You must remember this,
a kiss is just a kiss…,
As time goes by
Isidoro Linares había visto noventa y nueve veces
la misma película: Casablanca. Y lo curioso era que
no sabía cómo terminaba. Desconocía si Ingrid
Bergman se quedaba con Humphrey Bogart, o si ella
conseguía los salvoconductos para marcharse con su
marido en el avión de Lisboa. Cada vez que la veía,
Isidoro se sumergía en el mundo de los
protagonistas, Ilsa y Rick, como si fuera el suyo
propio y escuchaba la canción de As time goes by, la
que el negro Sam interpretaba al piano, como si él
mismo la hubiera escrito. Hoy iba a verla una vez
más y, como en todas las anteriores, a la hora y
cuarto de proyección apagaría el televisor. Hacía
tiempo que su mujer no le preguntaba por esa manía,
quizás porque tampoco él le preguntaba por las
suyas. De todos modos de nada iba a servir contarle
que lo suyo con Casablanca venía de una tarde de
cine de sesión continua, de un viaje en tren a
Barcelona y de una chica del Partido Comunista, que
coincidieron en su vida la víspera de la muerte de
Franco.
Aquel noviembre de 1975, Isidoro Linares estaba en
Madrid. Llevaba dos años trabajando para Rubiol e
Hijos, una empresa de Paños de Tarrasa con sede en
Barcelona, en la que don Miquel, nieto del fundador,
le había contratado como dependiente. Don Miquel
pronto se dio cuenta de que la mejor manera de
rentabilizar el cuerpo espigado, los ojos verdes y
el acento andaluz de Isidoro, no era despachando
telas a las señoras que paseaban por Vía Layetana,
sino llevando muestrarios a Madrid, donde viajantes
menos agraciados y con acento catalán tenían
dificultades para cerrar pedidos. Y no se equivocó
don Miquel, que Isidoro aumentó las ventas de forma
tan considerable que a sus veintiséis años recién
cumplidos viajaba casi todas las semanas a la
capital; el domingo por la noche salía de la
estación de Sants en el Expreso Costa Brava, un tren
que venía de Port Bou con parada en Barcelona y que
llegaba a Atocha el lunes por la mañana. Aquel 19 de
noviembre de 1975, víspera de la muerte de Franco y
día en que Isidoro vio por primera vez Casablanca,
era miércoles y según su calendario particular de
pernoctas los miércoles que estaba en Madrid le
tocaba dormir en el hostal Marisol de la calle del
Desengaño. Pero las circunstancias cambiaron de
forma inesperada cuando por una llamada telefónica
don Miquel le informó que Rubiol e Hijos acababa de
venderse a una empresa de Reus y que los nuevos
dueños no contaban con sus servicios. Al parecer,
más que la facturación que hacía les importaba que
fuera charnego y no hablara catalán.
Isidoro decidió volver a Barcelona con urgencia,
cambió el billete y se desentendió de las visitas
programadas, bastante tenía con entregarse a un
único pensamiento, que no era otro que el de
quedarse sin trabajo, como para salir a buscar
tiendas recitando letanías de hilos y paños. Dejó el
hostal, y cargado con una maleta y varios
muestrarios de telas, sin saber cómo gastar el
tiempo hasta la salida del tren se sintió tan
perdido como un marino con brújula de cuatro nortes.
Bajó por la calle de la Montera, cruzó la Puerta del
Sol y subió a la Plaza Mayor a comerse un bocadillo
de calamares, que los problemas de trabajo no
quitaban el hambre y los calamares sí. Luego se
dirigió a Atocha a merodear los aledaños de la
estación para terminar aburrido en el patio de
butacas de un cine de sesión continua. La primera
película era un musical donde unos leñadores
cantaban sin dejar de bailar, algo sin sentido para
Isidoro que nunca había conocido a leñadores que
cantaran de esa manera, pero el cine musical era lo
que tenía, que lo permitía todo. En cambio la
segunda fue el gran descubrimiento en celuloide de
su vida porque nada más leer los títulos de crédito
sobre el mapa de África quedó atrapado; fue oír la
Marsellesa y escuchar una voz en off que decía que
todos buscaban un visado mientras “esperaban en
Casablanca…, esperaban…, esperaban…”, y olvidarse de
don Miquel, de Rubiol e Hijos y de todas las
pañerías de Tarrasa y Reus juntas.
Durante una hora Isidoro fue un cliente más del Café
Americano de Rick’s, un garito donde el humo olía a
whisky y el whisky a humo, y donde las cartas de
póker eran tan falsas como las bolas de marfil que
giraban en la ruleta. Isidoro se sintió identificado
con aquellos personajes que iban de la barra a la
mesa de juego y de la mesa de juego al suicidio, y
si no llega a ser porque un corte de rollo paró la
película y encendieron las luces de sala, ni hubiera
mirado el reloj ni se hubiera dado cuenta de que el
tiempo se le había echado encima. Faltaban once
minutos para la salida el tren, y una de dos, o
corría como un loco o lo perdía. Cogió la maleta y
los muestrarios, y con zancadas tan largas como
desesperadas llegó al Expreso Costa Brava justo
cuando se ponía en marcha. Fue el revisor quien le
ayudó a subir los bultos a la plataforma.
- Pero compadre…, ¿qué hace usted aquí si hoy no es
sábado? ¡Eh!
El revisor, que le conocía de otros viajes, le
llamaba compadre desde una charla en la que se
descubrieron sus acentos andaluces, uno de Jaén y
otro de Priego de Córdoba.
- Lo sé. Es miércoles –respondió Isidoro-.
- Pues..., si es miércoles y está aquí, es porque
algo no va bien. ¡Eh!- preguntó el revisor que
terminaba todas sus frases añadiendo la interjección
"eh" al final-.
- Se equivoca -mintió el vendedor-. Una reunión de
comerciales sin más.
- ¡Ah!, compadre, una reunión sin más. Luego me lo
cuenta ¡eh! -miró detenidamente el billete y le
mandó a su asiento por un camino que ya conocía.
Acostumbrado a viajar en sábado y con vagones
llenos, en laborable y sin apenas pasajeros, a
Isidoro el tren le pareció un expreso fantasma. Su
compartimento de ocho era solo para él, un espacio
demasiado vacío para una noche en la que no quería
pensarse. Pero bastó dejar la maleta y los
muestrarios en el portaequipajes para que su cabeza
rescatara el problema de trabajo que tanto le
agobiaba, y aunque trató de esquivarlo buscando un
final para la película que había visto, lo único que
consiguió fue que el problema de Tarrasa y las
imágenes de Casablanca se mezclaran en un revoltillo
de ideas que le llevaron de Rubiol e Hijos al Rick´s
Café, de la tienda de Vía Layetana al Zoco y de la
voz de don Miquel a la de Bogart. Era tanta la
confusión que la única alternativa que encontró para
distraerse era leer una novela del oeste, una de
esas de a duro que siempre llevaba con él.
Acababa de sacar del bolsillo de la chaqueta a
Marcial Lafuente Estefanía cuando entró en su
compartimento la Mujer Perfecta. Porque la Mujer
Perfecta existe, cada hombre tiene la suya. En el
caso de Isidoro era dos años más joven que él, tenía
el pelo negro enfadado, los ojos grises y el mismo
olor a lavanda y canela que debía tener Ilsa cuando
entró en el Rick’s Café. No traía equipaje.
- El Zurdo me ha dicho que me siente contigo…, -dijo
a modo de presentación-.
Isidoro no conocía a nadie que se llamara Zurdo, así
que la Mujer Perfecta se equivocaba de
compartimento. Iba a aclarar el error, pero la vio
tan bonita que pensó que era una suerte tenerla allí
y que podía disfrutar unos minutos mirándola antes
de hacerlo. Decidido a mirarla con discreción, abrió
la novela disimulando leer y estuvo un rato largo
hasta que ella le dijo sonriendo que mejor le diera
la vuelta al libro porque lo tenía del revés.
Isidoro iba a excusarse cuando oyó la voz del
revisor en otro compartimento: "Billetes, por favor.
Y preparen documentación para la policía".
- ¿Ha dicho que preparemos documentación para la
policía ? -repitió Isidoro-. Nunca me la han pedido.
- Sí – confirmó la Mujer Perfecta-. El Zurdo ha
dicho que si te preguntan quién soy, digas que una
compaña de trabajo.
Se recogió el pelo para parecer distinta, se quitó
el tabardo de piel vuelta y sacó unos papeles que
llevaba doblados entre la cintura y el pantalón
vaquero de pata de elefante. Isidoro se alarmó al
ver que esos papeles tenían el dibujo de una hoz y
un martillo, logotipo que con la policía cerca lo
único que le podían traer eran problemas. La Mujer
Perfecta echó un vistazo a su alrededor y convencida
de que era el mejor lugar para esconderlos los metió
entre las telas de los muestrarios. Isidoro se
levantó de inmediato para protestar pero no pudo
hacer ni decir nada porque en ese momento el revisor
abría la puerta. Venía con dos hombres que enseñaron
su placa de policía. El miedo le estranguló el
estómago y la garganta se le secó como si la tuviera
llena de algodón en rama.
- ¡Compadre! –saludó el revisor-. Así que a una
reunión de comerciales, ¡eh!
- Sí –contestó Isidoro empujando un monosílabo que
pronunció a duras penas.
- Una reunión sin más, ¡eh!
- Eso es –respondió rogando en silencio que los
policías no registraran el equipaje-.
- Vamos, que se reúnen todos, y por eso no viaja
solo, ¡eh!
- Es una compañera de trabajo –mintió-.
Los policías les pidieron la documentación y aunque
el revisor comentó que le conocía de verlo todas las
semanas, ¡eh!, insistieron en los carnés.
Comprobaron las fotos y los datos, y cuando se los
devolvieron les preguntaron si habían visto subir a
una chica sola al tren. Ambos negaron con la cabeza.
Luego quisieron saber desde cuando trabajaban juntos
y otra mentira salió de la boca de Isidoro al
asegurar que desde hacía un año. El revisor se
excusó diciendo que tenía que seguir picando
billetes y los policías se despidieron tocándose el
sombrero. Y seguramente el revisor picaría billetes
en otro compartimiento porque en el suyo no lo había
hecho.
- Me llamo Julia –dijo la Mujer Perfecta soltándose
el pelo-, y te debo un favor.
- Pues házmelo ahora mismo tirando por la ventanilla
los papeles que has escondido entre mis cosas.
- Tranquilo, confía en mí. Y en el Zurdo. No hay
porqué preocuparse.
- No quiero meterme en líos –replicó el Isidoro-.
- No nos meteremos. El Zurdo es muy listo, le
conozco de la célula de Latina y sabe lo que hace.
De no ser por él y por lo que ha hecho por mí esta
tarde ahora yo no estaría aquí, sino en la DGS con
la Ley Antiterrorista encima.
Esas palabras no le convencieron y menos aún al
confirmar que el tal Zurdo y ella estaban
relacionados con el partido comunista. Se levantó
nervioso y comenzó a buscar los papeles escondidos
en los muestrarios. Entonces ella le tomó de las
manos y se las apretó sin hacer apenas fuerza, casi
acariciándolas. Isidoro sintió a su lado a la Mujer
Perfecta y notó aún más el olor a lavanda y canela.
Y se dio cuenta de que tenía unas manos preciosas.
Preciosas y suaves. Suaves y únicas. Y ella no tuvo
más que rogarle con voz dulce que por favor dejara
los papeles donde estaban, que le daba su palabra de
que si alguien se acercaba los tiraría de inmediato,
para que a Isidoro se olvidara del miedo. Hizo que
se sentara a su lado y le contó lo que esa tarde el
Zurdo había hecho por ella. Estaba con dos
compañeras de la Facultad repartiendo octavillas en
la Cuesta de Moyano cuando apareció un coche de la
Secreta. Salieron corriendo pero a sus compañeras
las cogieron intentando alcanzar la boca del metro.
Ella llegó a la estación y tuvo la suerte de
encontrarse con el Zurdo que la subió al tren. Como
los policías también subieron, la encerró en un aseo
hasta que se puso en marcha, luego le dijo que se
sentara en el segundo compartimento del tercer vagón
porque había alguien de fiar.
La historia no le interesó a Isidoro que seguía
pensando que estaba junto a la Mujer Perfecta y que
tenerla allí era un regalo. Así que cuando ella le
preguntó que si conocía mucho al Zurdo, la mentira
volvió a salir de su boca al decir que "un poco".
Una mentira pequeña, sin importancia, porque a una
mujer como aquella no se le podía mentir demasiado.
Los viajantes, como buenos vendedores, tenían
facilidad para las mentiras de todo tipo: pequeñas,
insulsas, grandes, desproporcionadas...,
- ¿Sabes que le llaman el Zurdo porque dicen que es
más de izquierdas que nadie? –comentó Julia- .Y a
todo esto, no me suena haberte visto por Latina.
- Vivo en Barcelona –se justificó Isidoro-.
- Pues no tienes acento catalán. Estuve allí en
primavera, en las movilizaciones del cinturón
obrero. ¿Las recuerdas?
Isidoro sabía poco de aquellas movilizaciones. Los
temas políticos no le interesaban. Había aprendido
de su madre que la política y la religión eran para
quienes vivían de ello.
- ¿Vas a Barcelona o te quedas en Zaragoza?
–preguntó Isidoro-.
- Creo que hasta el final, a Port Bou. Ya me lo dirá
el Zurdo. Preferiría ir a Cerbère, pero no llevo
pasaporte. Aunque pensándolo bien, ¿para qué ir tan
lejos cuando Franco está a punto de caer? Me da la
corazonada de que de esta noche no pasa. ¡Ojalá!
- Puede…, -dijo el viajante sin demostrar el mínimo
interés-.
- ¿Has leído los periódicos? Solo dan partes
médicos, partes y más partes, todos de extrema
gravedad pero ninguno el definitivo. Hay quien dice
que lleva muerto desde el verano y que quién sale en
televisión es un doble.
- Pues se mueve y habla igual que él.
- Querrás decir que se mueve y habla tan mal como él
-le corrigió Julia que apoyó la cabeza contra el
cristal de la ventanilla para ver cómo el paisaje y
la noche corrían sin que una sola luz los
acompañase-. No quiero que me malinterpretes cuando
digo que ojalá que de esta noche no pase. Le odio,
pero no tanto como para pedir que muera. Creo que
las cosas tienen que cambiar de otro modo, no así.
Ya ves, mucho hablar y luego soy tan boba que ni
siquiera puedo odiar lo suficiente al hombre que
hace dos meses firmó cinco sentencias de muerte. Me
gustaría ser como un camarada de la célula de
Carabanchel que dice que tiene preparada una botella
de champán y un sobre con ocho mil pesetas para el
día que Franco muera. Asegura que con el dinero va
comprar mil periódicos para empapelar la Gran Vía
mientras se bebe la botella.
A Isidoro le vino a la cabeza decir que con lo larga
que era la Gran Vía, como no se bebiera los
periódicos se iba a quedar con sed, pero prefirió
callarse. Julia buscó un paquete de Bisonte y
ofreció un cigarrillo que le rechazaron.
- ¿Has visto Casablanca, la película? -preguntó
Isidoro-.
A Julia le desconcertó el cambio de tema, pero
respondió que sí, que hacía mucho tiempo, la
recordaba en blanco y negro. Entonces él le contó
que la había visto esa tarde, pero que no sabía cómo
terminaba porque la proyección se había detenido
antes de acabar.
- Me gustaría que me contaras el final -pidió
Isidoro-. Pero con una condición, que me lo cuentes
sólo si termina bien.
- ¡Uf!, difícil respuesta -se quejó Julia-. No sé
qué decir. Es como si me pidieras que te asegurara
que a los personajes de la película les gusta vivir
su historia en esas circunstancias.
Isidoro replicó que los personajes no elegían las
historias, que las vivían, y eso era suficiente. Si
en algo el cine se podía comparar con la vida, era
porque los personajes vivían las historias que les
tocaba sin elegir momentos ni circunstancias.
- Nosotros mismos somos una película -continuó
Isidoro-. Si lo comparas con Casablanca lo único que
cambia son los actores y el decorado. Ellos tenían
un café, nosotros un tren. A ellos les perseguía la
guerra y a ti la Secreta.
El propio Isidoro se sorprendió de sus argumentos y
Julia se echó a reír diciendo que de acuerdo a su
teoría lo único que les faltaba para ser una
película de verdad era una canción. Sin más comenzó
a tararear la que el negro Sam interpretaba aunque
esta vez sin piano, solo al compás del ruido del
tren sobre las vías. Y mientras ella cantaba Isidoro
estudiaba sus facciones descubriendo que bajo el
pelo negro enfadado y los ojos grises, había una
nariz ligeramente grande, unos labios ligeramente
finos y un mentón ligeramente ancho, el justo
desorden que hacían de ella su Mujer Perfecta.
- Lo que te he contado de Franco, ¿te interesaba?
-preguntó Julia-.
- No. Me interesas más tú –aseguró el viajante-.
- ¿Yo? -se sorprendió Julia-.
- Sí..., tú -insistió él-.
Isidoro pensó que de existir un Manual para
Conquistas en el Tren necesariamente incluiría un
capítulo dedicado a las Frases Importantes. Frases
de esas que se oyen y nunca se olvidan. Y éste era
el preciso momento en que tenía que decir una. Lo
lamentable era que la única que le venía a la cabeza
era de la película inconclusa que había visto y
decirla era arriesgarse a cruzar la línea que
separaba lo romántico de lo ridículo, aunque dejar
pasar la oportunidad era todavía peor. Con más miedo
que un comunista repartiendo octavillas a la puerta
de un cuartel de la Guardia Civil, dijo:
- El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos.
Julia le miró.
- ¿Qué has dicho? -preguntó la Mujer Perfecta-.
- Que el mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos
-repitió Isidoro creyendo que había cruzado la línea
de lo ridículo-.
- Pero tú..., ¿quién eres? -quiso saber Julia-. ¿De
dónde has salido?..., O mejor no digas nada. Yo te
hablo de Franco y tú me llevas a Casablanca.
- ¿Y?...,
El monosílabo de Isidoro quedó colgado en el aire
porque ella le tomó la cara entre las manos y le
besó los labios. No fue un beso largo. Tampoco un
beso apasionado. Pero fue un beso. Su beso. Julia
apagó la luz del compartimento y apoyo la cabeza en
el hombro de Isidoro. El viajante notó como ella se
dormía a medida que se acurrucaba en él. Luego fue
el propio Isidoro quien se durmió, y lo hizo con
ganas de soñar.
…, acababa de pedir un whisky con leche cuando
Rick se le acercó. Llevaba la chaqueta blanca
abotonada y la pajarita que le hacían inconfundible.
Isidoro estaba en pijama y sujetaba unos muestrarios
que no se atrevía a soltar por miedo a que se los
robaran. Rick encendió un cigarrillo americano. Lo
hizo con la mano derecha para demostrar que no era
el Zurdo. “¿Cuál es su nacionalidad?” –preguntó Rick-.
“Borracho” –respondió Isidoro recordando que eso
mismo era lo que Rick había contestado al capitán
Renault cuando quiso saber de él- “Me alegro –dijo
Rick-, sólo los que venimos de un mismo sitio
podemos llegar a entendernos”..., Sam tocaba al
piano una canción distinta a la de siempre, era el
éxito del verano de 1975. La gente bailaba cuando
Ilsa entró oliendo a lavanda y canela. Se detuvo
junto a Isidoro: “¿Todavía sigues aquí? -preguntó-,
hace horas te subiste al tren en Madrid, estás en
Casablanca y vas camino de Barcelona, sin hablar
catalán. Bonito viaje si te llevaras algo más que un
beso”. Isidoro se humedeció los labios antes de
decir:" un beso es solo un beso". Ilsa le guiñó un
ojo. "Exacto, a kiss ists just a kiss", y se perdió
camino de la ruleta. Mientras Rick puso una mano
sobre los muestrarios de telas y con la otra le
zarandeaba. ¡Despierte! Isidoro no hizo caso. Rick
insistió, ¡despierte!.., ,
- ¡Despierte! -quien le llamaba no era Rick sino el
revisor-. Compadre, que se pasa de estación, ¿o es
que quiere seguir hasta el final?
Un último zarandeo más fuerte le sacó del sueño.
Isidoro, se dio cuenta de que no estaba en ningún
café con Ilsa sino en un compartimento de segunda
con Julia, que dormía arropada con el tabardo de
piel vuelta. En su cabeza retumbaba la pregunta "¿es
que quiere seguir hasta el final?". Y quería, claro
que quería, quería ir hasta donde hiciera falta,
quería volver a su sueño, quedarse con ella para
siempre, pero un “compadre, vamos, que el tren sale
en un minuto” pronunciado con urgencia, y sobre todo
ver como el revisor bajaba del portaequipajes la
maleta y los muestrarios que escondían los papeles
del partido comunista, le puso en alerta. Si los
descubría avisaría a la policía y de nada iban a
servir las charlas con acento andaluz que les había
hecho compadres. Isidoro temió lo peor y tratando de
distraer la atención se llevó un dedo a los labios
rogando que no hiciera ruido para no despertar a
Julia. Salieron del compartimento, el revisor con la
maleta y los muestrarios, y él con el deseo tan
despachurrado como un billete de veinte duros de los
que se encuentran en un pantalón recién lavado.
Algunos pasajeros bajaron del tren. Pocos. Figuras
que se diluyeron entre la noche y el andén. El único
que se quedó para ver partir el convoy fue Isidoro
que comprobó cómo en menos de un minuto la oscuridad
engullía el último vagón destino Port Bou. Agarró
sus pertenencias y con pasos dormidos salió de una
estación que sentía extraña y en la que no reconocía
ni el olor ni el reloj que colgaba de la pared y que
tantas veces debía haber visto. Un hombre con
cazadora de cuero y bufanda hasta la nariz se le
acercó.
- ¿Busca habitación?
- No, gracias -dijo Isidoro-, vivo aquí en
Barcelona. Busco un taxi.
- ¿Barcelona?..., -repitió el desconocido-. Bonita
ciudad, maño, pero estamos en Zaragoza.
¿Zaragoza?..., Isidoro continuó caminando...,
¿Zaragoza?..., No sabía dónde ir, era como si la
misma brújula de cuatro nortes que le había guiado
la tarde anterior en Madrid fuera la que se
encargara ahora de él..., ¿Zaragoza?..., A su cabeza
llegaban preguntas que necesitaban respuesta,
preguntas que no conseguía ordenar: ¿Por qué le
habían bajado del tren en Zaragoza?..., ¿Lo sucedido
tenía que ver con Julia?..., ¿Qué decían aquellos
papeles que ahora él llevaba en un muestrario?...,
¿Volvería a ver a la Mujer Perfecta?...,
Un golpe de lluvia le despertó lo suficiente como
para suponer que la mayoría de las preguntas tenían
respuesta si pensaba que el Zurdo y el revisor eran
la misma persona. De ser así él había sido el hombre
que vio llegar a Julia a la estación, el que se
encargó de subirla al tren y el que la había enviado
a su compartimento porque le conocía. Todo cuadraba.
Además Isidoro creía recordar que cuando picaba
billetes lo hacía con la mano izquierda.
Ya no le quedaba ninguna duda, el Zurdo y el revisor
eran uno. Y por eso le había bajado en Zaragoza,
para proteger a Julia, igual que la había protegido
evitando pedir los billetes delante de la policía,
por la sencilla razón de que ella no tenía.
Sintió frío. Un frío que no era ni el seco de Madrid
ni el húmedo de Barcelona, un frío que cortaba la
cara por el modo en que lo empujaba el viento. Dio
media vuelta decidido a quedarse el resto de la
noche sentado en la cantina. Necesitaba un licor que
le calentara el cuerpo hasta que saliera un tren que
le llevara a casa.
Llegó a Barcelona a la mañana siguiente con un
periódico bajo el brazo cuya la portada tenía un
solo titular “Franco ha muerto”. Ya era 20 de
noviembre.
*
Los días que siguieron a aquel miércoles de 1975
condicionaron la vida de Isidoro. En Rubiol e Hijos,
don Miquel le recibió con tanto cariño como certeza
de que sería la última vez que vería a su vendedor
de ojos verdes y acento andaluz. Don Miquel le
entregó una tarjeta con la dirección de la gestoría
encargada de tramitar su finiquito y le dio el
teléfono de los nuevos propietarios por si
consideraba hablar con ellos. No sirvió de nada. Ni
siquiera se interesaron por recuperar los
muestrarios, que tuvieron a bien ofrecérselos como
recuerdo. A Isidoro no le costó encontrar trabajo.
Fue a la semana siguiente en un hotel como personal
de mantenimiento donde la caldera y los radiadores
no necesitaban oírle hablar catalán.
Nunca volvió a saber de Julia. Tampoco volvió a
tomar el Expreso Costa Brava, ni volvió a Madrid. Lo
que sí hizo fue ver Casablanca en todas las
oportunidades que tuvo. Noventa y nueve veces, hasta
hoy. Incluso compró la película, primero en Super-8,
luego en video y la última en DVD, y por supuesto,
siguió con la costumbre de apagar la televisión a la
hora y cuarto, cuando el capitán Renault ordenaba
cerrar el Rick’s Café a toque de silbato.
Isidoro continúa sin saber cuál es el final y lo
cierto es que no quiere verlo. Como tampoco quiere
saber lo que dicen aquellos papeles del Partido
Comunista que todavía tiene escondidos en unos
muestrarios de telas pasadas de moda. A estas
alturas de la vida de poco le iban a servir. Además,
hay cosas que es mejor dejarlas como están.
Ya lo dice una canción…, a kiss is just a kiss.