Prestigioso escritor argentino, nació en 1920 en la provincia de Buenos Aires y ha cultivado tanto la poesía, como la narrativa -tanto en el ámbito del relato y el cuento, como en la novela- y ocasionalmente el teatro. Su largo historial literario está jalonado de premios tanto en su país como en el extranjero.
***
Nadie, salvo él, Deolindo, y porque lo estaba
esperando, hubiera podido oír la lejanísima señal de
la locomotora, todavía muy pampa afuera como para
ser vista desde allí.
-Ahí está -dijo en voz alta, en realidad sólo para
sí y para sus perros, que eran su única compañía.
Recogió sin apuros la vieja bandera de señales y
salió al andén vacío, en cuyo extremo se levantaba
como un fantasma con zancos, redondo, alto y ahora
inútil, el tanque de agua.
Deolindo miró el pálido horizonte -ondulada aquí y
allá por los médanos su línea separaba como a cincel
al azul árido del cielo de la seca amarillez de la
llanura- el punto del Oeste donde se perdían los
rieles y desde donde venía el sonido como un débil y
distantísimo mugido.
-Tá lejo... -volvió a decir mientras caminaba
despacio hacia el extremo del andén; éste era ya
apenas una plataforma de tierra endurecida, separada
de las vías por un parapeto largo y bajo, roído por
la intemperie, cuyos extremos se confundían con el
suelo pedregoso sin solución de continuidad, y de
cuyo piso de macadán casi no quedaban rastros, con
un tranquilo medio inseguro, porque los años dejan
rastros en los huesos y Deolindo se acercaba a los
setenta.
La tarde era clara, seca y fría, como casi todas las
de otoño en esa zona de la pampa árida, pero todavía
el sol ardía con fuerza desde el perfecto cielo sin
nubes y a Deolindo le gustaba quedarse allí,
calentándose los lomos a la espera del tren. Eran
tres buenos amigos, él, el sol y el tren. Y también,
desde luego, los perros. Hasta que el convoy se
hiciera visible sólo el largo bocineo de su
locomotora sería la única señal de su cercanía. Las
máquinas de ahora no despedían alegres copetes de
humo o de vapor como las que llegaban hasta ahí
cuando Kilómetro 899 era punta de rieles, cuando la
estación se llenaba de gente a la hora del tren,
cuando él, Deolindo, era muchacho, en fin...
-¡Lindos tiempos! -murmuró como lo hacía cada vez
que se quedaba en el lugar donde el borroso andén se
borraba del todo y donde por eso mismo concluían los
terrenos de la estación y con ellos el mundo de
Deolindo. Lindos tiempos, que apenas recordaba y
podía, pues, embellecer a su gusto mientras esperaba
el paso del tren con l abandera en la mano y ya
desplegada.
Fuera del hombre y de sus dos perros, poco más había
ahora en Kilómetro 899: cinco o seis casas de
ladrillo sin revocar, habitadas como por empecinadas
sombras o fantasmas y restos de otros tantos ranchos
cuyos techos se había llevado el viento del
Sudoeste. Y, naturalmente, la estación, compuesta
por varios recintos grandes y cuadrados, dispuestos
en una hilera paralela a las vías y construidos como
sabían hacerlo los ingleses, dueños por entonces del
ferrocarril. Como ella estaba presente en los
primeros recuerdos de Deolindo, a él le parecía
plantada allí desde siempre, como si fuese la matriz
de todo lo conocido, y, sobre todo, de aquellos
lindos tiempos imprecisos y remotos cuando Kilómetro
899 era punta de rieles -así la llamaban:
Puntarrieles- y podía confiar en el porvenir.
Deolindo no alcanzaba a entender bien por qué a
aquel tiempo feliz había sucedido este otro. Además,
como todo ocurrió despacio, los cambios casi ni se
vieron hasta el momento en que, sumándose unos a
otros, se hicieron aparentes.
Él había nacido allí, y allí moriría, agarrado al
lugar como un árbol que nace de una semilla caída al
azar en una grieta y que crece solo y sin ayuda de
nadie y muere también solo y sin pedir auxilio. Su
padre había sido un hombre del viento, quizá algún
peón "golondrina" de los que llegaban en tiempo de
cosecha y se iban luego, o de huésped ocasional de
la fonda donde su madre trabajaba como lavandera. De
todos modos, su padre, y su madre, y él, eran gente
de abajísimo, de esa casi sin nombre que forma el
piso de los pueblos.
Él ignoraba que la pampa no es igual desde su
litoral marítimo o fluvial hasta las primeras
escarpas de los Andes, a mil kilómetros de océano,
sino que va perdiendo humedad a medida que se aleja
del agua nutricia, y con ello verdor, ríos, lluvias,
poblaciones, vida, en suma, hasta convertirse en la
estepa amarillenta, ocre, a trecos leonada, cubierta
por aislados palonales, ralos montes espinosos y
salpicada de salinas y médanos. Entre el verde
intenso y jubloso de los herbazales y las praderas
del Este y el blancoamarillo de los arenales del
Oeste, el profundo y fertilísimo humus se va
adelgazando poco a poco; en la pampa seca debe
arárselo con cuidado, sin profundizar el surco; más
allá, ya no existe o forma como oasis entre
pedregales. Entre esas regiones no hay límite fijo:
los colores del paisaje cambian insensiblemente y
sus variaciones se advierten tanto más cuanto con
mayor rapidez se mueve el observador. Es
inimaginable recorrerlas a pie, pero quien lo
hiciera -los "linyeras", por ejemplo, esos
vagabundos de la llanura- tardaría semanas en notar
alguna modificación en la infinidad de la llanura; a
caballo, harían falta días; el ferrocarril permite
distinguirlas en cuestión de horas y desde el avión
a veces bastan los minutos para ver el distinto
temple de las zonas.
La ancha franja intermedia tampoco está fija: suele
correr lentamente de Este a Oeste o de Oeste a Este,
por causas todavía desconocidas, y ese movimiento
dura décadas enteras y aún generaciones. La
imprudente mano del hombre parece haber intervenido
también para modificar los ciclos, talando los
montes, expoliando la escasa fertilidad de las
tierras límite, desecando ríos y lagunas. Ese
movimiento de los climas había convertido poco a
poco en solitario páramos y achaparrados e
inservibles espinares lo que a comienzos del siglo
fueron campos cultivables. Los pobladores se fueron
yendo despacio, renuentemente, a medida que
comprobaban que las sequías se agudizaban
anualmente, que las lluvias eran cada vez más cortas
y menos densas, que el viento arreaba los médanos
sobre las tierras de cultivo, que allí donde antes
brillaba una laguna sólo quedaba un ojo de tierra
agrietada, blanca y reseca, y que las aguas
subterráneas se volvían cada año más profundas y
esquivas, cuando no saladas, amargas.
Las vías habían llegado hasta allí por las mismas
razones que todas las demás que cruzan los montes y
las llanuras del mundo. En aquella región ahora
infértil se cosechaban cereales y crecían los
ganados, se hacía carbón con la madera de los montes
y hasta se talaban éstos para leña. A su vez los
pobladores recibían de otras partes lo que
necesitaban para vivir y trabajar: muebles,
herramientas, máquinas, cal, chapas... Había, pues,
cargas que llevar y traer, gente que iba y que
venía, y el ferrocarril avanzó por la llanura hasta
detenerse, hacia 1900, en esa estación final a la
que llamaron, a falta de otro nombre Kilómetro 899,
porque éstos eran los que distaban de Buenos Aires.
Y no siguió adelante porque un par de leguas hacia
el Oeste comenzaban los páramos, las tierras áridas,
los pedregales, la pampa vacía y sin nada. Como en
todas partes la estación fue la semilla de un
pueblo: alguien abrió un almacén frente a ella;
otro, una fonda; algunos levantaron sus casas y los
más pobres, ranchos...
Huérfano, y abandonado por su madre, "guacho", en
fin. Deolindo creció como pudo, y como era empeñoso
y servicial el jefe de la estación lo hizo ingresar
en el ferrocarril luego de tenerlo como peoncito o
"agregadito", lo que es ser menos que hijo y algo
más que sirviente, hasta los catorce años. En el
último de los puestos, desde luego, porque el abecé
no le había entrado en la cabeza y el muchacho sólo
logró leer a tropezones, y poco, a escribir todavía
menos o casi nada.
-¡Lindos tiempos! -volvió a decir Deolindo, mirando
alternativamente el extremo de los rieles y las
carreras de sus perros, que quizá habían dado con el
rastro de un roedor, y tendido el oído hacia el
Oeste hasta que escuchó de nuevo el apagado clamor.
Entonces los grandes carros planos, las "chatas"
tiradas por varias yuntas de caballos llegaban a la
estación cargadas de bolsas de grano, los trenes que
las esperaban ocupaban los cuatro pares de vías, el
gran galpón de enfrente, ahora ennegrecido por el
tiempo y destartalado por los huracanes y los
depredadores, despedía, repleto, un seco perfume de
trigo y arpillera de yute y cuando, cuatro veces por
semana, llegaba a Kilómetro 899 -casi un juguete:
una maquinita, un vagón y el furgón postal- siempre
había gente en el andén, y sulquies, breques y
volantas, y hasta algún Ford que se atrevía por esos
andurriales, sin contar los diez o doce caballos
atados a la barra. Llegaban pasajeros, se iban
pasajeros y, como todos se conocían, saludábanse a
gritos y con grandes ademanes:
-¿Qué lo trai por aquí, don Floro?
-Gusto's verlo, amigo Peñalver: Usté siempre como a
los veinte años, ¿eh?
Y ya tengo mis cincuenta, y ahí me ve...
-¿Y la patrona? ¿Y su hija?
-Todos bien... Supe que la señora suya tuvo otro
varón...
-La semana pasada... Todo bien. ¡Varones necesitamos
aquí: Kilómetro se va p'arriba...
Y ya también a él, Deolindo:
-¿Qué tal? Vos siempre por aquí...
-Firme como fierro, don Crispo. Y siempre pa'servir...
Don Crispo -¿habría muerto ya?, fue de los primeros
que vendieron todo y se fueron- le decía entonces:
-Si vos llegás a faltar... ¡se acabó el ferrocarril!
Los amigos se reían y él también, aunque eso que le
decían en broma él lo sentía en serio. ¡Lindos
tiempos!
Todos lo apreciaban por voluntarioso, por leal, por
bien dispuesto -quizá por simple-: no le importaban
el desollante sol del verano, ni las gélidas
madrugadas de junio, cuando cada terrón parecía un
cascote de hielo negro bajo el manto de la escarcha.
El juego de los climas -y también la avidez del
hombre que agotó pronto esa tierra de limitada
fertilidad- se invirtió antes de que Kilómetro
alcanzara tres o cuatro leguas más al Oeste, en
pocos años avanzó hacia el Este, rodeando de aridez
extrema aquella punta de rieles a un camino que de
pronto concluye en ninguna parte.
Y comenzó la lenta catástrofe.
Los trenes de carga ralearon; el galpón nunca más
volvió a llenarse de bolsas; un horno de ladrillos,
que alguien había empezado a hacer, quedó inconcluso
y ni siquiera fue negocio talar el monte para usar
su madera. El trencito de pasajeros fue espaciado a
dos veces por semana -los martes y los viernes- y
luego a una sola, los domingos, que cada vez eran
más tristes y opacos. Aún así, cuando se detenían en
el andén después de salvar la distancia que separaba
Kilómetro 899 de la estación anterior -un largo
tramo de casi cinco leguas- sólo se apeaban de él el
maquinista, el foguista, el guardatrén y el
estafetero; en verano, sofocados por el polvo y el
calor; en invierno, arrecidos por el continuo y
helado viento.
-¿Qué tal, Deolindo?
-Aquí'stoy, nomás, como fierro.
-¿Novedades?
-Ninguna.
-¿Y cuándo te vas de aquí? En Kilómetro 899 ya no
los perros quedan...
Deolindo defendía débilmente a los poquísimos
pobladores que todavía no habían emigrado:
-Alguien hay, no crea: ta doña Rosa n'el almacén, y
la viuda'e López, y...
Los otros se reían y le palmeaban la espalda:
-¡Qué Deolindo este! Si llegás a faltar...
-¡Se acabó el ferrocarril!, completaba él, siguiendo
la vieja broma, y todos se iban a tomar unas copas y
a comer algo en el almacén, porque ya no fonda
quedaba.
El jefe que lo había criado a medias se jubiló y se
fue; sus cartas, muy pocas, acabaron por llegar sólo
para Navidad, hasta que una de ellas, escrita por un
pariente, le avisó de su muerte y, algún tiempo
después, también la de su mujer. Deolindo quedó
huérfano por segunda vez.
Quizá por eso se aferró todavía más a ese trocito
del mundo, el único que conocía: la ya escasa gente
que quedaba en Kilómetro 899, buena y amistosa; la
estación, cada vez más perdida, más aislada, más
rodeada por los médanos y donde el tiempo sólo se
mostraba en el paso de los veranos y los inviernos.
De pronto el orden invisible y poderoso que
gobernaba el ferrocarril -para Deolindo sólo
corporizado en el inspector que venía de "adentro"
(este "adentro" era un adentro paradojal, porque
estaba al lado del mar, en Buenos Aires, asomado
hacia el mundo) o en la de algún ingeniero que
llegaba a aquella punta de rieles como por
curiosidad- suprimió también aquel tren fantasma que
ya no llevaba a nadie a ninguna parte.
-¿Y ahora? -preguntó Deolindo, desconcertado, y el
maquinista José, que le había dado la noticia, le
explicó:
-El tren llegará sólo hasta el kilómetro 860. A mí
me trasladan a Carhué... Y a Pedro -Pedro era el
guardatrén- lo jubilan...
-¿Y yo?
-No sé. Algo te dirán, sin duda.
Se lo dijo, en efecto, el inspector, unos días más
tarde. Trenes no habría más, ni de pasajeros, ni de
carga, porque aquéllos eran tan pocos y éstas tan
escasas que la superioridad los estimaba inútiles. Y
mientras esa remota y todopoderosa superioridad
-Deolindo se la imaginaba con entorchados y galones,
como los de un oficial del Ejército que había visto
una vez-, él se quedaría allí encargado del cuidado
de las instalaciones.
Trabajan en los ferrocarriles ciento cincuenta mil
hombres, miles de estaciones jalonan ocho mil leguas
de vías, algunas más grandes que catedrales y
recorridas día a día por cientos de miles de
pasajeros, otras tan perdidas, pequeñas, solitarias
como el propio Kilómetro 899... Fue, pues, casi
natural que nadie se acordara más de aquella punta
de rieles que hacía años había gozado de una fugaz
prosperidad y ahora clausurada e inservible, hundida
entre pedregales y médanos vivos. Ni de ella ni de
Deolindo, que seguía revistando en la última
categoría del escalafón. Y ya sólo cayó por allí de
tanto en tanto, en la "zorra" a nafta o en alguna
locomotorita de maniobras, algún inspector que ni
siquiera miraba: todos sabían que Deolindo despejaba
de yuyos las vías muertas, pintaba con cal el
corral, las "mangas", libraba de arena el andén,
reparaba como podía las tejas que se llevaba el
viento, ataba con alambre lo que se iba viniendo
abajo.
-¿Qué tal Deolindo?
-Bien, señor. Hace falta una pala, y también un
balde, y si me mandara porlan yo podría...
El inspector tomaba nota, esperando la pregunta que
tarde o temprano habría de venir, y que sin duda
sería: "¿Señor, cuándo viene de nuevo el tren?"
Y era.
-¿Y señor, cuándo viene de nuevo el tren?
El inspector le decía cualquier cosa, que Deolindo
creía como un niño, aunque ya andaba por los
cincuenta y tantos, y se alegraba, también como un
niño, porque siempre esperaba la vuelta de los
"tiempos lindos" y el hombre cree firmemente en
aquello que quiere creer.
-¿Así que güelve, nomás?
-Así parece...
-Pero es cosa'e la superioridá, ¿no?
-Sí, aunque no sabemos bien cuando. En fin, veo que
todo está bien y en orden...
El inspector le daba la mano. Deolindo volvía a
quedarse solo; cruzaba el ancho y desolado espacio
que separaba la estación del almacén y allí le decía
a la señora Rosa:
-Dice'l ispetor que güelv'el tren, doña Rosa...
La mujer se encogía de hombros,
-Ah, ah...
Desde que se fue el jefe y trasladaron a los demás,
él ocupaba lo que había sido la casa de aquél: un
amplio y abrigado cuarto, con contraventanas en las
aberturas que caían al Sur y el Oeste, de donde
venían los vientos y las polvaredas, una amplia
cocina y un retrete. Deolindo sabía que nada de esto
era suyo, ni el resto de la estación, ni el andén,
ni el gran galpón que se venía abajo
irremediablemente, ni la torre de agua, pero sabía
también oscuramente que su deber era cuidarlos como
si lo fueran, para el día en que volvieran los
trenes. Y así lo hacía, inútilmente, con firmísimo
empeño, a conciencia, como si en ello le fuera la
vida.
Y en verdad ésta se le fue yendo un año tras otro,
en esa punta de rieles rodeada por el desierto, y
donde acabaron por quedar como empecinadas sombras o
fantasmas sólo diez o doce pobladores que ya no
esperaban nada: viejos cuyos hijos habían emigrado,
el estafetero postal y su gente, doña Rosa en el
almacén al que acudían desde largas distancias los
ralos habitantes del páramo. Sólo Deolindo esperaba.
Esperaba desde luego la vuelta del tren. Su
pensamiento oscuro y lento como una raíz, y también
su corazón, se rehuesaban a aceptar la definitiva
ausencia de las alegres locomotoras y los
cabaceantes vagones, la clausura sin término de
Kilómetro 899. Alguna vez, alguna vez...
-Un día tendrá que ser, doña Rosa. Hoy vino otro
inspector y me lo dijo...
La mujer se encogió de hombros por milésima vez.
-Si yo encontrara un comprador para el almacén, me
iría de aquí al día siguiente...
Sólo un milagro hará volver al tren.
Y el milagro ocurrió. Pero, como no fue dispuesto
por Dios, sino por los hombres, resultó tan
inesperado como imperfecto.
En una de sus visitas, el inspector -otro inspector-
se lo dijo al apearse de la "zorra":
-¿Sabes, Deolindo? Ahora va en serio: ¡alargan la
vía!
Deolindo no entendió. Para él no podían terminar
sino allí, donde habían terminado siempre: antes,
algo más al Oeste y ahora rodeando ese punto final,
estaba el páramo, la árida pampa seca, la nada.
-¿Alargar? ¿Y pa'dónde, señor?
-Para el Oeste, desde luego...
-¿Y pa'qué, si ahí no hay que piedra?
-Es largo de explicar -dijo el otro, mientras
buscaba la forma de hacer entender a Deolindo lo que
él mismo tampoco sabía bien-, allá, al Oeste hay
canteras, ¿comprendés?
-¿Canteras?
-Sí. Cerros de donde se sacan piedras. Y también
yeso, creo, y caolín... Bueno: además levantarán
allí una fábrica de cemento portland... Vendrá una
gran empresa italiana. Estos "tanos" tienen más
plata que los ladrones...
Deolindo seguía sin entender.
-¿Y pa'qué quieren tanto porlan ahí?
-Sos el mismo animal de siempre, Deolindo. Lo
fabricarán allí, pero después lo llevarán a las
ciudades. Con eso harán casas, caminos, puentes...
Tenderán setenta kilómetros de vía..., hasta un
lugar que llaman Cerros Blancos.
-Ah, ah... ¿Y Kilómetro ochocientos noventa y nueve?
El inspector también se encogió de hombros.
-No sé. Parece que seguirá clausurado...
Los días que durante años se habían sucedido sobre
aquella punta de rieles como un pausado gotear del
tiempo cambiaron bruscamente. En un convoy que quedó
allí detenido en Kilómetro 899 como campamento
rodante, llegaron ingenieros con extraños aparatos,
capataces y cuadrillas, y después más hombres, y
trenes cargados con rieles, durmientes, balasto,
máquinas que arrasaban la tierra arrancando los
espinillos como si fueran pajas y que abrían en dos
los médanos arrojando furiosamente a un lado chorros
de arena amarilla. Pronto los recién llegados
advirtieron la empeñosa voluntad de Deolindo.
-Che, andá al almacén y comprá fósforos...
-A ver, Deolindo, denos una manito aquí...
-Agarrá esa pala, Deolindo, y abrí una zanjita hasta
allá...
-Deolindo: prepara un asado para el ingeniero
Peñalver, que llega hoy.
-Deolindo, andá...
-Deolindo, vení...
Y a pesar de sus años y de su pelo gris, ni "don",
ni nada, y menos "señor", tratamiento que nunca tuvo
y en el cual jamás soñó, Deolindo a secas, incluso
sin apellido, que hasta él mismo casi había
olvidado.
Aquel torbellino pasó también. En un par de meses
las vías avanzaron hacia el Oeste hasta perderse de
vista, escaparon por el horizonte por el lugar desde
donde ahora el lejano bocineo del convoy que se
acercaba, en busca de aquellas canteras cuya
utilidad Deolindo no había acabado de entender.
Aunque alguna vez había visto en alguna revista cómo
eran las grandes ciudades y las anchas carreteras,
eso, y yodo el mundo fuera de Kilómetro 899 era para
él como un sueño improbable, cosas inexistentes de
las cuales hablaban los demás.
Y Kilómetro 899 ya ni siquiera fue punta de rieles;
el extremo de las vías había quedado doce leguas
hacia el Oeste; fue simplemente una estación
clausurada, un punto en el mapa ferroviario frente
al cual los convoyes pasaban sin detenerse, cargados
de piedras, de bolsas cubiertas por gruesas lonas,
compuestos a veces por decenas de vagones, cuando
iban para "adentro" y trayendo grandes bultos y
raros artefactos cuando corrían hacia el Oeste.
Cuando Deolindo cumplió la edad reglamentaria lo
jubilaron de oficio. Le explicaron que ya no tendría
que ocuparse de la estación, ni de los yuyos, ni de
nada; que podía descansar, en fin. El preguntó quién
lo reemplazaría.
-Nadie, Deolindo.
-¿Y la estación, entonces?
-Kilómetro ochocientos noventa y nueve ha sido
suprimida. Ya ni figura en los mapas del
ferrocarril, le dijo el inspector.
Deolindo pensó un momento, y luego contestó con esa
desesperada e irrevocable firmeza de los humildes y
los débiles contra la cual nada vale la violencia de
los fuertes, porque ni siquiera la muerte la hará
ceder:
-No importa, señor. Yo cuidaré lo mismo la estación,
aunque ya no nos quieran ni a ella ni a mí. A lo
mejor, ¿quién le dice?, algún día la güelven a abrir
y será mejor que esté cuidada...
El inspector arqueó las cejas y no dijo nada.
Deolindo se quedó allí, en la casa del jefe, con sus
dos perros, y nadie le molestó porque a nadie
molestaba. Cuidaba la estación ya irremediablemente
inútil, gastando incluso de su retiro para comprar
algunas cosas -cal, alambre, ladrillos- para reparar
lo que se iba deteriorando despacio, sin apuro, sin
pausa. Ya ni siquiera podía cruzar hasta el almacén
para tratar de compartir con doña Rosa su vana
esperanza porque también la mujer se había ido,
cerrando su tienda y sin esperar a ningún comprador
imposible.
Las maquinistas lo conocían por su nombre; él a
ellos sólo por sus rostros, pero todos le avisaban
desde lejos su paso con un largo bocineo. Deolindo
entonces recogía su vieja bandera de señales, como
en los lindos tiempos, se paraba en el pelado
extremo del andén, más allá de la torre del agua, y
cuando el tren estaba a la vista la agitaba en señal
de vía libre, como si ello fuera necesario en esa
soledad infinita donde los únicos que las cruzaban
eran el viento y el polvo.
Los otros lo saludaban con la mano, y él los seguía
con la mirada hasta que se perdían de vista hacia el
Este, como ocurría, o hacia el Oeste, como sucedía
cuando viajaban hacia las misteriosas canteras.
-Ahí'stá -dijo en alta voz.
Venía el tren. Era, como todos, un largo y pesado
convoy del cual tiraban dos locomotoras
Diesel-eléctricas -no aquellas alegres y encopetadas
de vapor y humo de los hermosos tiempos viejos-,
cuyo paso hacía temblar sordamente la tierra.
Agitó la bandera, saludó con ella.
¡Chau, Deolindo!, le gritó el maquinista, un mozo
rubio y desconocido, al que seguramente los otros le
habían contado ya la simple historia de Deolindo y
lo que sin duda creían su mansa locura.
Cuando todo el convoy pasó frente a él, el
guardatrén, que viajaba acodado en la plataforma
trasera del furgón de cola, lo saludó con la mano, y
luego él mismo y el furgón, y el tren entero se
fueron empequeñeciendo despacio y desaparecieron del
todo en la dorada luz de la tarde de los médanos.
-Si no estuviera yo... -murmuró Deolindo, mientras
envolvía con cuidado la viejísima bandera sobre su
asta.
Después caminó lentamente por el andén, o por lo que
quedaba de él, seguido por sus dos peros, a lo largo
de aquellas vías que durante toda su vida lo habían
unido misteriosamente a un mundo también misterioso,
distante y lejano, que no había conocido, ni
conocería nunca, ni deseaba siquiera conocer.