Premios del Tren 2009 - Fundación de los Ferrocarriles Españoles

Premios del Tren de Poesía y Cuento 2009

Primer premio de cuento: 'Los años más felices', Luisgé Martín

Luisgé Martín

De la vida de Doris Velasco pueden encontrarse rastros en las crónicas de sucesos de algunos periódicos españoles de los años setenta, pero de la de Faustino Valero, su rufián, sólo hay una mención apresurada, casi azarosa, en un reportaje de la revista Triunfo que retrataba a varios ladrones de guante blanco de aquella época. Es posible que sus compadres de correrías, todos ellos influyentes y poderosos, le ayudaran a apartar su nombre públicamente del de Doris para no ensuciar más su reputación. Seguramente fueron falsificados algunos atestados policiales y se logró, con chantajes o con sobornos, que ni los jueces ni los periodistas airearan la relación de Doris con Faustino. Este empeño, sin embargo, fue vano, pues la hija de Doris, que nunca tuvo la certeza de quién había sido su padre, publicó un libro biográfico en el que daba cuenta de todos los enredos de su vida.

Faustino Valero nació en una aldea de Ciudad Real pocos meses después de que comenzara la guerra en España, pero nunca vio soldados ni escuchó bombas. Su padre, que era un ganapán sin demasiado oficio, comenzó a tratarse con estraperlistas y a amasar con ellos una pequeña fortuna que iba escondiendo dentro del colchón de paja en el que dormía. Con ella compró las tierras de los agricultores que emigraban y montó un negocio de ultramarinos en la plaza principal de la aldea, al lado de la iglesia y del caserón del ayuntamiento. Cuando Faustino empezó a tener uso de razón, su padre, el ganapán, se había convertido ya en un prohombre que tenía dinero suficiente para alimentarse con manjares de marqués, para cortarse trajes de paño en un sastre de la capital y para ir de putas todos los domingos y fiestas de guardar.

La primera vez que Faustino entró en un burdel, a los quince años recién cumplidos, fue precisamente acompañando a su padre, que se impuso a sí mismo el deber de criar a su primogénito con todos los atavíos de un hombre. Desde aquel día fueron juntos a los prostíbulos de la región una o dos veces por semana. La afición de Faustino por las mujeres de vida galante, que tanto dio que hablar en los mentideros mucho tiempo después, cuando se convirtió en un personaje famoso, la desarrolló en aquellos años de la adolescencia. Al parecer se enamoró de una de las pupilas del burdel de Mérida a los dieciséis años. Su padre, para apartarle de ella, liquidó todos sus negocios en la ciudad y dejó de ir por allí, pero Faustino se escapó de casa y trató de raptar a la muchacha para huir a Portugal. Ella, que no sentía amor, sino aprensión o susto, se arrepintió a tiempo y le abandonó.

Aunque muchos años después intentó adornar su pasado con leyendas románticas y con hazañas, la juventud de Faustino fue de gañán. No cursó estudios de ningún tipo ni trabajó como aprendiz en los negocios familiares. No leyó libros ni hizo la siembra. Fue borracho y holgazán. Contrajo deudas de juego que tuvo que saldar su padre. Y participó en algunos alborotos de valentones que dieron con sus huesos en el calabozo del cuartelillo de la Guardia Civil. El ejército, donde sirvió sin ganas, purgó su temperamento y apremió sus méritos. Al regresar a la aldea comenzó a trabajar con provecho y estudió las maneras de invertir los ahorros que su padre había ido guardando en esos años. Aconsejado por uno de sus compañeros de la milicia, que pertenecía a una familia de sastres, montó en Ciudad Real un taller de mercería en el que se fabricaban corchetes, botones, alfileres, broches, presillas, fíbulas, imperdibles, agujones y hebillas de varios materiales. Alquiló también una nave y la acondicionó para almacenar alimentos. Se asoció con unos industriales conserveros de la provincia de Santander para empezar a enlatar pimientos y berenjenas. Organizó un matadero para sacrificar los cerdos de la región y preparar embutidos. Y transformó uno de los caserones de la aldea en un hotel de lujo, donde comenzaron a parar todos los viajeros distinguidos que pasaban por la zona. A mediados de los años sesenta era ya un hombre respetado y próspero, y se hacían lenguas en toda España de sus talentos.

Los más preciados de sus negocios, sin embargo, siempre fueron secretos. Faustino abrió el primero de sus burdeles, el de Valdepeñas, en el invierno de 1961. El segundo, en Ciudad Real, a comienzos de 1963. Y el tercero, ya en Madrid, el día en que cumplía treinta años. Muchas veces fue con su padre a alguno de ellos, pero nunca le confesó —por vergüenza o por remordimiento— que fueran de su patrimonio: se comportaba como un cliente, charlataneaba desenfadado con las madamas y se dejaba aconsejar por ellas para elegir cada noche a la pupila que le convenía. Siempre pagaba sus servicios.

A Doris Velasco la conoció en una mancebía de Cáceres cuando la muchacha tenía dieciséis años. Fornicó con ella en un cuarto mugriento, entre sábanas amarillas que se habían quedado tiesas de la suciedad, pero a pesar de la sordidez del lugar se enamoró perdidamente. Le dio una propina exorbitante y le propuso —como si fuera una transacción mercantil y no un trato sentimental— que se marchara con él a Valdepeñas, donde podría seguir trabajando en camas más perfumadas. Doris tardó en convencerse. Faustino tuvo que volver a la mancebía dos noches más, llevando para obsequiarla flores y fragancias caras que desentonaban en aquella habitación desastrada, pero al final consiguió que ella guardara en un hatillo sus ropas y le siguiera. Permaneció en el burdel de Valdepeñas varios meses, durante los cuales Faustino, que se moría de amor por ella y la celaba con obcecación, le pidió matrimonio perseverantemente. Doris le rechazó siempre, sin titubeos, y cuando durmió con él le cobró el servicio a la misma tarifa que al resto de los clientes. “Si nos hubiéramos conocido en alguna verbena habría podido llegar a quererte”, le decía, “pero nos conocimos en un burdel, y no soy capaz de tener un marido que sepa que soy puta”.

Faustino la hizo trasladar enseguida al prostíbulo de Ciudad Real, que tenía una clientela más ilustre y adinerada. De ese modo calmaba sus males de amor, encarecía la nueva casa de ramería y mejoraba los beneficios del negocio, que por esa época ya nunca le parecían suficientes. No dejó de visitarla, aprovechando sus viajes a la ciudad, pero se afanó en la tarea de olvidar sus hechicerías de mujer para poder recobrar el juicio. Había cumplido los treinta años y aún no tenía novia formal ni planes de casamiento, lo que en su entorno ya comenzaba a ser causa de habladurías y de preocupación. Su madre le celestineaba con muchachas hacendosas y mojigatas de los pueblos de la comarca, desde Puertollano a Malagón, pero Faustino no sentía demasiado afecto por ninguna que no fuera puta. Al cabo, se comprometió con una señorita de buena familia, cuyo padre, falangista, le resolvía algunos trámites administrativos fastidiosos en los despachos de la provincia. Se llamaba Magdalena y tenía siempre un gesto manso. Durante el noviazgo, que duró dos años, Faustino la veía una vez por semana, los domingos: la recogía temprano para la misa, comían juntos en casa de los padres de ella y daban luego un paseo hasta el atardecer. Después de dejarla en casa, él se iba al burdel a recoger la recaudación de la semana y a desahogarse. Se casaron en la primavera de 1969, poco después de que los negocios de Faustino, que eran cada vez más boyantes, llegaran a Europa: un empresario de París que se dedicaba a la alta costura le compró botones y complementos para sus ropas, y a través de él comenzaron a contactarle otros comerciantes franceses que le hacían cada semana pedidos portentosos. Faustino tuvo que duplicar la producción de sus talleres y empezó a viajar a París al menos una vez al mes para tratar con sus clientes. Se convirtió así en uno de los pasajeros más asiduos del nuevo tren expreso Puerta del Sol, que unía las ciudades de Madrid y París en una larga travesía nocturna.

Fue durante uno de esos viajes cuando tuvo la ocurrencia de montar un burdel en el tren. Su instinto comercial y su rijosidad, que le hacía fantasear con citas galantes y con adulterios mientras los vagones atravesaban a oscuras los campos, le persuadieron de que en aquel camino ferroviario, que salía de Madrid a media tarde y llegaba a la estación de Austerlitz a la mañana del día siguiente, prosperaría un negocio de calientacamas. Cuando se quedaba en el vagón–restaurante después de la cena conversando con alguno de los señorones que iban a París como él para atender negocios y compromisos, acababan siempre hablando de obscenidades y recomendándose unos a otros prostíbulos secretos y muchachas deslumbrantes. En ese ambiente de camaradería masculina, que a pesar de la suntuosidad con que estaba adornado el vagón era tabernario a algunas horas, se llegaba enseguida a la confidencia salaz y a la confesión de perversidades y adulterios. Muchos de los caballeros a los que Faustino escuchaba hablar se lamentaban de la falta de tiempo de que disponían en París para explorar los misterios de la ciudad, pues a menudo sus anfitriones los recogían en la estación y les llevaban a fábricas, a restaurantes y a reuniones sin dejarles solos ni un instante. Les acompañaban a todas partes para no parecer descorteses y les dejaban al final de la noche, exhaustos, en la puerta del hotel. Los caballeros rijosos se acostaban soñando con señoritas francesas exuberantes y refinadas que al desnudarse pronunciaban en francés palabras de amor. Pecaban con el pensamiento, pero por culpa de la hospitalidad no podían hacerlo con obras. Regresaban a casa, en el mismo tren, con la virtud acrisolada. A algunos de ellos les esperaban sus esposas en la estación de Madrid, amorosas, al pie del vagón. Los otros despachaban el equipaje en la consigna y se iban deprisa a alguno de los burdeles de Chamartín para aliviarse.

Faustino se dio cuenta de que si aquellos hombres respetables y opulentos tuvieran ocasión de entretener las largas horas del recorrido con juegos venéreos, lo harían a cualquier precio. Todo serían provechos: espantarían el hastío del viaje, dormirían en el tren más relajadamente y llegarían a París amansados, con los pensamientos puestos en los asuntos comerciales que acudían a resolver y no en las lascivias que les endemoniaban. Un industrial que exportaba harinas le contó una noche, después de haber bebido más de lo que convenía, que por las mañanas él se desayunaba en el tren con bromuro, como en el ejército, para no tener indisposiciones o malaventuras en los negocios del día, pues en una ocasión había malogrado un contrato por rendirse a sus instintos.

Tardó aún Faustino casi un año en fundar el burdel ferroviario que funcionó en el Puerta del Sol desde comienzos de 1971 hasta el verano del año siguiente, cuando ocurrieron los sucesos que extraviaron sin remedio la vida de Doris Velasco. En ese tiempo de preámbulos y de gestación, Faustino estudió con pormenor los modos productivos, las condiciones higiénicas y los métodos publicitarios que deberían emplearse. Examinó las distintas clases sociales que viajaban en el tren, los rendimientos de las instalaciones en cada una de las categorías del convoy —segunda clase, compartimentos de literas, coches–cama— y los comportamientos administrativos de los empleados. Entabló amistad con algunos jefes de tren y comenzó a sobornarles con obsequios y con favores. Poco a poco fue cavando los cimientos del negocio. Y un día, por fin, fue a visitar a Doris, que trabajaba ya en el prostíbulo de Madrid, y cerró con ella el trato.

Doris Velasco tenía en esa época veintisiete años. El tiempo había macerado su belleza, que ahora era extraña: ya no hechizaba a los hombres con esa brutalidad desapacible con la que embelesó a Faustino cuando era joven, sino que se iba apoderando de ellos muy despacio, como un veneno dulce que infectara su sangre. La maestría que había alcanzado en los tratos eróticos, además, era sobresaliente, y los hombres que pasaban por su cama quedaban ofuscados. Doris era, junto con Charito Larrañaga, la cortesana más deseada del Madrid de aquellos años. La frecuentaban embajadores, magnates, procuradores de Cortes, obispos y algún ministro. Las malas lenguas aseguraban que incluso el Generalísimo la había hecho llamar al Palacio del Pardo para distraerse con sus habilidades.

Doris aceptó la propuesta de Faustino por una razón sin sustancia: siempre había soñado con vivir en París, como las grandes damas de los folletines, y creyó que de este modo, trabajando en el tren que iba cada día allí, lo conseguiría en poco tiempo. Quizá concibió la idea de fugarse un día, de llegar a la estación de Austerlitz y buscar en los alrededores una casita pequeña en la que poder recomenzar su vida, pero jamás se atrevió a hacerlo. Aunque Faustino le había puesto un instructor que le daba clases de francés para que pudiera atender a los clientes que no fueran españoles, ella nunca tuvo facilidad para aprender idiomas y se sintió desamparada ante aquellos que no entendían bien sus palabras. Seguía además visitando cada mes a su madre, que aún vivía en el pueblo, y si se hubiera mudado a París habría tenido que olvidarse de ella para siempre.

En el primer viaje, Faustino la acompañó y tuteló sus actos. Revisó con ella el compartimento del coche cama en el que debía instalarse, adecentó su aspecto y verificó las provisiones de profilácticos y de toallas que llevaba. Luego le presentó al jefe de tren, que fue el primero que, de balde, antes de que el convoy terminara de arrancar, se acostó con ella. Durante ese viaje tuvo sólo dos clientes: un diplomático belga que cenó en la misma mesa que Faustino esa noche y un notario que llevaba a su mujer de vacaciones a la capital francesa y que estuvo conversando de picardías con el jefe de tren en mitad de la madrugada. En el viaje de regreso, al día siguiente, la visitaron en el compartimento tres hombres. Y un mes después, cuando la celebridad de Doris había ido de boca en boca con prisa, no había jornada en la que no atendiera a siete u ocho clientes libertinos. Al cabo, para evitar el trabajo a destajo, del que no sacaba provecho nadie, Faustino dispuso un cupo de seis que no debía ser sobrepasado nunca. De ese modo, Doris dedicaba la mitad de la travesía a la faena y dormía el resto del tiempo. Llegaba a París despabilada y lozana, y dedicaba el día a pasear por las calles, a entrar en las tiendas de moda de Montparnasse y a alternar en los cafés del Barrio Latino. Cuando empezó a tener clientes parisinos asiduos, se avenía a veces a visitarles en sus casas, a espaldas de Faustino, para engordar sus ahorros o para poder comprarse sin amenguarlos alguna joya con pedrería o algún vestido de noche de los que se encaprichaba.

Esos fueron los tiempos más felices de la vida de Doris Velasco. Trabajaba en exceso, pero sus parroquianos eran siempre hombres distinguidos y poderosos que la trataban con miramiento y hacían que se sintiera a su lado respetable. Escuchaba confidencias íntimas y llegaba a conocer altos secretos de estado. A menudo escuchaba propuestas halagadoras de caballeros que querían redimirla con el matrimonio o con el concubinato, y, aunque las rechazaba todas por orgullo, se sentía como una princesa cortejada por los reyes del mundo entero. Ganaba además mucho dinero y comenzaba a soñar con un retiro venturoso. Algunas tardes se quedaba cerca de la estación de Austerlitz, en los jardines de Luxemburgo, y se sentaba en un banco a imaginar porvenires bienaventurados: las mansardas de los edificios señoriales que veía a lo lejos, el bullicio de los bistrots callejeros, el silencio de los parques a esas horas.

Faustino tuvo también unos años propicios, pero no dichosos. Sus negocios, avivados por la bonanza económica y por la prevaricación de algunos jerarcas que le debían favores, fueron boyantes. Él se convirtió en un hombre rico y respetado que se paseaba por los salones más influentes de la corte de Franco y recibía consejos de los personajes prominentes del país. Frecuentaba a artistas de postín, era invitado a festivales y solemnidades, y le reservaban siempre mesa en Chicote o en el Florida Park cuando iba allí a cerrar algún trato comercial o simplemente a distraerse de las pesadumbres de la vida. A su esposa Magdalena, que seguía siendo una mujer mansa y complaciente, la veía poco. Seguía saliendo con ella a misa cada domingo, pero a las fiestas y celebraciones mundanas iba solo o, si la discreción lo permitía, con alguna de las putas de sus burdeles, a las que seguía visitando con regularidad. Un médico especialista les explicó, después de un examen, que Magdalena no podía tener hijos, de modo que la única razón por la que Faustino copulaba con ella se desvaneció. Se instalaron entonces en habitaciones separadas y comenzaron a convivir castamente.

Aunque sus negocios franceses no necesitaban ya de diligencias, Faustino seguía yendo a París a menudo para viajar con Doris. Avisaba con antelación al jefe de tren para que le reservara un turno en la cama de la muchacha y compraba algún perfume o alguna prenda para obsequiarla. Ella le atendía con cordialidad, se esmeraba en sus servicios como si fuera la primera vez que fornicaban y le hacía luego confidencias íntimas insustanciales. A veces aceptaba una invitación de él para cenar en el vagón–restaurante o para beber una copa de champán en su compartimento después de la faena. Para Faustino, aquellos apareamientos eran la gloria del amor. Cuando sentía el cuerpo desnudo de la puta entre los traqueteos del tren e imaginaba los campos oscuros de afuera, el frío de las llanuras y la presencia de bestias agazapadas, le venía de golpe una excitación apasionada y se ponía a llorar silenciosamente mientras eyaculaba en la carne de Doris. Ella, que siempre había sido huraña y rigurosa, le abrazaba ahora con afecto y le dejaba quedarse a su lado en aquella cama estrecha hasta que se le calmaba el ansia.

En junio de 1972, Faustino alcanzó un nuevo merecimiento y su vida pareció enrumbarse a la exaltación y a la pompa: fue nombrado procurador por el Tercio familiar y se habló de él como posible ministro en un gobierno futuro, pues su amistad con algunas de las grandes personalidades del país, que pasaban por sus burdeles para rendirle cortesía y le agasajaban con dignidades y privanzas, le convertía en uno de los hombres jóvenes más poderosos y prometedores de España. Le fue concedida una licencia para realizar obras faraónicas en la provincia de Ciudad Real, donde nadie le hacía ya sombra. Y se le otorgó en régimen de monopolio la concesión del transporte de mercancías peligrosas en las regiones de Castilla la Vieja, Asturias y Galicia, lo que le garantizaba en los siguientes años una prosperidad extraordinaria.

Fue un mes más tarde, sin embargo, cuando el bienestar se transformó en júbilo: Doris, que nunca antes había contactado con él fuera de los burdeles en los que sucesivamente había ido trabajando, le telefoneó a su despacho y le pidió una cita. Faustino viajó a París en el Puerta del Sol de esa misma tarde y se reunió con ella en su departamento sin esperar turnos ni templar más gaitas. Doris le confesó que estaba preñada de él, que le amaba y que quería dejar de una vez por todas esa vida de buscona errante, de mesalina de ferrocarril. Faustino la escuchó con asombro, maravillado por los efectos estupefacientes del amor. Aunque nunca había tenido estudios, era un hombre inteligente y cabal, de modo que no creyó nada de lo que Doris le dijo: la criatura que llevaba en el vientre podía ser sangre de su sangre o de la sangre de otros cien clientes que la habían poseído en los tiempos de la fecundación; y el amor que decía sentir por él era seguramente un desvarío o un fingimiento, una figuración que ella misma había ido creando para salvar su alma. A Faustino, sin embargo, le dio igual que aquel laberinto de sentimientos fuera inventado. Sabía, sin que ningún filósofo se lo hubiera dicho nunca, que a menudo acabamos convirtiéndonos realmente en aquello que hemos fingido ser por conveniencia y que con el paso del tiempo llegamos a sentir de verdad las pasiones que hemos simulado con el propósito de encubrir o de engañar. Si Doris no le amaba, le amaría algún día.

Aquella noche —una de las últimas en las que Doris Velasco fue feliz— Faustino se quedó en el compartimento hasta que el tren llegó a París. Despacharon a los clientes concertados con la disculpa de una enfermedad contagiosa y fornicaron como enamorados durante horas. Sujetándose a las agarraderas de la pared, se besaron con fiereza y se arañaron el cuerpo como si trataran de herrarlo con las manos. En París fueron a un hotelito de las Tullerías para seguir amancebados hasta la hora del regreso, y en el viaje de vuelta, el último en el que el Puerta del Sol tuvo burdel, durmieron abrazados sin separarse.

Nada de aquella felicidad duró. Cuando supo que ya nunca se atenderían visitas en el Puerta del Sol, don Román Esteruelas Iturmendi, un juez del Tribunal Supremo que se había quedado viudo un año antes y que había cortejado ardorosamente a Doris durante los últimos meses, proponiéndole también matrimonio y prometiéndole una vida regalada, se encolerizó y cursó una denuncia para destapar la fechoría. Hizo llamar a los jefes de tren que habían amparado el delito y a algunos de los clientes que, como él, habían gozado de Doris en la travesía. El escándalo fue mayúsculo. Los periódicos relataron con censuras las correrías de Doris, pero no citaron ninguno de los nombres de los próceres que habían pasado por su cama y habían disfrutado de sus sevicias. Se habló de inmoralidad, de libertinaje y de desvergüenza, y algunos periodistas llegaron a pedir la pena de muerte para la mujer que con sus elixires de amor y sus hechizos indecentes había corrompido a tantos hombres de bien.

A Faustino, como a otros grandes prohombres, le advirtieron a tiempo del escándalo. Pasó varias noches en vela, atormentado por los remordimientos. Él no era uno más de los clientes de Doris, sino el responsable de que ella hubiera estado allí, en el tren, y, lo que era aún más grave, el hombre al que había elegido como padre para el hijo que esperaba. Si la socorría tal vez se salvara de la cárcel y de la ignominia, pero en ese caso él ya nunca llegaría a ser ministro ni tendría el respeto honorable que le profesaban ahora todos. Al fin, después de muchas porfías, decidió marcharse durante una temporada a Italia y dejar que corriera la suerte como debiera.

No volvió a ver a Doris hasta veinte años después, en el final de siglo. Él había ido a la provincia, de la que era ahora diputado, para inaugurar una biblioteca que había patrocinado el consorcio de empresas que presidía y un apeadero nuevo de ferrocarril. En el apeadero, después de las ceremonias y los brindis, fue a los retretes públicos y encontró allí, en la puerta, a una mujer casi anciana que le miraba fijamente. Tenía el pelo engreñado y sucio, y su ropa, raída, dejaba ver costurones de carne magra. La reconoció por el chispeo de los ojos, por el fulgor grisáceo de las pupilas. Se quedó callado frente a ella durante mucho rato, sin saber qué decirle. Luego, aturdido, sacó la cartera y la vació de billetes para dárselos. Doris entonces se arrodilló allí mismo y trató de abrirle la bragueta.