Fue también en Nueva York, pero no
en Nochebuena; unos días antes. Lola Gálvez había
preparado una cena –en mi casa– e invitado a unos
amigos. Y coincidiendo –en eso sí– con el pasodoble
de Conchita Piquer, terminó suspirando por España.
Ninguno de los presentes, ni siquiera yo, el otro
español de la mesa, acompañó sus manifestaciones de
añoranza, tan raciales. Lola, que entonces era muy
amiga mía, había traído un disco –de vinilo
convendría precisar hoy–, donde la cupletista
cantaba "En tierra extraña".
A mediados de aquel diciembre había terminado mi
contrato como traductor de Naciones Unidas. Lola
Gálvez acababa de llegar a Nueva York. Era su primer
viaje a la ciudad. Pasaría unos días en mi
apartamento de la calle 14 y, después de Navidades,
regresaríamos los dos juntos a Madrid. La mañana de
su segundo día en Manhattan fuimos a Chinatown. En
una pescadería de Canal Street ella compró una
especie de lubina que pensaba preparar al horno. Por
la noche vendrían a cenar unos cuantos amigos míos.
Tomamos el pescado, y todos lo encontraron delicioso
–en mi opinión, inmerecidamente–. Bebimos y
charlamos; fumamos unos canutos y oímos música.
Luego, cuando Lola Gálvez puso el disco de doña
Concha Piquer, tuvo lugar un desconcierto general.
Sobre todo porque Lola opinaba que la cantante, a
cuyo nombre ella siempre añadía el "doña" y suprimía
el diminutivo, era comparable a Edith Piaf; o
incluso, pasándose mucho, a Billie Holiday.
Los invitados pusieron la cara de circunstancias
correspondiente. Dos, Juliette y Marie –nunca supe
sus apellidos–, eran francesas. Enfrente de estas
lesbianas militantes, se sentaba el sonriente Tony
Green. Nacido en Des Moines, Iowa, Tony fabricaba
velas artesanales y, según él, era artist. La silla
de su derecha la ocupaba Paul Schwartz, un suizo,
intérprete simultáneo y compañero mío en Naciones
Unidas, que pasó la noche muy callado. Algo que
contrastó con la charla incesante de un argentino.
Éste, Roberto Cavalli, situado entre Lola y yo,
había huido por pies de la dictadura de Videla.
Trabajaba de profesor en el Spanish and Portuguese
Department de Yale University, y siempre añadía
University a Yale, como temiendo que se creyera que
daba clases en una cárcel.
Lola, ajena a las expresiones de perplejidad de
quienes hacían esfuerzos –no demasiados, la verdad–
por entender su prédica sobre el valor sentimental
de ciertas canciones de la Piquer, intentó
traducirles la letra en su mal inglés de aquella
época. Y también con mi renuente y un tanto
abochornada colaboración, insistió en explicar que
su padre siempre opinaba que escuchar aquella
canción en Nueva York tenía que poner los pelos de
punta. Los de la cabeza de Lola ya estaban en punta
antes de que sonara "Suspiros de España"; e incluso
antes de la cena. Llevaba un peinado punk chic
parecido al antiguo de Bowie en su época de Aladdin
Sane.
Hubo un momento de la sobremesa de cierta tirantez.
Fue cuando Lola Gálvez, por entonces menos al día
que hoy en cuestión de relaciones internacionales,
exclamó en español, dirigiéndose con disimulo a
Roberto y a mí:
–Quitadme a esta tía plasta de aquí, que no la
aguanto. –Se refería, sin dejar de sonreírle, a una
de las francesas que, quizá porque vivía en el
Village, también iba de artista. No dejaba de
hacerle preguntas sobre Franco, muerto al fin siete
años atrás.
Todos se retiraron pronto –al menos según los
horarios españoles–, y Roberto Cavalli, Lola y yo
terminamos en el Granada, un bar de hispanos de la
calle 47 que ya no existe más –hubiera dicho el
profesor argentino de vacaciones en Nueva York–.
Tomábamos unas copas. Por un ventanal, unos bloques
más allá, se veía la antigua pero aún amenazadora
torre de un depósito de agua en el techo de un
edificio de la Octava avenida. La música de salsa
que se oía, no atronaba.
–Es Selia Crus con la Sonora Matansera –había
respondido la camarera a la pregunta de Roberto
sobre quién cantaba. Y después de anotar lo que,
también en palabras suyas, fue la comanda, oronda y
muy guarachera ella, la cubana se alejó.
Lola Gálvez, que había ido al servicio, volvió a
nuestra mesa.
–No miréis, no miréis –dijo, muy excitada, haciendo
gesto con la cabeza hacia una mesa del fondo–.
Cuando estaba en el retrete, entró ese tipo sentado
ahí.
Y sin poderlo evitar, Lola volvió la vista en
dirección a un sujeto de pelo rizado al que
acompañaba una rubia de peluquería. Yo hice lo
mismo, y el de la mesa del fondo me sonrió con una
boca llena de dientes tan resplandecientes como los
de Burt Lancaster en Veracruz. Algunos de oro.
–No me gusta nada la pinta de ese sudaca –mascullé
yo, despectivo. Ahora, muchos años después, supongo
que estaba algo celoso por el interés de Lola hacia
un individuo tan sospechosamente amigable.
--Yo estaba sentada haciendo pis –continuó ella, a
toda velocidad–. Él entró, como si nada. A lo mejor
porque el servicio era mixto. No sé. Casi sin
mirarme, dijo que si no me importaba. Me llamó
chiquita y luego señorita. Todo en español. Con una
navaja enorme hizo una raya de coca. Una autopista
más bien. Me ofreció, acepté, esnifé, y aquí me
tenéis encantada. El mejor perico que he probado en
mi vida.
–Estás mal de la cabeza –solté yo –. Es un
narcotraficante, seguro.
–Mirá Lola, para vos, como si ese tipo no existiera
–me apoyó Roberto Cavalli. También él le había
mirado disimuladamente con sus ojos de judío
errante.
–Pero es que ahora me está haciendo señas de que
vuelva con él al servicio –dijo Lola Gálvez. Y
resplandecía al terminar el gin tonic tamaño
infantil que le habían servido–. Pedidme otro para
cuando vuelva. Y no me seáis paranoicos, chicos
–¡Ni se te ocurra!
–No voy a desperdiciar una ocasión así –fue la
respuesta de Lola a mi grito, al que siguió:
–Iré contigo.
Y me levanté, como ya había hecho ella.
Con los pantalones de licra que marcaban el culo
grande de Lola Gálvez delante, entré también en el
servicio. Allí, sin apenas saludarme, sobre una
meseta de junto al lavabo, bajo un letrero de All
Employees Must Wash Your Hands As Often As Needed,
el jodido sudaca preparó tres líneas imperial size.
Ofreció que fuera yo el que esnifase primero.
El tipo dijo ser colombiano, y que nos identificaba
cómo españoles por el modo en que ladrábamos el
idioma. Trabajaba de mesero en niu yor
–pronunciación suya–. Yo le aclaré a Lola que era
"camarero", y el colombiano comentó que nunca había
visto a una señorita igual. Se refería a Lola Gálvez
como si ésta no estuviera delante. Por las copas y
la coca –las mías y las de ella--, me pareció más
guapa y más lanzada que nunca. También muy europea.
Puede que porque la propia Lola había dicho que se
sentía así, muy europea, cuando íbamos en taxi al
Granada.
En algún momento de aquella lejana noche supe el
nombre del colombiano. Ahora se me ha olvidado.
Digamos que se llamaba Rubén.
Bien, pues Rubén, todavía en el sórdido servicio del
Granada, respondió que sí, que era posible comprar
coca. Yo le había preguntado si podía conseguir más.
La que me acababa de meter supuso un tremendo
zambombazo. Y eso antes de notar la arcada metálica
en la garganta, la nariz aguzada. Mis receptores del
autodominio se habían activado al máximo. Estaba muy
a gusto conmigo mismo. Y plenamente alerta a todo lo
de fuera.
–Aguárdeme sólo un tantico, caballero –dijo Rubén,
al salir.
Volvió enseguida con un individuo tan obeso como
sólo lo puede ser un americano del norte. Sin
embargo, también era colombiano y, nada más entrar,
Lola dejó de dar saltitos nerviosos.
--¡No me lo creo! ¡Es que no me lo puedo creer! ¿Y
tú? –chillaba el breve rato que pasamos esperando
Creyéramoslo o no, el colombiano gordo me vendió
tres gramos de coca. Y sólo por treinta dólares,
aunque en aquellos tiempos el precio habitual andaba
cerca de los cuarenta el gramo.
Nos dejaron solos en el servicio. Lola hizo un par
de buenas rayas con una tarjeta de crédito. Las
esnifamos con menos ansia que las primeras. Y
superamos con facilidad el susto que nos dio una
llamativa pelirroja. Había entrado subida a unos
tacones descomunales, pero ni nos miró. Fue
directamente a la taza y se levantó la falda para
mear como un hombre.
De vuelta al bar, Lola se detuvo junto al sitio
donde estaban sentados el mesero y la rubia de
frasco –el fatty se había esfumado–. Yo seguí hasta
nuestra mesa y le conté a Roberto Cavalli lo que nos
había pasado.
–Ustedes los gallegos están locos –fueron sus
palabras de despedida.
Llevé nuestras copas a la mesa del fondo. Lola
Gálvez sonreía con expresión de niña traviesa a la
del pelo teñido que acompañaba a Rubén y resultó ser
venezolana. Y puta, seguro. Al menos en España, y en
los años ochenta – hoy las modas han cambiado–, sólo
las putas llevaban una ropa tan ajustada, con las
tetas casi fuera. Además tenía muy pintada, casi
lacada, la cara. Y una mirada poco franca, gestos
como impostados.
Como Lola monologaba sin parar, no prestó atención a
Rubén, el colombiano. Éste se refería a la unión
entre las razas sobre la que cantaba Celia Cruz. Y
había adoptado un aire muy serio, que a lo mejor él
consideraba intelectual, quizá como reflejo al modo
rebuscado en que me suelo expresar yo –algunos dicen
que muchas veces soy pedante.
Pero la puta venezolana, que parecía superada por la
situación, terminó interrumpiéndole. Para ella los
negros eran unos comemierdas, mala gente. Y lo mismo
los puertorriqueños; unos vendidos a los gringos.
Rubén lo corroboró, asegurando que uno sólo se podía
fiar de los compatriotas. Y de algunos dominicanos,
menos venezolanos y mexicanos; y de bastantes
cubanos. Sobre todo de los cubanos. Eran muy listos
y pronto estarían arriba del todo. Y sin perder su
identidad latina –dogmatizó–. Los cabrones gringos
quieren hacerte pasar por uno de ellos en cuanto
eres importante. Pero aunque seas mandamás de la
NASA o de la Coca-Cola, sigues siendo latino –dijo
Rubén con otras palabras que hoy no sé reproducir. Y
que sus hijos siempre serían latinos, y para eso los
educaba él.
Hubo varias visitas al servicio del Granada. A Lola
y a mí no nos preocupó tener una sobredosis, y
esnifamos toda la coca. Y de pronto, acompañados por
Rubén y la venezolana, que por ejemplo se llamaba
Hannelys, como una de las Miss Universo de su país,
nos encontramos a la puerta del Tunnel. El Tunnel
era una discoteca del sur de Manhattan, junto al
río. Entonces estaba de moda.
Lola Gálvez se había empeñado en ir allí. También en
invitar a nuestros recientes amigos latinos. Éstos
dudaban entre si entrar o no, pero ella insistió en
que pagaría con su tarjeta de crédito.
Rubén me llevó aparte. Estaba muy agradecido; y lo
repitió varias veces como para demostrar qué
agradecido estaba. Así que yo debía acompañarle a
Brooklyn, donde dijo que vivía. En un taxi sería
cosa de una media hora, no más. Volveríamos con una
coca tan buena como la de antes.
Al enterarse, Lola soltó un no rotundo. Se negaba a
que yo acompañara al colombiano. Propuso que fuera
él solo. Nosotros le esperaríamos en la discoteca.
Hannelys Por Ejemplo, se quedaría con nosotros. Y no
como garantía de que, con los veinte dólares que le
dimos para el taxi, Rubén iba a volver. Lola Gálvez
insistió en que la venezolana era su invitada y
tenía mucho gusto en costearle la entrada.
El Tunnel, que Lola Gálvez encontró de lo más
neoyorquino, me pareció igual que muchas otras
discotecas de la época, sólo que en grande, –no
tanto, desde luego, como las futuras macro–. Lola y
Hannelys hablaron mucho en el rincón de una especie
de mezzanine. En realidad, la que no callaba era
Lola. La venezolana sólo escuchaba con cara de no
entender nada, pero actitud respetuosa.
Más tarde, en uno de los taxis que nos llevaron
Manhattan arriba y abajo, Lola me contó que cuando a
ella se le ocurrió decirle que tenía un hijo y no
estaba casada, la venezolana se puso de hablar de
los suyos. No, Hannelys Por Ejemplo no le había
pegado a la coca, pero daba igual. Y encima la
llamaba señorita todo el tiempo. Además, la música
estaba muy alta y la oía mal. Para que se callase,
decidió llevar ella la voz solista.
Yo me encontré con un artista español al que había
conocido en una recepción del consulado. El chico,
becario de alguna fundación, estaba con una morena
bastante guapa, tal vez mexicana, que no abrió la
boca. Muy borracho, me dio bastante la lata con el
éxito que había tenido una instalación suya en una
bienal; de Sao Paulo, tal vez.
A las dos horas o más salimos de la discoteca. En la
puerta, moqueando por el frío, esperaba Rubén. Tenía
más coca. Mucha.
Inmediatamente hicimos unas rayas en un cajero
automático cercano. Hannelys, se despidió enseguida.
Nos habíamos subido a un taxi y quiso bajarse unos
bloques más allá; no recuerdo el sitio. Tampoco creo
que entonces me enterara de dónde estábamos. Debía
de ser hacia el East Village.
Lola, Rubén y yo nos apeamos en una calle sin luces
ni adornos de navidad. Enfrente, una pintada decía
Gringos go Home. Rubén llamó al telefonillo de una
puerta verde descascarillada, habló, abrieron y
subimos a un piso por una tétrica escalera.
El interior de la casa lo recuerdo como el de una
película de terror. En las paredes había imágenes o
exvotos, muñecos atravesados con agujas, búhos y
murciélagos disecados. Redomas sobre un estante. Un
aire viciado y apestoso de santería o vudú. Lola ya
no se soltaría de mí en todo el rato.
Con Rubén delante, emergimos de lo que entonces me
pareció una caverna blasfema de Lovecraft. La
luminosidad me cegó, aunque puede que sólo fuera el
contraste con las truculentas tinieblas anteriores.
En unas mesas del fondo, hombres y mujeres jugaban a
las cartas como si se encontraran en el cuarto de
estar de su casa.
Bebimos ron jamaicano –estoy seguro–. Brindamos por
el futuro –algo verosímil–. Y volvimos a esnifar más
coca –de eso no me cabe la menor duda–. Ya no nos
quedaba de la nuestra, y encima de una mesa con un
hule azul –la estoy viendo– había rayas, rectas e
inmensas. No tuvieron que insistir nada para que las
compartiéramos con los presentes. Si sonaba música,
que creo que sí, se me ha borrado. Aunque puede que
con el ron me pasara como con el mezcal; que me deja
sordo.
Supongo que en aquel ambiente amarronado y
desconcertante –como de casino de pueblo castellano,
pero ilegal–, fue donde mantuve una larga
conversación con un hombre muy risueño de acento
caribeño. No consigo acordarme de nada de lo que
hablamos. Sí de que allí –o en otro sitio, también
con contertulios latinos que celebraban algo turbio
al que tengo la impresión de que fuimos más tarde
aún y nos volvieron a invitar a coca–, Rubén me
pidió mi teléfono de Madrid. Pensaba establecer una
red de distribución de coca –explicó–, y yo podía
ser su hombre en España.
Esta noche, la de mi encuentro fugaz con Lola Gálvez
al salir del cine, después de un cuarto de siglo de
aquella noche de Nueva York, no consigo reconstruir
lo siguiente que pasó. Sólo me vienen flashes de
imágenes distorsionadas, sensaciones imprecisas como
las que se tienen al despertar de un sueño
desasosegante. Entre ellas, una de peligro ante la
proposición del colombiano. Y que, a pesar de mi
acelerada lucidez delirante de entonces, conservé un
mínimo de sensatez. Pues le di a Rubén mi número de
teléfono con uno de los dígitos cambiados. Es un
truco al que solía recurrir cuando trataba de que no
me localizase una persona inaguantable que se había
considerado gran amiga mía una de las noches de
copas y pasón indiscriminado frecuentes en tiempos
pasados. Si por casualidad me encontraba con ella
otro día y me había llamado inútilmente, siempre
quedaba la disculpa de que seguramente habría tomado
mi teléfono con un número equivocado. Aunque ahora,
al escribir esto, creo que entonces me fastidió
recurrir a una estratagema tan poco elegante con
Rubén. Se estaba portando muy bien con nosotros. No
lo merecía.
Con todo, no se me ha olvidado que siempre que había
que pagar –y había que pagar con bastante
frecuencia--, el dinero procedía de Lola o de mí. Y
que, amaneciendo ya, ella y yo nos encontramos solos
en el Midtown. Enfrente había un rótulo encendido de
un anuncio de Salem Cigarrettes y otro de Lincoln
Savings Bank. Extrañamente eso aún lo veo con
claridad. No cómo llegamos a entrar Lola y yo en un
peep show donde terminamos follando o algo así en
una de las cabinas.
Los días siguientes Lola Gálvez y yo los pasamos
juntos. Estuvimos en museos, tomamos una copa en el
hotel Algonquin en memoria de Dorothy Parker, y otra
en el Plaza en la de Scott Fitzgerald y Zelda.
Callejeamos, siempre en blanco y negro, siempre en
la época del jazz, hasta hinchársenos los pies. Un
sábado por la mañana, cruzamos andando el puente de
Brooklyn y ella exclamó, como si añorara algo vivido
en novelas y el cine:
–¡Cuánta agua ha pasado por ahí debajo desde la
última vez!
Un frío atardecer despejado fuimos y volvimos en el
ferry de Staten Island y contemplamos el skyline
–término difícilmente traducible– de la ciudad.
Según Lola adquiría los matices que tienen las altas
cumbres para quienes viven en las montañas.
–¡Los rascacielos son mágicos! –soltó entusiasmada,
cara al Lower Manhattan donde todavía destacaban las
Twin Towers. Por entonces quedaba lejos su
destrucción y el inicio, consensuado globalmente, de
una nueva era.
La noche que tomamos el “A” Train para ir a Harlem,
nos sentimos acompañados por Ella Fitzgerald, con
música de Duke Ellington, mientras la ruedas del
metro chirriaban sobre los railes camino de Sugar
Hill –como en la canción.
De vuelta a Madrid, Lola Gálvez y yo salimos juntos
alguna noche, ocasionalmente prolongada hasta la
mañana e incluso el mediodía. Pronto dejamos de
vernos sin ningún motivo especial. En las ciudades,
las personas se distancian y luego cuesta iniciar de
nuevo los contactos. En la primera conversación
siguiente quizá haya que explicar demasiadas cosas.
Unos años después me encontré con Lola Gálvez. Ella
ya era una agente literaria conocida. Yo seguía
siendo, como ahora, un traductor literario de mierda
que sale ocasionalmente de una economía de
supervivencia gracias a esporádicos contratos en
organismos internacionales.
Acababa de sentarme en una mesa del Balmoral, un bar
clásico de la calle Hermosilla cerrado no hace mucho
y famoso por sus más de cien variedades de cócteles
–la revista Newsweek lo incluyó entre los mejores
del mundo–. Me acompañaba Teresa Escobar. O más bien
yo la acompañaba a ella. Teresa es la mujer con la
que aún vivo, aunque por entonces todavía se
encontraba en trance de separación del pesado de su
marido. Lola Gálvez compartía mesa con uno de sus
autores de mayor éxito. Un novelista muy racial,
tirando a lo castizo y esperpéntico, al que reconocí
enseguida por las fotos suyas que había visto.
Nada más echarme la vista encima, Lola se levantó.
Yo hice lo mismo, y allí, en mitad del local, de
pie, nos dimos dos besos –en las mejillas, por
supuesto–, y repetimos lo mucho que nos alegrábamos
de volver a vernos después de tanto tiempo. Y por mi
parte no era una frase hecha. Por la de ella, podría
jurar que tampoco, pues, tocona como siempre, Lola
tenía apoyada su mano en mi antebrazo cuando
mencionó Nueva York. Y la sonrisa de niña pícara de
su boca, ya con arrugas alrededor de los labios, era
indicación de que recordaba aquellos días previos y
posteriores a la Nochebuena de los dos juntos allí.
Intercambiamos los nuevos teléfonos –ella ya tenía
móvil–, quedamos en que nos llamaríamos para comer,
cenar, tomar una copa, lo que fuera. Y cuando ya nos
volvíamos a nuestras respectivas mesas, Lola Gálvez,
agarrándome nuevamente del brazo, me contó, muerta
de risa y tan apresuradamente como acostumbraba, una
historia suya de aquella misma mañana.
–Fíjate. Había quedado en mi despacho con un editor
japonés. Terminamos poniéndonos más o menos de
acuerdo, y el buen hombre me dice que, antes de irse
de Madrid, le apetecía mucho ver El Escorial. Su
avión salía dentro de dos horas, no había tiempo
para ir. Conque le subí a mi coche y lo llevé al
Ministerio del Aire… ahora creo que se llama cuartel
general del Ejército del Aire. En Moncloa, ya sabes,
donde se cogían los autobuses para la
Universitaria. –Tomó aliento y, entre carcajadas,
Lola terminó–: Nos bajamos y le dije que aquello era
El Escorial y que qué le parecía. "Un poco
decepcionante", fue lo único que respondió el
japonés, en inglés, claro, cuando ya salíamos
disparados hacia el aeropuerto.
Yo todavía me reía, una vez sentado de nuevo. Teresa
Escobar me preguntó quién era aquella mujer tan
expresiva y culona que contaba cosas tan divertidas.
Le repetí la historia que acababa de oír y luego,
sin mencionar las semanas en Nueva York, y mucho
menos la noche con los latinos, expliqué que se
trataba de una antigua amiga de la facultad –y no
mentía, porque allí fui donde conocí a Lola Gálvez.
Hace unas horas le he recordado la anécdota del
japonés a Lola Gálvez. Me la encontré en la estación
de Atocha. Habíamos venido los dos de Sevilla en el
AVE. Ella seguro que en clase preferente a juzgar
por el bolso de Vuitton que llevaba. Y yo…
Bueno, el caso es que Lola dijo que se le había
olvidado, añadiendo que tenía mucha prisa. La
estaban esperando.
Y en efecto, vi que a unos metros le sonreía un
hombre de pelo blanco vestido como el maniquí de un
escaparate de la calle Lista. Al mirarle, distinguí
el reflejo de Lola y mío en una superficie de
cristal, y difícilmente nos reconocí. Ella, aunque
con ropa de Chanel, o de Prada, o de quien fuera –en
cualquier caso, muy cara– estaba mucho más fondona.
Y yo… Me limitaré a apuntar que el tiempo ha dejado
huella en mi cuerpo. Como en el de todos.
Después la seguí con la vista. Se alejaba animada y
parlanchina, a juzgar por sus gestos, con aquel
señor mayor –yo soy también mayor, pero nada señor–.
Supuse que irían hacia un aparcamiento en el que su
acompañante tendría esperándole un Audi o un
Mercedes, por lo menos.
Llegué al sitio donde había dejado la Vespa ayer
antes de coger el tren. No me la habían robado y,
por suerte, además estaba aparentemente intacta.
También tenía mucha prisa. Mi viaje relámpago hizo
que perdiera casi dos días de trabajo enteros. Y
debía de entregar una traducción ya.
Pero Teresa me había llamado desde Sevilla pidiendo
ayuda. O, en realidad, solo compañía. Su madre
llevaba ingresada en un hospital varios días –ese
era el motivo por el que tuvo que dejar Madrid–. Y
me necesitaba, dijo en un tono tal que me impidió no
responder a su llamada. Pasamos la noche en un hotel
cercano a la estación de Santa Justa. No me acerqué
a visitar a la mujer que no quería saber nada de mí
hasta que me casase con su hija.
Arranqué la Vespa y traté de abrirme paso entre el
espeso tráfico.
Antes de llegar al primer semáforo, un taxista me
metió el morro de su coche para que no le
adelantase.
–Símpático –le dije yo, conteniendo las ganas de
llamarle "cabrón".
–Majete –respondió el taxista, asomando la cabeza
por la ventanilla. Su tono de voz, por encima del
pasodoble que sonaba dentro de su coche, era más
bien la de quien te suelta un "me cago en tu puta
madre".
–¡Qué grande eres, pesetas! –Estas palabras, sobre
todo la última, las pronuncié entre dientes. Había
tenido que dar un violento frenazo para no tragarme
el coche. El motor se me caló.
–¡Campeón! ¡Figura! –sentenció el taxista, con una
sonrisa envenenada y mirándome con unos ojos que
supuraban odio, justo al ponerse en movimiento con
el semáforo en amarillo. Todavía oí que en la radio
del taxi la voz melosa de una locutora anunciaba:
–Radio Olé. La inigualable Concha Piquer acaba de
interpretar "Suspiros de España".
Y allí, con la Vespa que seguía calada cuando el
semáforo volvió a ponerse en verde, mientras los
otros coches del atasco pasaban casi raspándose
conmigo y hacían sonar sus cláxones, y el cielo
empezaba a llorar con ganas –como en el blues–,
solté en voz alta:
–¡Las cosas que hemos visto, sir John!
Y a continuación no sonaron campanadas a media noche
porque aquello era Madrid, España. Siglo XXI. Y me
sentí extrañamente joven. Y por primera vez, al
mismo tiempo, muy viejo.