Este día no quería llamarse martes, pero no le
quedó otro remedio. Martes de ida y vuelta,
reuniones de trabajo, distintos acentos, deberes y
actas. Prefiero no pensar en que tampoco hoy he
logrado guardar un rato para caminar por el barrio
gótico, como me había prometido. Me subo al tren en
Barcelona dispuesta a tragar rail, tiempo y
paisajes.
Busco mi asiento. Me he asegurado de reservar
ventana, creo que no podría sobrevivir a tantos
trayectos si no existieran las ventanas. Cada par de
segundos una diapositiva, cielo nuevo, tal vez una
mano saludando desde un puesto en mitad de un
sembradío. Píldoras fugaces de encanto.
Tú ya ocupas tu plaza. Es posible que lleves aquí un
rato largo, tienes el ordenador abierto, pareces
estar trabajando y sonríes educado al dejarme pasar.
Eres, por un breve espacio de tiempo, un completo
desconocido. Yo también extiendo mi mesa, abro el
libro que me propongo terminar de leer y en perfecta
sincronía, el tren comienza a despegarse de la
estación de Sants.
Pronto descubro que mis intenciones son volátiles y
duran apenas veinte kilómetros. No logro
concentrarme en los últimos capítulos de esta
novela, en serio contraste contigo, que tecleas
poseído por la tenacidad. La separación es mínima en
centímetros, en cambio podrías situarte a kilómetros
en mundos. Hay algo en ti que me provoca. Puede que
sea ese absoluto desinterés por mantener tu
actividad en privado o bien las gafas de personaje
romántico que llevas puestas. Careces de timidez o
recelo profesional, bien seguro de que el resto de
los que poblamos este tren solo somos
circunstanciales y anónimos, meros actores de
reparto. Sustancia incorpórea. Te estoy viendo
redactar un correo y estás dejando abajo un saludo
estándar al que sigue tu propia firma: Ramón Galvaró,
de Ikarya Ibérica. Casi sin darme cuenta, leo tu
domicilio fiscal e incluso tu eslogan caro y feliz,
en un par de idiomas potentes. En unos minutos,
acumulo tantos datos sobre ti que pasas sin querer a
mi agenda de contactos. Entonces decido escribirte.
Anotar, en los márgenes de este libro que simulo
leer, todo lo que nos ocurre en este tren, compañero
de asiento.
Hola, Ramón Galvaró. Vas a mi lado y te leo entero.
Usas programas oficinistas básicos. Envías copias,
respondes correos, frunces el ceño y tecleas con tu
par de dedos eficientes. Actúas como todo un
profesional altamente cualificado, uno que encaja
tan, pero tan bien en este AVE ejecutivo, que dan
ganas de llorar de emoción. De levantarse y
aplaudir.
De momento, sigo ajena y transparente para ti. Una
chica que lee y anota, como podría estar durmiendo,
especulando o transpirando. En cambio, observo y te
escribo y este rasgar del papel con el lápiz, tú,
Ramón, ni lo percibes, porque llevas unos
auriculares inalámbricos último modelo. Los mismos
que te mitigan el zumbido de la CPU y el sonido del
teclado a pleno rendimiento. No dejas de redactar. Y
yo me entero de todo, porque leer es muy fácil y el
viaje es largo y yo no quiero abrir mi propio
ordenador. Prefiero leer de reojo el tuyo, Ramón
Galvaró. Tienes la bandeja de entrada perdida de
mensajes sin leer. Doscientos treinta y ocho, nada
menos. Yo debo de tener unos pocos también, pero no
los pienso abrir mientras tú vas a mi lado, Ramón.
Uno de los dos tiene que dejar de trabajar ya.
De vez en cuando disimulo, Ramón. Dejo de anotar y
finjo que me concentro en el argumento, justo cuando
cambias de posición y temo que te esté intrigando
que escriba así. Es una idea tonta, porque lo más
probable es que busques inspiración: sé bien lo que
supone componer decenas de correos similares, uno se
acaba aburriendo. A mí me funciona levantar la
cabeza y enfocar un instante hacia el paisaje. Me
encantaría revelarte esta táctica, compañero,
sospecho que no le das una oportunidad. En un
intento de que te vuelvas simbiótico, cierro la
novela y giro la vista a mi izquierda. Por la
ventana detecto nubes que van a caer fuerte en estos
kilómetros. Cultivos que van a agradecerlo, charcos
que se van a formar en esos senderos. Todo lo que
vamos a dejar atrás mientras avanzamos hacia una
estación mucho más seca, la de Atocha. Qué bonito
sería atravesar una tormenta abundante con rayos y
truenos y poder decir en voz alta “menudo aparato
eléctrico, qué barbaridad” y que tú no tuvieses más
remedio que volver tu mirada, humeante de cifras y
algoritmos, a la lluvia que cae fresca y
despreocupada de las muchas diferencias que separan
a los acentos humanos, Ramón.
Cuando vuelvo a mis anotaciones te descubro agitado.
Qué te está sucediendo, Ramón Galvaró, cuando todo
parecía tan armónico en este tren. No salen los
mensajes de tu buzón, le das una y otra vez al botón
de enviar, te falla la conexión y la paciencia. Las
zonas de sombra inalámbrica y rural se regodean así
de los soldados de la red como tú.
Tu inquietud me contagia. Tengo que leer ahora más
seguido, no me detengo, paso páginas como si la
trama me absorbiera, compañero. Me has obligado a
simular con más ahínco: intranquilo porque no puedes
perder el tiempo, no dejas de echar ojeadas a la
portada de mi libro y a mi cara de concentración.
Quizá te da envidia mi independencia electrónica. O
tal vez solo miras hacia un lejano punto
kilométrico, buscando el porqué de esta brecha
digital. Calculando el tiempo que aún nos queda y
que sigue siendo mucho, Ramón. La culpa la tiene tu
bandeja de salida, tu bandeja perezosa de salida, tu
muy probablemente desconectada bandeja de salida,
donde tienes un par de asuntos que no consiguen
arrancar.
Pero ay, mira que bien, justo cuando los mensajes
lloran y el universo chirría de preocupación, a ti
te está sonando el móvil.
Te suena el móvil, Ramón.
Lo escuchas a la tercera. Por fin te quitas esos
auriculares de última generación y atiendes la
llamada. Te levantas, dejas el asiento, te encaminas
al coche-bar y yo, como una terrorista de la
privacidad, echo una ojeada larga y pulcra a tu
bandeja de mensajes que no salen. Son tres y
tiemblan de ansiedad, Ramón. Cómo les urge ser
enviados, leídos y clasificados, pobres míos. Dos
son respuestas y uno es propuesta. Podrían formar un
trío musical. Es sorprendente que no pienses en su
desnudez. En cómo los expones a ojos ajenos y lo
incómodos que puedan sentirse ellos. Seguro que no
eres padre: no me acabo de explicar por qué
consideras inofensiva a tu compañera de asiento, una
presencia inocua, incapaz de coger ahora mismo tu
portátil y secuestrarlos.
De repente, ocurre un prodigio: mi campo de visión
registra un correo nuevo. Me maravillo de que tu
ordenador no sea capaz de enviar mensajes y en
cambio sí de recibirlos. Esto, casi seguro, tiene
una lectura en clave filosófica y hasta empresarial
y creo que deberías hacerlo mirar, Ramón. Tu nueva
interlocutora se llama Catalina Rainz, según reza la
tarjeta flotante. Veo su misiva, la leo, describo y
despiezo y hasta podría dibujar lo que me inspira,
un triángulo escaleno. Eso me inspira el mensaje de
las 19:38 que llega al punto geográfico exacto
Espluga de Francolí viajando en datos hasta este AVE
que nos une, exactamente hasta el asiento 7C del
coche 16, más en concreto, a este monitor tuyo algo
obsoleto. Ese mensaje de tu contacto Catalina que es
un recibí de vuelta. Qué cursi, Ramón, nadie utiliza
ya la palabra recibí, tienes que revisar tus
amistades. O mejor dicho tus clientes, o tus
contactos negociosos; es urgente que les hagas un
test de adaptación lingüística y los clasifiques en
distintas bandejas de entrada, y no esas que tienes
ordenadas por números, fechas y nombres de empresas.
Tardas en volver. Observar tu sitio vacío y tu
bandeja de entrada llena no me ayuda nada. Era más
estimulante cuando al menos te escuchaba teclear.
Esa música acompañaba bien mi imaginación, me hacía
mirar de vez en cuando hacia el exterior trazando un
plan de vida alternativo para ambos. Ante tal falta
de futuro, me rindo y opto por darle una oportunidad
a la película que nos regala hoy Renfe. Tiene tintes
bélicos. No se adapta nada bien a lo que deseo para
un viaje de vuelta así, pero sospecho que a ti te
distraería mucho. Y también te la estás perdiendo,
Ramón.
De improviso, sucede que mientras tú estás en otro
vagón hablando por teléfono, mientras estás en la
cafetería y quizá también, Ramón Galvaró, te estás
preguntando si te tomarías algo con alguien al azar
en la anodina y práctica cafetería a pie de un tren,
tus mensajes, entretanto, se han enviado.
Se han enviado, Ramón.
Ya no están en tu bandeja de salida. Los datos
desordenados se han alineado para empujar al mundo
tus propuestas y ahora ese monitor arcaico me
muestra un panel en blanco. En cambio, en la bandeja
de entrada te han aparecido dos mensajes más. Ahora
tienes doscientos cuarenta sin leer, Ramón. Pronto
serán un ejército.
Haz algo.
Pero no lo hagas ahora, desde esa cafetería de
plástico. No los respondas desde el móvil al tiempo
que te tomas un café sin alma. Eso me entristecería
horriblemente.
Ahora, por favor, vuelve.
Porque tu ordenador no está a salvo. Lo estoy
observando con demasiado detalle, yo. Con integridad
científica. Ramon.Galvaró@ikarya.es, que eres tú,
tiene la bandeja de salida, oh, despoblada. En
cambio la de entrada.
¿Y si te enviara un mensaje, Ramón?
Y si, en tu acosada bandeja de entrada apareciera de
súbito un mensaje nuevo, recién nacido con su letra
en negrita; un mensaje aspirante, de una tal Alma
Cross —que se sienta a tu lado en el AVE que partió
de BCN a las 19:00, pero es un dato que tú ignoras—
y te dijera algo así como “Mira un rato por la
ventanilla, Ramón Galvaró”, solo eso, con una firma:
Alma Cross, Trieste Design, España.
Yo.
Y entonces tú,
Ramón Galvaró de Ikarya Ibérica,
miraras en efecto por la ventanilla.
Muy asombrado.
Y luego volvieras la vista a todas partes. A todas,
Ramón. Menos a tu asiento izquierdo. Algo mosqueado
o puede que incluso avergonzado, sintiéndote víctima
de un timo electrónico, un phishing, esas lacras de
la mensajería. Puede que entonces, con ese orgullo
tuyo que ya te voy conociendo, enviaras sin más mi
mensaje a otra bandeja, en concreto a la papelera.
Puede ser, Ramón. Qué pena, compañero.
Pero nada de eso va a suceder. Porque tú, tras
recibir mi mensaje —de la mujer que viaja a tu lado
en el AVE y que, como tú, tiene un ordenador con el
cual puede trabajar mientras se desplaza, pero no lo
hace—, lo vas a dejar correr. Volar. Disolver. En el
espacio que se sitúa justo entre el mensaje
doscientos cuarenta y doscientos cuarenta y dos de
tu bandeja de entrada, tú, Ramón Galvaró, vas a
obviar tan bonita e inocua propuesta. Porque en el
período en el que yo te envío mi amable mensaje y tú
lo dejas languidecer en ese agujero negro, allí se
quedará inadvertido, enterrado, como se entierran
varios centenares de correos de trabajo cada día.
Así. Y llegaremos a Atocha y tú, Ramón, no habrás
mirado por la ventanilla como yo te sugería.
Se acaban mis tácticas, Ramón. Me vence la pereza y
me planteo yo misma abrir el portátil, para que al
menos mi propia bandeja de entrada no tenga nada que
reprocharme mañana. Una derrota en toda regla.
He dejado de anotarte en mi libro. Ahora tengo tres
documentos de texto abiertos, una hoja de cálculo
organizada y lista para devorar registros y el
programa de diseño en modo edición. Pero me faltan
las fuerzas para dejar de mirar hacia tu asiento
desocupado y tus constantes ventanas emergentes que
me informan de lo que la gente, tus contactos,
quiere hacer contigo en los próximos días: Discutir
previsiones de facturación. Programar envíos. Firmar
albaranes y notas de entrega. Qué fascinantes tus
previsiones numéricas contra mi loco escribirte
furtiva y sin red, con el riesgo de que vuelvas y no
mires por la ventana, según el plan que teníamos,
sino que esta vez mires tú a mi ordenador y te fijes
en que en uno de mis documentos tecleo sin parar y
qué casualidad, estoy escribiendo ahora tu nombre.
Pienso en la vergüenza que pasaría durante la hora y
cuarto que queda de trayecto si tú intuyeras —si
descubrieras— lo que está pasando en el asiento 7A.
Creo que cerraría de golpe el monitor, un zas
sonoro, Ramón, sin contemplaciones, la cara
hirviendo, muy roja. Mi especialidad es bullir en
silencio cuando noto que he metido la pata hasta la
axila. Que tus ojos entrenados en sumar registros y
asientos contables me delataran sería un desastre,
Ramón.
Así que disimulo y sigo dibujando mis paneles
verticales y mis iconos e imágenes resaltadas en
amarillo para que cuando llegues te enteres —un
poco— de cómo entrego la vida al mundo yo. Cómo
gasto el presupuesto de la empresa que me envía
—también, sí, como a ti— a visitar sedes y clientes
y proyectos y luego me exige informes y conclusiones
que no guardan relación alguna con mis propósitos en
realidad, Ramón Galvaró. Podrías darte cuenta, si
echaras una ojeada a mis manos, mientras ellas
teclean datos incontestables, de lo poco que tiene
que ver el aspecto de mi traje con mis quimeras
personales.
Ya ni siquiera amenaza tormenta. Tampoco luce un sol
como para querer apoyar la mejilla contra el cristal
y cerrar los ojos mientras la luz nos dibuja sombras
de fotogramas en la cara. Hemos alcanzado un
kilometraje soso y triste, como las miles de horas
perdidas en los trenes laborables. Casi me están
entrando ganas de redactar las actas de las
reuniones que he tenido hoy. Si al menos vinieras a
hacer un par de comentarios sobre cualquier cosa
obvia, Ramón y me ayudaras a pasar este trago. Pero
la realidad es un bulldog testarudo y el hecho es
que la conversación que prefieres te mantiene lejos
de este asiento. Sigues hablando por teléfono en
otro lugar y ahora veo que, en una segunda ventana
emergente —qué despliegue de ventanas que no son la
correcta— has dejado otro mensaje interruptus.
No me puedo quedar descifrando tus correos para
siempre, compañero. Haz el favor de volver.
Oh.
Qué acaba de ocurrir, Ramón Galvaró. Tras un número
exagerado de minutos, has vuelto, te has sentado y
un instante después me has hablado. He tenido que
dejar de escribir porque me parecía que podrías
estar interpretándome, Ramón. Una posibilidad
ferroviaria de que estuvieras, en efecto, sabiendo
que te escribo. Me has preguntado si sé si este AVE
se detiene en Zaragoza. En realidad, tú has dicho
“si este AVE para”, porque tú eres un hombre
práctico y coloquial y prefieres las palabras
cortas.
—No —te digo—, la verdad es que no lo sé.
—Si no parara en Zaragoza —me dices— podríamos
movernos a otro asiento, porque el tren está medio
vacío y así estaríamos más cómodos.
Estar más cómodos. Cambiar de asientos. Tener
intimidad, pero tú la tuya y yo la mía, Ramón, eso
me estás diciendo con tus ojos ejecutivos y
apurados. Sabes, ves, percibes que necesito espacio
y reclamas el tuyo. Qué completa desilusión acaban
de sufrir mis células, Ramón. Quieres separarte y ni
siquiera hemos pasado una hora juntos. Se acumulan
los fracasos en esta relación que estamos
construyendo, Ramón, y no habrá terapia de pareja
que la salve, me temo.
Tú empeñado en los hechos.
Yo empeñada en los síntomas.
Flotando por encima de todo, las señales, sin
atreverse a hacerse corpóreas y caer encima de uno
de los dos, el más decidido.
No me ha quedado más opción que desistir. No te
seguiré escribiendo. Voy a trabajar como trabajan
los seres humanos en circunstancias semejantes,
desplazándose por raíles entre dos principales
ciudades, cuidando de sus asuntos y sus negocios y
solo un poco, de su propio orgullo. Voy a trabajar
mientras el universo canta himnos de alabanza al
trabajo bien hecho. Mientras las fábricas terminan
un turno solo para que pueda empezar otro, así.
(…)
Apenas faltan quince minutos para que lleguemos a
Atocha. Hemos devorado kilómetros y árboles y por
supuesto, el tren se ha detenido en Zaragoza, muy
poco tiempo después de que cruzáramos las únicas
palabras que sostuvieron nuestra amistad, Ramón.
Todos los espacios de este tren se han ocupado donde
debían y se han abierto algunas pantallas azules
más. Nunca llegó a llover con furia y tampoco te
envié el mensaje para que miraras por la ventana,
aunque estuve cerca. Abrí el programa de correo y
redacté deprisa, mientras tú parecías preocuparte
más que nunca por esos mensajes que te estaban
colonizando la bandeja Inbox a un ritmo trastornado.
Eché una ojeada al paisaje cambiante, desapercibida
en un mar de indiferencia, y luego borré mi
propuesta. Había caído sobre mí un olor a realidad
incontestable, denso como la certeza, amarillo de
aburrimiento. Se me pasó la locura espía y cualquier
otra locura, porque asumí que no éramos más que un
proyecto fallido de cualquier cosa. Parecido a
presentar una nueva campaña y que el diseño falle
por completo. Cuando la teoría del color se pega con
el objetivo de la marca: tan mal.
Aprovecho estos últimos minutos para volver a la
novela. No se merece este abandono, es una buena
historia, una verosímil y convincente. En un segundo
fugaz, no puedo resistirme a dejar anotadas otro par
de coordenadas tuyas: el reloj que ya no luces en la
mano izquierda, la corbata que te ha dado tiempo a
aflojar. Pero lo hago tan solo porque creo en el
método científico. Al lado de estos detalles me
escribo a mí misma: te equivocaste de asiento, Alma.
El tren anuncia llegada. Ya has guardado tu portátil
y los auriculares y te has puesto la cara de querer
llegar al hotel. Te imagino escribiendo correos
hasta la una de la mañana, serio, con esa manera
rara que tienes de ser guapo con gafas. Casi me da
hasta la risa. Yo recojo todas mis pertenencias,
empaqueto la fantasía y también la desidia y me
preparo mentalmente para la cola de taxis.
Entonces tú, tras hacerme un gesto por si quiero que
me bajes la maleta del compartimento, sí, quiero;
cuando ya todo está colocado y funciona como se
espera y el AVE al fin termina su trayecto, vuelves
a hablarme.
—¿Me permites una pregunta?
Asiento, sorprendida, casi con una mueca más que una
sonrisa. Mis ojos parpadean sin querer, pero
enseguida recuperan el foco. Es posible que tú
también tengas la necesidad humana de informarte de
algo.
—¿Todos los libros los marcas así? —señalas con la
cabeza a mi novela, aun no guardada en el bolso.
Cómo no morir de sonrojo.
—No, solo los que me impactan.
No te voy a explicar el por qué. Siento que me miras
como se mira a un ser insólito.
—¿Me lo recomendarías, entonces? Me vendría bien una
lectura estimulante estos días.
Creo que he abierto la boca de la sorpresa.
Estímulos, me demandas ahora. Por un instante estoy
a punto de regalarte el libro, pero recupero la
cordura y el recuerdo de los márgenes llenos de
comentarios sobre ti.
—La verdad es que no. No creo que te gustara nada.
Te he mentido. El libro está muy bien. Un cruce
entre novela negra y thriller político, con su toque
de hondura y sensibilidad, por qué no iba a
gustarte. Además, está lleno de referencias al cine
y a la música de los noventa y apuesto a que tú
comenzaste a vivir de verdad en esa década, Ramón.
Al contrario, te encantaría. Lo sé y me siento
fatal. Pero cómo arriesgar que quieras saber un poco
más, me pidas que te permita echar una ojeada, lo
abras por cualquier página y me leas tú a mí esta
vez. Completa y desnuda. Que descubras las decenas
de veces que en los márgenes y huecos aparece tu
nombre y el de alguno de tus clientes y el de tu
empresa y esa fantasía ridícula, mi desafortunado
intento silencioso para que detengas tu actividad
febril y logres respirar un rato.
Me has puesto una cara entre divertida y
desilusionada. Yo he guardado rápida la novela en mi
bolso enorme, haciendo un comentario tonto sobre la
puntualidad de los trenes para evitar tus consultas
literarias.
Me acompañas —es un decir— hacia la salida. Por el
laberinto de rampas, pasillos y escaleras mecánicas
te miro de reojo. Juraría que sonríes, pero no sé
cómo interpretarte bien, ahora que no te da en la
cara el reflejo del monitor. Algo tiene la luz de
las estaciones de tren que nos confunde las
certezas.
La fila ordenada de viajantes que son como yo, que
son como tú, obedece a las leyes naturales de la
física de partículas. Nos agrupa por rangos de
velocidad y energía y así, llegan antes a la cola de
taxis los más apurados y fundamentales, entre los
cuales me extraña no encontrarte. Te has quedado
bastante atrás, observé que sacabas de nuevo el
móvil e incluso te detuviste para teclear uno de tus
mensajes. Parecías de nuevo nervioso, Ramón, como si
fueras a perder un enlace. Pensé que recuperarías
luego el paso. Igual te esperaba algún contacto,
igual no era tu parada final.
Llego a casa. Dejo, cansada, el maletín y el bolso
sobre el sofá. Quiero acostarme, terminar la novela,
poder declararme en ruinas, encargar algo de cena,
todo a la vez. La rutina se vuelve anodina y seca,
como corresponde a la mitad de una semana laborable
y madrileña.
Entonces.
Una notificación roja parpadea en la pantalla
táctil.
Es el correo electrónico. Mi bandeja de entrada.
Tengo un presentimiento, casi un vuelco. Sé que eres
tú.
“Hola, Alma Cross. No podía mirar por la ventana.
Durante estas dos horas de viaje me resultó
imposible. Pero te prometo que a mi vuelta miraré
por la ventana durante al menos, una hora. Tomemos
algo y me cuentas de qué va ese libro tan
interesante. Firmado: Ramón Galvaró.”
Pero no. No eras tú.