Sobre todo, era convincente. Eso es
lo que pensó cuando volvió a leerlo, nada más echar
a andar el tren y mientras las personas que estaban
en los andenes, entre ellas su madre y su marido, se
empequeñecían según iban quedando atrás, como si
retrocedieran hasta su infancia disminuyendo de la
talla cuarenta y ocho a la treinta y seis, la
veinte, la ocho, la dos... "Solvencia, experiencia y
buena apariencia", se dijo, a modo de resumen y como
quien repite una divisa comercial, la mujer a la
que, entre todos los pasajeros, ha elegido este
relato para contar su historia.
Permítanme que se la presente: se llama Pilar, tiene
treinta y cinco a–os, es atractiva sin llegar a ser
guapa y a la mayor parte de las personas que reparan
en ella les gusta más cuanto más la miran, según van
descubriendo la llamativa melena pelirroja, que ella
sabe mover con coquetería y cierta arrogancia, los
ojos entre verdes y castaños y, sobre todo, la boca
voluptuosa, que a muchos hombres les parece un
riesgo que merecerá la pena correr. Aquella mañana
viajaba a otra ciudad para hacer una entrevista de
trabajo y por ese motivo en el instante en que este
texto la encontró acababa de leer una vez más su
currículum vitae y se había infundido ánimos de la
manera que acaban de ver. Luego, cuadró las
cuartillas en las que estaba su expediente académico
y profesional golpeándolas contra la mesa de su
asiento, alisó las solapas del traje de chaqueta que
había elegido para la ocasión, se miró en el cristal
de la ventana y sonrió. Era la viva imagen de una
triunfadora.
La reunión que le esperaba era una mera formalidad,
porque ya había tenido las suficientes
conversaciones telefónicas con los jefes de la
empresa que iba a contratarla como para saber que el
puesto era suyo, y aunque la presunción no estaba
entre sus defectos más sobresalientes, en ese caso,
si era sincera, no podía decir que le extrañara,
porque su historial era extraordinario y se adaptaba
como anillo al dedo a las necesidades de la compañía
que iba a emplearla. En su época de estudiante,
había sido una alumna ejemplar, había hecho toda su
carrera universitaria con muy buenas notas y se
había licenciado con uno de los primeros números de
su promoción. Su experiencia laboral era corta, pero
en ella también había acumulado sucesivos éxitos,
aunque fuese a pequeña escala, en ocupaciones
modestas y con sueldos que no eran nada del otro
mundo. Ahora sentí que sus esfuerzos habían dado
fruto y que al fin había llegado el tiempo de
recoger la cosecha.
Volvió a leer el currículum. El primer párrafo
hablaba, efectivamente, de sus estudios, y al verlo
se acordó de aquellos años en los que era la niña
perfecta: responsable, ordenada, seria. Tal vez
demasiado seria, si lo pensaba detenidamente, hasta
el punto de que muchas veces se sintió aislada,
recluida en un plano superior que por una parte la
hacía destacar y por otra la dejaba al margen de los
demás, a los que ella consideraba demasiado
infantiles, superficiales, inmaduros. Cerró los
ojos. Igual que si fueran las personas que a las
horas punta del día se agolpan en las estaciones del
Metro y empujan para entrar en los vagones, se le
amontonaron en la cabeza imágenes de chicos que
quisieron conquistarla, de compañeras que intentaron
ser sus amigas… Nunca había perdido demasiado tiempo
en noviazgos ni pandillas, y cuando lo hizo, por una
mezcla de pura curiosidad y miedo, supo que ya
empezaban a murmurar de ella, a llamarla monja,
empollona y ese tipo de cosas, el resultado fue
desastroso. Se acordó de un muchacho llamado Emilio,
al que se atribuía cierta fama de donjuán y con el
que tuvo sus primeras experiencias eróticas, si es
que pueden llamarse de ese modo. El joven no le
interesaba especialmente, pero empezó a salir alguna
vez con él por evitar las habladurías. Era, en su
opinión, el mismo adolescente que todos los demás,
un simple guaperas que alardeaba de sus conquistas
por los pasillos del colegio y, a la hora de la
verdad, hacía poco más que besar a las chicas hasta
que los labios se les hinchaban a los dos y
manosearlas con notable incompetencia por encima de
la ropa. Ella, por otro lado, tampoco le dejaba ir
mucho más allá, y él debió burlarse de su pudor,
porque pronto supo que las malas lenguas seguían
trabajando contra ella, que los rumores continuaban
y los adjetivos desdeñosos se le iban pegando a su
apellido igual que clavos oxidados a un imán:
mojigata, cursi… Una noche en la que, como solían
hacer siempre que quedaban, estaban dentro del coche
de su padre, entregados a otra inagotable sesión de
besos pesados y caricias ligeras, Pilar se levantó
la camisa, se desabrochó el sujetador y mientras el
tal Emilio le miraba los pechos como si no pudiese
creer lo que veía, le abrió los pantalones y empezó
a masturbarlo con energía y sin pasión, de forma más
bien mecánica: no le duró mucho, pero el relato que
él debió hacer de su hazaña aguantó el curso entero,
porque Pilar pasó a tener fama de zorra, que
obviamente era mucho mejor que la de puritana. La
dejaron en paz y pudo dedicarse a lo que le
interesaba, que era aprobar el curso con unas
calificaciones superlativas: lo hizo.
¿Por qué se habría puesto a pensar en eso, que nada
tenía que ver con su viaje y que era un episodio tan
lejano e insignificante de su vida? O quizá no,
porque la verdad es que su relación con los hombres
nunca fue gran cosa, y la mayor parte de ellos, que
no habían sido más de media docena, había terminado
por acusarla de fría. No se lo reprochó, porque
todos estaban en lo cierto y ninguno le había
interesado de verdad, más bien habían sido parte del
decorado, personajes de una representación que
alguna vez le había interesado poner en marcha por
no desentonar, o para no tener que presentarse sola
en algún sitio, o para dar una impresión de
estabilidad personal. Cuando el público se iba, las
luces del teatro se apagaban y llegaba el momento de
ir a la cama, Pilar repetía, más o menos, la
ceremonia del joven Emilio y el coche de su padre.
Su falta de entusiasmo era tan obvia que todos sus
amantes acababan por reprochársela con palabras que
parecían calcadas unas de las otras: uno le dijo que
acostarse con ella era como hacer el amor con un
animal disecado; otro, al que casi había querido, la
llamó maniquí; y un tercero, el más ingenioso, la
describió como "sesenta y cinco kilos de carne
deliciosa… recién sacada del congelador."
Pero hemos visto que cuando el tren salió de la
estación había un marido despidiéndola en el andén,
y como es lógico ustedes se preguntarán qué relación
tenían, cuando se casaron y por qué, si eran felices
o desdichados y si su matrimonio tenía algún futuro,
entre otras cuestiones. Bueno, pues el asunto es
fácil de resumir: Pilar le daba tan poco como a los
demás pero a él le importaba menos; y así
sobrellevaban su pareja, encajando el desinterés de
uno en la apatía del otro. Si lo piensan bien, no es
raro: ¿Qué dos cosas van a combinar mejor en este
mundo que la indiferencia y la desgana? Y, sin
embargo, cuando esa idea se le vino encima notó como
una nube en los ojos y, sin razón aparente, se puso
a llorar. Y también hizo algo más: en un gesto
impulsivo del que pronto iba a avergonzarse, cogió
un bolígrafo rojo y tachó en el currículum la línea
en la que decía que estaba casada. Mientras se
secaba las lágrimas atribuyó ese trastorno
improcedente a la tensión del momento: al fin y al
cabo, esa mañana iba a empezar para ella el futuro,
y todos sabemos que del futuro nunca se sabe nada,
excepto que estará lleno cambios, sorpresas e
incertidumbre. Maldijo aquel sofoco absurdo y para
recuperar la compostura sacó un espejo y se puso a
restaurar su maquillaje. Menos mal que era una
persona precavida y, por si había que hacer frente
cualquier imprevisto, llevaba en la cartera otra
copia de su expediente. Lo sacó y lo comparó con el
primero, el que tenía la tachadura. Sabía en cuál de
los dos estaba escrita la verdad, pero ¿cuál era más
cierto? Depende de si uno habla de contratos legales
o de emociones, supongo, pero ésa es mi opinión y no
me arriesgo a decirles que también fuera la suya,
porque sin duda su carácter y el mío son muy
distintos y es posible que a la hora de juzgar una
relación de pareja lo que a mí me parece minúsculo a
ella le parezca más que suficiente. Para pesar los
sentimientos no hay más báscula que uno mismo, todo
lo demás no sirve.
Las azafatas le trajeron el desayuno y mientras lo
tomaba se alegró de haber elegido el tren, en lugar
del avión, porque, tal y como había previsto, eso le
daba la posibilidad de pensar, de no entregar las
horas a la burocracia del viaje y guardar el tiempo
para repasar los argumentos e iniciativas que
pensaba poner sobre la mesa durante la reunión. Se
recreó en las alteraciones del paisaje, que canjeaba
bosques por ríos, praderas con ganado por zonas
urbanas Después de un segundo café, cuando le
retiraron la bandeja, fue al baño, se lavó con su
meticulosidad característica los dientes y las
manos, y al regresar a su asiento volvió a leer el
currículum.
Se detuvo en un párrafo que hablaba del año que fue
a vivir a Estados Unidos, a la ciudad de Austin,
Texas, para completar su formación, y sin poder
contenerse, también lo tachó con su bolígrafo rojo,
esta vez con auténtica furia. Aquella época había
sido terrible, no hubo en ella más que tedio y
soledad, días y noches interminables, aulas
gobernadas por profesores aburridos que daban sus
lecciones con aire de funcionarios; aunque,
naturalmente, ella vendía la experiencia como un
gran paso adelante en su adiestramiento, que era el
modo en que su madre solía llamarlo.
¿Y qué había detrás del siguiente punto y aparte?
Pues, visto desde la angustia que en ese instante
administraba sus pensamientos, había más mentiras,
porque aquel avance meteórico en las oficinas en las
que había estado ocultaba algún que otro cadáver en
el subsuelo, entre otros el de su dignidad, porque,
por un lado, ciertos ascensos los había logrado a
base de traicionar a sus superiores o a sus colegas,
lo que tampoco consideraba tan raro en este un mundo
en el que sólo se tienen ojos para los vencedores y
oídos para la música de las cajas registradoras;
pero, por otra parte, también había habido algún
capítulo oscuro en su éxito profesional, ciertas
concesiones a jefes que tenían las manos largas y se
tomaban libertades ante las que ella, a pesar de la
repugnancia que sentía, guardó silencio y prefirió
mirar para otro lado. Y, sobre todo, había un suceso
que la atormentaba con frecuencia, la aventura que
tuvo con un directivo de la última firma para la que
había trabajado. No es que hubiera sido nada sucio,
ni más desagradable de lo normal. Y, de hecho, ese
hombre le gustaba bastante, era guapo, fuerte, tenía
una voz hermosa y, sin ningún género de dudas, era
el que más la había excitado en su vida y el que,
dentro de sus límites, más lejos había conseguido
llevarla, porque era de esa clase de personas que no
se conforman con su propio placer y que no regatean
esfuerzos a la hora de conseguir el de sus parejas.
Pero, a pesar de eso, a menudo se preguntaba si
habría hecho las cosas que hizo con él de no haber
sido el directivo que la iba a impulsar a la cumbre
de la empresa. Ni que decir tiene que estaba casado
y que, pasado un tiempo, regresó a la paz de su
familia. Pilar hizo un amago de resistirse a sus
propias vacilaciones y se preguntó si tanta
aprensión no era más que una forma del típico
sentimiento de culpa femenino, porque seguro que un
hombre no era tan escrupuloso al juzgar episodios de
su vida que fueran similares al que ella estaba
recordando; pero al final tachó también esa parte de
su currículum.
Adiestramiento. Sí, así era como lo llamaba su
madre, una mujer que había impulsado los estudios,
la carrera y la profesión de su hija con mano
enérgica, sometiéndola desde que tenía seis o siete
años a una disciplina inflexible según la cual las
obligaciones eran el centro de la existencia y
cualquier alarde de desenfado, alegría o pereza un
síntoma de hedonismo intolerable. Tenía razón, en
cualquier caso: la había instruido más que educado;
o si lo llevamos al extremo en el que Pilar se
encontraba en el preciso instante que describen
ahora estas líneas, podríamos decir que no la crió
como quien forma a un ser humano, sino como alguien
que amaestrase a una mascota. Con ese sentimiento
cegándola, tachó toda la parte del expediente que
hablaba de su carrera, y prácticamente todo el
documento quedó convertido en nada.
El tren ya se acercaba a su destino, y el nombre de
la ciudad a la que iba se repetía por los altavoces.
Se miró una vez más en el espejo de su polvera. Se
encontró distinta, cansada. Después puso sobre la
mesa plegable la versión tachada del currículum y la
que estaba intacta, una a lado de la otra. ¿Quién
soy yo?, se preguntó. ¿Quién hubiera podido ser? Y
mientras entraban en la estación, en lugar de
levantarse y coger la maleta que llevaba en el
portaequipajes, se quedó allí sentada, viendo a los
pasajeros que crecían hasta su propio tamaño según
se acercaban. ¿Y si no fuera a esa reunión? ¿Y si,
de pronto, diera un volantazo a su vida y, a partir
de ese momento, se dedicara a vivir, fíjate, qué
verbo más elástico, vivir, y que lleno de
significados falsos, todos esos que le hemos
atribuido para suplantar el auténtico, para no
darnos cuenta de cómo lo necesario ocupa el lugar de
lo que importa, hasta convertirnos en los orgullosos
propietarios de los muros tras los que estamos
presos? Lo he escrito a mi modo, no con las palabras
exactas que Pilar se dijo entonces, pero creo que lo
he hecho de un modo que refleja de forma bastante
precisa su estado de ánimo.
No sabemos qué pasaría al final, si bajó de aquel
tren en el que encontró el tiempo que le hacía falta
para abrir los ojos y verse y, apartando los malos
presagios y los malos recuerdos de su cabeza, fue a
aquella reunión; o si, por el contrario, se quedaría
en la ciudad sin hacer nada, simplemente dando un
paseo; si prefirió volver a su lugar de origen; si
le ha plantado cara a sus frustraciones o sigue
dejándose llevar por ellas como si fuese sobre unas
vías inapelables, lo cual es perfecto para los
trenes y terrible en el caso de las personas, para
las que no hay demasiada diferencia entre ir a la
deriva y moverse encima de unos carriles, porque en
ambos casos significará que no tienen el control,
que no supieron darle a su vida las dos cosas que,
según dijo el poeta Luis Cernuda, conducen a la
inteligencia y a la felicidad: dirección y sentido.
Pilar volvió a mirar las dos versiones de su
currículum y luego rompió una de ellas y bajó del
tren. Yo me estoy preguntando si debo seguirla igual
que si fuera un detective contratado por ustedes, ir
tras ella y saber qué ha decidido, para poder
contarlo.