De la vida de Doris Velasco pueden
encontrarse rastros en las crónicas de sucesos de
algunos periódicos españoles de los años setenta,
pero de la de Faustino Valero, su rufián, sólo hay
una mención apresurada, casi azarosa, en un
reportaje de la revista Triunfo que retrataba a
varios ladrones de guante blanco de aquella época.
Es posible que sus compadres de correrías, todos
ellos influyentes y poderosos, le ayudaran a apartar
su nombre públicamente del de Doris para no ensuciar
más su reputación. Seguramente fueron falsificados
algunos atestados policiales y se logró, con
chantajes o con sobornos, que ni los jueces ni los
periodistas airearan la relación de Doris con
Faustino. Este empeño, sin embargo, fue vano, pues
la hija de Doris, que nunca tuvo la certeza de quién
había sido su padre, publicó un libro biográfico en
el que daba cuenta de todos los enredos de su vida.
Faustino Valero nació en una aldea de Ciudad Real
pocos meses después de que comenzara la guerra en
España, pero nunca vio soldados ni escuchó bombas.
Su padre, que era un ganapán sin demasiado oficio,
comenzó a tratarse con estraperlistas y a amasar con
ellos una pequeña fortuna que iba escondiendo dentro
del colchón de paja en el que dormía. Con ella
compró las tierras de los agricultores que emigraban
y montó un negocio de ultramarinos en la plaza
principal de la aldea, al lado de la iglesia y del
caserón del ayuntamiento. Cuando Faustino empezó a
tener uso de razón, su padre, el ganapán, se había
convertido ya en un prohombre que tenía dinero
suficiente para alimentarse con manjares de marqués,
para cortarse trajes de paño en un sastre de la
capital y para ir de putas todos los domingos y
fiestas de guardar.
La primera vez que Faustino entró en un burdel, a
los quince años recién cumplidos, fue precisamente
acompañando a su padre, que se impuso a sí mismo el
deber de criar a su primogénito con todos los
atavíos de un hombre. Desde aquel día fueron juntos
a los prostíbulos de la región una o dos veces por
semana. La afición de Faustino por las mujeres de
vida galante, que tanto dio que hablar en los
mentideros mucho tiempo después, cuando se convirtió
en un personaje famoso, la desarrolló en aquellos
años de la adolescencia. Al parecer se enamoró de
una de las pupilas del burdel de Mérida a los
dieciséis años. Su padre, para apartarle de ella,
liquidó todos sus negocios en la ciudad y dejó de ir
por allí, pero Faustino se escapó de casa y trató de
raptar a la muchacha para huir a Portugal. Ella, que
no sentía amor, sino aprensión o susto, se
arrepintió a tiempo y le abandonó.
Aunque muchos años después intentó adornar su pasado
con leyendas románticas y con hazañas, la juventud
de Faustino fue de gañán. No cursó estudios de
ningún tipo ni trabajó como aprendiz en los negocios
familiares. No leyó libros ni hizo la siembra. Fue
borracho y holgazán. Contrajo deudas de juego que
tuvo que saldar su padre. Y participó en algunos
alborotos de valentones que dieron con sus huesos en
el calabozo del cuartelillo de la Guardia Civil. El
ejército, donde sirvió sin ganas, purgó su
temperamento y apremió sus méritos. Al regresar a la
aldea comenzó a trabajar con provecho y estudió las
maneras de invertir los ahorros que su padre había
ido guardando en esos años. Aconsejado por uno de
sus compañeros de la milicia, que pertenecía a una
familia de sastres, montó en Ciudad Real un taller
de mercería en el que se fabricaban corchetes,
botones, alfileres, broches, presillas, fíbulas,
imperdibles, agujones y hebillas de varios
materiales. Alquiló también una nave y la
acondicionó para almacenar alimentos. Se asoció con
unos industriales conserveros de la provincia de
Santander para empezar a enlatar pimientos y
berenjenas. Organizó un matadero para sacrificar los
cerdos de la región y preparar embutidos. Y
transformó uno de los caserones de la aldea en un
hotel de lujo, donde comenzaron a parar todos los
viajeros distinguidos que pasaban por la zona. A
mediados de los años sesenta era ya un hombre
respetado y próspero, y se hacían lenguas en toda
España de sus talentos.
Los más preciados de sus negocios, sin embargo,
siempre fueron secretos. Faustino abrió el primero
de sus burdeles, el de Valdepeñas, en el invierno de
1961. El segundo, en Ciudad Real, a comienzos de
1963. Y el tercero, ya en Madrid, el día en que
cumplía treinta años. Muchas veces fue con su padre
a alguno de ellos, pero nunca le confesó —por
vergüenza o por remordimiento— que fueran de su
patrimonio: se comportaba como un cliente,
charlataneaba desenfadado con las madamas y se
dejaba aconsejar por ellas para elegir cada noche a
la pupila que le convenía. Siempre pagaba sus
servicios.
A Doris Velasco la conoció en una mancebía de
Cáceres cuando la muchacha tenía dieciséis años.
Fornicó con ella en un cuarto mugriento, entre
sábanas amarillas que se habían quedado tiesas de la
suciedad, pero a pesar de la sordidez del lugar se
enamoró perdidamente. Le dio una propina exorbitante
y le propuso —como si fuera una transacción
mercantil y no un trato sentimental— que se marchara
con él a Valdepeñas, donde podría seguir trabajando
en camas más perfumadas. Doris tardó en convencerse.
Faustino tuvo que volver a la mancebía dos noches
más, llevando para obsequiarla flores y fragancias
caras que desentonaban en aquella habitación
desastrada, pero al final consiguió que ella
guardara en un hatillo sus ropas y le siguiera.
Permaneció en el burdel de Valdepeñas varios meses,
durante los cuales Faustino, que se moría de amor
por ella y la celaba con obcecación, le pidió
matrimonio perseverantemente. Doris le rechazó
siempre, sin titubeos, y cuando durmió con él le
cobró el servicio a la misma tarifa que al resto de
los clientes. “Si nos hubiéramos conocido en alguna
verbena habría podido llegar a quererte”, le decía,
“pero nos conocimos en un burdel, y no soy capaz de
tener un marido que sepa que soy puta”.
Faustino la hizo trasladar enseguida al prostíbulo
de Ciudad Real, que tenía una clientela más ilustre
y adinerada. De ese modo calmaba sus males de amor,
encarecía la nueva casa de ramería y mejoraba los
beneficios del negocio, que por esa época ya nunca
le parecían suficientes. No dejó de visitarla,
aprovechando sus viajes a la ciudad, pero se afanó
en la tarea de olvidar sus hechicerías de mujer para
poder recobrar el juicio. Había cumplido los treinta
años y aún no tenía novia formal ni planes de
casamiento, lo que en su entorno ya comenzaba a ser
causa de habladurías y de preocupación. Su madre le
celestineaba con muchachas hacendosas y mojigatas de
los pueblos de la comarca, desde Puertollano a
Malagón, pero Faustino no sentía demasiado afecto
por ninguna que no fuera puta. Al cabo, se
comprometió con una señorita de buena familia, cuyo
padre, falangista, le resolvía algunos trámites
administrativos fastidiosos en los despachos de la
provincia. Se llamaba Magdalena y tenía siempre un
gesto manso. Durante el noviazgo, que duró dos años,
Faustino la veía una vez por semana, los domingos:
la recogía temprano para la misa, comían juntos en
casa de los padres de ella y daban luego un paseo
hasta el atardecer. Después de dejarla en casa, él
se iba al burdel a recoger la recaudación de la
semana y a desahogarse. Se casaron en la primavera
de 1969, poco después de que los negocios de
Faustino, que eran cada vez más boyantes, llegaran a
Europa: un empresario de París que se dedicaba a la
alta costura le compró botones y complementos para
sus ropas, y a través de él comenzaron a contactarle
otros comerciantes franceses que le hacían cada
semana pedidos portentosos. Faustino tuvo que
duplicar la producción de sus talleres y empezó a
viajar a París al menos una vez al mes para tratar
con sus clientes. Se convirtió así en uno de los
pasajeros más asiduos del nuevo tren expreso Puerta
del Sol, que unía las ciudades de Madrid y París en
una larga travesía nocturna.
Fue durante uno de esos viajes cuando tuvo la
ocurrencia de montar un burdel en el tren. Su
instinto comercial y su rijosidad, que le hacía
fantasear con citas galantes y con adulterios
mientras los vagones atravesaban a oscuras los
campos, le persuadieron de que en aquel camino
ferroviario, que salía de Madrid a media tarde y
llegaba a la estación de Austerlitz a la mañana del
día siguiente, prosperaría un negocio de
calientacamas. Cuando se quedaba en el
vagón–restaurante después de la cena conversando con
alguno de los señorones que iban a París como él
para atender negocios y compromisos, acababan
siempre hablando de obscenidades y recomendándose
unos a otros prostíbulos secretos y muchachas
deslumbrantes. En ese ambiente de camaradería
masculina, que a pesar de la suntuosidad con que
estaba adornado el vagón era tabernario a algunas
horas, se llegaba enseguida a la confidencia salaz y
a la confesión de perversidades y adulterios. Muchos
de los caballeros a los que Faustino escuchaba
hablar se lamentaban de la falta de tiempo de que
disponían en París para explorar los misterios de la
ciudad, pues a menudo sus anfitriones los recogían
en la estación y les llevaban a fábricas, a
restaurantes y a reuniones sin dejarles solos ni un
instante. Les acompañaban a todas partes para no
parecer descorteses y les dejaban al final de la
noche, exhaustos, en la puerta del hotel. Los
caballeros rijosos se acostaban soñando con
señoritas francesas exuberantes y refinadas que al
desnudarse pronunciaban en francés palabras de amor.
Pecaban con el pensamiento, pero por culpa de la
hospitalidad no podían hacerlo con obras. Regresaban
a casa, en el mismo tren, con la virtud acrisolada.
A algunos de ellos les esperaban sus esposas en la
estación de Madrid, amorosas, al pie del vagón. Los
otros despachaban el equipaje en la consigna y se
iban deprisa a alguno de los burdeles de Chamartín
para aliviarse.
Faustino se dio cuenta de que si aquellos hombres
respetables y opulentos tuvieran ocasión de
entretener las largas horas del recorrido con juegos
venéreos, lo harían a cualquier precio. Todo serían
provechos: espantarían el hastío del viaje,
dormirían en el tren más relajadamente y llegarían a
París amansados, con los pensamientos puestos en los
asuntos comerciales que acudían a resolver y no en
las lascivias que les endemoniaban. Un industrial
que exportaba harinas le contó una noche, después de
haber bebido más de lo que convenía, que por las
mañanas él se desayunaba en el tren con bromuro,
como en el ejército, para no tener indisposiciones o
malaventuras en los negocios del día, pues en una
ocasión había malogrado un contrato por rendirse a
sus instintos.
Tardó aún Faustino casi un año en fundar el burdel
ferroviario que funcionó en el Puerta del Sol desde
comienzos de 1971 hasta el verano del año siguiente,
cuando ocurrieron los sucesos que extraviaron sin
remedio la vida de Doris Velasco. En ese tiempo de
preámbulos y de gestación, Faustino estudió con
pormenor los modos productivos, las condiciones
higiénicas y los métodos publicitarios que deberían
emplearse. Examinó las distintas clases sociales que
viajaban en el tren, los rendimientos de las
instalaciones en cada una de las categorías del
convoy —segunda clase, compartimentos de literas,
coches–cama— y los comportamientos administrativos
de los empleados. Entabló amistad con algunos jefes
de tren y comenzó a sobornarles con obsequios y con
favores. Poco a poco fue cavando los cimientos del
negocio. Y un día, por fin, fue a visitar a Doris,
que trabajaba ya en el prostíbulo de Madrid, y cerró
con ella el trato.
Doris Velasco tenía en esa época veintisiete años.
El tiempo había macerado su belleza, que ahora era
extraña: ya no hechizaba a los hombres con esa
brutalidad desapacible con la que embelesó a
Faustino cuando era joven, sino que se iba
apoderando de ellos muy despacio, como un veneno
dulce que infectara su sangre. La maestría que había
alcanzado en los tratos eróticos, además, era
sobresaliente, y los hombres que pasaban por su cama
quedaban ofuscados. Doris era, junto con Charito
Larrañaga, la cortesana más deseada del Madrid de
aquellos años. La frecuentaban embajadores,
magnates, procuradores de Cortes, obispos y algún
ministro. Las malas lenguas aseguraban que incluso
el Generalísimo la había hecho llamar al Palacio del
Pardo para distraerse con sus habilidades.
Doris aceptó la propuesta de Faustino por una razón
sin sustancia: siempre había soñado con vivir en
París, como las grandes damas de los folletines, y
creyó que de este modo, trabajando en el tren que
iba cada día allí, lo conseguiría en poco tiempo.
Quizá concibió la idea de fugarse un día, de llegar
a la estación de Austerlitz y buscar en los
alrededores una casita pequeña en la que poder
recomenzar su vida, pero jamás se atrevió a hacerlo.
Aunque Faustino le había puesto un instructor que le
daba clases de francés para que pudiera atender a
los clientes que no fueran españoles, ella nunca
tuvo facilidad para aprender idiomas y se sintió
desamparada ante aquellos que no entendían bien sus
palabras. Seguía además visitando cada mes a su
madre, que aún vivía en el pueblo, y si se hubiera
mudado a París habría tenido que olvidarse de ella
para siempre.
En el primer viaje, Faustino la acompañó y tuteló
sus actos. Revisó con ella el compartimento del
coche cama en el que debía instalarse, adecentó su
aspecto y verificó las provisiones de profilácticos
y de toallas que llevaba. Luego le presentó al jefe
de tren, que fue el primero que, de balde, antes de
que el convoy terminara de arrancar, se acostó con
ella. Durante ese viaje tuvo sólo dos clientes: un
diplomático belga que cenó en la misma mesa que
Faustino esa noche y un notario que llevaba a su
mujer de vacaciones a la capital francesa y que
estuvo conversando de picardías con el jefe de tren
en mitad de la madrugada. En el viaje de regreso, al
día siguiente, la visitaron en el compartimento tres
hombres. Y un mes después, cuando la celebridad de
Doris había ido de boca en boca con prisa, no había
jornada en la que no atendiera a siete u ocho
clientes libertinos. Al cabo, para evitar el trabajo
a destajo, del que no sacaba provecho nadie,
Faustino dispuso un cupo de seis que no debía ser
sobrepasado nunca. De ese modo, Doris dedicaba la
mitad de la travesía a la faena y dormía el resto
del tiempo. Llegaba a París despabilada y lozana, y
dedicaba el día a pasear por las calles, a entrar en
las tiendas de moda de Montparnasse y a alternar en
los cafés del Barrio Latino. Cuando empezó a tener
clientes parisinos asiduos, se avenía a veces a
visitarles en sus casas, a espaldas de Faustino,
para engordar sus ahorros o para poder comprarse sin
amenguarlos alguna joya con pedrería o algún vestido
de noche de los que se encaprichaba.
Esos fueron los tiempos más felices de la vida de
Doris Velasco. Trabajaba en exceso, pero sus
parroquianos eran siempre hombres distinguidos y
poderosos que la trataban con miramiento y hacían
que se sintiera a su lado respetable. Escuchaba
confidencias íntimas y llegaba a conocer altos
secretos de estado. A menudo escuchaba propuestas
halagadoras de caballeros que querían redimirla con
el matrimonio o con el concubinato, y, aunque las
rechazaba todas por orgullo, se sentía como una
princesa cortejada por los reyes del mundo entero.
Ganaba además mucho dinero y comenzaba a soñar con
un retiro venturoso. Algunas tardes se quedaba cerca
de la estación de Austerlitz, en los jardines de
Luxemburgo, y se sentaba en un banco a imaginar
porvenires bienaventurados: las mansardas de los
edificios señoriales que veía a lo lejos, el
bullicio de los bistrots callejeros, el silencio de
los parques a esas horas.
Faustino tuvo también unos años propicios, pero no
dichosos. Sus negocios, avivados por la bonanza
económica y por la prevaricación de algunos jerarcas
que le debían favores, fueron boyantes. Él se
convirtió en un hombre rico y respetado que se
paseaba por los salones más influentes de la corte
de Franco y recibía consejos de los personajes
prominentes del país. Frecuentaba a artistas de
postín, era invitado a festivales y solemnidades, y
le reservaban siempre mesa en Chicote o en el
Florida Park cuando iba allí a cerrar algún trato
comercial o simplemente a distraerse de las
pesadumbres de la vida. A su esposa Magdalena, que
seguía siendo una mujer mansa y complaciente, la
veía poco. Seguía saliendo con ella a misa cada
domingo, pero a las fiestas y celebraciones mundanas
iba solo o, si la discreción lo permitía, con alguna
de las putas de sus burdeles, a las que seguía
visitando con regularidad. Un médico especialista
les explicó, después de un examen, que Magdalena no
podía tener hijos, de modo que la única razón por la
que Faustino copulaba con ella se desvaneció. Se
instalaron entonces en habitaciones separadas y
comenzaron a convivir castamente.
Aunque sus negocios franceses no necesitaban ya de
diligencias, Faustino seguía yendo a París a menudo
para viajar con Doris. Avisaba con antelación al
jefe de tren para que le reservara un turno en la
cama de la muchacha y compraba algún perfume o
alguna prenda para obsequiarla. Ella le atendía con
cordialidad, se esmeraba en sus servicios como si
fuera la primera vez que fornicaban y le hacía luego
confidencias íntimas insustanciales. A veces
aceptaba una invitación de él para cenar en el
vagón–restaurante o para beber una copa de champán
en su compartimento después de la faena. Para
Faustino, aquellos apareamientos eran la gloria del
amor. Cuando sentía el cuerpo desnudo de la puta
entre los traqueteos del tren e imaginaba los campos
oscuros de afuera, el frío de las llanuras y la
presencia de bestias agazapadas, le venía de golpe
una excitación apasionada y se ponía a llorar
silenciosamente mientras eyaculaba en la carne de
Doris. Ella, que siempre había sido huraña y
rigurosa, le abrazaba ahora con afecto y le dejaba
quedarse a su lado en aquella cama estrecha hasta
que se le calmaba el ansia.
En junio de 1972, Faustino alcanzó un nuevo
merecimiento y su vida pareció enrumbarse a la
exaltación y a la pompa: fue nombrado procurador por
el Tercio familiar y se habló de él como posible
ministro en un gobierno futuro, pues su amistad con
algunas de las grandes personalidades del país, que
pasaban por sus burdeles para rendirle cortesía y le
agasajaban con dignidades y privanzas, le convertía
en uno de los hombres jóvenes más poderosos y
prometedores de España. Le fue concedida una
licencia para realizar obras faraónicas en la
provincia de Ciudad Real, donde nadie le hacía ya
sombra. Y se le otorgó en régimen de monopolio la
concesión del transporte de mercancías peligrosas en
las regiones de Castilla la Vieja, Asturias y
Galicia, lo que le garantizaba en los siguientes
años una prosperidad extraordinaria.
Fue un mes más tarde, sin embargo, cuando el
bienestar se transformó en júbilo: Doris, que nunca
antes había contactado con él fuera de los burdeles
en los que sucesivamente había ido trabajando, le
telefoneó a su despacho y le pidió una cita.
Faustino viajó a París en el Puerta del Sol de esa
misma tarde y se reunió con ella en su departamento
sin esperar turnos ni templar más gaitas. Doris le
confesó que estaba preñada de él, que le amaba y que
quería dejar de una vez por todas esa vida de
buscona errante, de mesalina de ferrocarril.
Faustino la escuchó con asombro, maravillado por los
efectos estupefacientes del amor. Aunque nunca había
tenido estudios, era un hombre inteligente y cabal,
de modo que no creyó nada de lo que Doris le dijo:
la criatura que llevaba en el vientre podía ser
sangre de su sangre o de la sangre de otros cien
clientes que la habían poseído en los tiempos de la
fecundación; y el amor que decía sentir por él era
seguramente un desvarío o un fingimiento, una
figuración que ella misma había ido creando para
salvar su alma. A Faustino, sin embargo, le dio
igual que aquel laberinto de sentimientos fuera
inventado. Sabía, sin que ningún filósofo se lo
hubiera dicho nunca, que a menudo acabamos
convirtiéndonos realmente en aquello que hemos
fingido ser por conveniencia y que con el paso del
tiempo llegamos a sentir de verdad las pasiones que
hemos simulado con el propósito de encubrir o de
engañar. Si Doris no le amaba, le amaría algún día.
Aquella noche —una de las últimas en las que Doris
Velasco fue feliz— Faustino se quedó en el
compartimento hasta que el tren llegó a París.
Despacharon a los clientes concertados con la
disculpa de una enfermedad contagiosa y fornicaron
como enamorados durante horas. Sujetándose a las
agarraderas de la pared, se besaron con fiereza y se
arañaron el cuerpo como si trataran de herrarlo con
las manos. En París fueron a un hotelito de las
Tullerías para seguir amancebados hasta la hora del
regreso, y en el viaje de vuelta, el último en el
que el Puerta del Sol tuvo burdel, durmieron
abrazados sin separarse.
Nada de aquella felicidad duró. Cuando supo que ya
nunca se atenderían visitas en el Puerta del Sol,
don Román Esteruelas Iturmendi, un juez del Tribunal
Supremo que se había quedado viudo un año antes y
que había cortejado ardorosamente a Doris durante
los últimos meses, proponiéndole también matrimonio
y prometiéndole una vida regalada, se encolerizó y
cursó una denuncia para destapar la fechoría. Hizo
llamar a los jefes de tren que habían amparado el
delito y a algunos de los clientes que, como él,
habían gozado de Doris en la travesía. El escándalo
fue mayúsculo. Los periódicos relataron con censuras
las correrías de Doris, pero no citaron ninguno de
los nombres de los próceres que habían pasado por su
cama y habían disfrutado de sus sevicias. Se habló
de inmoralidad, de libertinaje y de desvergüenza, y
algunos periodistas llegaron a pedir la pena de
muerte para la mujer que con sus elixires de amor y
sus hechizos indecentes había corrompido a tantos
hombres de bien.
A Faustino, como a otros grandes prohombres, le
advirtieron a tiempo del escándalo. Pasó varias
noches en vela, atormentado por los remordimientos.
Él no era uno más de los clientes de Doris, sino el
responsable de que ella hubiera estado allí, en el
tren, y, lo que era aún más grave, el hombre al que
había elegido como padre para el hijo que esperaba.
Si la socorría tal vez se salvara de la cárcel y de
la ignominia, pero en ese caso él ya nunca llegaría
a ser ministro ni tendría el respeto honorable que
le profesaban ahora todos. Al fin, después de muchas
porfías, decidió marcharse durante una temporada a
Italia y dejar que corriera la suerte como debiera.
No volvió a ver a Doris hasta veinte años después,
en el final de siglo. Él había ido a la provincia,
de la que era ahora diputado, para inaugurar una
biblioteca que había patrocinado el consorcio de
empresas que presidía y un apeadero nuevo de
ferrocarril. En el apeadero, después de las
ceremonias y los brindis, fue a los retretes
públicos y encontró allí, en la puerta, a una mujer
casi anciana que le miraba fijamente. Tenía el pelo
engreñado y sucio, y su ropa, raída, dejaba ver
costurones de carne magra. La reconoció por el
chispeo de los ojos, por el fulgor grisáceo de las
pupilas. Se quedó callado frente a ella durante
mucho rato, sin saber qué decirle. Luego, aturdido,
sacó la cartera y la vació de billetes para
dárselos. Doris entonces se arrodilló allí mismo y
trató de abrirle la bragueta.