Fue el perfume y no los zapatos. Los
zapatos eran llamativos, sobre todo vistos desde
atrás, avanzando firmemente por el pasillo del
vagón, sosteniendo las piernas muy delgadas de la
mujer; unos tacones altos plateados y un empeine de
piel de serpiente. Pero había sido el aroma de lima,
verbena y espliego, una fragancia fuerte, poco
femenina, lo que sacó de su sueño ligero a Sixto.
¿Dónde había él olido antes ese perfume?
Llegó a la Estación Central y se olvidó de la mujer
olida por la espalda; tenía que repasar en la
cabeza, mientras caminaba hacia los laboratorios, el
plan de trabajo. Ese martes se presentaba como un
día agobiante; por muchas vueltas que le daba, no
veía el modo de hacer en los dos turnos de cuatro
horas todo lo que su jefe, el Doctor Leire, le había
marcado. Así que acabó tarde, más tarde de su hora y
más tarde que sus compañeros; el tren de regreso iba
casi vacío, y en su vagón ninguna mujer.
El miércoles se estuvo fijando en las piernas
femeninas que subían al tren o estaban ya acomodadas
en los asientos, sin ver los tacones plateados ni la
lustrosa piel de serpiente. Era el mismo convoy de
todos los días, el de las 7.57, y las caras de los
viajeros las mismas de todas las mañanas, hombres y
mujeres recién despejados bajo la ducha, leyendo el
periódico, sonriendo con añoranza a la pantalla del
móvil, repasando sus obligaciones en el ordenador.
Todos vivían en la misma ciudad periférica, todos
trabajaban en la capital como él, en empresas
similares a la suya, tal vez a las órdenes de jefes
tan mandones como el Doctor Leire, y con ninguno de
ellos hablaba ni hablaría seguramente en el trayecto
diario del tren-lanzadera. La mujer del aroma
cítrico. No le había visto la cara ayer, ni
recordaba siquiera cómo iba vestida más allá de sus
zapatos altos de vampiresa.
Al ir a abandonar el vagón, mientras veía por la
ventanilla el reloj del andén señalando exactamente
las 8.21, Sixto olió el perfume de la mañana
anterior. Venía de una rebeca de punto color azul
cielo doblada encima de un asiento de pasillo, el
más cercano a la puerta, y posiblemente olvidada. Se
detuvo, dejó pasar a los viajeros que hacían cola
detrás de él, dudó entre tomar la rebeca para
dársela al revisor o esperar a que la dueña
volviese. Al cabo de unos minutos decidió bajar,
pero antes se inclinó sobre la prenda de lana y,
levantándola con cuidado, la olió escrupulosamente.
Luego se dirigió a pie hasta el laboratorio, donde
ya el Doctor Leire estaría aguardando la llegada de
los empleados con el ceño fruncido y el tufo
cenagoso de su bata blanca.
El viernes a las seis acabó la jornada laboral y se
fue en ‘metro’ a casa de su hermano, que vivía en el
centro de la capital, cerca de las multi-salas
Astoria donde pasaba la mayor parte de su tiempo.
Nicolás era crítico de cine en un periódico ‘online’
y no pagaba por ver las películas, incluso las que
veía sin tener que escribir de ellas. Su pase
personal e intransferible valía para dos personas, y
los fines de semana en que no tenía con él a su hijo
los hermanos no salían del cine, que a Sixto le
apasionaba mucho menos que a Nico Carver, el
‘nickname’ profesional de Nicolás. Aun así, Sixto
prefería ir saltando de una sala a otra del complejo
cinematográfico, vaciando ansiosamente los
cucuruchos de palomitas, sorbiendo ruidosamente los
refrescos, viendo a veces sólo un tercio de las
películas, a tener que escuchar desde la cama-turca
del salón donde dormía las angustiadas confesiones
de Nicolás, que en casa bebía vino por el cuello de
la botella y se ponía auto-crítico.
Los dos acababan de separarse, en ambos casos por
iniciativa de sus mujeres, y si la suya llevaba
tiempo anunciándoselo, y él esperándoselo, la de su
hermano, decía éste derramando el vino sobre su
camisa, lo había decidido “a traición”, con una
maldad sinuosa que, por mucha memoria que hiciera,
no encontraba en ninguna de las mujeres fatales del
cine negro. Y su dolor, comparable según él mismo al
de los más taciturnos personajes de la
cinematografía escandinava, no se mitigaba con el
paso de los días, agravado por la cara larga de su
hijo de siete años al ser depositado delante del
portal de Nicolás en los fines de semana alternos
que le correspondían; el niño prefería jugar al
balón-volea con los amiguitos en el jardincillo de
la casa de su madre a ver películas, algunas
habladas en coreano, con su padre.
El domingo, después de haber visto en una sesión
matinal de los multicines Astoria una película de
terror ambientada en Toledo que Nico Carver -en los
gustos de cine muy anti-español- pensaba destrozar
en su página online, Sixto se despidió
precipitadamente de su hermano, comió un bocadillo
en la estación, hizo tiempo paseando por el
mercadillo de artesanía del hall de Llegadas y tomó
un tren de regreso a las 18.39. Al llegar a su
apartamento de la ciudad periférica encendió el
televisor, se quitó la ropa, descongeló un pastel de
queso y frambuesa y se puso a ver por costumbre una
película empezada que daba Tele 5. No quería más
cine, ni siquiera cómico. Se puso el albornoz y se
asomó a la única ventana del apartamento: la ciudad
estaba apagándose.
El lunes se levantó con mal cuerpo, se duchó sin
enjabonarse, se tomó el café en el bar de la
estación, se quemó la lengua, por la prisa, y
encontró un asiento de ventanilla, confiando en
seguir dormitando, como solía hacer, en los
veinticuatro minutos del viaje. Cuando había dado la
segunda cabezada le despertó una acidez; la mujer
con auriculares sentada frente a él estaba pelando
una mandarina y hablando sola. Al ver que él la
miraba fijamente, dejó de hablar, dejó la mandarina
a medio pelar en el reposa-brazos de su asiento, se
incorporó, tropezó con las piernas de Sixto, le
pidió perdón con una sonrisa y salió a la plataforma
del tren, donde siguió hablando sin manos hasta que
el tren llegó a la estación. Viéndola mover los
labios al otro lado de la puerta automática de
cristal se dio cuenta de dos cosas, no tuvo tiempo
de más. Llevaba puesta la rebeca azul de punto que
el día anterior él había visto doblada y abandonada.
No era una mujer sino una chica de poco más de
veinte años, morena, de pómulos salientes y zapatos
dorados de tacón alto.
Fue una semana muy lánguida. El Doctor Leire dijo
estar escamado por el ritmo lento, como de
caracoles, de sus trabajadores, y en los trenes que
tomó Sixto no viajó la chica de la rebeca azul cielo
y los zapatos de oropel. Aun así Sixto le dijo el
jueves por teléfono a su hermano, que le esperaba
ese fin de semana (el niño había cogido la varicela
y su madre lo tenía en cuarentena), que no lo
pasaría con él, ni ése ni los siguientes. Iba a
cambiar de hábitos. Ver menos cine, leer más, ir al
gimnasio. Oyó al otro lado de la línea un silencio,
una aspiración profunda y el descorche de una
botella.
El viernes volvió a casa en el tren de las 19.55,
lleno de gente exaltada por las esperanzas del fin
de semana, fue a su apartamento, se cambió y salió,
cruzando el Parque Reyes de España, hasta la Avenida
de la Constitución, que estaba colapsada. Los fue
contando. No los coches en el atasco sino los ‘pubs’
abarrotados a esa hora, la hora antes de la cena.
Entró en uno llamado ‘Cancún’ a tomarse el
aperitivo, y la chica que atendía la barra se volvió
a mirarle con sorpresa al oír que le había pedido
una cerveza; era la hora feliz, y sólo se servían
margaritas, dos al precio de una. Sixto le guiñó un
ojo y se sentó en el taburete más alto. La camarera
dio media vuelta, abrió un armario de cristales
opacos y allí estaban, como flores frescas, las
margaritas hechas. Treinta o más, iluminando con su
amarillo verdoso la cara de la muchacha.
Estuvo en tres de los dieciséis ‘pubs’ de la
avenida, cenó pasadas las once en un ‘sushi-bar’ que
hacía desfilar la comida en un trenecito eléctrico
de platillos separados, y se puso a hacer cola
delante de la discoteca ‘Prince’, que abría pasadas
las doce. Vio amanecer dando tumbos.
El sábado se levantó al mediodía, con mareo, y
abrió, por segunda vez desde que había alquilado el
apartamento, las ventanas del
salón-cocina-aseo-tendedero-dormitorio. Daba al
patio del edificio de enfrente, pero como su casa
estaba en el último piso, el patio dejaba ver las
copas de los árboles del parque Reyes de España. Las
copas. Se hizo un café instantáneo, se tomó una
aspirina, se puso un chándal y salió a la calle
sintiéndose el explorador de una ciudad dormida. El
supermercado vacío. La lavandería de autoservicio
sin clientes, la ‘boutique’ del pan con las
‘baguettes’ apiladas como balas en los banastos. De
la ciudad periférica donde vivía desde hacía dos
meses sólo conocía la estación, la calle que llevaba
a la estación, la tienda de los chinos en la
plazoleta y el estanco a dos manzanas de su
domicilio; la separación le había devuelto las ganas
de fumar.
Empezó a salir todas las noches de la semana, y se
hizo amigo de la camarera de las margaritas, que se
llamaba Ludivina, un nombre que a él le gustó mucho
y ella odiaba. Prefería ser conocida como Divina,
aunque diera risa al principio. Un domingo quedaron
a primera hora de la tarde en casa de él, se
contaron sus infancias de pueblo, se fumaron un
paquete y medio, bebieron pacharán y sin darse
cuenta estaban acostándose, llevado él por la mano
de ella. La chica cambió de opinión bajo las
sábanas, tapándose la cara y diciendo sólo una
palabra varias veces: “Atada”. Sixto nunca había
atado a ninguna mujer, y menos que a ninguna a
aquella con la que se casó, pero su formación
científica le inducía al experimento. ¿Tendría
cuerdas en el tendedero? No era lo que él pensaba.
“Me siento atada. Todavía”. Y se lo explicó,
mientras volvía a vestirse: atada por un novio
chileno que la dejó de golpe una noche y desde
entonces le mandaba mensajes de móvil llamándola “mi
divina luz“ y diciéndole que quería volver con ella.
Pero nunca volvía. Sixto la desató del compromiso
adquirido en la cama, le sirvió el último pacharán,
la abrazó con cariño, y Divina se fue al ‘pub’,
donde empezaba su turno a las ocho.
En los meses siguientes, Sixto no se apuntó al
gimnasio, no vio a su hermano, no leyó ningún libro
ni se encontró de nuevo en el tren con la chica de
la rebeca azul perfumada. Su vida trascurrió entre
el laboratorio de productos químicos y el
apartamento de un solo ambiente, entre la rutina del
trabajo y la costumbre de salir todas las noches. El
Doctor Leire le ascendió a jefe de personal,
impresionado, le dijo con un dejo de burla, más que
por su olfato por su tacto. Divina, que acabó por
aceptar su nombre de bautismo, volvió con su ex para
abrir juntos una tetería a la que pusieron ‘Ludivina
& René’.
Los ‘pubs’, las marisquerías, los bares de tapas,
los estancos. Las chicas eslavas de las barras
americanas, los solteros incomprendidos, los casados
bebidos, los aparcacoches confidenciales. Todo lo
fue enumerando Sixto, mientras contaba los días.
Había llegado al final de las existencias de su
ciudad periférica, y se sentó –era un miércoles- en
el sillón de su apartamento, y allí se quedó dormido
antes del anochecer. A las 7 de la mañana le
despertó la alarma del móvil, pero al abrir el grifo
de la ducha se acordó de que no tenía que ir a
trabajar; era fiesta en la capital, el santo patrón.
Así que no se duchó, desayunó una lata de té sin
azúcar y un paquete de rosquillas horas antes de
caducar, y bajó, con la ropa de día laborable, a
comprar tabaco. Entonces la vio.
Andaba deprisa unos cincuenta metros por delante de
él, y no tuvo duda; el modo de andar, la rebeca, los
zapatos de alto tacón y piel de cebra a tiras. Llegó
a la estación casi al mismo tiempo que ella, y no se
interpuso. Era mejor seguirla, pasar al andén 2
mostrando su abono mensual, esperar la llegada del
tren de las 9.15, sentarse en el mismo vagón que
ella pero no frente a ella, no decirle nada, no
acercarse a husmearla.
Al llegar a la Estación Central la perdió en el
tumulto de un grupo de peregrinos del Camino de
Santiago al mando de un guía con un bordón de
conchas sostenible: al ser izado con brío delante de
la locomotora a punto de arrancar, el bastón jacobeo
emitía un rayo láser. La recuperó en el hall, donde
ella se había parado a comprar un periódico. Siguió
poniendo distancias en el ‘metro’. La chica tomó la
línea Circular y bajó en la parada más cercana a la
casa de Nicolás. Subieron en paralelo, él por la
escalera de piedra y ella, pasando lentamente las
hojas del periódico, por la mecánica. Hacía frío
fuera, las familias cogían sitio esperando la
procesión del Santo, y la chica se dirigía a la
calle donde estaban los cines preferidos de Nico
Carver.
Al aparecer el santo patrón en andas, acompañado por
una banda de música y un coro de niños con traje
talar, la chica desapareció entre los fieles. Sixto
cruzó la doble fila de los que desfilaban y llegó a
la fachada de los multicines Astoria, donde el
portero único de todas las salas, ante la poca
afluencia de público en aquella ’matinée’ festiva,
había salido a la acera para ver pasar al Patrono.
Acostumbrado a no pagar, Sixto se coló, aprovechando
la devoción del portero (arrodillado ahora encima de
la alfombra roja exterior y mezclado su timbre de
barítono a las voces blancas en el cántico), y entró
en la primera sala de la planta baja, la Sala 1, que
aún estaba a oscuras. En la 2 había un adulto y a su
lado tres niñas con gafas de cartón mirando hacia
atrás, como si esperasen la entrada por esa puerta
del fondo del Conejo en tres dimensiones que venían
a ver; la figura plana de Sixto les resultó de poco
interés, y en el mismo instante de su menosprecio se
apagaron las luces y empezó la sesión infantil.
La chica no estaba en ninguna de las salas, pero ya
que había entrado decidió quedarse, temiendo que el
portero le descubriese al salir él solo tan pronto.
El cartel que más le atrajo fue el de la Sala 8, se
asomó, estaban poniendo un trailer, entró, se sentó
en la última fila, creyendo ser el único espectador.
No era el único. En la segunda fila, encajonado en
un asiento cercano a la pared acolchada, estaba su
hermano, sin hijo y con libreta de apuntes. Al
verle, Sixto se encajonó también en el suyo. Las
primeras imágenes de la película cuyo cartel le
había hecho entrar eran de una nave espacial que se
estrellaba en el océano, saltando de su interior,
como caballitos de mar, un grupo de mujeres
extraterrestres; el bolígrafo-linterna de Nicolás ya
se estaba moviendo como una mosca azul por la
mini-sala. Sixto se levantó sin hacer ruido,
descorrió las cortinas, abrió la puerta, salió al
corredor y oyó unas pisadas acercándose. Tenía
frente a él, sin cartel de cine ni número de sala,
un portón metálico pintado de blanco, y por allí se
metió, furtivamente. Qué olor tan grato y ácido en
la oscuridad de aquel lugar cerrado. Las pisadas se
detuvieron en el exterior, y la pequeña puerta se
abrió, dejando entrar un poco de luz. Se agachó,
aunque una esquina dura se le clavaba en un costado.
Alguien venía a coger algo que no necesitaba ver en
la penumbra del cuarto. Sintió junto a su cabeza el
paso de una mano, el sonido de un clic, la caída de
un líquido. A continuación, la intensidad de aquel
olor nada extraño, el cierre del portón desde fuera.
Cuando habían pasado cinco minutos y el corredor
parecía tranquilo, Sixto se incorporó y fue hasta la
salida tanteando. Tubos en la pared, depósitos de
plástico llenos de una sustancia caldosa que goteaba
por la boca de sus llaves de paso. El interruptor.
No quería ser descubierto, pero tenía curiosidad. Lo
pulsó. Era el almacén de las películas de la semana,
o quizá del mes, pues los rollos se amontonaban
dentro de las latas, dejando sólo entre cada montón
el sitio para un cuerpo. Enlatadas todas eran
iguales, y ni su hermano, pensó, podría adivinar de
qué país venían, la historia que contaba cada una,
el color de la piel de sus actores. Así que apagó la
luz y salió. En el corredor, frente al portón, a
medio metro de él, estaba la chica de la rebeca azul
cielo. Algo había cambiado en ella. La miró a los
pies. Sólo llevaba medias, sin zapatos, y eso la
reducía.
- ¿Qué hacía ahí dentro?
- ¿Yo? Iba buscando el aseo.
- Pues ahí no es.
- Ya me he dado cuenta.
- ¿Y en qué sala está usted?
- La 8 creo. La película de marcianos.
- ¿Ahí?
- Sí.
- Bueno. Pues el váter está al fondo a la derecha. Y
hay otro en la planta baja, junto a la salida.
- No, si yo no me voy.
Sixto se alejó por el pasillo, hacia la puerta
señalizada con los bigotes de un Clark Gable en
bajorrelieve, pero antes de pasar se volvió; la
chica había entrado en el almacén de las latas
metálicas y los tubos. Abrió el grifo del agua fría,
lo dejó correr, se miró al espejo, salió del lavabo
y entró en la Sala 10, donde era improbable que a su
hermano se le ocurriese entrar a ver, ni siquiera a
mitad, la película francesa. Él la aguantó entera.
Llevaba más de ocho horas dentro de los Astoria,
burlando en sus entradas y salidas de las mini-salas
al portero, a Nico Carver en su deambular de alma en
pena, al encargado del puesto de venta de las
chucherías, abierto para las sesiones de tarde. Por
ninguna parte la chica del tren. Sixto aguantó hasta
las siete y media, cuando había colas de día de
fiesta en los corredores, en el vestíbulo, incluso
ante las grandes puertas de cristal, donde la
alfombra roja estaba empapada. El Santo, atendiendo
a las rogativas del coro, había terminado con la
sequía.
Al salir de los cines la vio, detrás de la mampara
de la taquilla, inmóvil, con la cabeza baja. Las
lucecitas rojas del exterior indicaban que las
entradas para todas las salas se habían agotado.
Sixto se acercó a la mampara y la miró sin que ella,
absorta en la lectura de un libro grueso, se diera
cuenta. Sentada en un taburete alto, la rebeca azul
colgaba de una percha al lado de un cartel de
‘Titanic’, y cerca de sus pies descalzos estaban
alineados tres pares de zapatos de tacón. Llovía con
efectos especiales de tornado en la lejanía.
Nicolás no se sorprendió de oír su voz por el
telefonillo. Ni siquiera le respondió; abrió desde
arriba el portal y Sixto entró en el edificio. Su
hermano estaba borracho ante el ordenador, tecleando
serenamente los juicios ‘online’ de Nico Carver. Le
ofreció empanadillas sin apartar la vista de la
pantalla. Sixto hizo sus cálculos mirando el reloj y
la página de la cartelera. A las 10 y cuarto se
despidió de su hermano, bajó andando los cuatro
pisos, comprobó que la fachada de los Astoria iba
apagándose por tramos, y tomó un taxi. Ya no silbaba
el viento ni llovía. A las 10.50 estaba sentado en
un banco de la estación ferroviaria, cuando entró la
chica. La esperó al otro lado del arco detector de
metales.
- Hola. ¿Te acuerdas de mí?
- Pues…Tú estabas esta tarde…donde no tenías que
estar.
- Sí.
- ‘Mujeres vengadoras de Saturno’. ¿No me habrás
seguido…?
- No. Te he visto llegar y me he dicho: “qué
casualidad”
- ¿Te gusta el cine?
- Me gustan los Astoria. Y no pago.
- ¿Te cuelas?
- Me invita mi hermano que es crítico.
- Las películas me gustarían si no tuviera que estar
a todas horas con ellas.
- ¿Las ves?
- A cachos. Estoy trabajando.
- Yo pensaba que ahora la gente no iba al cine.
- Eso depende. Pero es que yo no sólo vendo las
entradas. Yo…
Había llegado el último tren-lanzadera del día,
subieron juntos, se sentaron juntos, siguieron
hablando todo el trayecto, y así supo Sixto que se
llamaba María, “o Mar si lo prefieres”, y llevaba
casi seis meses trabajando en los mini-cines como
taquillera y como encargada, pues era la primera en
llegar, la que conectaba el generador, la que le
abría al portero y al proyeccionista, la que
accionaba la máquina reguladora del ambientador de
las salas, perfumadas -era la política de la
empresa- incluso cuando no tenían público. La que
hacía caja antes de marcharse.
Salieron de la estación, que con ellos dos dio por
acabadas sus funciones de aquella jornada. Ni él ni
ella decían dónde querían ir, pero un instinto por
encima de la voluntad parecía dirigirles, desdeñando
las grandes avenidas, hacia un lugar. ¿Qué lugar?
Los bloques de viviendas muertos, los jardines
cerrados, las mesas recogidas en el exterior de los
restaurantes rápidos. Sixto vio de reojo el edificio
donde vivía, igual de apagado, y no se detuvo.
Seguían caminando y conversando. Enfrente de una
casa de dos alturas y una veleta de gallo roto le
dio a él la impresión de haber llegado al fin del
mundo. Así lo dijo ella, de un modo menos
peliculero.
- Aquí se acaba la ciudad dormitorio. Y ahí vivo yo,
en la segunda planta. ¿Quieres subir?
A la mañana siguiente, sin haberse cambiado de ropa,
sin haber dormido, calculando mal la distancia que
tenía que recorrer desde la casa del fin del mundo,
Sixto tomó el tren de las 7.57 cuando las
portezuelas ya empezaban a cerrarse, encontró un
sitio incómodo junto a la puerta automática del
vagón, y aun así se durmió. No le despertó el
trasiego de la llegada a la Estación Central, sino
el olor. Lima o bergamota, verbena, espliego. No
había ninguna mujer perfumada delante. La fragancia
venía de su chaqueta, la chaqueta del día anterior,
que se había quitado antes de sentarse y mantuvo
doblada todo el viaje sobre sus rodillas.