Premio de Narraciones Breves Antonio Machado 1977 - Fundación de los Ferrocarriles Españoles

Premio Narraciones Breves Antonio Machado, 1977

Primer premio: 'El tren de las tres', Mauro Muñiz

Narraciones Breves 1977

Graduado por la Escuela Oficial de Periodismo y licenciado en Ciencias de la Información, este gijonés ha obtenido un sinfín de premios en su dilatada carrera literaria. Ha logrado siete Huchas de Plata, el Elisenda Montcada de novela por "La huelga" y está en posesión del premio Víctor de la Serna de periodismo. La novela, el ensayo, el relato corto, la biografía y el teatro han sido objeto de su trabajo, y algunas de sus obras han sido traducidas al ruso y al francés.

***

UNO

"Si cabrón sopla el viento frío más cabrón sopla del viento cálido"
Manuel Pilares, "Libro de Antisueños"

Un día de noviembre del año cuarenta y uno aquellos desgraciados se pusieron a esperar, señor presidente, cerca de la estación. No en el único andén, grande, áspero y oscuro, del final, donde estaba aquella boca enorme y el letrero "español, la blasfemia es el cáncer de la lengua", y unos urinarios con las puertas como las de los salones del Oeste de las películas; sino más adelante, por las cercanías donde los trenes respiran más fuerte y echan la fatiga en unas nubes grises y espesas, calentitas como las castañas de la esquina del cine, y hacen "fúa, fúa, fúa..."hasta quedar, cincuenta metros más abajo, quietos, tristes, vacíos y solos. Por allí echaban al suelo sus sombras las chimeneas, pasaba un río pequeño y lleno de olores malos llamado Cutis y venía la salitrosa brisa del mar, de las marejadas, de los grandes charcos de los astilleros, donde algún día trabajarían, si los dejaban por la edad, metidos en las calderas por unas cuerdas largas, mientras arriba les gritaban "limpia ahí, ahí, donde más pegada está la basa...". A aquellas horas todo parecía reducirse: la luz de las calles, la embocadura de la mar, los humillados prados cercanos a las factorías, los descampados. Y todo parecía también alargarse: la luz, la pequeña y maravillosa luz de las casas, porque ya se volvía del trabajo; las embocaduras de la avenida que hacía el costado de la estación, larga y llena de galpones y talleres; las sombras de los edificios cercanos, que caían sobre carriles y traviesas. No sabían qué hacer y trataban de mirar más lejos de las fronteras de la oscuridad; pero sabían que los trenes no se ven, se oyen; primero en un silbido hola ya llego, piii, y después el pecho alto de la locomotora, enfoscada de humo; y luego, todo lo demás. "Primero dejáis pasar la máquina; después los vagones de primera y de segunda; y después, más después todavía, vienen los nuestros; entonces es cuando tenéis que estar muy atentos, por Dios, muy atentos, a ver si se va a perder todo, ojalá nos ayude San Antonio...". Pero faltaba mucho. Estaban allí, señor Presidente, tan temprano, porque ya sabían cómo lo habían de hacer tantas veces, hasta pensar que toda su vida no era más que eso, esperar, sobre todo por la noche, en aquellas casas y los años en que se esperaba todo, hijos, jornales, victorias del equipo de fútbol que había que llegar antes a todo, un poco antes, u horas antes: a las colas del carbón, a los comedores de auxilio social, a las sesiones de los viernes del gran cine, a las marejadas de los oricios, cuando se acercaba Semana Santa y se pedía a Dios que perdonase a su pueblo, y había que tener siempre en la memoria muerte juicio infierno y gloria. Pero, además, sepa usted que es que les gustaba la estación porque todo allí parecía tener más cine y suceder más rápido y había muchas cosas, hasta el punto que pasó que uno de la escuela, el Figuras, se hizo, como el padre, maletero del exterior y pidió de fichaje al presidente del Cóndor, que lo hiciera de plaza fijo, y como era buen extremo izquierda el Figuras lo consideraron bien y, a la segunda temporada, ya tenía la gorra y el número y se le veía por las tardes hablando y sacando las maletas y era el mejor, con su cara ancha, sus piernas cortas y su voz diciendo "a esos defensas los corto yo por abajo". Y luego, los plátanos y los tomates, cuando algunas cargas venían muy mal y olían en los vagones y se hacía la vista gorda para que la chavalería los cogiese, algunos nada más, para aprovecharlos y estaban buenos si no se comían muchos hasta reventar (y de lo que tenía memoria uno de ellos, años más tarde, muchos años después -pero todavía se acordaba, señor Presidente- cuando ya tuvo maleta y reloj, y se fue por segunda vez, y él decía que para siempre: aunque ya para entonces habían desaparecido los urinarios, y en la cantina había unos calendarios con colores y anuncio de anís y se habían puesto letreros nuevos y neones; pero todo, desde la ventanilla, le venía con la niebla, porque ya no había trenes de humo, y agrandado por la médula del recuerdo, lleno de dulce ternura y de un dolor por la sangre, y veía, a lo lejos, a Chiquilín, mirando la banda izquierda de los vagones, con los brazos abiertos, esperando el maná, y al Pirata correr de un lado para otro, y a él mismo tirándose sobre lo que les habían arrojado y gritando, aquí, aquí; y, Dios le perdone, parecía entonces, en aquellos momentos, tanto tiempo después, decirlo con los ojos "aquí, aquí", aquí estoy yo, porque yo he estado aquí, donde empieza lo último que se ve de la vía, y era de noche, y viernes, y noviembre, y frío, y siempre, y por eso no soy un cualquiera -"¿Qué, otra vez afuera?", le había preguntado el de la cantina; "... si ahora se está mejor aquí, hombre!- y cuanto quiero, todo lo que duerme sobre los dedos, y me ha hecho y deja en la raíz un riego de río profundo que no sé dónde nace, y Chiquilín, y el Pirata, venid por mí, quiero apearme, dónde estáis compañeros que me dejáis tan solo en esta furkuntendam de Berlín, por que empiezo a morir en el recuerdo, qué dolor y esta vez no vuelvo, porque ya no conozco esta luz, estas caras, este jueves...). Y también tenía la estación las caras de la gente que llegaba: los curas, siempre tan serios, llenos de Dios y de getsemaní, y los viajantes, con sus grandes maletas, en las que llevaban con los bigudíes y los artículos al detalle, las zapatillas de lana que se ponían en los largos viajes, y las cuerdas que colgaban del techo con una tablilla, para apoyarse la cabeza y dormir, y los militares, con las botas altas, y las gorras de plato, una estrella de ocho puntas, de ocho porque de seis es alférez, comandante, y dos, teniente coronel y, sobre todo, los foriatos o veraneantes, entrada ya la soleyera de julio, con los baúles, si venían en familia, de Madrid o de Valladolid, o de otros sitios importantes, o en grandes bolsones y cestas, si eran de la Tierra de Campos, de los pueblos llenos de trigo y de garbanzos, de donde venía en tren o vino tantos inviernos con el vientre repleto de esperanza; gente esta última con el cuello y las manos morenos, pero con el resto del cuerpo lleno de blancura de lombriz porque en aquellas estepas, en las eras y las tardes de las mulas ciegas y los bieldos, que trilla trillo, no se tomaba el sol. Y también los días en que regresaban las expediciones de los que seguían al equipo local y se echaban por las puertas a saludar y a contar cómo había sido la derrota. O también sabía la estación a alba con los trabajadores que salían con unos carnés que les servían de billetes hacia la Tronería o las fábricas de hilos, o las otras fábricas cercanas, las de vidrios y de hierro, con unos paquetes debajo del brazo unos y otros, con la cesta de mimbre de las comidas. En una de aquellas horas afiladas por la luz y el frío, y el miedo, los gallos que cantan en nuestros ojos y en la masculada afición a la vida y a las vicisitudes, marchó Chiquilín, quién lo iba a decir, tan torpe recogiendo los bultos, porque ya entonces no tenían más que a cuatro de los hermanos y pensaba llamarlos desde fuera, una vez que pasase la frontera y se le diese por perdido por no llevar salvoconducto, ni autorización, ni nada; y por eso les dijo a ellos dos, al Pirata y a él, que daría la gabardina para pagar al que pasaba por los montes, "no habléis bajo, como si nada, como si me voy aquí al lado, no vayamos a joderlo ahora", decía, cuando, la realidad, iba tan lejos y ya nunca más, qué sería, padre nuestro que estás en los cielos, en aquella estación, cerca de la que, en aquellos momentos, señor Presidente, esperaban; agolpados sus hombros en lo oscuro, sentados, llenos de fe en la vida y la tierra en el inmenso círculo que abría la ciudad por la noche y, por fin, en el tren, cuya voz sería anunciada por su silbido de cresta, fino, blanco, penetrativo en más estrecho y corto que se oía después de las sirenas de las fábricas, pero también el más puro, como una navaja que cortase la oscuridad, el pan, el humo, la jornada toda. Toda aquella estación, grande, con el reloj colgado del techo del andén, era distinta -y de eso hay que darse bien cuenta- del puerto y de la mar. La mar va a una brújula llena de viento -tú me mirabas aguja, y como buen marinero, partí el alma en cuatro trozos, uno para cada ruta-, de desconocido y de azul; pero la estación tiene una gente más cercana y llena de señales ; el puerto es grande como la patria y el himno se extiende sobre él y su corazón está más acongojado y sólo se mueve algunas veces; la estación, sin embargo, huele a la calle, es otra calle, y no se cierra en Navidad. Por eso, (salvo en las quincenas de las motonaves, la Covadonga o la del marqués de Comillas, que recogen los pasajeros) los restantes días son de la estación; lunes, martes, miércoles, jueves -con el largo exprés que finaliza el trayecto-, viernes y sábados. Porque la estación es como una mujer con hollín, con los brazos gruesos y medio inclinados, que hiciese una madeja para unos jerseys de la escuela, y tuviera los otros brazos fuera de allí, en los más lejanos pueblos donde había otras estaciones; y los trenes no eran más, o algo así, que los hilos de lana ya que iban de unos brazos a otros, pardos, grises, cenceños, eucaliptus, colores, salmodia, tran, tran, tran, trayendo y llevando, pero sin el mar tan grande e ilimitado, sino con las cestas de las flores, los muertos, la comida, el horario, las cuentas del áspero mundo, las calles con farolas y flecos y tiendas; pero siempre echándose los trenes ordenadamente por las vías para decirse o llevarse o traerse las cosas, los muertos, los recuerdos, los avisos, los sueños, que se iban, a veces quedando desprendidos o sueltos o jugando por los raíles en las larguísimas noches, por los vagones, (de tal forma que los trenes conservan colgados, o sentados de forma invisible, todo aquello que por ellos ha pasado, o ha sido sufrido y meditado; y el cortante ritmo, la soñarrera que se echa sobre los viajeros, no es más que la vuelta al recuerdo o la conversación con los anteriores que estuvieron allá y allí escribieron, en tal estación tal cosa, en esta otra, aquí en el túnel esto, en el repecho lo otro, todo cuanto querían y esperaban y, en algún momento, creyeron que correspondía a su vida y su alma). Y las estaciones, por tanto, son los grandes confesionarios donde empiezan y terminan las cosas, donde los trenes depositan su carga de ruido y de silencio, su amor y su desventura, para volver a cargarse de amor y de desdicha, de zozobra y de ansiedad, de sueños y de mensajes, de diminutos dramas, de tiovivos circulares, de todos los verbos del idioma, de la sinfonía de las casas, de las manos que circulan por las novelas, de ojos que quieren ser árboles, llanura, de todos los pensamientos, de todos los caminos que -en esa salmodia de brazos inexorables seguidos y separados siempre por la misma distancia, siameses en la enorme bóveda- se convierten en un río de orilla repetida, de orillas repetidas, fijas y, al mismo tiempo, movibles, álamos orillando su cintura, entrad a pie desnudo, ponedme vuestra sombra, no nos dejéis marchar hacia la muerte; por donde el cauce de un río pequeño y grande, el de la vida, florecido en huesos húmeros, corre y corre, adiós, adiós, bienvenido, adiós, y abrazo, abrazo, estallido de lo que más perdura en la carne mortal, en cada andén; y por ese cauce, también, cuántas voces no fueron precediéndonos, cuánto inclinado pensamiento, o sensitivo amor, o ajetreo de luz o minuciosa y desordenada búsqueda de la comprensión y la unión de todas las estirpes que en este cauce se sumen en la nada y en la tumba y también en la pervivencia de los eternos miramientos del cosmos. Pero, además, señor Presidente, ha de contar Usted cómo la estación abrió a nuestra ciudad el destino de las huertas, los frutos y los acontecimientos que iban a venir, y que hicieron del costado de la tierra algo tan ancho y fragoso y sonoro y multiplicado como había sido hasta entonces el mar, por donde salía el cinabrio, y el carbón, o las rudimentarias barcas de los balleneros y al que llegaban corsarios, y antes, las naves de los Césares, los dioses, las aras y los templos; y por donde salían, más tarde aún, aquellos que ponían sus huellas en los lejanos puntos, donde volvían al humo y la oración de la casa olvidada en la tierra, pero presente en el fuego. Abrió otra cicatriz, la estación, que aún no estaba en la espalda ni el costado de la ciudad y por ella se vertía de nuevo la cosecha, se recibía otro horizonte, otra risa, otra queja, que se ponía al costado del otro de la mar y de tal forma, ¡oh, señor Presidente!, que la ciudad no fue completa hasta que no fue herida por los trenes y por eso podría observarse, y así debe hacerse si la historia perdura, que la estación fue construida dentro, en el mismo gozo de las calles, en el interior casi de los portales, como una casa, y no se quedó en las afueras sino que llegaba adonde las orillas le alcanzaban el mar. Esta estación que ahora será enterrada, ya que usted va a abrir la que está a las afueras, llegaba, sí, a las puertas y traía el mercado de la historia a esta comunidad que extendía su fiera decadencia, su heroísmo gris, su techumbre contra los vientos construida, sin saber hacia donde: fue entonces cuando la estación repetía la costumbre del hombre ya olvidada de abrir nuevos caminos al cansancio. ¡Ah!, en los plátanos maduros, por la tarde, estaba, entre la pulposa dulzura, la voz de tantos trenes, la puerta de tantos cementerios, las fiestas anteriores de la vida, la fruta de los caminos lejanos recuperada, como del paraíso, por aquella playa de gris, bajo el reloj, en la que confluían. Estaban dormidos los vagones, mientras se deshacían las cestas y el hombre aquél repartía a los furtivos niños su regalo de sol; pero nada dormía, reposaba nada más: la estación parecía en la siesta la enorme maría que amamantaba la luz aún no crecida.

De esta forma, los desgraciados muchachos, que eran tres, se pusieron a esperar. Todo estaba ya en el crepúsculo y uno dijo o preguntó si se encendería una hoguera. Pero Chiquilín observó que el fuego traería a algunos consumeros y que ya había bastante compañía allí, con los maricones de trasmano que solían establecer su turno en los galpones, o con las pirujas ateridas, o, sencillamente, con los que regresaban. Que era mejor estar así. Y bajo aquél abrigo, hecho de un capote, se arrebujaron. Nada cambiará nuestra historia este anónimo hecho perdido entre los zapatos perdidos, perdido entre las chapas de la cocina, los cordones de las botas, las gafas pagadas a plazos, la pelea que posteriormente tuvo el Pirata cuando fue, en otro tren, ya qué tiempo hace, qué año fue señor Presidente, a trabajar a aquel gran salto de agua, tan grande como la plaza mayor más grande, alto a la altura de Dios, antiguo paraje de osos y rebecos, donde ponía su canto el urogallo (pelea de la que no se murió por ser día de milagro) perdido entre, digo, todos los sucesos que forman la estructura. Pero el caso es que se arrebujaron, unos con otros. Y allí estaban cercanías; estaban vía abierta; en camino; jugando a la desgracia, sin techo del amor. El Pirata llevaba a los crepúsculos por calles de amargura y a deshora (pues cuando un día el maestro le preguntó vamos a ver, tú, dónde vives contestó que él al devalo, al libre, al silbido, a la tapia de Dios) y les prometió a los otros dos que él iría en el tren algún día, muy pronto, y también sería él quien les tirase los bultos por la ventanilla, porque podría ponerse al lado de una de las mujeres y si le preguntaban a ver tú, con quién vienes diría "con esta" o "con esta", una, cualquiera de las mujeres que irían allí y que no le iban a desengañar, a desenganchar, a desoís porque todas las mujeres son madres de todos los que puedan decir este es mi madre o voy con ésta. También les preguntó el Pirata por algunas de las cosas que sabían los otros, verbi gracia, cuántos son los reptiles que son los ofidios, tortugas, quelonios -joder, quelonios, parecen pedos- y cocodrilos... ¡Cómo iba el Pirata por las tardes por todas las playas de la historia por todo, salve, lo que es libre y está entre las junturas!, llevaba en su mirada la inocencia del viento. Con lo cual se pusieron a oír también la llegada del tren, a ver si por la tierra, allí, cercanos al recodo y al puente, por donde pasaba la vía y por la vía pasaba el tren, oían los trancos y fatigas. Chiquilín estaba siempre con el miedo, madre desde aquí te escribo porque ya me he amparado en la bolsa internacional del trabajo y ahora piden para ir a las esclusas de Amsterdam y tú no te preocupes no si no me preocupo con tal de que tú estés ahí esperando aunque vayas con los otros dos, el Pirata y el otro, y los bultos, por Dios que te ayude San Antonio, van a volar hacia los matorrales no los pierdas. Ya en la estación, de pronto, se preparaban. Ya se oía al niño, el lejano jadeo de la máquina. El tren que va a llegar deslumbra los perfiles. De repente cada uno ha parido la aparición y la catástrofe, se avisan, se procuran, hay un correr de luces, de agitada descreencia en el milagro. De repente, sí, allí hay el asombro repetido del triunfo del orden y el sistema, la razón se carga de la fuerza, esa perceptible presencia de lo inaudito, que trasvasa los vinos, que rebate el piso, conmueve la arquitectura de los números, hace a la estación corazón del tiempo, coronación del tiempo, comunión común de los progresos es el momento en que el ave reseña su presencia, lanza por delante sus indicios. El tren va a llegar. Qué sencillo. Pero cuando llegó por primera vez; pero cuándo fue la muerte del espacio, y la ciudad se cubrió de noticias y presencias: todos los muertos van al tren, a observar aquello que apenas si vivía entre los sueños. Qué sencillo. Pero el tren va a llegar y está hecho con sangre, con ojos desenterrados de paciencia; tal arteria desordenaba el silencio establecido, ya no podría irse el sueño por los sueños: desde entonces, desde el primer silbido, se decretaba el alma paralela de la multitud. Fue en ese momento, señor Presidente. Estaban Chiquilín, el Pirata, y el otro; una gran alegría entraba por el pecho de asombro de las vías. Era un día cualquiera de noviembre, con aquellos bultos que iban a desembarazar el nutricio viaje. La casa, allí en la oscuridad, estaba ya encendida. Hicieron el último ruego al Altísimo. Las mujeres, antes de llegar, sacaron sus brazos. Venía el pan como un aliento. Entraba en la esperanza, en las agujas del esplendor, en la paz. Los muchachos estaban -cuantas veces sabrían después que el afán de sobrevivir está en todos los caminos, destinado a los hombres, con su nomenclatura de tristezas- esperando, en aquella ciudad y así pasó el tren se pusieron a buscar por la tierra, entre la oscuridad, guiados por el tumulto de los hierros, victoriosamente hendidos una vez más por la máquina y ya bajaba por las luces y extendía la amplia llegada de la jornada, cuando, todavía, señor Presidente, los niños buscaban allá lejos, por donde había pasado, hacía un momento, el pan que les habían traído. Pero esto ya sabemos que no será reseñado, ni quedó en la memoria. Sólo quizá, aquel tren, ya desaparecido, lo recuerde. Y si no, tampoco. Abrían en aquellos momentos las puertas del andén hacia la ciudad que, una vez más, esperaba.


DOS

"Corría en tanto el tren con tal premura
que el monte abandonó por la ladera,
la colina dejó por la llanura,
y la llanura, en fin, por la ribera;..."


Campoamor, "El tren expreso"

Un día de noviembre del cincuenta y cinco, tres desgraciadas, señor Presidente, iban en un trenecito costero hacia la inmensa ría transformada por las máquinas, las desecadoras, las chimeneas y la amenaza de los galicazos y venéreas. Un aluvión de asalariados por cuenta ajena, que dormían en barracones improvisados y comían en manos de los especuladores, esos chicharros que ahora se dedican a piensos y a abono, hacían la estructura. Acarreaban piedras, movían terraplenes, expulsaban el agua, derrumbaban la brisa, colocaban el desorden sobre los límites, trazaban sobre desmontes y calveros el osario futuro del carbón, el hierro y la acería. Las tres desgraciadas iban a hacer el destajo sabatino, desde la ciudad grande, donde habían sido alivio de alborotadores guerreros peones, moránganos, chavalería sin desvirgar, mozos y productores, a aquella naciente y alborotada urbe que surgía. Entre los dos mundos -la vieja ciudad ya de destino madurado y la villa abierta en pleno vientre- no había más que aquel trenecito, tierno como los árboles de la orilla, la tierra húmeda del otoño y las sombras y el sol. Aquel trenecito movido por la electricidad, parecía sacado del halda de una aldeana ruborosa, pues sólo conocía hasta entonces el trasiego del campo, las hortalizas, las frutas redentoras, los hombres colorados y tímidos, las muchachas de las procesiones, los escolares que cantaban, sobre aquellos bancos alargados, antiguos himnos ciclópeos o breves letrillas de fuga y despedida como aquella de "viva la media naranja" y "ferrocarril camino llano que en el vagón se va mi hermano, se va mi hermano se va mi amor, se va la prenda que adoro yo, que adoro yo..." y aquel trenecito, muchacho, se ponía de fiesta en el torbellino del jueves y la paz de la postguerra, mientras la tierra parecía justa en sus límites y provocaciones y todo era como el entrañable mapa, con el Sáhara y Río de Oro, que hacían iluminar la pared de la escuela con los sueños. Aquel tren era asaltado ahora por la urgencia febril, la carne de los turnos, las cestas de carbón, las horas del destajo. Una larga leva de hombres venía por todos los caminos, desde el Sur, y se arremolinaba, en las filas, junto a los listeros que apuntaban las contratas colectivas. Dormían en las sentinas cuadradas de los almacenes y junto a las máquinas. El tren, de pronto, oscureció su cuerpo, se llenó de tumulto, de energía y blasfemia y su techo -"¡la forma de la tapa de una tumba!"- recogía la rabia de crecer de los hombres. En este tren fue el Pirata, que más tarde murió metido en la campana de la desecación, donde se pagaba el doble pero donde también la muerte metía el barro y la asfixia por los ojos. Y en este tren, todos los mediodías de los sábados, las desgraciadas hacían el viaje para arrimarse a la euforia de los jornaleros calientes, ante largas filas de peones sin calificar, convertidos en piedras y raíces, en mangos de herramientas, en torpes materiales sin alma, debido al esfuerzo y a la alargada estadía de las ejecuciones laborales. Aquel oficio de las desgraciadas, no obstante, adquiría en el tren, en aquel breve viaje, de tres a cuatro menos cuarto, una aureola de oficio de luz y de alegría. Porque la Betty Boo, una de ellas, miraba al costado, hacia la mar, por donde los raíles jugaban a las pericias de los acantilados, y enrollaban la cintura de las vaguadas y los peñascales, abajo, abajo, el mar, las islas, la espuma que nunca ha dejado de ser la misma y diferente -incluso ahora es la misma y diferente cuando ya la simetría de las fábricas ha establecido una castra estativa de fuegos y tronchos de hierro calculados, y ha vencido la tecnología, en una iluminada concrección productora, a la que colaboró este tren, esta hora, estos sueños, de la Betty Boo, que se volvía niña en aquel breve apuro de las curvas, en la fiesta del tratratrá musical sobre las vías, era una muchacha a la que iban a asaltar los esfuerzos de la ambición fabril y que iba a soltarse sus cabellos, su corpiño, sus canciones, en aquella improvisada época de hierro. Por unos momentos se recuperaba la inocencia de los dioses que iban a morir en la arena, que secaban el sudor de la muerte con el brillo de los crepúsculos y el tren, la mujer, la desgracia, el tenebroso oficio de la carne instrumentada como herramienta hasta al cielo abierto, comulgaban en una ceremonia de esplendor. Aquel tren -por el que cayó a principios de siglo el símbolo de los valores de la fidelidad decimonónica y altruista, con aquel accidente de tía Ernestina, que dio un traspiés y se fue abajo, mientras sus doncellas, al verla, no quisieron ser menos y se arrojaron del tren para ir con su señora en las mismas condiciones de accidentadas- danzaba como una gacela, entre el verde y el mar, mira, mira, gritaba la Betty, exaltada con aquella maravillosa procesión de espuma, de barcos, de árboles, de descensos hacia las playas, de delfines invisibles pero ciertos, mientras tra tra tra el tren alegraba su paso y lanzaba un agudo silbido en cada bosque de álamos y tres, pii, piiii, piiii, al pasar por el apeadero de la casa blanca, desde donde saludaba un factor que se iba a jubilar leyendo novelas del Coyote y para el que, por libre albedrío del conductor, hubo una detención insólita el día de la despedida; mientras la Betty se confundía con la máquina, los raíles, la canción, en un momento inverosímil, cortado por sus compañeras que, al verla, al notar el tren, la dureza y la hora, le decían "cállate, mujer, que vamos a llegar: estás como la pipa de un mono". Sí, señor; por unos momentos se podría haber visto el ritmo de los grandes acontecimientos anónimos -como el golpe apenas perceptible geotrópico de una planta al crecer, o el mismo instante en que la yema del huevo adquiere su alma cósmica e intensa- como un pequeño tren costero, eléctrico, lleno de colores, aguja de aquel tejido de campos y verduras, era la flor del mundo, el momento increíble de la identidad. Yo no quiero exagerar, señor Presidente, ni perturbar las grandes decisiones administrativas, pero si es verdad que un huevo es política no hay por qué dejar de creer en el sentido de este momento de la Betty: con su falda de tablas, su jersey de marinero de Bermeo, su chaquetón de pelliza, y su sexo lacerado y a punto para la enorme confusión del destajo, y su integración en el gran río del mundo y de la historia. La Betty -pequeñita, tres pasitos adelante, una breve parada, tres pasitos adelante, una mirada atrás- terminaría siguiendo a aquel hombre arrebatado que apuñaló a otro, en una pendencia de fogata, juntos a la zona de la ría más poblada de sueño, de rabia y de maletas de madera. Ella entreveía en esos momentos, al lado de Astarté -delgada y pretuberculosa, descolgada de las cantinas medievales y las gigantomaquias de Shakespeare, vendedora al final, en una esquina protegida del viento asesino del invierno, de cupones y lotería- y de la otra, por cuyas manos habían pasado un día, otro sábado, como unos novilleres de plaza restallante, los cuerpos de aquellos desgraciados, del Pirata, de Chiquilín, de tantos- que el mundo también podía ser de otra manera en el tren que corría por la izquierda del mar, desde aquella estación apenas de verdad, de juguete, de rojos ladrillos, de ferroviarios de bandera roja, que se asomaban, en increíble y poética investigación, a la vía para ver "si había alguien" -o quizá si estaba el tren en su sitio- antes de dar salida a la máquina. Sí, señor Presidente, debe ser anotado: la Betty creía en otro mundo, no áspero y hostil, ni ansi ni zozobrante, sino largo e íntimo como el viaje, saltando sobre la no dudosa luz del mediodía, lleno de riberas, de profundidades oceánicas, de giraldillas y grandes hojas y colores. Se asomaba al exterior, por aquella ventana en donde las navajas habían dejado algunas simples señales, y echaba los ojos por el techo del cielo, era tan vivo el viento, era tan frío... que así en el corazón como en la mente, acaban por formar una neblina, Betty, Betty, corriendo, recogiendo aceitunas,saltando por el fuego, despeñando el cabello, agotando la larga carretera, enseñando caminos, poniendo verdes pinos y fontanas al alba, despidiendo, pariendo en aquel prólogo de llanto, saliendo hacia la orilla, clamando por los gallos de las catedrales, cantando en Navidad, yendo al albor de las bodas y pastores, recogiendo la fruta de la noche e igualmente que sin saberlo se poliniza el horizonte con los rezos y la corrupción se detiene con el vuelo alto de los pájaros, así, nosotros, señor, cuántos montamos en aquel tren tan chico emprendimos el viaje de la ilimitada nube, de la catástrofe de la nostalgia, Melibeas de llanto por el pecho, luz de luz, haciendo al andar el camino de la sencilla sangre de las cosas, sabíamos que todo iba a ser sino inútil, imposible. Pero nadie perturbaba aquel instante. Entre Astarté y su compañera, la Betty vislumbraba la verdad de las cosas, el río oculto de los acontecimientos, se sentía sumergida -antes de ser vapuleada, entre la voracidad fatigada- en la eternidad que se revela en los pasos fugaces. Cobraba muy poco por tantos y numerosos embates. Aquel tránsito de sueño parecía la ascesis poética de entrada en la línea de fuego, el momento místico y oferente de los toreros, el patio de caballos de la gran sucesión de los guerreros. En el tren alimentaba su mochila de risas, de hondas músicas nunca realizadas pero sí presentidas. Esta desgracia, en aquellos lúcidos reverberos, cobraba por el tren una clara visión del drama. Sería sometida. Todos los sueños han de ser uniformados, inexorablemente remitidos a los límites, puestos en la producción generalizada. Pero antes, ah, antes de entregarlos, como le pasaba a Betty, iban en aquel tren, por la costa, al Paraíso, a las visicitudes de los ángeles, a recorrer las tardes nunca examinadas ni puestas de rodillas. Como el tren -incansable, eternamente joven, jugando con los acantilados a pasar otra vez, al orbe de la hormiga por el borde de la cigarra- entraba en el proceso por la sublime puerta de los sueños. Por nuestros trenes viaja la gente más soñada, la Historia nunca hecha, la cronología inédita de los ángeles buenos. Todo se olvidará. Todo caerá en una grisácea lluvia: pero es ese momento nunca definido, ni expedido en las ventanillas, ni censado, ni encerrado en los efectos concretos, el que también ha hecho el mundo. Tren por dentro de la sangre en que se reconvierte el tren real, aquel en el que vamos. Tren en el que se funde la parsimonia original, genética, la del barro incendiado por el soplo de la zarza. La Betty y el tren eran ya la misma cosa. En aquellos silbidos -"silbar", "silbar", "silbar"- decían unas pequeñas tablas prendidas en estacas- se cantaba -qué increíble en aquellos años de procedimiento subalterno- una transfiguración de la vida en otra; fue la breve y hermosa caricia que a la Historia le hacían la anónima prudencia colectiva. En el tren se pasaba al regazo materno, se volvía a la sangre de las estatuas, los árboles volvían a nacer, nadie sontabilizará, señor Presidente, esta aportación de médula, este riego de luz entre las rocas, la saliva profunda que enlaza las raíces. Pero es cierto que existe. No está reseñada en la cronología. Pero ni usted estará en la inmensa estación, ante la banda de músicos que van a interpretar la sonora apertura de los marcos, y la grave inclinación de las efigies. La ciudad no tendría esta mañana ese hálito de placenta permanente e inagotable si hace muchos años no hubiera, por el lado del Norte, circulado aquel tren, en aquel momento, con aquella música, con aquellas efigies doradas de la tarde -la ribera, el mar, la ventana, las rosas, la frente, se va mi amor, se va la prenda que adoro yo- y en él, la mujer, y las otras mujeres desgraciadas. Ellas habrán colaborado en parte a la dicha y la desdicha. Y, por fin, cuando el tren entró en la estación seguido -"cual si entrase un reptil en su agujero"- se bajaron. Una de ellas, Astarté, que era como una ametralladora, al verle el aire febril a la ciudad, el aliento del hombre dijo:

-Este sábado, treinta y cinco, por lo menos. ¿Y tú? -preguntó a la Betty.

-Yo, igual -contestó ésta.


Y TRES

"Árboles abolidos
volveréis a brillar
al sol.........
árboles de una patria árida y triste
entrad
a pie desnudo en el arroyo claro
fuente serena de la libertad"


Blas de Otero, "Pido la paz y la palabra"

Un día de noviembre del año sesenta y tres -precisamente el mes y el año en que mataron a Kennedy y entraron en vigor las cláusulas prohibiendo las pruebas atómicas- unas desgraciadas, Aurora y su hija, esperaron en una estación la llegada de un hombre que venía de Francia, adonde había huído por haber volado un puente antes de la entrada de las tropas. Hacía el viento de las castañas, como queda dicho, y un ensimismamiento atería la pintura de las casas, los álabes de la geografía en los que se habían establecido nuevos polígonos y hábitat para la tristeza y la esperanza. Los nuevos hombres esperaban a los autobuses; hacía poco que había llegado las costeras de las sardinas y los zapatos pisaban una ciudad ansiosa. Las mujeres, con una resignada indumentaria, esperaron en un ángulo, precisamente el que da a una esquina del nuevo complejo de oficinas de la estación. Hay alguna gente más que espera porque este tren es de lejanías. Esta tarde está teñida por el amor. En las afueras se cogen las raíces de las manos y por esas alamedas que va a destruir la piqueta de la alcaldía pasan ráfagas de recuerdos, sombrean las alcotanes los cimientos, corre el rumor de los gestos ya olvidados. Las mujeres se han preguntado muchas veces si serán apercibidas por el que llega y si ellas, a su vez, van a conocerle. Aunque piensan que estas cosas no son ningún problema porque todo lo que ha existido junto se conoce, lo mismo en la distancia que en la guerra próxima y cercana, y que lo importante es ese paso que dará, de una parte, el hombre que bajará con su perfil romano hacia delante, con sus dedos acostumbrados a la intemperie, con ese fragor silenciado del exilio, que es como la tormenta que hay en el fondo del vaso, sólo perceptible en el gozo del corazón y la sangre al hacerse residencia del negror y del fuego; con su voz destemplada por las noches divididas, por los frentes y las bóvedas; un instante que se quedará allí para siempre, mientras ellas avanzando, después de haber corrido, como suele hacerse por los andenes, al paso del tren, se detienen y esperan la bajada por aquellas altas escaleras que inclinan hacia el suelo a los vagones. Ese momento será el definitivo de la contienda; cederá aquí el muro de los años, el paredón de la memoria, la repetición de la salmodia. En el mismo instante en que la enorme máquina suelta el último jadeo y se extiende una humedad caliente y se despiden las figuras que van rápidamente hacia la puerta, esa despedida terrible, de uvas desprendidas del racimo y echadas sobre las cepas al alba, será la juntura de los dos océanos separados. Aquí el mármol serenará la espuma. Recuperará el sonido su onda más profunda. Las manos ajustarán la distancia y los dedos restaurarán la medida de la fe, la incansable fe que ha hecho posible el mundo que habitamos. Y todavía quedarán los ojos para deslumbrar el olvido de todos los paisajes, para devolver a las fotografías frías de los suelos y las sombras, las fotografías de esos portales de la memoria que no podemos abrir porque ya han desaparecido las escaleras, la sangre del río que lleva la monotonía. Y aún más: la piel. La piel calienta la alborada del mundo; aún hay todavía en sus infinitos pliegues y tersuras la huella de la prístina grandeza. Sin la piel no sería capaz la Humanidad de alterar con su sombra, su muerte y su cierta seguridad en la prolongación; esa eternidad visible que es la piel abre los pómulos de la vida, estrecha al helio y al hidrógeno con su oficio de fuego, urge. Todo es piel. La muerte no es más que la ausencia de la piel; los trenes tocan la piel de la cronología, los pasos de los hombres, son sus pasos sostenidos e impacientes, trazados como en una escultura inamovible, que ha de estar sobre el mismo paisaje. Por su parte, señor Presidente, el hombre pensaba en esa letanía que escuece la memoria del exilio, alé, alé, de Cerverá a Arlés, alé, alé hijo puta senegalés, donde están los derechos del hombre, alé, alé, a cagar otra vez; el puré de persianas, la diarrea crónica, la petición de residencia, el himno de los republicanos, la filosofía de Vichy, el trabajo en las granjas, la alternativa de la legión francesa, el maquis, el coña de los viejos resistentes; y, anteriormente, la tarde aquella ya absurdamente zanjada, el explosivo, el ruido de las tanquetas italianas, el estertor de la carrera, agua chico ¿por dónde van los otros?, toma, dale esta manta a tu madre, a mi me pesa para correr; el paso fronterizo de la libertad, la navidad horrísona, aquella especie de sucia esperanza de la guerra y la nada, la invocación del árbol abolido. (Pero más que eso, es como una borrachera; esa tremenda liberación del miedo antes, décimas de segundo antes de la pelea, cuando parecen los ojos que se van a la nada, y la muerte es el límite más cercano). El mismo tren le produce un hervor. Hay unos seres desconocidos de toda la vida allí; la España desconocida de todos los días, saluda a los desconocidos porque no los he visto desde tanto tiempo y le desconozco mucho, pero sufro aún mucho más ante esta palabra que me falta, la voz a ti debida ¡oh, gente que llevas en mi hombre la voz a ti debida. Así que se queda dormido y despierte. Saluda a Picasso, maestro. La boina de don Pío. La trémula cresta del gallo. Ojalá todo fuera como ese día perdido del calendario en que entramos, quizá con las horas en la sangre pero no demasiado humillados, en el pórtico de la cocina y vemos la herramienta de las cosas, la eterna colocación de las cosas sencillas, tan bien puestas en su sitio. Un día cualquiera. Cuando se cobraba y se metía el dinero en el pañuelo y se llevaba así, cuando la caja de resistencia y el alero y la pesca larga, templada hasta llegar a la orilla del frío. Puede ser también ese olvidado vino, esa decadencia del bienestar en la sombra, en la mesa esquinera, sobre la madera de tantos pulsos y la palabra. Ojalá sea también la difícil explosión de los sentidos, la yacija encendida, la profunda certedad de la agresión. ¿Y si fuera también este otro encuentro, éste de los días, las horas, la herramienta, la percepción del tumulto, España en suma? Cómo volver a ser invisible contacto de lo directo, España, España de los ríos, los montes, de las vaguadas plenas de cortezas, de las sombras sembradas de la voz que nos lleva y que nos trae sin saberlo, España cenicienta y profunda extendida en la sangre del Océano levantada en los humos y los hierros venteada de guerra y de soles, trenes infinitos llevadme con vosotros, ¡Oh, trenes de distancias cercanas, trenes por donde el mundo se pierde y se reencuentra llevadme con la sangre y el toro con la inmensa popularidad de la muerte y los oficios la costumbre del hombre la española voz que me tiembla en las raíces raíles de las sombras y ecos...!

Aquel hombre parecía pedir la paz. Esta es la verdad que no está reseñada.

Entre estas dos distancias, señor Presidente, establecía el tren una paciencia, la calma de las cosechas, de la maduración. Esta visión global del acontecimiento no es posible, se escapa a las previsiones porque nos habituamos a los móviles módulos metódicos formales. Pero en una canción que se cantaba a los niños decían en la estación de Veriña están haciendo una pared por la pared va la vía por la vía pasa el tren éntrale y no temas soldadito veterano éntrale y no temas que yo te daré la mano, mientras con unas piedras se iba ritmando la traslación, pasando las piedras de unas manos a otras del corro, del corro que conjunta y redondea la vida. En Arlés se cantaba entre tanta miseria y a veces se oía el paso del tren por los pechos tendidos.

No fue de ellos apenas nada. Se sumaron a la corriente ancha de las flaquezas, las ternuras, las admoniciones y la agonía sostenida y sonriente. Que se pueda recordar, se cambiaron de calle. Encontraron nuevos modos de vida y esperanza. Las pisadas renovaban los viejos litigios y las viejas palabras se empleaban con ternura. Todo volvió a ser como al principio, pero en un vino más reposado, en una garrafa antigua, en un piso caliente por la pisada del tiempo. Se perdieron sus sombras, sus nombres, sus altercados, sus familias, su especie de repetición se encontrará en la susodicha cualquier parte, gracias pueblo.

Pero la paz estuvo allí. Llegó el tren. Entró con esa manera de sonoro y desordenado despliegue de motivos. Ellas echaron, como estaba previsto, a correr. Es una escena en la que la cámara debe situarse en el tejadillo de los factores de larga distancia, y tomar en un reflejo paralelo, con los auxilios técnicos precisos, ora la calle, ora el andén, oras las caras de las mujeres, ora la del hombre, como pidiendo perdón ante tanta ausencia desconocida. Después hará una fusión de entrecortados gestos, hasta el fundido en los perdiles mezclados.

Fue el beso de la paz, exactamente. El que la mujer, pasados los primeros momentos, dio a las maderas del vagón. Árboles abolidos, trucados en madera, que parecían volver a brillar. Eso parecían, señor Presidente.

Con lo cual, no quiero perturbarle más. No estará escrito. Se abrirá la gran placa. Caerá, ante la música, el pañolón. Probablemente se arrebujarán los testigos. Nadie sabrá dónde queda la reseña real de la Historia, aquello que es evidente, es evidente; pero lo que no lo es, está también ahí, succionando del tiempo y elaborando, como la levadura, el pan y el vino que edifica. El tren que va a venir, los que van a venir, qué historias, qué estrecho cauce de profundas revelaciones humanas. Pero eso es desconocido.

Todos nos desconocemos porque nos da vergüenza.

Pero piénselo usted, señor Presidente, que tiene obligaciones tan altas. Será un momento, sólo un momento, mientras los trenes unen todo su sonido, su jadeo, los hombres.

Es el gran momento, aunque no esté escrito en la placa, de la identidad.