más.
Empieza a pintar el día. Se oyen unas explosiones
lejanas. Explosiones que no suenan mucho, pero
largas. Papá se ha despertado, y escucha con aire
sospechoso. Enseguida han comenzado a frenar el
tren. Paran. Apagan las luces. Mamá, con voz muy
débil, pregunta qué pasa. Y mi hermano dice: "seguro
que están bombardeando". "No digas eso, hijo mío".
"Sí, están bombardeando", pero es muy lejos" -ha
confirmado papá para tranquilizarnos, y porque era
así. De todas formas hemos estado parados mucho
rato, aun después de dejar de oírse las explosiones.
Y ha sido ahora mismo, al amañanar, cuando han
inundado los coches muchos milicianos con mono azul,
cartucheras y fusiles. Han abierto la puerta de
nuestro compartimento de un tirón y sólo dos han
podido sentarse con nosotros, justo a mi lado. Los
demás se han quedado en el pasillo sentados en el
suelo o de pie, apoyados en sus fusiles. Algunos
comen bocadillos y beben de las cantimploras. Apenas
ha arrancado el tren, el que está a mi lado, ha
empezado a roncar igual que ronca papá, aunque echa
menos aire después de dar el ronquido. Uno de los
del pasillo canta con voz desentonada:
"Si me quieres escribir
ya sabes mi paradero
en el frente de Teruel...
pero nadie lo ha coreado, y como arrepentido, casi
no se le ha oído lo de "en el segundo ligero".
No puedo negar que estoy contento vestido de
soldado. Mi hermano también lo parece. Mi padre,
disimulando sus preocupaciones, a veces nos echa un
reojo sonriente por encima del periódico... Si mamá
no se hubiera muerto hace ya unos meses (que duro se
le puso el gesto, siempre tan dulce. Que tieso su
cuerpo, su cuello y sus piernas toda la vida de
líneas tan sensibles) seguro que con el miedo que le
daba la guerra, al vernos movilizados iría
tristísima. Ahí junto a la ventanilla de todo su
viaje. En los demás asientos del coche van soldados
de mi Brigada, que cantan unas letras que yo todavía
no sé. Pasa nuestro tren ante pueblos oscuros y
algunos medio destruidos por las bombas.
Llevamos un rato muy largo completamente solos en el
compartimento. Yo paso las hojas del libro que acabo
de comprarme para la Universidad, y mi padre sigue
con aquella cara tan grave que se le puso desde que
enterraron a mi hermano con la guerrera manchada de
sangre. Por fin han entrado unos señores con camisas
azules y boinas coloradas, que hablan contentísimos
y con mucha energía. Mi padre lee otra vez, o simula
leer, el periódico. Yo los escucho con esa sonrisa
que he aprendido a poner cuando hablan de política
los que pueden hablar.
María, mi reciente esposa, no es que le tenga coraje
a mi padre, lo sé muy bien, pero como él no le
hable. Ella no le dice nunca nada. Y él, claro,
siempre sonriente y muy amable, sólo le dice lo
imprescindible. María está ahora sentada donde
siempre iba mamá, y ojea una revista de vestidos y
peinados. Mi padre, con la papada ya muy caída, la
calva rodeada de canas, sus gafas gordísimas, y
cabeceando porque el tren da muchos traqueteos, lee
su periódico, hoy repleto de discursos, medallas e
inauguraciones. María -son las dos en punto- saca la
tartera, y comemos en paz y en gracia de Dios. Ella
tan limpia, escrupulosa y voraz como siempre. Y papá
allí arrimado, con cara de quedarse con gana, y no
atreverse a pedir más. Yo, pretextando que no tengo
apetito, le he dado mi chuleta. María come, y lo
hace todo, con los ojos un poco perdidos, como si
añorase algo que no sabe muy bien lo que es..., a lo
mejor ese hijo que no podrá tener nunca.
Desde que mi padre leyó su último periódico, pocas
estaciones después, María me obligó a sentarme donde
él iba siempre, enfrente, junto a la otra
ventanilla. No quiso guardar las ropas de papá en
las maletas y se las regaló a un viejo que pasó
ofreciendo caramelos... Por la noche, al pasar algún
túnel largo, hacemos el amor sobre su asiento, amor
sin esperanza, porque sabemos que no alumbrará nada
más que ese breve grito que da ella en el momento
del orgasmo.
Con frecuencia miro los asientos del compartimento
en los que fueron sentados mis padres, mi hermano y
las chicas de servicio. Sobre todo aquella que por
primera vez en mi vida me lamió la boca. Y recuerdo
las caras de todos los que fueron míos, sus decires,
su manera de volver los ojos cuando llegaba el
revisor, o parábamos en una estacioncilla con
cementerio, fiesta, lluvia o paseantes en las tardes
de sol. Pero María no repara ni suiqre reparar en
los significados que para mí tienen esos cristales
donde los míos se reflejaron, estos brazos y
respaldos en los que tantas veces apoyaron sus manos
y cabezas. María siempre está con la mirada perdida.
Cuando hablamos se esfuerza en sonreír, en ser
simpática, en simular que me quiere, pero en el
fondo de sus ojos están alojados otras gentes de los
coches del tren, que probablemente yo no sabré nunca
quienes fueron. Acaban de entrar en el pasillo
jóvenes con barbas, melenas y pantalones vaqueros.
Al verlos, María sonríe con más sinceridad, y sus
ojos emergen de aquella profundidad en la que
siempre están hundidos.
Después de una explicación brevísima, que casi no
fue explicación, y por supuesto sin haber ocurrido
nada nuevo, María se ha cambiado de coche. Tomó sus
maletas, sonrió de esa manera simulada que ella
sabe, me dio un beso en la mejilla, y marchó pasillo
abajo, hacia la izquierda.
Hasta esta mañana mientras me afeitaba con la
máquina eléctrica en el aseo del tren, hacía mucho
tiempo que no me miraba tan fija y atentamente en el
espejo. Y he visto que las canas blanquísimas que
rodean mi calva, son muy parecidas a las de mi
padre, en aquellas últimas horas que estuvo sentado
frente a mí leyendo el periódico. Como al acabar de
afeitarme ha parado el tren, me asomo por la
ventanilla del servicio por si se divisase algún
cementerio, pero no, sólo veo en el andén a unas
cuantas mujeres con banderas nacionales y lazo
negro, añorando lo que comenzó hace tantísimos años
y murió hace tres... Vuelvo a contemplarme en el
espejo del lavabo. De verdad, que de aquel yo que
empezó el viaje en este tren y sintió el primer
refrío entre los brazos de su madre al abrir una
ventanilla, sólo pervive el color y la expresión de
los ojos... Todo lo demás, ya es de otro.
Así que lleguemos a la próxima estación me bajaré a
comprar un periódico. El mismo que compraba mi
padre... Ya estoy en mi asiento. Me he calado las
gafas gordas y lo leo de arriba abajo, sin interés
alguno. Me es exactamente igual que pase lo que
pase.
Hace ya mucho rato que nadie anda por los pasillos,
y estoy completamente solo en mi compartimento...
Por más que miro a mi alrededor y esfuerzo mi
cerebro, no consigo recordar en qué asiento iba
siempre mi madre; en cuál se ponía María, cuando
hacíamos el amor; en qué frente hirieron a mi
hermano; qué contaba mi padre tantas veces de la
guerra de África, y de don Benito Pérez Galdós
después de aquella visita con una comisión para
pedirle no sé qué... ¿Qué día empezó este viaje? ¿En
qué sitio? Han pasado muchas horas sin que venga el
revisor a pedirme este billete tan sobado y amarillo
que en entregó mi padre. También, ahora me doy
cuenta, hace mucho tiempo que el tren no ha parado
en ninguna estación y parece que cada vez va más
deprisa. Apenas ha anochecido y ya han encendido las
luces de todos los coches. Tembloroso me asomo a la
puerta. Ni veo ni oigo absolutamente a nadie. Con
las manos apoyadas sobre el marco de la puerta y la
cabeza baja, rezo, como no lo hacía desde niño. Ando
con pasos vacilantes por el pasillo. Me asomo a los
compartimientos próximos. No veo a nadie. Ni maleta.
Llego al final del coche donde estaba el
compartimiento de María desde que se separó. Nadie.
"Y (he) comenzado a correr por los pasillos del tren
de un vagón a otro y (estoy solo) y (busco) al
revisor, a los mozos de tren, a algún empleado, a
algún mendigo que viajara oculto bajo un asiento, y
(estoy solo) y he preguntado quién conducía, quién
(mueve este) horrible tren. Y no (me) ha contestado
nadie, porque (estoy solo).
... Y (sigo) días y días... (desmemoriado, casi
inconsciente) en el enorme tren vacío, donde no va
nadie, que no conduce nadie.