Creo en los ríos sin nombre, en las piedras que yacen bajo las aguas de esos ríos.
Creo en todos los órganos que inventan mi cuerpo cada día.
Creo en mi rebeldía, en mi agotamiento, en mi desgobierno.
Creo que no fui engendrado, creo que mis padres fueron una ilusión, actores de teatro.
Creo que todo muere.
Creo en mi nerviosismo.
Creo que el sufrimiento es más grande que el amor.
Creo en la aceleración política, en la celebérrima maldad de la Historia.
Creo en los cientos de trasatlánticos y en los cientos de petroleros y en los cientos de portaaviones que cruzan en este instante todos los océanos de la tierra.
Creo que las nubes me aman.
Creo en todos los trenes de altísima velocidad que atraviesan ahora mismo Japón a quinientos kilómetros por hora.
Creo en los bares de esos trenes, donde la gente bebe cerveza japonesa y come cacahuetes dulces importados de un país que se llama España.
Creo en las dilatadas conversaciones de negocios de esos hombres asiáticos, sentados en los sillones de cuero de primera clase.
Creo en la noche.
Creo en La Habana, en su impertinencia histórica, en su diminuta estrategia.
Creo en la prolongación de la bondad de los muertos.
Creo en la felicidad de los muertos sobre cuyas tumbas la lluvia cae tercamente.
Creo en las confesiones de los presos políticos chinos, en las descargas eléctricas que convierten sus cuerpos en un Ecce Homo que es anterior, simultáneo y posterior a Cristo.
Creo en los que se ahogaron en los mares, tratando de nadar bajo una luna incompasiva.
Creo que soy el hombre más maravilloso de este mundo y de cualquier mundo posible.
Creo que debería ser amado siempre por todas las cosas y por todos los seres.
Creo en los perros.
Creo en Rusia.
Creo en mis dolores inconmensurables.
Creo en los teléfonos móviles sumergibles de última generación.
Creo en los turistas, en su terror.
Creo en las poderosas drogas paliativas que suministraron al cuerpo agonizante de un hombre que se llamaba como yo la tarde del diecisiete de diciembre del año dos mil cinco en un hospital del norte de España.
Creo que he amado demasiado y demasiadas veces no he sido correspondido.
Creo en Dios, en un Dios distinto al vuestro, no infinitamente mejor sino infinitamente distinto al vuestro, sarracenos.
Creo que estoy vivo en tanto en cuanto creo y escribo que creo.
Creo que yo no recibí una educación exquisita como sí la recibió la escritora Irène Némirovsky, que nació en Kiev y murió en Auschwitz.
Creo en el dorado hígado de Jesucristo, en su elevación, en su lujuria, en su idolatrada y veloz ascensión a los reinos de la nada.
Creo que yo no pasé noches enteras en los duros asientos de tercera clase de los trenes franceses de mil novecientos cuarenta y uno como sí las pasó Irène Némirovsky.
Creo que la tierra jamás, absolutamente jamás, fue redonda.
Creo que no existe la raza de los hombres.
Creo en los delfines, en los caballos y en los rinocerontes.
Creo que sí existe el Mal.
Creo en la infelicidad del Universo.
Creo en Anna Karenina, en su cuello devastado por las cuchillas de las zapatas de los frenos de los ferrocarriles rusos del imaginario siglo diecinueve, en las manos cortadas de Anna Karenina, saltando sobre la nieve, como pájaros rojos, sobre las vías atestadas de nieve indiferente al dolor y al amor.
Creo en Jay Gatsby, en la suave y blanda oscuridad de la bala americana que lo mató.
Creo en Berlín, en una triste canción que lleva ese nombre y cuya letra contiene, cifrada, la historia de mi existencia.
Creo que la luz es un milagro destinado a nuestra credulidad.
Creo en el viento de la tarde que acaecerá en esa tarde en que el mundo termine.
Creo que la muerte nunca creyó ni creerá en mí como sí cree en ti y en todos vosotros.
Creo que me he vuelto profundamente sabio, delicado y frenético.
Creo que estoy encima de una montaña de viento, tomando el venenoso sol.
Creo que nunca moriré.