Premios del Tren 2019 - Fundación de los Ferrocarriles Españoles

Premios del Tren de Poesía y Cuento 2019

Primer premio de cuento: "Inbox", Almudena Ballester Carrillo

Almudena Ballester Carrillo

Este día no quería llamarse martes, pero no le quedó otro remedio. Martes de ida y vuelta, reuniones de trabajo, distintos acentos, deberes y actas. Prefiero no pensar en que tampoco hoy he logrado guardar un rato para caminar por el barrio gótico, como me había prometido. Me subo al tren en Barcelona dispuesta a tragar rail, tiempo y paisajes.

Busco mi asiento. Me he asegurado de reservar ventana, creo que no podría sobrevivir a tantos trayectos si no existieran las ventanas. Cada par de segundos una diapositiva, cielo nuevo, tal vez una mano saludando desde un puesto en mitad de un sembradío. Píldoras fugaces de encanto.

Tú ya ocupas tu plaza. Es posible que lleves aquí un rato largo, tienes el ordenador abierto, pareces estar trabajando y sonríes educado al dejarme pasar. Eres, por un breve espacio de tiempo, un completo desconocido. Yo también extiendo mi mesa, abro el libro que me propongo terminar de leer y en perfecta sincronía, el tren comienza a despegarse de la estación de Sants.

Pronto descubro que mis intenciones son volátiles y duran apenas veinte kilómetros. No logro concentrarme en los últimos capítulos de esta novela, en serio contraste contigo, que tecleas poseído por la tenacidad. La separación es mínima en centímetros, en cambio podrías situarte a kilómetros en mundos. Hay algo en ti que me provoca. Puede que sea ese absoluto desinterés por mantener tu actividad en privado o bien las gafas de personaje romántico que llevas puestas. Careces de timidez o recelo profesional, bien seguro de que el resto de los que poblamos este tren solo somos circunstanciales y anónimos, meros actores de reparto. Sustancia incorpórea. Te estoy viendo redactar un correo y estás dejando abajo un saludo estándar al que sigue tu propia firma: Ramón Galvaró, de Ikarya Ibérica. Casi sin darme cuenta, leo tu domicilio fiscal e incluso tu eslogan caro y feliz, en un par de idiomas potentes. En unos minutos, acumulo tantos datos sobre ti que pasas sin querer a mi agenda de contactos. Entonces decido escribirte. Anotar, en los márgenes de este libro que simulo leer, todo lo que nos ocurre en este tren, compañero de asiento.

Hola, Ramón Galvaró. Vas a mi lado y te leo entero. Usas programas oficinistas básicos. Envías copias, respondes correos, frunces el ceño y tecleas con tu par de dedos eficientes. Actúas como todo un profesional altamente cualificado, uno que encaja tan, pero tan bien en este AVE ejecutivo, que dan ganas de llorar de emoción. De levantarse y aplaudir.

De momento, sigo ajena y transparente para ti. Una chica que lee y anota, como podría estar durmiendo, especulando o transpirando. En cambio, observo y te escribo y este rasgar del papel con el lápiz, tú, Ramón, ni lo percibes, porque llevas unos auriculares inalámbricos último modelo. Los mismos que te mitigan el zumbido de la CPU y el sonido del teclado a pleno rendimiento. No dejas de redactar. Y yo me entero de todo, porque leer es muy fácil y el viaje es largo y yo no quiero abrir mi propio ordenador. Prefiero leer de reojo el tuyo, Ramón Galvaró. Tienes la bandeja de entrada perdida de mensajes sin leer. Doscientos treinta y ocho, nada menos. Yo debo de tener unos pocos también, pero no los pienso abrir mientras tú vas a mi lado, Ramón. Uno de los dos tiene que dejar de trabajar ya.

De vez en cuando disimulo, Ramón. Dejo de anotar y finjo que me concentro en el argumento, justo cuando cambias de posición y temo que te esté intrigando que escriba así. Es una idea tonta, porque lo más probable es que busques inspiración: sé bien lo que supone componer decenas de correos similares, uno se acaba aburriendo. A mí me funciona levantar la cabeza y enfocar un instante hacia el paisaje. Me encantaría revelarte esta táctica, compañero, sospecho que no le das una oportunidad. En un intento de que te vuelvas simbiótico, cierro la novela y giro la vista a mi izquierda. Por la ventana detecto nubes que van a caer fuerte en estos kilómetros. Cultivos que van a agradecerlo, charcos que se van a formar en esos senderos. Todo lo que vamos a dejar atrás mientras avanzamos hacia una estación mucho más seca, la de Atocha. Qué bonito sería atravesar una tormenta abundante con rayos y truenos y poder decir en voz alta “menudo aparato eléctrico, qué barbaridad” y que tú no tuvieses más remedio que volver tu mirada, humeante de cifras y algoritmos, a la lluvia que cae fresca y despreocupada de las muchas diferencias que separan a los acentos humanos, Ramón.

Cuando vuelvo a mis anotaciones te descubro agitado. Qué te está sucediendo, Ramón Galvaró, cuando todo parecía tan armónico en este tren. No salen los mensajes de tu buzón, le das una y otra vez al botón de enviar, te falla la conexión y la paciencia. Las zonas de sombra inalámbrica y rural se regodean así de los soldados de la red como tú.

Tu inquietud me contagia. Tengo que leer ahora más seguido, no me detengo, paso páginas como si la trama me absorbiera, compañero. Me has obligado a simular con más ahínco: intranquilo porque no puedes perder el tiempo, no dejas de echar ojeadas a la portada de mi libro y a mi cara de concentración. Quizá te da envidia mi independencia electrónica. O tal vez solo miras hacia un lejano punto kilométrico, buscando el porqué de esta brecha digital. Calculando el tiempo que aún nos queda y que sigue siendo mucho, Ramón. La culpa la tiene tu bandeja de salida, tu bandeja perezosa de salida, tu muy probablemente desconectada bandeja de salida, donde tienes un par de asuntos que no consiguen arrancar.

Pero ay, mira que bien, justo cuando los mensajes lloran y el universo chirría de preocupación, a ti te está sonando el móvil.

Te suena el móvil, Ramón.

Lo escuchas a la tercera. Por fin te quitas esos auriculares de última generación y atiendes la llamada. Te levantas, dejas el asiento, te encaminas al coche-bar y yo, como una terrorista de la privacidad, echo una ojeada larga y pulcra a tu bandeja de mensajes que no salen. Son tres y tiemblan de ansiedad, Ramón. Cómo les urge ser enviados, leídos y clasificados, pobres míos. Dos son respuestas y uno es propuesta. Podrían formar un trío musical. Es sorprendente que no pienses en su desnudez. En cómo los expones a ojos ajenos y lo incómodos que puedan sentirse ellos. Seguro que no eres padre: no me acabo de explicar por qué consideras inofensiva a tu compañera de asiento, una presencia inocua, incapaz de coger ahora mismo tu portátil y secuestrarlos.

De repente, ocurre un prodigio: mi campo de visión registra un correo nuevo. Me maravillo de que tu ordenador no sea capaz de enviar mensajes y en cambio sí de recibirlos. Esto, casi seguro, tiene una lectura en clave filosófica y hasta empresarial y creo que deberías hacerlo mirar, Ramón. Tu nueva interlocutora se llama Catalina Rainz, según reza la tarjeta flotante. Veo su misiva, la leo, describo y despiezo y hasta podría dibujar lo que me inspira, un triángulo escaleno. Eso me inspira el mensaje de las 19:38 que llega al punto geográfico exacto Espluga de Francolí viajando en datos hasta este AVE que nos une, exactamente hasta el asiento 7C del coche 16, más en concreto, a este monitor tuyo algo obsoleto. Ese mensaje de tu contacto Catalina que es un recibí de vuelta. Qué cursi, Ramón, nadie utiliza ya la palabra recibí, tienes que revisar tus amistades. O mejor dicho tus clientes, o tus contactos negociosos; es urgente que les hagas un test de adaptación lingüística y los clasifiques en distintas bandejas de entrada, y no esas que tienes ordenadas por números, fechas y nombres de empresas.

Tardas en volver. Observar tu sitio vacío y tu bandeja de entrada llena no me ayuda nada. Era más estimulante cuando al menos te escuchaba teclear. Esa música acompañaba bien mi imaginación, me hacía mirar de vez en cuando hacia el exterior trazando un plan de vida alternativo para ambos. Ante tal falta de futuro, me rindo y opto por darle una oportunidad a la película que nos regala hoy Renfe. Tiene tintes bélicos. No se adapta nada bien a lo que deseo para un viaje de vuelta así, pero sospecho que a ti te distraería mucho. Y también te la estás perdiendo, Ramón.

De improviso, sucede que mientras tú estás en otro vagón hablando por teléfono, mientras estás en la cafetería y quizá también, Ramón Galvaró, te estás preguntando si te tomarías algo con alguien al azar en la anodina y práctica cafetería a pie de un tren, tus mensajes, entretanto, se han enviado.

Se han enviado, Ramón.

Ya no están en tu bandeja de salida. Los datos desordenados se han alineado para empujar al mundo tus propuestas y ahora ese monitor arcaico me muestra un panel en blanco. En cambio, en la bandeja de entrada te han aparecido dos mensajes más. Ahora tienes doscientos cuarenta sin leer, Ramón. Pronto serán un ejército.

Haz algo.

Pero no lo hagas ahora, desde esa cafetería de plástico. No los respondas desde el móvil al tiempo que te tomas un café sin alma. Eso me entristecería horriblemente.

Ahora, por favor, vuelve.

Porque tu ordenador no está a salvo. Lo estoy observando con demasiado detalle, yo. Con integridad científica. Ramon.Galvaró@ikarya.es, que eres tú, tiene la bandeja de salida, oh, despoblada. En cambio la de entrada.

¿Y si te enviara un mensaje, Ramón?

Y si, en tu acosada bandeja de entrada apareciera de súbito un mensaje nuevo, recién nacido con su letra en negrita; un mensaje aspirante, de una tal Alma Cross —que se sienta a tu lado en el AVE que partió de BCN a las 19:00, pero es un dato que tú ignoras— y te dijera algo así como “Mira un rato por la ventanilla, Ramón Galvaró”, solo eso, con una firma:

Alma Cross, Trieste Design, España.

Yo.

Y entonces tú,

Ramón Galvaró de Ikarya Ibérica,

miraras en efecto por la ventanilla.

Muy asombrado.

Y luego volvieras la vista a todas partes. A todas, Ramón. Menos a tu asiento izquierdo. Algo mosqueado o puede que incluso avergonzado, sintiéndote víctima de un timo electrónico, un phishing, esas lacras de la mensajería. Puede que entonces, con ese orgullo tuyo que ya te voy conociendo, enviaras sin más mi mensaje a otra bandeja, en concreto a la papelera. Puede ser, Ramón. Qué pena, compañero.

Pero nada de eso va a suceder. Porque tú, tras recibir mi mensaje —de la mujer que viaja a tu lado en el AVE y que, como tú, tiene un ordenador con el cual puede trabajar mientras se desplaza, pero no lo hace—, lo vas a dejar correr. Volar. Disolver. En el espacio que se sitúa justo entre el mensaje doscientos cuarenta y doscientos cuarenta y dos de tu bandeja de entrada, tú, Ramón Galvaró, vas a obviar tan bonita e inocua propuesta. Porque en el período en el que yo te envío mi amable mensaje y tú lo dejas languidecer en ese agujero negro, allí se quedará inadvertido, enterrado, como se entierran varios centenares de correos de trabajo cada día. Así. Y llegaremos a Atocha y tú, Ramón, no habrás mirado por la ventanilla como yo te sugería.

Se acaban mis tácticas, Ramón. Me vence la pereza y me planteo yo misma abrir el portátil, para que al menos mi propia bandeja de entrada no tenga nada que reprocharme mañana. Una derrota en toda regla.

He dejado de anotarte en mi libro. Ahora tengo tres documentos de texto abiertos, una hoja de cálculo organizada y lista para devorar registros y el programa de diseño en modo edición. Pero me faltan las fuerzas para dejar de mirar hacia tu asiento desocupado y tus constantes ventanas emergentes que me informan de lo que la gente, tus contactos, quiere hacer contigo en los próximos días: Discutir previsiones de facturación. Programar envíos. Firmar albaranes y notas de entrega. Qué fascinantes tus previsiones numéricas contra mi loco escribirte furtiva y sin red, con el riesgo de que vuelvas y no mires por la ventana, según el plan que teníamos, sino que esta vez mires tú a mi ordenador y te fijes en que en uno de mis documentos tecleo sin parar y qué casualidad, estoy escribiendo ahora tu nombre. Pienso en la vergüenza que pasaría durante la hora y cuarto que queda de trayecto si tú intuyeras —si descubrieras— lo que está pasando en el asiento 7A. Creo que cerraría de golpe el monitor, un zas sonoro, Ramón, sin contemplaciones, la cara hirviendo, muy roja. Mi especialidad es bullir en silencio cuando noto que he metido la pata hasta la axila. Que tus ojos entrenados en sumar registros y asientos contables me delataran sería un desastre, Ramón.

Así que disimulo y sigo dibujando mis paneles verticales y mis iconos e imágenes resaltadas en amarillo para que cuando llegues te enteres —un poco— de cómo entrego la vida al mundo yo. Cómo gasto el presupuesto de la empresa que me envía —también, sí, como a ti— a visitar sedes y clientes y proyectos y luego me exige informes y conclusiones que no guardan relación alguna con mis propósitos en realidad, Ramón Galvaró. Podrías darte cuenta, si echaras una ojeada a mis manos, mientras ellas teclean datos incontestables, de lo poco que tiene que ver el aspecto de mi traje con mis quimeras personales.

Ya ni siquiera amenaza tormenta. Tampoco luce un sol como para querer apoyar la mejilla contra el cristal y cerrar los ojos mientras la luz nos dibuja sombras de fotogramas en la cara. Hemos alcanzado un kilometraje soso y triste, como las miles de horas perdidas en los trenes laborables. Casi me están entrando ganas de redactar las actas de las reuniones que he tenido hoy. Si al menos vinieras a hacer un par de comentarios sobre cualquier cosa obvia, Ramón y me ayudaras a pasar este trago. Pero la realidad es un bulldog testarudo y el hecho es que la conversación que prefieres te mantiene lejos de este asiento. Sigues hablando por teléfono en otro lugar y ahora veo que, en una segunda ventana emergente —qué despliegue de ventanas que no son la correcta— has dejado otro mensaje interruptus.

No me puedo quedar descifrando tus correos para siempre, compañero. Haz el favor de volver.

Oh.

Qué acaba de ocurrir, Ramón Galvaró. Tras un número exagerado de minutos, has vuelto, te has sentado y un instante después me has hablado. He tenido que dejar de escribir porque me parecía que podrías estar interpretándome, Ramón. Una posibilidad ferroviaria de que estuvieras, en efecto, sabiendo que te escribo. Me has preguntado si sé si este AVE se detiene en Zaragoza. En realidad, tú has dicho “si este AVE para”, porque tú eres un hombre práctico y coloquial y prefieres las palabras cortas.

—No —te digo—, la verdad es que no lo sé.

—Si no parara en Zaragoza —me dices— podríamos movernos a otro asiento, porque el tren está medio vacío y así estaríamos más cómodos.

Estar más cómodos. Cambiar de asientos. Tener intimidad, pero tú la tuya y yo la mía, Ramón, eso me estás diciendo con tus ojos ejecutivos y apurados. Sabes, ves, percibes que necesito espacio y reclamas el tuyo. Qué completa desilusión acaban de sufrir mis células, Ramón. Quieres separarte y ni siquiera hemos pasado una hora juntos. Se acumulan los fracasos en esta relación que estamos construyendo, Ramón, y no habrá terapia de pareja que la salve, me temo.

Tú empeñado en los hechos.

Yo empeñada en los síntomas.

Flotando por encima de todo, las señales, sin atreverse a hacerse corpóreas y caer encima de uno de los dos, el más decidido.

No me ha quedado más opción que desistir. No te seguiré escribiendo. Voy a trabajar como trabajan los seres humanos en circunstancias semejantes, desplazándose por raíles entre dos principales ciudades, cuidando de sus asuntos y sus negocios y solo un poco, de su propio orgullo. Voy a trabajar mientras el universo canta himnos de alabanza al trabajo bien hecho. Mientras las fábricas terminan un turno solo para que pueda empezar otro, así.

(…)

Apenas faltan quince minutos para que lleguemos a Atocha. Hemos devorado kilómetros y árboles y por supuesto, el tren se ha detenido en Zaragoza, muy poco tiempo después de que cruzáramos las únicas palabras que sostuvieron nuestra amistad, Ramón. Todos los espacios de este tren se han ocupado donde debían y se han abierto algunas pantallas azules más. Nunca llegó a llover con furia y tampoco te envié el mensaje para que miraras por la ventana, aunque estuve cerca. Abrí el programa de correo y redacté deprisa, mientras tú parecías preocuparte más que nunca por esos mensajes que te estaban colonizando la bandeja Inbox a un ritmo trastornado. Eché una ojeada al paisaje cambiante, desapercibida en un mar de indiferencia, y luego borré mi propuesta. Había caído sobre mí un olor a realidad incontestable, denso como la certeza, amarillo de aburrimiento. Se me pasó la locura espía y cualquier otra locura, porque asumí que no éramos más que un proyecto fallido de cualquier cosa. Parecido a presentar una nueva campaña y que el diseño falle por completo. Cuando la teoría del color se pega con el objetivo de la marca: tan mal.

Aprovecho estos últimos minutos para volver a la novela. No se merece este abandono, es una buena historia, una verosímil y convincente. En un segundo fugaz, no puedo resistirme a dejar anotadas otro par de coordenadas tuyas: el reloj que ya no luces en la mano izquierda, la corbata que te ha dado tiempo a aflojar. Pero lo hago tan solo porque creo en el método científico. Al lado de estos detalles me escribo a mí misma: te equivocaste de asiento, Alma.

El tren anuncia llegada. Ya has guardado tu portátil y los auriculares y te has puesto la cara de querer llegar al hotel. Te imagino escribiendo correos hasta la una de la mañana, serio, con esa manera rara que tienes de ser guapo con gafas. Casi me da hasta la risa. Yo recojo todas mis pertenencias, empaqueto la fantasía y también la desidia y me preparo mentalmente para la cola de taxis.

Entonces tú, tras hacerme un gesto por si quiero que me bajes la maleta del compartimento, sí, quiero; cuando ya todo está colocado y funciona como se espera y el AVE al fin termina su trayecto, vuelves a hablarme.

—¿Me permites una pregunta?

Asiento, sorprendida, casi con una mueca más que una sonrisa. Mis ojos parpadean sin querer, pero enseguida recuperan el foco. Es posible que tú también tengas la necesidad humana de informarte de algo.

—¿Todos los libros los marcas así? —señalas con la cabeza a mi novela, aun no guardada en el bolso.

Cómo no morir de sonrojo.

—No, solo los que me impactan.

No te voy a explicar el por qué. Siento que me miras como se mira a un ser insólito.

—¿Me lo recomendarías, entonces? Me vendría bien una lectura estimulante estos días.

Creo que he abierto la boca de la sorpresa. Estímulos, me demandas ahora. Por un instante estoy a punto de regalarte el libro, pero recupero la cordura y el recuerdo de los márgenes llenos de comentarios sobre ti.

—La verdad es que no. No creo que te gustara nada.

Te he mentido. El libro está muy bien. Un cruce entre novela negra y thriller político, con su toque de hondura y sensibilidad, por qué no iba a gustarte. Además, está lleno de referencias al cine y a la música de los noventa y apuesto a que tú comenzaste a vivir de verdad en esa década, Ramón. Al contrario, te encantaría. Lo sé y me siento fatal. Pero cómo arriesgar que quieras saber un poco más, me pidas que te permita echar una ojeada, lo abras por cualquier página y me leas tú a mí esta vez. Completa y desnuda. Que descubras las decenas de veces que en los márgenes y huecos aparece tu nombre y el de alguno de tus clientes y el de tu empresa y esa fantasía ridícula, mi desafortunado intento silencioso para que detengas tu actividad febril y logres respirar un rato.

Me has puesto una cara entre divertida y desilusionada. Yo he guardado rápida la novela en mi bolso enorme, haciendo un comentario tonto sobre la puntualidad de los trenes para evitar tus consultas literarias.

Me acompañas —es un decir— hacia la salida. Por el laberinto de rampas, pasillos y escaleras mecánicas te miro de reojo. Juraría que sonríes, pero no sé cómo interpretarte bien, ahora que no te da en la cara el reflejo del monitor. Algo tiene la luz de las estaciones de tren que nos confunde las certezas.

La fila ordenada de viajantes que son como yo, que son como tú, obedece a las leyes naturales de la física de partículas. Nos agrupa por rangos de velocidad y energía y así, llegan antes a la cola de taxis los más apurados y fundamentales, entre los cuales me extraña no encontrarte. Te has quedado bastante atrás, observé que sacabas de nuevo el móvil e incluso te detuviste para teclear uno de tus mensajes. Parecías de nuevo nervioso, Ramón, como si fueras a perder un enlace. Pensé que recuperarías luego el paso. Igual te esperaba algún contacto, igual no era tu parada final.

Llego a casa. Dejo, cansada, el maletín y el bolso sobre el sofá. Quiero acostarme, terminar la novela, poder declararme en ruinas, encargar algo de cena, todo a la vez. La rutina se vuelve anodina y seca, como corresponde a la mitad de una semana laborable y madrileña.

Entonces.

Una notificación roja parpadea en la pantalla táctil.

Es el correo electrónico. Mi bandeja de entrada.

Tengo un presentimiento, casi un vuelco. Sé que eres tú.

“Hola, Alma Cross. No podía mirar por la ventana. Durante estas dos horas de viaje me resultó imposible. Pero te prometo que a mi vuelta miraré por la ventana durante al menos, una hora. Tomemos algo y me cuentas de qué va ese libro tan interesante. Firmado: Ramón Galvaró.”

Pero no. No eras tú.