Graduado por la Escuela Oficial de Periodismo y licenciado en Ciencias de la Información, este gijonés ha obtenido un sinfín de premios en su dilatada carrera literaria. Ha logrado siete Huchas de Plata, el Elisenda Montcada de novela por "La huelga" y está en posesión del premio Víctor de la Serna de periodismo. La novela, el ensayo, el relato corto, la biografía y el teatro han sido objeto de su trabajo, y algunas de sus obras han sido traducidas al ruso y al francés.
***
UNO
"Si cabrón sopla el viento frío más cabrón sopla
del viento cálido"
Manuel Pilares, "Libro de Antisueños"
Un día de noviembre del año cuarenta y uno aquellos
desgraciados se pusieron a esperar, señor
presidente, cerca de la estación. No en el único
andén, grande, áspero y oscuro, del final, donde
estaba aquella boca enorme y el letrero "español, la
blasfemia es el cáncer de la lengua", y unos
urinarios con las puertas como las de los salones
del Oeste de las películas; sino más adelante, por
las cercanías donde los trenes respiran más fuerte y
echan la fatiga en unas nubes grises y espesas,
calentitas como las castañas de la esquina del cine,
y hacen "fúa, fúa, fúa..."hasta quedar, cincuenta
metros más abajo, quietos, tristes, vacíos y solos.
Por allí echaban al suelo sus sombras las chimeneas,
pasaba un río pequeño y lleno de olores malos
llamado Cutis y venía la salitrosa brisa del mar, de
las marejadas, de los grandes charcos de los
astilleros, donde algún día trabajarían, si los
dejaban por la edad, metidos en las calderas por
unas cuerdas largas, mientras arriba les gritaban
"limpia ahí, ahí, donde más pegada está la basa...".
A aquellas horas todo parecía reducirse: la luz de
las calles, la embocadura de la mar, los humillados
prados cercanos a las factorías, los descampados. Y
todo parecía también alargarse: la luz, la pequeña y
maravillosa luz de las casas, porque ya se volvía
del trabajo; las embocaduras de la avenida que hacía
el costado de la estación, larga y llena de galpones
y talleres; las sombras de los edificios cercanos,
que caían sobre carriles y traviesas. No sabían qué
hacer y trataban de mirar más lejos de las fronteras
de la oscuridad; pero sabían que los trenes no se
ven, se oyen; primero en un silbido hola ya llego,
piii, y después el pecho alto de la locomotora,
enfoscada de humo; y luego, todo lo demás. "Primero
dejáis pasar la máquina; después los vagones de
primera y de segunda; y después, más después
todavía, vienen los nuestros; entonces es cuando
tenéis que estar muy atentos, por Dios, muy atentos,
a ver si se va a perder todo, ojalá nos ayude San
Antonio...". Pero faltaba mucho. Estaban allí, señor
Presidente, tan temprano, porque ya sabían cómo lo
habían de hacer tantas veces, hasta pensar que toda
su vida no era más que eso, esperar, sobre todo por
la noche, en aquellas casas y los años en que se
esperaba todo, hijos, jornales, victorias del equipo
de fútbol que había que llegar antes a todo, un poco
antes, u horas antes: a las colas del carbón, a los
comedores de auxilio social, a las sesiones de los
viernes del gran cine, a las marejadas de los
oricios, cuando se acercaba Semana Santa y se pedía
a Dios que perdonase a su pueblo, y había que tener
siempre en la memoria muerte juicio infierno y
gloria. Pero, además, sepa usted que es que les
gustaba la estación porque todo allí parecía tener
más cine y suceder más rápido y había muchas cosas,
hasta el punto que pasó que uno de la escuela, el
Figuras, se hizo, como el padre, maletero del
exterior y pidió de fichaje al presidente del
Cóndor, que lo hiciera de plaza fijo, y como era
buen extremo izquierda el Figuras lo consideraron
bien y, a la segunda temporada, ya tenía la gorra y
el número y se le veía por las tardes hablando y
sacando las maletas y era el mejor, con su cara
ancha, sus piernas cortas y su voz diciendo "a esos
defensas los corto yo por abajo". Y luego, los
plátanos y los tomates, cuando algunas cargas venían
muy mal y olían en los vagones y se hacía la vista
gorda para que la chavalería los cogiese, algunos
nada más, para aprovecharlos y estaban buenos si no
se comían muchos hasta reventar (y de lo que tenía
memoria uno de ellos, años más tarde, muchos años
después -pero todavía se acordaba, señor Presidente-
cuando ya tuvo maleta y reloj, y se fue por segunda
vez, y él decía que para siempre: aunque ya para
entonces habían desaparecido los urinarios, y en la
cantina había unos calendarios con colores y anuncio
de anís y se habían puesto letreros nuevos y neones;
pero todo, desde la ventanilla, le venía con la
niebla, porque ya no había trenes de humo, y
agrandado por la médula del recuerdo, lleno de dulce
ternura y de un dolor por la sangre, y veía, a lo
lejos, a Chiquilín, mirando la banda izquierda de
los vagones, con los brazos abiertos, esperando el
maná, y al Pirata correr de un lado para otro, y a
él mismo tirándose sobre lo que les habían arrojado
y gritando, aquí, aquí; y, Dios le perdone, parecía
entonces, en aquellos momentos, tanto tiempo
después, decirlo con los ojos "aquí, aquí", aquí
estoy yo, porque yo he estado aquí, donde empieza lo
último que se ve de la vía, y era de noche, y
viernes, y noviembre, y frío, y siempre, y por eso
no soy un cualquiera -"¿Qué, otra vez afuera?", le
había preguntado el de la cantina; "... si ahora se
está mejor aquí, hombre!- y cuanto quiero, todo lo
que duerme sobre los dedos, y me ha hecho y deja en
la raíz un riego de río profundo que no sé dónde
nace, y Chiquilín, y el Pirata, venid por mí, quiero
apearme, dónde estáis compañeros que me dejáis tan
solo en esta furkuntendam de Berlín, por que empiezo
a morir en el recuerdo, qué dolor y esta vez no
vuelvo, porque ya no conozco esta luz, estas caras,
este jueves...). Y también tenía la estación las
caras de la gente que llegaba: los curas, siempre
tan serios, llenos de Dios y de getsemaní, y los
viajantes, con sus grandes maletas, en las que
llevaban con los bigudíes y los artículos al
detalle, las zapatillas de lana que se ponían en los
largos viajes, y las cuerdas que colgaban del techo
con una tablilla, para apoyarse la cabeza y dormir,
y los militares, con las botas altas, y las gorras
de plato, una estrella de ocho puntas, de ocho
porque de seis es alférez, comandante, y dos,
teniente coronel y, sobre todo, los foriatos o
veraneantes, entrada ya la soleyera de julio, con
los baúles, si venían en familia, de Madrid o de
Valladolid, o de otros sitios importantes, o en
grandes bolsones y cestas, si eran de la Tierra de
Campos, de los pueblos llenos de trigo y de
garbanzos, de donde venía en tren o vino tantos
inviernos con el vientre repleto de esperanza; gente
esta última con el cuello y las manos morenos, pero
con el resto del cuerpo lleno de blancura de lombriz
porque en aquellas estepas, en las eras y las tardes
de las mulas ciegas y los bieldos, que trilla
trillo, no se tomaba el sol. Y también los días en
que regresaban las expediciones de los que seguían
al equipo local y se echaban por las puertas a
saludar y a contar cómo había sido la derrota. O
también sabía la estación a alba con los
trabajadores que salían con unos carnés que les
servían de billetes hacia la Tronería o las fábricas
de hilos, o las otras fábricas cercanas, las de
vidrios y de hierro, con unos paquetes debajo del
brazo unos y otros, con la cesta de mimbre de las
comidas. En una de aquellas horas afiladas por la
luz y el frío, y el miedo, los gallos que cantan en
nuestros ojos y en la masculada afición a la vida y
a las vicisitudes, marchó Chiquilín, quién lo iba a
decir, tan torpe recogiendo los bultos, porque ya
entonces no tenían más que a cuatro de los hermanos
y pensaba llamarlos desde fuera, una vez que pasase
la frontera y se le diese por perdido por no llevar
salvoconducto, ni autorización, ni nada; y por eso
les dijo a ellos dos, al Pirata y a él, que daría la
gabardina para pagar al que pasaba por los montes,
"no habléis bajo, como si nada, como si me voy aquí
al lado, no vayamos a joderlo ahora", decía, cuando,
la realidad, iba tan lejos y ya nunca más, qué
sería, padre nuestro que estás en los cielos, en
aquella estación, cerca de la que, en aquellos
momentos, señor Presidente, esperaban; agolpados sus
hombros en lo oscuro, sentados, llenos de fe en la
vida y la tierra en el inmenso círculo que abría la
ciudad por la noche y, por fin, en el tren, cuya voz
sería anunciada por su silbido de cresta, fino,
blanco, penetrativo en más estrecho y corto que se
oía después de las sirenas de las fábricas, pero
también el más puro, como una navaja que cortase la
oscuridad, el pan, el humo, la jornada toda. Toda
aquella estación, grande, con el reloj colgado del
techo del andén, era distinta -y de eso hay que
darse bien cuenta- del puerto y de la mar. La mar va
a una brújula llena de viento -tú me mirabas aguja,
y como buen marinero, partí el alma en cuatro
trozos, uno para cada ruta-, de desconocido y de
azul; pero la estación tiene una gente más cercana y
llena de señales ; el puerto es grande como la
patria y el himno se extiende sobre él y su corazón
está más acongojado y sólo se mueve algunas veces;
la estación, sin embargo, huele a la calle, es otra
calle, y no se cierra en Navidad. Por eso, (salvo en
las quincenas de las motonaves, la Covadonga o la
del marqués de Comillas, que recogen los pasajeros)
los restantes días son de la estación; lunes,
martes, miércoles, jueves -con el largo exprés que
finaliza el trayecto-, viernes y sábados. Porque la
estación es como una mujer con hollín, con los
brazos gruesos y medio inclinados, que hiciese una
madeja para unos jerseys de la escuela, y tuviera
los otros brazos fuera de allí, en los más lejanos
pueblos donde había otras estaciones; y los trenes
no eran más, o algo así, que los hilos de lana ya
que iban de unos brazos a otros, pardos, grises,
cenceños, eucaliptus, colores, salmodia, tran, tran,
tran, trayendo y llevando, pero sin el mar tan
grande e ilimitado, sino con las cestas de las
flores, los muertos, la comida, el horario, las
cuentas del áspero mundo, las calles con farolas y
flecos y tiendas; pero siempre echándose los trenes
ordenadamente por las vías para decirse o llevarse o
traerse las cosas, los muertos, los recuerdos, los
avisos, los sueños, que se iban, a veces quedando
desprendidos o sueltos o jugando por los raíles en
las larguísimas noches, por los vagones, (de tal
forma que los trenes conservan colgados, o sentados
de forma invisible, todo aquello que por ellos ha
pasado, o ha sido sufrido y meditado; y el cortante
ritmo, la soñarrera que se echa sobre los viajeros,
no es más que la vuelta al recuerdo o la
conversación con los anteriores que estuvieron allá
y allí escribieron, en tal estación tal cosa, en
esta otra, aquí en el túnel esto, en el repecho lo
otro, todo cuanto querían y esperaban y, en algún
momento, creyeron que correspondía a su vida y su
alma). Y las estaciones, por tanto, son los grandes
confesionarios donde empiezan y terminan las cosas,
donde los trenes depositan su carga de ruido y de
silencio, su amor y su desventura, para volver a
cargarse de amor y de desdicha, de zozobra y de
ansiedad, de sueños y de mensajes, de diminutos
dramas, de tiovivos circulares, de todos los verbos
del idioma, de la sinfonía de las casas, de las
manos que circulan por las novelas, de ojos que
quieren ser árboles, llanura, de todos los
pensamientos, de todos los caminos que -en esa
salmodia de brazos inexorables seguidos y separados
siempre por la misma distancia, siameses en la
enorme bóveda- se convierten en un río de orilla
repetida, de orillas repetidas, fijas y, al mismo
tiempo, movibles, álamos orillando su cintura,
entrad a pie desnudo, ponedme vuestra sombra, no nos
dejéis marchar hacia la muerte; por donde el cauce
de un río pequeño y grande, el de la vida, florecido
en huesos húmeros, corre y corre, adiós, adiós,
bienvenido, adiós, y abrazo, abrazo, estallido de lo
que más perdura en la carne mortal, en cada andén; y
por ese cauce, también, cuántas voces no fueron
precediéndonos, cuánto inclinado pensamiento, o
sensitivo amor, o ajetreo de luz o minuciosa y
desordenada búsqueda de la comprensión y la unión de
todas las estirpes que en este cauce se sumen en la
nada y en la tumba y también en la pervivencia de
los eternos miramientos del cosmos. Pero, además,
señor Presidente, ha de contar Usted cómo la
estación abrió a nuestra ciudad el destino de las
huertas, los frutos y los acontecimientos que iban a
venir, y que hicieron del costado de la tierra algo
tan ancho y fragoso y sonoro y multiplicado como
había sido hasta entonces el mar, por donde salía el
cinabrio, y el carbón, o las rudimentarias barcas de
los balleneros y al que llegaban corsarios, y antes,
las naves de los Césares, los dioses, las aras y los
templos; y por donde salían, más tarde aún, aquellos
que ponían sus huellas en los lejanos puntos, donde
volvían al humo y la oración de la casa olvidada en
la tierra, pero presente en el fuego. Abrió otra
cicatriz, la estación, que aún no estaba en la
espalda ni el costado de la ciudad y por ella se
vertía de nuevo la cosecha, se recibía otro
horizonte, otra risa, otra queja, que se ponía al
costado del otro de la mar y de tal forma, ¡oh,
señor Presidente!, que la ciudad no fue completa
hasta que no fue herida por los trenes y por eso
podría observarse, y así debe hacerse si la historia
perdura, que la estación fue construida dentro, en
el mismo gozo de las calles, en el interior casi de
los portales, como una casa, y no se quedó en las
afueras sino que llegaba adonde las orillas le
alcanzaban el mar. Esta estación que ahora será
enterrada, ya que usted va a abrir la que está a las
afueras, llegaba, sí, a las puertas y traía el
mercado de la historia a esta comunidad que extendía
su fiera decadencia, su heroísmo gris, su techumbre
contra los vientos construida, sin saber hacia
donde: fue entonces cuando la estación repetía la
costumbre del hombre ya olvidada de abrir nuevos
caminos al cansancio. ¡Ah!, en los plátanos maduros,
por la tarde, estaba, entre la pulposa dulzura, la
voz de tantos trenes, la puerta de tantos
cementerios, las fiestas anteriores de la vida, la
fruta de los caminos lejanos recuperada, como del
paraíso, por aquella playa de gris, bajo el reloj,
en la que confluían. Estaban dormidos los vagones,
mientras se deshacían las cestas y el hombre aquél
repartía a los furtivos niños su regalo de sol; pero
nada dormía, reposaba nada más: la estación parecía
en la siesta la enorme maría que amamantaba la luz
aún no crecida.
De esta forma, los desgraciados muchachos, que eran
tres, se pusieron a esperar. Todo estaba ya en el
crepúsculo y uno dijo o preguntó si se encendería
una hoguera. Pero Chiquilín observó que el fuego
traería a algunos consumeros y que ya había bastante
compañía allí, con los maricones de trasmano que
solían establecer su turno en los galpones, o con
las pirujas ateridas, o, sencillamente, con los que
regresaban. Que era mejor estar así. Y bajo aquél
abrigo, hecho de un capote, se arrebujaron. Nada
cambiará nuestra historia este anónimo hecho perdido
entre los zapatos perdidos, perdido entre las chapas
de la cocina, los cordones de las botas, las gafas
pagadas a plazos, la pelea que posteriormente tuvo
el Pirata cuando fue, en otro tren, ya qué tiempo
hace, qué año fue señor Presidente, a trabajar a
aquel gran salto de agua, tan grande como la plaza
mayor más grande, alto a la altura de Dios, antiguo
paraje de osos y rebecos, donde ponía su canto el
urogallo (pelea de la que no se murió por ser día de
milagro) perdido entre, digo, todos los sucesos que
forman la estructura. Pero el caso es que se
arrebujaron, unos con otros. Y allí estaban
cercanías; estaban vía abierta; en camino; jugando a
la desgracia, sin techo del amor. El Pirata llevaba
a los crepúsculos por calles de amargura y a deshora
(pues cuando un día el maestro le preguntó vamos a
ver, tú, dónde vives contestó que él al devalo, al
libre, al silbido, a la tapia de Dios) y les
prometió a los otros dos que él iría en el tren
algún día, muy pronto, y también sería él quien les
tirase los bultos por la ventanilla, porque podría
ponerse al lado de una de las mujeres y si le
preguntaban a ver tú, con quién vienes diría "con
esta" o "con esta", una, cualquiera de las mujeres
que irían allí y que no le iban a desengañar, a
desenganchar, a desoís porque todas las mujeres son
madres de todos los que puedan decir este es mi
madre o voy con ésta. También les preguntó el Pirata
por algunas de las cosas que sabían los otros, verbi
gracia, cuántos son los reptiles que son los
ofidios, tortugas, quelonios -joder, quelonios,
parecen pedos- y cocodrilos... ¡Cómo iba el Pirata
por las tardes por todas las playas de la historia
por todo, salve, lo que es libre y está entre las
junturas!, llevaba en su mirada la inocencia del
viento. Con lo cual se pusieron a oír también la
llegada del tren, a ver si por la tierra, allí,
cercanos al recodo y al puente, por donde pasaba la
vía y por la vía pasaba el tren, oían los trancos y
fatigas. Chiquilín estaba siempre con el miedo,
madre desde aquí te escribo porque ya me he amparado
en la bolsa internacional del trabajo y ahora piden
para ir a las esclusas de Amsterdam y tú no te
preocupes no si no me preocupo con tal de que tú
estés ahí esperando aunque vayas con los otros dos,
el Pirata y el otro, y los bultos, por Dios que te
ayude San Antonio, van a volar hacia los matorrales
no los pierdas. Ya en la estación, de pronto, se
preparaban. Ya se oía al niño, el lejano jadeo de la
máquina. El tren que va a llegar deslumbra los
perfiles. De repente cada uno ha parido la aparición
y la catástrofe, se avisan, se procuran, hay un
correr de luces, de agitada descreencia en el
milagro. De repente, sí, allí hay el asombro
repetido del triunfo del orden y el sistema, la
razón se carga de la fuerza, esa perceptible
presencia de lo inaudito, que trasvasa los vinos,
que rebate el piso, conmueve la arquitectura de los
números, hace a la estación corazón del tiempo,
coronación del tiempo, comunión común de los
progresos es el momento en que el ave reseña su
presencia, lanza por delante sus indicios. El tren
va a llegar. Qué sencillo. Pero cuando llegó por
primera vez; pero cuándo fue la muerte del espacio,
y la ciudad se cubrió de noticias y presencias:
todos los muertos van al tren, a observar aquello
que apenas si vivía entre los sueños. Qué sencillo.
Pero el tren va a llegar y está hecho con sangre,
con ojos desenterrados de paciencia; tal arteria
desordenaba el silencio establecido, ya no podría
irse el sueño por los sueños: desde entonces, desde
el primer silbido, se decretaba el alma paralela de
la multitud. Fue en ese momento, señor Presidente.
Estaban Chiquilín, el Pirata, y el otro; una gran
alegría entraba por el pecho de asombro de las vías.
Era un día cualquiera de noviembre, con aquellos
bultos que iban a desembarazar el nutricio viaje. La
casa, allí en la oscuridad, estaba ya encendida.
Hicieron el último ruego al Altísimo. Las mujeres,
antes de llegar, sacaron sus brazos. Venía el pan
como un aliento. Entraba en la esperanza, en las
agujas del esplendor, en la paz. Los muchachos
estaban -cuantas veces sabrían después que el afán
de sobrevivir está en todos los caminos, destinado a
los hombres, con su nomenclatura de tristezas-
esperando, en aquella ciudad y así pasó el tren se
pusieron a buscar por la tierra, entre la oscuridad,
guiados por el tumulto de los hierros,
victoriosamente hendidos una vez más por la máquina
y ya bajaba por las luces y extendía la amplia
llegada de la jornada, cuando, todavía, señor
Presidente, los niños buscaban allá lejos, por donde
había pasado, hacía un momento, el pan que les
habían traído. Pero esto ya sabemos que no será
reseñado, ni quedó en la memoria. Sólo quizá, aquel
tren, ya desaparecido, lo recuerde. Y si no,
tampoco. Abrían en aquellos momentos las puertas del
andén hacia la ciudad que, una vez más, esperaba.
DOS
"Corría en tanto el tren con tal premura
que el monte abandonó por la ladera,
la colina dejó por la llanura,
y la llanura, en fin, por la ribera;..."
Campoamor, "El tren expreso"
Un día de noviembre del cincuenta y cinco, tres
desgraciadas, señor Presidente, iban en un trenecito
costero hacia la inmensa ría transformada por las
máquinas, las desecadoras, las chimeneas y la
amenaza de los galicazos y venéreas. Un aluvión de
asalariados por cuenta ajena, que dormían en
barracones improvisados y comían en manos de los
especuladores, esos chicharros que ahora se dedican
a piensos y a abono, hacían la estructura.
Acarreaban piedras, movían terraplenes, expulsaban
el agua, derrumbaban la brisa, colocaban el desorden
sobre los límites, trazaban sobre desmontes y
calveros el osario futuro del carbón, el hierro y la
acería. Las tres desgraciadas iban a hacer el
destajo sabatino, desde la ciudad grande, donde
habían sido alivio de alborotadores guerreros
peones, moránganos, chavalería sin desvirgar, mozos
y productores, a aquella naciente y alborotada urbe
que surgía. Entre los dos mundos -la vieja ciudad ya
de destino madurado y la villa abierta en pleno
vientre- no había más que aquel trenecito, tierno
como los árboles de la orilla, la tierra húmeda del
otoño y las sombras y el sol. Aquel trenecito movido
por la electricidad, parecía sacado del halda de una
aldeana ruborosa, pues sólo conocía hasta entonces
el trasiego del campo, las hortalizas, las frutas
redentoras, los hombres colorados y tímidos, las
muchachas de las procesiones, los escolares que
cantaban, sobre aquellos bancos alargados, antiguos
himnos ciclópeos o breves letrillas de fuga y
despedida como aquella de "viva la media naranja" y
"ferrocarril camino llano que en el vagón se va mi
hermano, se va mi hermano se va mi amor, se va la
prenda que adoro yo, que adoro yo..." y aquel
trenecito, muchacho, se ponía de fiesta en el
torbellino del jueves y la paz de la postguerra,
mientras la tierra parecía justa en sus límites y
provocaciones y todo era como el entrañable mapa,
con el Sáhara y Río de Oro, que hacían iluminar la
pared de la escuela con los sueños. Aquel tren era
asaltado ahora por la urgencia febril, la carne de
los turnos, las cestas de carbón, las horas del
destajo. Una larga leva de hombres venía por todos
los caminos, desde el Sur, y se arremolinaba, en las
filas, junto a los listeros que apuntaban las
contratas colectivas. Dormían en las sentinas
cuadradas de los almacenes y junto a las máquinas.
El tren, de pronto, oscureció su cuerpo, se llenó de
tumulto, de energía y blasfemia y su techo -"¡la
forma de la tapa de una tumba!"- recogía la rabia de
crecer de los hombres. En este tren fue el Pirata,
que más tarde murió metido en la campana de la
desecación, donde se pagaba el doble pero donde
también la muerte metía el barro y la asfixia por
los ojos. Y en este tren, todos los mediodías de los
sábados, las desgraciadas hacían el viaje para
arrimarse a la euforia de los jornaleros calientes,
ante largas filas de peones sin calificar,
convertidos en piedras y raíces, en mangos de
herramientas, en torpes materiales sin alma, debido
al esfuerzo y a la alargada estadía de las
ejecuciones laborales. Aquel oficio de las
desgraciadas, no obstante, adquiría en el tren, en
aquel breve viaje, de tres a cuatro menos cuarto,
una aureola de oficio de luz y de alegría. Porque la
Betty Boo, una de ellas, miraba al costado, hacia la
mar, por donde los raíles jugaban a las pericias de
los acantilados, y enrollaban la cintura de las
vaguadas y los peñascales, abajo, abajo, el mar, las
islas, la espuma que nunca ha dejado de ser la misma
y diferente -incluso ahora es la misma y diferente
cuando ya la simetría de las fábricas ha establecido
una castra estativa de fuegos y tronchos de hierro
calculados, y ha vencido la tecnología, en una
iluminada concrección productora, a la que colaboró
este tren, esta hora, estos sueños, de la Betty Boo,
que se volvía niña en aquel breve apuro de las
curvas, en la fiesta del tratratrá musical sobre las
vías, era una muchacha a la que iban a asaltar los
esfuerzos de la ambición fabril y que iba a soltarse
sus cabellos, su corpiño, sus canciones, en aquella
improvisada época de hierro. Por unos momentos se
recuperaba la inocencia de los dioses que iban a
morir en la arena, que secaban el sudor de la muerte
con el brillo de los crepúsculos y el tren, la
mujer, la desgracia, el tenebroso oficio de la carne
instrumentada como herramienta hasta al cielo
abierto, comulgaban en una ceremonia de esplendor.
Aquel tren -por el que cayó a principios de siglo el
símbolo de los valores de la fidelidad decimonónica
y altruista, con aquel accidente de tía Ernestina,
que dio un traspiés y se fue abajo, mientras sus
doncellas, al verla, no quisieron ser menos y se
arrojaron del tren para ir con su señora en las
mismas condiciones de accidentadas- danzaba como una
gacela, entre el verde y el mar, mira, mira, gritaba
la Betty, exaltada con aquella maravillosa procesión
de espuma, de barcos, de árboles, de descensos hacia
las playas, de delfines invisibles pero ciertos,
mientras tra tra tra el tren alegraba su paso y
lanzaba un agudo silbido en cada bosque de álamos y
tres, pii, piiii, piiii, al pasar por el apeadero de
la casa blanca, desde donde saludaba un factor que
se iba a jubilar leyendo novelas del Coyote y para
el que, por libre albedrío del conductor, hubo una
detención insólita el día de la despedida; mientras
la Betty se confundía con la máquina, los raíles, la
canción, en un momento inverosímil, cortado por sus
compañeras que, al verla, al notar el tren, la
dureza y la hora, le decían "cállate, mujer, que
vamos a llegar: estás como la pipa de un mono". Sí,
señor; por unos momentos se podría haber visto el
ritmo de los grandes acontecimientos anónimos -como
el golpe apenas perceptible geotrópico de una planta
al crecer, o el mismo instante en que la yema del
huevo adquiere su alma cósmica e intensa- como un
pequeño tren costero, eléctrico, lleno de colores,
aguja de aquel tejido de campos y verduras, era la
flor del mundo, el momento increíble de la
identidad. Yo no quiero exagerar, señor Presidente,
ni perturbar las grandes decisiones administrativas,
pero si es verdad que un huevo es política no hay
por qué dejar de creer en el sentido de este momento
de la Betty: con su falda de tablas, su jersey de
marinero de Bermeo, su chaquetón de pelliza, y su
sexo lacerado y a punto para la enorme confusión del
destajo, y su integración en el gran río del mundo y
de la historia. La Betty -pequeñita, tres pasitos
adelante, una breve parada, tres pasitos adelante,
una mirada atrás- terminaría siguiendo a aquel
hombre arrebatado que apuñaló a otro, en una
pendencia de fogata, juntos a la zona de la ría más
poblada de sueño, de rabia y de maletas de madera.
Ella entreveía en esos momentos, al lado de Astarté
-delgada y pretuberculosa, descolgada de las
cantinas medievales y las gigantomaquias de
Shakespeare, vendedora al final, en una esquina
protegida del viento asesino del invierno, de
cupones y lotería- y de la otra, por cuyas manos
habían pasado un día, otro sábado, como unos
novilleres de plaza restallante, los cuerpos de
aquellos desgraciados, del Pirata, de Chiquilín, de
tantos- que el mundo también podía ser de otra
manera en el tren que corría por la izquierda del
mar, desde aquella estación apenas de verdad, de
juguete, de rojos ladrillos, de ferroviarios de
bandera roja, que se asomaban, en increíble y
poética investigación, a la vía para ver "si había
alguien" -o quizá si estaba el tren en su sitio-
antes de dar salida a la máquina. Sí, señor
Presidente, debe ser anotado: la Betty creía en otro
mundo, no áspero y hostil, ni ansi ni zozobrante,
sino largo e íntimo como el viaje, saltando sobre la
no dudosa luz del mediodía, lleno de riberas, de
profundidades oceánicas, de giraldillas y grandes
hojas y colores. Se asomaba al exterior, por aquella
ventana en donde las navajas habían dejado algunas
simples señales, y echaba los ojos por el techo del
cielo, era tan vivo el viento, era tan frío... que
así en el corazón como en la mente, acaban por
formar una neblina, Betty, Betty, corriendo,
recogiendo aceitunas,saltando por el fuego,
despeñando el cabello, agotando la larga carretera,
enseñando caminos, poniendo verdes pinos y fontanas
al alba, despidiendo, pariendo en aquel prólogo de
llanto, saliendo hacia la orilla, clamando por los
gallos de las catedrales, cantando en Navidad, yendo
al albor de las bodas y pastores, recogiendo la
fruta de la noche e igualmente que sin saberlo se
poliniza el horizonte con los rezos y la corrupción
se detiene con el vuelo alto de los pájaros, así,
nosotros, señor, cuántos montamos en aquel tren tan
chico emprendimos el viaje de la ilimitada nube, de
la catástrofe de la nostalgia, Melibeas de llanto
por el pecho, luz de luz, haciendo al andar el
camino de la sencilla sangre de las cosas, sabíamos
que todo iba a ser sino inútil, imposible. Pero
nadie perturbaba aquel instante. Entre Astarté y su
compañera, la Betty vislumbraba la verdad de las
cosas, el río oculto de los acontecimientos, se
sentía sumergida -antes de ser vapuleada, entre la
voracidad fatigada- en la eternidad que se revela en
los pasos fugaces. Cobraba muy poco por tantos y
numerosos embates. Aquel tránsito de sueño parecía
la ascesis poética de entrada en la línea de fuego,
el momento místico y oferente de los toreros, el
patio de caballos de la gran sucesión de los
guerreros. En el tren alimentaba su mochila de
risas, de hondas músicas nunca realizadas pero sí
presentidas. Esta desgracia, en aquellos lúcidos
reverberos, cobraba por el tren una clara visión del
drama. Sería sometida. Todos los sueños han de ser
uniformados, inexorablemente remitidos a los
límites, puestos en la producción generalizada. Pero
antes, ah, antes de entregarlos, como le pasaba a
Betty, iban en aquel tren, por la costa, al Paraíso,
a las visicitudes de los ángeles, a recorrer las
tardes nunca examinadas ni puestas de rodillas. Como
el tren -incansable, eternamente joven, jugando con
los acantilados a pasar otra vez, al orbe de la
hormiga por el borde de la cigarra- entraba en el
proceso por la sublime puerta de los sueños. Por
nuestros trenes viaja la gente más soñada, la
Historia nunca hecha, la cronología inédita de los
ángeles buenos. Todo se olvidará. Todo caerá en una
grisácea lluvia: pero es ese momento nunca definido,
ni expedido en las ventanillas, ni censado, ni
encerrado en los efectos concretos, el que también
ha hecho el mundo. Tren por dentro de la sangre en
que se reconvierte el tren real, aquel en el que
vamos. Tren en el que se funde la parsimonia
original, genética, la del barro incendiado por el
soplo de la zarza. La Betty y el tren eran ya la
misma cosa. En aquellos silbidos -"silbar",
"silbar", "silbar"- decían unas pequeñas tablas
prendidas en estacas- se cantaba -qué increíble en
aquellos años de procedimiento subalterno- una
transfiguración de la vida en otra; fue la breve y
hermosa caricia que a la Historia le hacían la
anónima prudencia colectiva. En el tren se pasaba al
regazo materno, se volvía a la sangre de las
estatuas, los árboles volvían a nacer, nadie
sontabilizará, señor Presidente, esta aportación de
médula, este riego de luz entre las rocas, la saliva
profunda que enlaza las raíces. Pero es cierto que
existe. No está reseñada en la cronología. Pero ni
usted estará en la inmensa estación, ante la banda
de músicos que van a interpretar la sonora apertura
de los marcos, y la grave inclinación de las
efigies. La ciudad no tendría esta mañana ese hálito
de placenta permanente e inagotable si hace muchos
años no hubiera, por el lado del Norte, circulado
aquel tren, en aquel momento, con aquella música,
con aquellas efigies doradas de la tarde -la ribera,
el mar, la ventana, las rosas, la frente, se va mi
amor, se va la prenda que adoro yo- y en él, la
mujer, y las otras mujeres desgraciadas. Ellas
habrán colaborado en parte a la dicha y la desdicha.
Y, por fin, cuando el tren entró en la estación
seguido -"cual si entrase un reptil en su agujero"-
se bajaron. Una de ellas, Astarté, que era como una
ametralladora, al verle el aire febril a la ciudad,
el aliento del hombre dijo:
-Este sábado, treinta y cinco, por lo menos. ¿Y tú?
-preguntó a la Betty.
-Yo, igual -contestó ésta.
Y TRES
"Árboles abolidos
volveréis a brillar
al sol.........
árboles de una patria árida y triste
entrad
a pie desnudo en el arroyo claro
fuente serena de la libertad"
Blas de Otero, "Pido la paz y la palabra"
Un día de noviembre del año sesenta y tres
-precisamente el mes y el año en que mataron a
Kennedy y entraron en vigor las cláusulas
prohibiendo las pruebas atómicas- unas desgraciadas,
Aurora y su hija, esperaron en una estación la
llegada de un hombre que venía de Francia, adonde
había huído por haber volado un puente antes de la
entrada de las tropas. Hacía el viento de las
castañas, como queda dicho, y un ensimismamiento
atería la pintura de las casas, los álabes de la
geografía en los que se habían establecido nuevos
polígonos y hábitat para la tristeza y la esperanza.
Los nuevos hombres esperaban a los autobuses; hacía
poco que había llegado las costeras de las sardinas
y los zapatos pisaban una ciudad ansiosa. Las
mujeres, con una resignada indumentaria, esperaron
en un ángulo, precisamente el que da a una esquina
del nuevo complejo de oficinas de la estación. Hay
alguna gente más que espera porque este tren es de
lejanías. Esta tarde está teñida por el amor. En las
afueras se cogen las raíces de las manos y por esas
alamedas que va a destruir la piqueta de la alcaldía
pasan ráfagas de recuerdos, sombrean las alcotanes
los cimientos, corre el rumor de los gestos ya
olvidados. Las mujeres se han preguntado muchas
veces si serán apercibidas por el que llega y si
ellas, a su vez, van a conocerle. Aunque piensan que
estas cosas no son ningún problema porque todo lo
que ha existido junto se conoce, lo mismo en la
distancia que en la guerra próxima y cercana, y que
lo importante es ese paso que dará, de una parte, el
hombre que bajará con su perfil romano hacia
delante, con sus dedos acostumbrados a la
intemperie, con ese fragor silenciado del exilio,
que es como la tormenta que hay en el fondo del
vaso, sólo perceptible en el gozo del corazón y la
sangre al hacerse residencia del negror y del fuego;
con su voz destemplada por las noches divididas, por
los frentes y las bóvedas; un instante que se
quedará allí para siempre, mientras ellas avanzando,
después de haber corrido, como suele hacerse por los
andenes, al paso del tren, se detienen y esperan la
bajada por aquellas altas escaleras que inclinan
hacia el suelo a los vagones. Ese momento será el
definitivo de la contienda; cederá aquí el muro de
los años, el paredón de la memoria, la repetición de
la salmodia. En el mismo instante en que la enorme
máquina suelta el último jadeo y se extiende una
humedad caliente y se despiden las figuras que van
rápidamente hacia la puerta, esa despedida terrible,
de uvas desprendidas del racimo y echadas sobre las
cepas al alba, será la juntura de los dos océanos
separados. Aquí el mármol serenará la espuma.
Recuperará el sonido su onda más profunda. Las manos
ajustarán la distancia y los dedos restaurarán la
medida de la fe, la incansable fe que ha hecho
posible el mundo que habitamos. Y todavía quedarán
los ojos para deslumbrar el olvido de todos los
paisajes, para devolver a las fotografías frías de
los suelos y las sombras, las fotografías de esos
portales de la memoria que no podemos abrir porque
ya han desaparecido las escaleras, la sangre del río
que lleva la monotonía. Y aún más: la piel. La piel
calienta la alborada del mundo; aún hay todavía en
sus infinitos pliegues y tersuras la huella de la
prístina grandeza. Sin la piel no sería capaz la
Humanidad de alterar con su sombra, su muerte y su
cierta seguridad en la prolongación; esa eternidad
visible que es la piel abre los pómulos de la vida,
estrecha al helio y al hidrógeno con su oficio de
fuego, urge. Todo es piel. La muerte no es más que
la ausencia de la piel; los trenes tocan la piel de
la cronología, los pasos de los hombres, son sus
pasos sostenidos e impacientes, trazados como en una
escultura inamovible, que ha de estar sobre el mismo
paisaje. Por su parte, señor Presidente, el hombre
pensaba en esa letanía que escuece la memoria del
exilio, alé, alé, de Cerverá a Arlés, alé, alé hijo
puta senegalés, donde están los derechos del hombre,
alé, alé, a cagar otra vez; el puré de persianas, la
diarrea crónica, la petición de residencia, el himno
de los republicanos, la filosofía de Vichy, el
trabajo en las granjas, la alternativa de la legión
francesa, el maquis, el coña de los viejos
resistentes; y, anteriormente, la tarde aquella ya
absurdamente zanjada, el explosivo, el ruido de las
tanquetas italianas, el estertor de la carrera, agua
chico ¿por dónde van los otros?, toma, dale esta
manta a tu madre, a mi me pesa para correr; el paso
fronterizo de la libertad, la navidad horrísona,
aquella especie de sucia esperanza de la guerra y la
nada, la invocación del árbol abolido. (Pero más que
eso, es como una borrachera; esa tremenda liberación
del miedo antes, décimas de segundo antes de la
pelea, cuando parecen los ojos que se van a la nada,
y la muerte es el límite más cercano). El mismo tren
le produce un hervor. Hay unos seres desconocidos de
toda la vida allí; la España desconocida de todos
los días, saluda a los desconocidos porque no los he
visto desde tanto tiempo y le desconozco mucho, pero
sufro aún mucho más ante esta palabra que me falta,
la voz a ti debida ¡oh, gente que llevas en mi
hombre la voz a ti debida. Así que se queda dormido
y despierte. Saluda a Picasso, maestro. La boina de
don Pío. La trémula cresta del gallo. Ojalá todo
fuera como ese día perdido del calendario en que
entramos, quizá con las horas en la sangre pero no
demasiado humillados, en el pórtico de la cocina y
vemos la herramienta de las cosas, la eterna
colocación de las cosas sencillas, tan bien puestas
en su sitio. Un día cualquiera. Cuando se cobraba y
se metía el dinero en el pañuelo y se llevaba así,
cuando la caja de resistencia y el alero y la pesca
larga, templada hasta llegar a la orilla del frío.
Puede ser también ese olvidado vino, esa decadencia
del bienestar en la sombra, en la mesa esquinera,
sobre la madera de tantos pulsos y la palabra. Ojalá
sea también la difícil explosión de los sentidos, la
yacija encendida, la profunda certedad de la
agresión. ¿Y si fuera también este otro encuentro,
éste de los días, las horas, la herramienta, la
percepción del tumulto, España en suma? Cómo volver
a ser invisible contacto de lo directo, España,
España de los ríos, los montes, de las vaguadas
plenas de cortezas, de las sombras sembradas de la
voz que nos lleva y que nos trae sin saberlo, España
cenicienta y profunda extendida en la sangre del
Océano levantada en los humos y los hierros venteada
de guerra y de soles, trenes infinitos llevadme con
vosotros, ¡Oh, trenes de distancias cercanas, trenes
por donde el mundo se pierde y se reencuentra
llevadme con la sangre y el toro con la inmensa
popularidad de la muerte y los oficios la costumbre
del hombre la española voz que me tiembla en las
raíces raíles de las sombras y ecos...!
Aquel hombre parecía pedir la paz. Esta es la verdad
que no está reseñada.
Entre estas dos distancias, señor Presidente,
establecía el tren una paciencia, la calma de las
cosechas, de la maduración. Esta visión global del
acontecimiento no es posible, se escapa a las
previsiones porque nos habituamos a los móviles
módulos metódicos formales. Pero en una canción que
se cantaba a los niños decían en la estación de
Veriña están haciendo una pared por la pared va la
vía por la vía pasa el tren éntrale y no temas
soldadito veterano éntrale y no temas que yo te daré
la mano, mientras con unas piedras se iba ritmando
la traslación, pasando las piedras de unas manos a
otras del corro, del corro que conjunta y redondea
la vida. En Arlés se cantaba entre tanta miseria y a
veces se oía el paso del tren por los pechos
tendidos.
No fue de ellos apenas nada. Se sumaron a la
corriente ancha de las flaquezas, las ternuras, las
admoniciones y la agonía sostenida y sonriente. Que
se pueda recordar, se cambiaron de calle.
Encontraron nuevos modos de vida y esperanza. Las
pisadas renovaban los viejos litigios y las viejas
palabras se empleaban con ternura. Todo volvió a ser
como al principio, pero en un vino más reposado, en
una garrafa antigua, en un piso caliente por la
pisada del tiempo. Se perdieron sus sombras, sus
nombres, sus altercados, sus familias, su especie de
repetición se encontrará en la susodicha cualquier
parte, gracias pueblo.
Pero la paz estuvo allí. Llegó el tren. Entró con
esa manera de sonoro y desordenado despliegue de
motivos. Ellas echaron, como estaba previsto, a
correr. Es una escena en la que la cámara debe
situarse en el tejadillo de los factores de larga
distancia, y tomar en un reflejo paralelo, con los
auxilios técnicos precisos, ora la calle, ora el
andén, oras las caras de las mujeres, ora la del
hombre, como pidiendo perdón ante tanta ausencia
desconocida. Después hará una fusión de
entrecortados gestos, hasta el fundido en los
perdiles mezclados.
Fue el beso de la paz, exactamente. El que la mujer,
pasados los primeros momentos, dio a las maderas del
vagón. Árboles abolidos, trucados en madera, que
parecían volver a brillar. Eso parecían, señor
Presidente.
Con lo cual, no quiero perturbarle más. No estará
escrito. Se abrirá la gran placa. Caerá, ante la
música, el pañolón. Probablemente se arrebujarán los
testigos. Nadie sabrá dónde queda la reseña real de
la Historia, aquello que es evidente, es evidente;
pero lo que no lo es, está también ahí, succionando
del tiempo y elaborando, como la levadura, el pan y
el vino que edifica. El tren que va a venir, los que
van a venir, qué historias, qué estrecho cauce de
profundas revelaciones humanas. Pero eso es
desconocido.
Todos nos desconocemos porque nos da vergüenza.
Pero piénselo usted, señor Presidente, que tiene
obligaciones tan altas. Será un momento, sólo un
momento, mientras los trenes unen todo su sonido, su
jadeo, los hombres.
Es el gran momento, aunque no esté escrito en la
placa, de la identidad.