Cuando José Manuel Somavía se
arruinó, Villa Eugenia dejó de ser de pronto el
chalé más frecuentado y animado de toda La Jara. A
mí se me ponía un nudo en la garganta cuando veía el
jardín vacío a todas horas, las persianas siempre
bajadas, el garaje cerrado a cal y canto, la piscina
y la pista de tenis cubiertas de hojas secas de
eucalipto, la cancela principal con la cadena y el
candado echados, y el porche desierto, también al
atardecer, que era cuando los Somavía organizaban
cada dos por tres sus famosas meriendas, siempre
concurridísimas. Por la noche se veían culebrinas de
luz que se escapaban por las rendijas de las
persianas de algunas habitaciones, lo que quería
decir que toda la familia no se había ido del chalé
después de la desgracia, pero nadie entraba o salía
de la casa, aunque a lo mejor todos lo hacían por la
puerta trasera, la de la cocina, que daba a la vía
del tren de la costa.
- José Manuel no está – había dicho mi madre durante
la comida, después de que yo le contase lo que había
descubierto –, se ha ido a Madrid, a intentar
arreglar sus cosas, que tienen poquísimo arreglo,
pero la pobre Lola y las niñas seguro que se han
quedado. A menos que a Lola la hayan tenido que
ingresar del disgusto. Pero, si de noche se ve luz
en las habitaciones principales, ahí no puede estar
sólo el servicio.
Mi padre puso cara de andar al cabo de la calle y
movió la cabeza de una manera que todos entendimos
lo que quería decir: que quien juega con fuego acaba
quemándose, algo que yo le había escuchado a Javier
Romero en el chiringuito de la playa, cuando
comentaba con otros señores, mientras se tomaban sus
copitas de manzanilla y sus tortillitas de
camarones, el batacazo económico del nuevo dueño de
Bodegas Infante. Me pareció entenderles que a José
Manuel Somavía le estaba bien empleado por agonía,
por ignorante, por tranfullero y por litri, pero
todos decían sentirlo muchísimo por Lola y por las
niñas.
- Se acabó el reinado de las niñas de Somavía, qué
lástima – dijo entonces mi madre, pero se notaba a
la legua que mucha pena no le daba.
A mí sí, a mí me daba una pena horrorosa. Porque las
niñas de Somavía, como las llamaba todo el mundo, me
parecían guapísimas y con mucho estilo, aunque mi
madre las encontraba un poco cursilonas y demasiado
vestidas para su edad, como si en vez de tener los
dieciséis años que tenía Blanca, o los diecisiete
que tenía Eugenia, tuvieran las dos más de
veinticinco y se compusieran siempre como para ir a
misa mayor. Si su padre se había arruinado, seguro
que ahora tendrían que ir siempre de trapillo.
La verdad es que cuando más me gustaban las niñas de
Somavía era cuando menos arregladas estaban, a la
hora del desayuno. Desde el principio del verano, me
asomaba a la ventana de mi cuarto todos los días, a
las ocho en punto de la mañana, para ver pasar el
tren y a la gente que se subía en el apeadero de La
Jara, pero las niñas de Somavía a esa hora no daban
señales de vida, porque en aquella casa la gente se
levantaba a las tantas y desde mi habitación, que
estaba en la planta alta de nuestro chalé, sólo
llegaba a ver, tan temprano, tres días por semana,
al jardinero, un muchacho rubio, bronceado y con
pinta de gimnasta, como decía Reglita, la muchacha
que iba a hacernos el cuerpo de casa y que bebía los
vientos por él. Hasta que un día el tren llevó tanto
retraso que me dio tiempo a ver cómo casi a las
nueve y media se abrían las puertas del porche, y
una criada que ya iba de punta en blanco montaba la
mesa del desayuno con un mantel de color vainilla y
planchadísimo y una vajilla que seguro que era de la
mejor calidad, y un servicio de café de mucho postín
y una cubertería de plata auténtica por cómo
brillaba, y después arregló los toldos para que el
sol no le diera a la mesa de lleno, y luego regó un
poco el porche, con mucho cuidado. Por fin, casi
pegado a la tapia trasera de Villa Eugenia, pasó el
tren, que iba mucho más despacio que de costumbre,
cosa que a cualquiera le habría parecido imposible,
y vi cómo el tren se paraba en el apeadero y cómo
dejaba que subieran sin ninguna bulla los viajeros
de La Jara y cómo arrancaba de nuevo con muchísima
parsimonia, y me quedé todavía un rato esperando
tontamente, por si las niñas de Somavía salían a
desayunar.
Reglita me pilló mientras espiaba por la ventana de
mi cuarto y, después de darme un pescozón cariñoso,
me dijo:
- Se te está poniendo cara de vicioso.
- Es que en esa mesa tan bien puesta no desayuna
nadie – dije yo, medio acharado.
- Porque me ha contado mi amiga la Sandra, que ayuda
en la cocina, que en esa casa el servicio se pone en
marcha a las siete, como si fuera un cuartel, pero
que los señores y las niñas no aparecen hasta las
doce, y entonces se ponen a desayunar. Por lo visto,
las señoritingas dicen que, hasta esa hora, hay por
todas partes una peste a pobre…
Reglita hacía morisquetas de mucha tirria y mucha
fatiga sólo con nombrar a las niñas de Somavía, pero
yo, aquel día, a las doce en punto estaba en mi
cuarto, espiando por la ventana.
En el apeadero de La Jara, al otro lado de la vía,
no había nadie a esa hora. El porche de Villa
Eugenia volvía a estar recién regado y los toldos
tapaban ahora la mitad de la fachada de la casa,
protegiéndola del solazo, pero la mesa para el
desayuno continuaba impecable y seguía viéndose
perfectamente desde mi habitación. Al rato, salió
Blanca, que era la más rubia y la menos alta de las
dos hermanas, pero la más finita de tipo, según mi
madre, con un salto de cama blanco y vaporoso como
los que sacaban las actrices en las películas, y se
sentó como si estuviera a un minuto de desmayarse.
Enseguida apareció la criada que seguía de punta en
blanco, y le sirvió a Blanca el café y la leche
mientras ella parecía a punto de perder el
conocimiento, y entonces llegó Eugenia, que era un
poco menos rubia y un poco más alta, con fachón,
según decían mi madre y las amigas de mi madre, y
también daba la impresión de no tener fuerzas para
nada. Hasta entonces yo no había visto a nadie
desayunar así. Todo el porche parecía de color
crema, la criada se movía alrededor de la mesa como
si flotase, las niñas de Somavía sorbían el café y
mordisqueaban las tostadas con mermelada de
melocotón con tanta languidez que parecían estar
saliendo de la anestesia – como me dijo Reglita, que
se había puesto a mi lado a cotillear –, y tardaban
una eternidad en decirse cualquier cosa la una a la
otra, o en decírselo a la criada, hablaban muy
despacio y, eso sí, con muchísimo estilo, dijese mi
madre lo que dijese. A mí, desde luego, no me
extrañaba nada que las niñas de Somavía llevasen por
la calle de la amargura a todos sus pretendientes,
porque tenían pretendientes a porrillo.
- Se acabaron esos desayunos tan primorosos, picha –
me dijo Reglita, cuando descubrió que yo no dejaba
de subir a mi habitación a mediodía, a espiar el
porche de Villa Eugenia, a pesar de que José Manuel
Somavía ya estaba arruinado –. Y las criadas de
punta en blanco, y las meriendas a todo plan, y los
guateques de las niñas, y todo eso que no sé si era
finura o que las señoritingas estaban acarajotadas,
y, desde luego, se acabaron los pretendientes. Ahora
están más solas que la una.
Durante todo el día, Villa Eugenia parecía ahora un
mausoleo, como decía mi madre. El jardinero había
dejado de ir a regar el césped, arreglar los
arriates y barrer los caminos de albero y la pista
de tenis. Todo, y especialmente la piscina, empezaba
ya a dar penita, y eso que aún no había pasado ni un
mes desde que se supo que los Somavía estaban en la
ruina. Cuando me asomaba a la ventana de mi cuarto,
a la hora que fuese, ver Villa Eugenia tan
descuidada y tan vacía me impresionaba tanto que me
sentía como si también nosotros nos hubiéramos
mudado a veranear a Malí, el país más pobre del
mundo según el hermano Anselmo, que nos había dado
el curso anterior Geografía e Historia. Menos mal
que todos los días, a eso de las ocho de la mañana,
seguía pasando por el apeadero de La Jara el tren de
la costa.
Reglita era la que me lo había contado:
- Ese tren va por aquí tan despacio que, cuando pasa
por la viña de La Caridad, los muchachos se bajan
del tren por el primer vagón, con sus canastas y
todo, y llenan las canastas de racimos y tienen
tiempo de sobra para subir de nuevo por la vagón de
cola. Después del apeadero de La Rijerta, hasta
Montijo, también pasa despacísimo junto a campos de
nísperos o de albaricoques o de nastarinas, y los
muchachos vuelven a hacer lo mismo, aunque por ahí
es más entretenido, porque los dueños de las fincas
han puesto guardas para que no les roben la fruta.
El revisor siempre se hace el sueco, por la cuenta
que le trae, que a uno que intentó pone un poquito
de orden lo tiraron del tren en marcha, que es una
cosa que no deja descalabrado a nadie, pero sí en un
ridículo grandísimo. A veces, le echan el guante a
algún chaval y entonces el tren entero abuchea a los
guardas como si estuvieran crucificando a Jesucristo
en el monte Calvario. Luego, los muchachos reparten
la uva y la fruta por todo el tren, y todo el que
quiere desayuna tan ricamente, porque, tan temprano,
la fruta aún no se ha calentado y no da cagalera.
A mí todo aquello me parecía tan emocionante como
una película de vaqueros o de romanos. El tren
estaba hecho un escarque, que ni siquiera todos los
vagones eran iguales, como si los hubieran cogido al
tuntún de otras trenes todavía más viejos, y la
máquina soltaba de pronto una humareda que parecía
que iba a dejar La Jara entera negra como el tizón,
pero como a aquellas horas de la mañana el sol se
derramaba como una limonada fresquita por encima de
todos los vagones, hasta la locomotora, de pronto
parecía que era un tren flamante y casi de lujo, de
estreno. En realidad, aquel tren era lo único que
tenía mucha gente para ir a Chipiona o a Rota o a El
Puerto de Santa María, todo por cuatro pesetas, que
era lo que costaba entonces el billete, se montase
uno donde se montase y se bajara donde se bajara, y
a mí me entraba siempre un cosquilleo en el estómago
cuando veía a los que se subían en el apeadero de La
Jara: hombres y muchachos que iban en busca de faena
un poco a deshoras; mujeres y muchachas que se
bajaban en La Rijerta, o en Montijo, o incluso en
Chipiona, y tenían que pegarse luego una caminata
hasta llegar a los chalés en los que servían; algún
soldado de tierra o de marinería con permiso
especial para llegar tarde al cuartel; el grupito de
chavales de un equipo de fútbol que entrenaba todos
los jueves y viernes en la playa de La Ballena, y
muchas personas mayores, matrimonios casi de la edad
de mis abuelos, o señoras con hijas jovencitas y no
tan jovencitas, y algún chaval con la pierna o el
brazo escayolado, gente que iba al hospital Zamacola
a que le hicieran pruebas o curas o a visitar a
algún pariente ingresado, aunque para llegar hasta
Cádiz había que coger en El Puerto el vapor de la
bahía o un autobús. Reglita me dijo que el tren de
la costa iba lleno de calamidades de la vida, pero
que volvía como si volviese de la feria o de una
boda, así era el viaje de divertido. Yo me moría de
ganas de subirme en aquel tren.
- A Lola Argüelles han tenido que ingresarla en
Cádiz, de lo hundida que se ha quedado – dijo un día
mi madre, durante la comida –. Supongo que un alma
caritativa la habrá llevado en coche, porque la
pobre no está para coger el tren de la costa.
Pero el tren de la costa esperaba el tiempo que
hiciera falta para que se subiera todo el mundo,
incluso las personas con más dificultades para
moverse, o las madres con niños chicos, o Pepe el de
los ostiones, que tenía el hombre la cabeza perdida
y muchas veces había que ir a buscarle cuando
llegaba el tren, porque se había quedado embobado
delante de un árbol o viendo cómo unos perros hacían
guarrerías. Si Lola Argüelles, por hundida que
estuviera, cogiese el tren de la costa, siempre
tendría quien la ayudara.
Lo que yo no me esperaba era que también cogiesen el
tren de las costa las niñas de Somavía. Casi me da
un pipijierve, como decía Reglita, cuando me di
cuenta de que eran ellas, cada una a un lado de la
muchacha que les servía el desayuno de punta en
blanco, pero que ahora iba, como Blanca y Eugenia,
vestida casi de andar por casa. Por eso tardé en
darme cuenta. Las niñas de Somavía se apretaban
contra la criada como si tuvieran miedo a perderse
si se soltaban de ella, aunque mientras Blanca
llevaba la cabeza gacha y la mirada clavada en el
suelo, Eugenia no hacía más que mirar a un lado y a
otro, no sé si por la vergüenza que le daba o por
miedo a que alguien se burlase de ellas. Salieron
por la puerta de atrás de Villa Eugenia, por eso no
las vi hasta que llegaron al camino que llevaba al
apeadero. Caminaban deprisa, aunque Eugenia daba
trompicones cada tras pasos, de tanto movimiento de
cabeza como se traía, y en el apeadero se quedaron
apartadas de todo el mundo, dispuestas por lo visto
a subirse al último vagón, pero antes que nadie.
Cuando el tren llegó, tan tranquilo como siempre, a
mí me pareció que las niñas de Somavía se apretaban
un poco más contra la tata, que era con diferencia
la que estaba más entera de las tres. Como el tren,
cuando se detenía, no dejaba ver el apeadero, no
pude verlas subir al vagón, pero sí las vi volver,
entre siete y siete y media de la tarde, que era
cuando el tren de la costa pasaba por La Jara de
regreso, y entonces seguro que se bajaron del vagón
de cola, porque aparecieron al fondo del apeadero, y
ahora iban mucho más sueltas y más tranquilas, y
hasta se rieron con algo que diría alguna de las
tres, y era como si en el tren les hubieran vuelto a
salir a las dos niñas de Somavía un montón de
pretendientes, o se les hubiera aparecido la Virgen
de Fátima.
- ¿Que las niñas de Somavía han cogido el tren de la
costa? – dijo mi madre, con cara de mujer incrédula,
cuando se lo conté –. Pues ya no tienen posibles
para irse a un balneario a reponerse…
- Han vuelto contentas – dije yo.
- ¿Y tú cómo lo sabes, niño? Eso no puede ser. Sería
un milagro.
Y yo pensé que a lo mejor mi madre tenía razón.
Por eso lo hice.
Porque seguro que en el tren de la costa pasaban
cosas estupendas. Porque, cuando el tren volvía de
El Puerto, el sol le daba ya de costado y parecía
como si lo acabaran de lavar y de pintar, como si lo
hubieran estado arreglando desde la máquina hasta el
último vagón, en algún taller junto al Guadalete, y
lo hubieran dejado como nuevo. Porque, de pronto,
las niñas de Somavía, camino de Villa Eugenia,
estaban otra vez alegres y volvían a ser pizpiretas
y seguro que de nuevo se morían de ganas de
organizar enseguida un guateque con limonada y
emparedados, para bailar el twist y tontear con
montones de pretendientes. Porque yo también quería
que se hiciera un milagro y las niñas de Somavía me
descubriesen espiándolas desde la ventana de mi
habitación y, aunque sólo tuviera trece años, me
invitasen a sus fiestas y alguien me sacara a bailar
el twist.
Por eso, desde aquel día, a las ocho de la mañana ya
estaba vestido y calzado y peinado, asomado como
siempre a la ventana de mi habitación, pero con diez
pesetas en el bolsillo, diez pesetas de los ahorros
que guardaba en una hucha del Domund que un año me
dio vergüenza devolver en el colegio porque estaba
casi vacía, yo le dije a mi madre que nos las habían
regalado como premio a los mejores de la clase. Y
así un día y otro, una semana entera, sin que las
niñas de Somavía volvieran a salir de Villa Eugenia
para coger el tren de la costa, hasta que al cabo de
una semana exacta las vi otra vez camino del
apeadero, otra vez una a cada lado de la muchacha
que las cuidaba, pero Blanca y Eugenia ya no iban
como si las llevaran a las mazmorras, iban como si
su padre se hubiera recuperado de la ruina de
pronto. Aún no se había escuchado el pitido del tren
al pasar por el puente de Villa Horacia, así que me
daba tiempo a llegar corriendo al apeadero antes de
que el guardabarreras echase la cadena con la señal
de prohibido el paso.
El corazón me iba a explotar. Tenía que volver a
casa antes de que mi madre se diese cuenta de que yo
no estaba y organizara una escandalera con
trompetas, como decía Reglita cada vez que mi madre
perdía los nervios. Me quedé, temblando, frente a la
caseta del guardabarreras, y las niñas de Somavía
pasaron por delante de mí y, aunque iban de
trapillo, me parecieron más guapas y más elegantes y
más picaronas que nunca. Enseguida llegó el tren, y
ellas subieron al último vagón, ayudadas por unos
muchachos camperitos que las trataban como si las
conocieran de toda la vida, y yo subí detrás de
ellas, y vi cómo unos hombres que llevaban unas
cestas que pesaban bastante se levantaban y les
dejaban sitio para sentarse. Una mujer muy arreglada
que se sentaba frente a ellas y que acariciaba sin
parar el pelo de su hija, muy tristona y con la
cabeza apoyada en su hombro, les preguntó
cariñosamente:
- ¿Otra vez vais a ver a doña Lola?
Blanca y Eugenia sonrieron y sólo movieron la cabeza
para decir que sí.
El tren arrancó sin ninguna prisa. A la mujer se le
quedó una cara muy risueña pero rara, parecía al
borde de llorar de emoción porque las niñas de
Somavía iban al hospital a visitar a su madre. El
vagón se mecía como si en realidad sólo tuviera
ganas de echarse a dormir. La hija de la señora
arreglada cerró los ojos y a mí me pareció que la
chica, que era gordita y pálida y tenía los tobillos
hinchados, estaba muy cansada y sin muchas ganas de
llegar a ninguna parte. Los camperitos que habían
ayudado a subir al tren a Blanca y a Eugenia se
habían quedado al fondo del vagón y las miraban sin
parar, y ellas hacían como que no se daban cuenta.
También las miraban mucho los hombres que les habían
dejado el asiento. Un hombre muy gordo se estaba
poniendo morado de pan con queso y su mujer no
dejaba de mirar por la ventanilla, como si no
tuviese nada que ver con aquel comilón tan
exagerado, pero ya se encargaba él de preguntarle
cosas todo el tiempo: la hora, el nombre de alguien
que les esperaba en Rota, si había hecho el día
anterior un papeleo que era importantísimo, si
alguien que se llamaba Benito tenía faena o no la
tenía, y ella siempre contestaba con mucho despego o
mucho fastidio y sin apartar la vista del paisaje.
Yo no me atrevía a pedirle a nadie que me hiciera
sitio en uno de los bancos corridos del vagón, hasta
que un señor muy mayor y muy limpio, con una camisa
muy blanca y muy planchada y abotonada desde el
cuello, y con un sombrero muy chispa, como decía
Reglita de las cosas que le parecían chistosas, se
encogió un poco y dejó un hueco en el que no cabía
un alfiler y me lo señaló para que me sentara a su
lado. El tren cogió entonces suavemente la curva de
la viña de La Caridad, inclinándose un poco hacia la
carretera, como si jugara a perder el equilibrio, y
entonces empezó a oírse un aplauso que venía del
vagón de cabecera, y el muchacho que había ayudado a
Blanca a subir al tren empezó también a aplaudir, y
le siguieron los otros chicos y los hombres de los
cestos pesados, y la mujer arreglada, y hasta el
señor tan maqueado que me había dejado una mijita de
asiento. Pero nadie se movió.
- ¡Ahora! – gritó de pronto el chico que había
ayudado a Blanca a subir al tren.
Y entonces los chicos y los hombres de los cestos
pesados se lanzaron a mirar por las ventanillas, por
el lado de la viña, que así hacían contrapeso para
que el tren no volcase, y aplaudían y jaleaban
mirando todos hacia la locomotora, y el hombre
chispa que se sentaba a mi lado me hizo una señal
para que yo también mirase. Dos chicos habían salto
a la viña desde el primer vagón y cortaban con mucha
habilidad grandes racimos de uva que metían en unas
bolsas de costado de aquellas que los soldados
llevaban entonces, y les sobró tiempo para que
llegase a su lado el vagón de cola, y saltaron
dentro como gamos, y ahora el vagón entero se puso a
aplaudir, también Blanca y Eugenia y la tata de
compañía, como cuando el bueno llegaba a caballo, a
todo galope, en las películas del oeste.
- Uvita fresca – dijo uno de los muchachos, jadeando
un poco, pero la mar de contento – y empezó a sacar
racimos de uva de la bolsa de costado, y los fue
cortando en racimos más pequeños, y se puso a
repartirlos por todo el vagón, y el otro chico lo
mismo.
- El mejor racimo para ti, princesa – dijo el primer
muchacho, y le dio el racimo a Blanca.
A Blanca se le subió un poco el pavo y se rió un
poquito, en plan señorita melindrosa pero encantada
de la vida. Eugenia, en cambio, cogió el racimo que
le dio el otro chico con muchísimo aplomo, y le dio
las gracias, elegantísima, como si el chico la
estuviera sacando a bailar. La tata de compañía
tampoco le hizo ningún asco a las uvas y se puso a
limpiarlas una a una, con mucha ceremonia, como si
estuviera sacándole brillo a la cubertería de plata
de Villa Eugenia, a lo mejor porque, como decía mi
madre, hasta la cubertería habían tenido que
venderla y limpiar las uva de aquella manera le
servía a la tata de consuelo. La señora arreglada no
limpiaba las uvas, sino que les quitaba la piel con
mucho cuidado, con aquella uñas tan largas y tan
cuidadas y pintadas de rojo brillante, y luego, ya
peladas, se las daba a su hija una a una, se las iba
poniendo en la boca y la chica sonreía como nos dijo
el padre Leoncio que sonreía Jesucristo en la cruz
cuando el buen soldado le pasaba un esponja húmeda
por lo labios.
- Deje de comer pan, compadre, que se va a quedar
usted atrancado como el barco del arroz – le dijo
uno de los chicos que repartían racimos al señor que
no paraba de comer pan con queso –. Coma uvitas con
el queso, ya verá lo rico que está.
El hombre le hizo caso a regañadientes, pero puso
cara de mucho gusto, y hasta su mujer se animó a
probar y dejó de mirar el paisaje y le pedía al
marido cachitos de queso para comérselo con su
racimo de uvas. De los otros vagones llegaron unas
muchachitas que alborotaban mucho y que, con el
cuento de las uvas, se pusieron a tontear con los
chicos que no dejaban de mirar a Blanca y a Eugenia.
Llegó también una madre joven con dos chiquillos
gemelos que enseguida se dedicaron a espachurrar las
uvas y a ponerse perdidos mientras la madre andaba
de palique con los hombres de los cestos pesados,
que la conocían y se alegraban mucho de verla. El
señor compuesto y replanchado, que se comía sus uvas
como si fuera un marqués, se dio cuenta de que yo no
hacía más que mirar a todo el mundo y me dijo:
- Las uvas robadas están riquísimas, hijo. Cómetelas
antes de que se te calienten.
Yo me metí en la boca una uva entera y la mastiqué y
casi ni noté el pellejo y las pipas, con lo
pejiguera que yo era siempre para comer uvas. El
tren estaba llegando al apeadero de La Rijerta.
Después, como me había contado Reglita, llegaban los
campos de nísperos y de albaricoques y de
nastarinas, y volverían a saltar los muchachos desde
el primer vagón y a subir luego por el último, y
todo el vagón de cola comería fruta recién cogida de
los árboles, y seguro que las niñas de Somavía
terminaban coqueteando con muchos descaro con los
chicos que no les quitaban la vista de encima, y la
chiquilla de los tobillos hinchados volvería a
sonreír como Jesucristo con una esponja húmeda en
los labios, y el hombre glotón y su señora se
repartirían los albaricoques, o los nísperos, o las
nastarinas, como un matrimonio bien avenido, y el
señor con pinta de recortable se comería los
albaricoques como un marqués, aunque estuviese a dos
velas, y el sol ya entraría de lleno en el vagón y
el aire allí dentro seguiría pareciendo dorado y con
espuma. Pero yo tenía que bajarme en La Rijerta y
volver corriendo a casa, si no quería que mi madre
me organizase una escandalera con trompetas.
Me bajé sin que el revisor tuviera tiempo de
cobrarme, así que me ahorré las cuatro pesetas. Dos
de las muchachas que alborotaban tanto también se
bajaron allí y me miraron como si yo les provocara
tentaciones. Seguro que ya eran más de las ocho y
media y tenía que llegar a casa a tiempo de
desayunar. Caminé un poco de espaldas, mientras el
tren volvía a ponerse en marcha con aquella pachorra
de viejo camaleón. Tenía que dar media vuelta y
echar a correr, o a caminar a paso gimnástico, pero
quería aguantar hasta perder de vista el tren de la
costa, y me daba rabia no volver en el tren por la
tarde, cuando parecía recién pintado o como nuevo
por un milagro de Fátima, y con las niñas de Somavía
radiantes como si su padre fuera de nuevo
multimillonario. Luego, cuando dejé de verlo,
tragado por los eucaliptos del pago de Jaramar, me
volví por fin y eché a correr como un desesperado
por el arcén de la carretera, rezándole a Jesucristo
en la cruz para que nunca desapareciera el tren de
la costa y yo pudiera curarme siempre de las
calamidades de la vida en el último vagón.