Pedro Villalba fue profesor de latín hasta su
jubilación, que le llegó anticipada por sus
problemas de vista, pues la diabetes fue robándosela
hasta reducirle el mundo a un contorno nublado. Veía
siluetas y borrones, máculas luminosas, indefinido
lo definido y oscilante lo firme, de modo que el
mundo se le deslizó poco a poco hacia los adentros,
por necesidad de algún sitio en que asentarse, y se
volvió meditabundo.
En su memoria repleta y ociosa resonaban sus autores
de siempre, los que se sabía al dedillo: allí estaba
Lucrecio, avisando de que en cualquier lugar del
mundo, y al mismo tiempo, en una sincronía
implacable de paradojas, triunfa y muere la vida;
por allí andaba Tibulo, rogándole a la muerte que
apartase de él sus manos codiciosas o haciéndose eco
del martirio de Tántalo, el sediento ante las
charcas; allí reverberaba Ovidio, con sus fábulas de
mutantes; allí estaba Fedro, envidioso de la fama de
Sócrates, a pesar de la mala muerte del ateniense;
allí, en su memoria, estaba Lucano, despectivo ante
la pervivencia colectiva de las glorias militares de
Julio César; allí arañaba Marcial con sus estiletes
de punta envenenada… Allí estaban todos, en fin,
murmurándole en un idioma muerto. Y con aquello
echaba atrás las horas consigo.
Su hijo Horacio, que vivía con él, lo sacaba alguna
que otra tarde a pasear: la calle como un
caleidoscopio, como la jungla de los fogonazos
imprecisos. Y una voz de quién que lo saludaba. Y la
intensificación de los olores. Y la alegría de
reconocer algo, el perfil de algo: “¿Eso no es…?” Y
lo era o no lo era, pero su hijo le decía siempre
que sí, menos por compasión que por no tener que dar
explicaciones.
Desde muchacho, el sueño principal de Pedro Villalba
había sido el de viajar a Roma, pero, entre cosa y
cosa, en sueño postergado fue quedándose, y como un
sueño vano lo daba ya, sobre todo desde que murió su
mujer, cuya ausencia no le aliviarían ni todos los
poetas del mundo latino puestos en fila y recitando
consuelos melancólicos sobre la fugacidad de las
cosas y sobre la vanidad de fondo del vivir. Aunque
él no alcanzara a distinguirlos, ella le hubiese
descrito sobre la marcha los prodigios de Roma y él,
a falta de precisión en los ojos, los hubiera
admirado con el soporte de su fantasía documentada,
como un sonámbulo por su casa a oscuras. Pero el
caso es que ahí seguía Roma, lejana y siempre en él,
concreta y mítica, envuelta en la bruma de los
lugares que existen más en la imaginación que en los
mapas: una Roma ingrávida y artificial, reducida en
la percepción del profesor Villalba a una escala de
maqueta minuciosa: las ruinas y las fuentes, los
palacios y los jardines, los museos y las basílicas,
ya que cualquier ciudad imaginada cabe a fin de
cuentas en una tarjeta postal o en el óvalo de un
camafeo. “Pensar que voy a morirme sin ver Roma…”, y
su hijo le replicaba que había cosas peores.
Horacio Villalba no había heredado de su padre la
fascinación por el recio latín ni de su madre la
atracción por las abstracciones estrictas de las
matemáticas, de las que fue profesora. Abandonó la
carrera de magisterio antes de terminar el primer
trimestre y se dedicó a inspeccionar parte del mundo
con un equipaje filosófico de psicodelia y de
orientalismo, con escalas en Londres y en Corfú, en
Ibiza y en Ámsterdam, en sitios inesperados y en
sitios impensables incluso para él, Roma incluida, a
lo que fuera saliendo. Creyó luego que lo suyo eran
los negocios y abrió un bar de copas tardías en la
calle Manuel Rancés que atraía a partes iguales a
los noctámbulos y a los acreedores, pues se daba una
maña incorregible para gastar más de lo que ganaba,
que es mala ciencia. No sólo derrochaba lo que
conseguía ganar, que se le iba de la cartera como
por ilusionismo, sino también la pensión de su
padre, que andaba desentendido desde hacía tiempo de
las cuentas, absorto él en sus rememoraciones de
poetas líricos y de emperadores inclementes,
resignado a una dieta de comida enlatada y de sopas
de sobre.
Una tarde, Horacio Villalba se cruzó por la calle
con Ramón Ezpeleta, el director del colegio San
Felipe Neri, que era en el que Villalba había dado
clases durante casi treinta años. “¿Cómo está tu
padre?”, y Horacio Villalba le dijo que bien, con
sus chaladuras y con su queja recurrente de morirse
sin ver Roma, a pesar de no verse ya ni las manos.
“¿Sigue con eso? Pues habría que pensar en…” Y lo
que pensó Ezpeleta fue lo siguiente: hacer una
colecta entre los profesores para pagarle a su
excolega casi ciego, a modo de homenaje corporativo,
un fin de semana para dos personas en aquella Roma
que el jubilado llevaba décadas entreteniendo en sus
imaginaciones. Hubo profesores, en especial los más
veteranos, dispuestos a desembolsar el donativo,
pero hubo otros que no, alegando la escasez del
sueldo, de manera que el claustro acordó organizar
la rifa de un equipo estereofónico y, con la
ganancia, sufragarle el viaje al viejo profesor y a
su hijo Horacio, que le haría de lazarillo por una
Roma al fin y al cabo de irrealidades: una ciudad
narrada. Y así se hizo: se repartieron las papeletas
entre los alumnos para que las vendiesen entre sus
familiares y, al final, pagado el coste del regalo,
y con una aportación extra por parte de la dirección
del centro, se consiguió dinero suficiente para
cumplir el objetivo, aunque el hotel que tuvieron
que eligir no era ni muy céntrico ni prometía
suntuosidades, aunque este segundo detalle iba a
darle ya un poco lo mismo al profesor Villalba.
Ezpeleta, en compañía de una representación del
claustro de profesores, fue una tarde a entregarle
solemnemente a Villalba los billetes de avión y los
bonos de hotel, así como una metopa con la efigie
esmaltada del santo tutelar del centro: “Un pequeño
detalle. En agradecimiento a tantos años de
trabajo”, y, en mitad de su discurso, deslizó
Ezpeleta una frase en latín que animó la sonrisa de
Villalba, que la respondió, también en latín, con
una cita de Cicerón, lo que dejó in albis no sólo al
profesor de física y química que era Ezpeleta, que
se había aprendido aquella frase de memoria para dar
un poco de barniz a la ocasión, sino también al
resto del séquito académico.
“¿Nos vamos a Roma?”, y en aquella pregunta se
mezclaba la incredulidad con el desasosiego. Horacio
Villalba alegó que no podía cerrar el bar así como
así. Que un fin de semana le venía fatal. “Ve con la
tía Rosita”, le sugirió.
Rosa Villalba era la hermana pequeña de Pedro
Villalba. Vivía en Lebrija y era viuda de un
tratante de maquinaria agrícola que le había dejado
varias fincas urbanas y media docena de pequeñas
fincas rurales, de cuyos arrendamientos vivía con
holgura, aunque con la razón un poco en precario, ya
que llevaba al menos una década asegurando a quien
quisiera escucharla que mantenía conversaciones con
los difuntos. Al parecer, algunos espíritus se
limitaban a charlotear con ella con el mismo grado
de intrascendencia con que charlotean los vivos
entre sí. Otros, en cambio, le hacían revelaciones
proféticas, y esos eran los peores, pues la ponían
en un vilo de esencia medio cómica y medio sagrada.
“Tu tía no está ya para ir a ninguna parte. Ella
sólo tiene amistades en el Averno”. Y volvía Horacio
Villalba a su argumento principal: “Pues yo no puedo
cerrar el bar un fin de semana”. Y añadía que Roma,
donde él había pasado un día y medio, tampoco era
para tanto.
Al final, padre e hijo acordaron cancelar el viaje;
el padre porque ya estaba resignado a la
postergación infinita de su sueño y el hijo porque
no podía cerrar durante un fin de semana su bar de
copas, como ha quedado dicho. Horacio Villalba fue
una mañana al colegio para ver a Ezpeleta y
devolverle los billetes: “Dice mi padre que le
vendría mejor el dinero”. A Ezpeleta le cayó mal que
el antiguo profesor de latín hubiera decidido
canjear la realización de su gran fantasía por unos
billetes al fin y al cabo mezquinos, pero le dijo a
Horacio que iría a la agencia de viajes para
gestionar la cancelación. Al final, sólo le
reintegraron el 60% del importe, pero a Horacio
Villalba le pareció bien.
“El martes vamos a ir a Lebrija a ver a la tía
Rosita”, le dijo Horacio a su padre, y a su padre no
le pareció ni mal ni bien. Sabía que su hijo
aspiraba a la herencia de ella, lo que tampoco le
parecía ni mal ni bien. De modo que el martes, a
primera hora, padre e hijo se encaminaron a la
estación y cogieron un tren. Por el camino, Pedro
Villalba se acordó de unos versos de Virgilio que
tradujo en segundo de carrera:
Ille deum vitam accipiet divisque videbit
permixtos heroas, et ipse videbitur illis,
pacatumque reget patriis virtutibus orbem.
Cuando llegaron a la estación de Lebrija, allí
estaba esperándoles, con esa mirada inmóvil propia
de quienes deambulan menos por nuestro mundo que por
los trasmundos, Rosa Villalba, acompañada de su
criada de casi toda la vida. “¿Cómo estáis?” Horacio
Villalba le dijo, con el tono de los cobistas, que
no tenía que haberse molestado en ir a esperarlos a
la estación y ella le replicó que iba adonde le daba
la gana, ya que solía permitirse esas asperezas con
su sobrino, por saber de sobra que andaba sobándole
la voluntad para que lo nombrase heredero.
“¿Tú te ves capaz de mantener una conversación sobre
Roma con Virgilio?”, bromeó Pedro Villalba. “No lo
sé. Anoche estuve hablando con papá”, le respondió
ella. “Me dijo que va a verte muy pronto”.
Volvieron en el último tren. “Cuando estuviste en
Roma, ¿viste el Coliseo?”, y Horacio Villalba le
dijo que no. “Pues te perdiste algo grandioso”.
Durante el resto de sus días, que no fueron muchos,
Roma siguió siendo para Pedro Villalba un sueño
difuso, un foro recorrido centenares de veces con la
imaginación, un Coliseo reconstruido centenares de
veces con la imaginación, una figuración estática:
ese diorama irreal en que resonaban aún los pasos
del alegre Plauto, los pasos reflexivos de Plotino
al dirigirse hacia su escuela de filósofos, los
pasos vanagloriosos de los emperadores, camino de la
inmortalidad y de la nada.
Pedro Villalba murió de su muerte hace apenas dos
años y creo que no resulta exagerado afirmar que con
él murió otra parte de la historia de Roma, que no
para de morir.