A Rocío Jambrina, la dueña del
secreto.
A los 18 años tuve un profesor de Literatura llamado
Juan José, aunque en realidad era así como le
llamaban en la sala de profesores porque nosotros,
sus alumnos, sólo le llamábamos Juanjo. La técnica
de Juanjo consistía en mirar por la ventana mientras
daba clase. Entraba en el aula, se quitaba la
chaqueta de cuero y se colocaba justo en frente de
la ventana, después clavaba los ojos en el cristal o
en alguna parte invisible del patio y su voz, como
un río subterráneo, subía hasta nuestros oídos y
allí desembocaba y se pudría. Decía: las palabras
carnívoras, las ideas voladoras, la selva, Macondo
... Qué bonito. En más de una ocasión me hubiese
levantado de mi sitio para no volver jamás pero mi
padre, o mejor dicho los puños de mi padre, me lo
impedían. Después Juanjo se sentaba, ponía sus botas
encima de la mesa y abría un libro, sin mirar a
nadie decía ¿quién ha leído la primera parte de El
siglo de la luces?,¿Y de El reino de este mundo?, ¿
Y de Cien Años de Soledad?, pero nadie contestaba y
entonces Juanjo decía ¡qué coño vais a leer
vosotros!, y volvía a la ventana.
Por aquel entonces mi padre y yo vivíamos en las
afueras de la ciudad, cerca de las cocheras del
ferrocarril. Mi padre decía que era un barrio
tranquilo, yo decía que era lo que queda de un
barrio después de una explosión nuclear. A veces,
cuando no podía dormir, me asomaba a la ventana, a
esas horas no pasaba ningún tren, los raíles
brillaban, intentaba seguirlos con la mirada,
fruncía el ceño desesperadamente pero los raíles y
los cables y los semáforos apagados desaparecían en
la primera curva.
Tenía 18 años y todos los días, a primera hora de la
mañana, en vez de ir a clase me escondía en un viejo
vagón jaula, un vagón jaula para transporte de
ganado, y esperaba a que pasara Úrsula, sólo para
mirarla, sólo para deshacerme, sólo para sufrir,
aunque durante un año entero sólo la vi dos veces,
tres a lo sumo, y siempre acompañada de un chico al
que no conocía de nada, ellos se abrazaban y se
reían al pasar, yo fumaba y apretaba los puños lo
más fuerte que podía. Después de que Úrsula pasara
iba hasta una biblioteca a las afueras de la ciudad,
no recuerdo el nombre, una biblioteca en la que
nunca vi a nadie, ni a lectores o estudiantes ni a
bibliotecario o bibliotecaria o conserje alguno, el
caso es que cuando yo llegaba, normalmente a primera
hora de la mañana, las puertas y las ventanas
estaban abiertas, yo entraba y cogía los libros que
me interesaban, volvía al vagón jaula y leía durante
toda la mañana: Ramos Sucre, Pierre Menard, algo de
literatura de terror, surrealistas franceses,
escritores de nombres extrañísimos, hombres y
mujeres desconocidos e invisibles, al menos para mí,
historias que estaban lejos del exotismo y la
falsedad de las lecturas obligadas y muy cerca,
demasiado, de un barranco o de una profanación de
tumbas o de una alcantarilla que con el tiempo se
convertía en un espejo, nombres que me hicieron reír
y llorar y esperanzarme, nombres como Paulina
J.Vichiotti, Bruno Parrás, Berto Molinero Azúmaga,
Alan Caballero Martín, Aymé Périgord, Adelfo
Ackercknecht, Rosaura Cebrián ... Cuando me cansaba
de leer daba un paseo. Después devolvía los libros,
cogía otros y volvía al vagón, un lugar fresco,
espacioso, tranquilo, un lugar en el que estuve
desde los 16 hasta los 19 años, un pasillo iluminado
a veces por los minúsculos rayos de sol que
atravesaban las maderas, el lugar de la esperanza y
las pesadillas, un pasillo sin salida aparente, la
avenida donde una mañana me quedé dormido y soñé que
Juanjo era el alcalde de Macondo y de Trinidad (al
mismo tiempo) y Bernal Díaz del Castillo y Alonso de
Ercilla charlaban con él en una cantina, todos
completamente borrachos, Juanjo con unas patillas
enormes, como de prócer de la Revolución, Bernal y
Alonso sucios y despeinados, con ojeras, como una
entelequia literaria vomitada por la selva.
Una vez, después de clase, me acerqué a Juanjo y le
dije que había leído a V.S. Naipul y a Carpentier, y
que me había gustado más (aunque la palabra gustar
tal vez no sea la más indicada, tal vez sea mejor
llenar o aplastar) el primero, mientras que el
segundo, añadí, me había aterrorizado. Juanjo
recogió sus papeles y sin decirme nada salió de la
clase, le seguí hasta la salida, mientras se
colocaba el casco y se abrochaba la cazadora le dije
que, desde mi punto de vista, Carpentier sólo miraba
el cielo y su mirada seguía a los dulces pájaros que
cambiaban de árbol aunque la mirada del cubano no se
detenía ahí, sino que seguía a las aves a través de
los continentes y de las estaciones, incluso a
través de la historia del Hombre, y que tal vez el
señor Alejo no se había dado cuenta o tal vez sí, y
ahí estaba el error, pero siempre se trataba de los
mismos bellos pájaros: guacamayos, tocororos,
zunzuncitos ... Por el contrario, seguí diciendo
mientras Juanjo arrancaba la moto, los ojos de
Naipul atravesaban el suelo y deambulaban por minas
abandonadas y descansaban, si es que lo hacían, en
una cripta, y sus oídos, seguí diciendo, los oídos
peludos de Naipul, justo después de vomitar, sólo
escuchaban determinadas palabras y veían
determinados pájaros, todos enormes y furiosos, y
los ojos huecos de Naipul, dije al borde de las
lágrimas, sólo veían cuevas atestadas de gente bien
vestida o una ciudad en mitad del desierto donde la
gente iba caminando a todas partes con una serenidad
que te ponía los pelos de punta. Torturas,
conspiraciones, malos cálculos, toda la verdad de
sopetón, añadí. Con el casco puesto Juanjo me miró y
me dijo: vete a la mierda. Después arrancó su moto y
se marchó.
Al día siguiente, después de mirar por la ventana
durante más de diez minutos, Juanjo anunció un
examen sorpresa. Todas las preguntas trataban sobre
la Literatura Hispanoamericana del siglo XX y, como
era de esperar, abundaban las relativas a la vida y
obra de Carpentier, aunque sería más sensato decir
que todas las preguntas versaban sobre Carpentier y
García Márquez, sobre la alegría y la selva, sobre
la isla de Trinidad y Macondo, sobre una isla dentro
de otra isla, sobre un escritor dentro del estómago
de otro escritor, la Literatura Latinoamericana para
Juanjo sólo iba, como los tocororos, los guacamayos
y los zunzuncitos, de un árbol cubano a otro
colombiano, y viceversa, es decir ni Rastro de Bioy,
ni rastro de Rulfo, ni rastro de Cortázar, a
Monterroso mejor lo aplastamos como una mosca, ¿qué
iba a hacer Monterroso en la cabeza de un chico de
18 años? Perturbarle, sodomizarle, hacerle perder la
noción de la realidad, como chico y como lector y no
digamos ya como aspirante a escritor.
El examen se completaba con preguntas adicionales,
preguntas de reserva para los más estudiosos, aunque
aquéllas, advirtió Juanjo, trataban sobre la primera
explosión o la explosión base, es decir sobre los
que encendieron la mecha y luego salieron corriendo,
como me gustaba decir a mí. Como había hecho otras
veces, Juanjo abandonó la clase en mitad del examen
y volvió pasada media hora, ausencia que permitió a
Úrsula sacar los apuntes y colocarlos encima de la
mesa con una parsimonia total, como quien exhibe el
pescado fresco sobre la piedra húmeda de la lonja,
mientras los demás se dedicaban, o al menos eso
parecía, a intentar responder a las preguntas de
Juanjo, o a juzgar por las caras de algunos a
intentar descifrar las preguntas de Juanjo. Por mi
parte, saqué un libro de Efraín Huerta y me puse a
leer.
¿Dónde iba Juanjo en mitad del examen? ¿Se encerraba
en el baño a fumar mientras leía al revés El Siglo
de las Luces,? ¿Recorría el instituto ayudado por un
lampadario ¿Salía al patio a observar los pájaros
mientras silbaba una cumbia, un ballenato o un
mapalé? ¿Cambiaba el aceite de su moto? Nunca lo
sabremos.
Tres días después del examen Juanjo anunció los
resultados. Como era de esperar, suspendí. Como era
de esperar, sólo Úrsula aprobó y sus labios, si es
que esto es posible, enrojecieron y se juntaron en
un beso para toda la clase pero tal vez, y esto es
lo más probable teniendo en cuenta mi obsesión
enfermiza y esquizofrénica, en un gesto cándido y
pícaro, pues aprobar con Juanjo, según las lenguas
blancas, era un privilegio sólo al alcance de unos
pocos, y si uno además aprobaba un examen sobre
Literatura Hispanoamericana o Literatura macondiana
o cubana, ésta última en toda su extensión, entonces
el privilegio ascendía a la categoría de galardón o
coronación, aunque a decir verdad las lenguas negras
decían que Juanjo era sólo un motorista y que por
tanto daba igual aprobar o no un examen de
Literatura Hispanoamericana o de Literatura
Australiana, si es que hasta allí llegaba la
Literatura, pues ibas a suspender igual pasara lo
que pasara.
Una mañana, antes de entrar a clase, me acerqué a
Úrsula con la excusa de pedirle unos apuntes. ¿No
estuviste ayer en clase de Historia?, dijo Úrsula,
no, respondí, pues juraría que te vi, dijo ella,
sería un espejismo, añadí, y tuve ganas de salir
corriendo, pero sus ojos verdes me lo impidieron. No
tengo aquí los apuntes, pero puedes pasarte por casa
esta tarde, me dijo. ¡¡¡Alabado Jacques Vaché,
alabado Théodore Fraenkel, alabado Pierre Louys,
cuidad de mi padre, pues yo ya no volveré !!! Pero
volví. Úrsula me atendió en el umbral de la puerta,
¿te gustaría dar una vuelta?, dije después de que
ella me entregara los apuntes que yo ya tenía, no
puedo, contestó, tengo que cuidar de mi hermana
pequeña, mi madre trabaja hasta las diez, si consigo
que la enana se duerma podré estudiar un poco. Puede
venir con nosotros, dije, ¿quién?, dijo Úrsula, tu
hermana, añadí, puede venir si quiere, sólo daremos
un paseo, si os apetece puedo enseñaros un vagón
jaula parecido a los que utilizaban los nazis, no
puede venir, dijo Úrsula, tiene cinco años y está
enferma del corazón, está en la cama, no puede
moverse, antes de que se duerma procuro contarle
algo, cómo me ha ido el día, cómo van mis estudios,
lo que sea para entretenerla, después se duerme y yo
estudio un rato, hasta que llega mi madre. Dije de
acuerdo, otro día será, y Úrsula hizo ademán de
cerrar la puerta pero dijo no espera, es broma, mi
hermana está bien, yo estoy bien, sólo que hoy no
puedo quedar contigo. Tuve ganas de besarla, pero me
marché.
Como Víctor Hughes sonámbulo, como el coronel
Aureliano Buendía completamente borracho o
desesperado, como dijo (¿mientras dormía?) el doctor
Carpentier, Juanjo llegaba a clase en mitad de un
trueno de aldabas o de herraduras claramente
audibles desde la planta baja (una melodía
bellísima, un huracán caribeño), pero no para lograr
la liberación de los oprimidos, no para sanar a los
enfermos, sino para drogarlos o hipnotizarlos y
tirarles luego desde una moto en marcha. Juanjo se
desabotonaba la camisa y oraba para nosotros, decía
boom y todos abríamos los ojos como los últimos
corderos en la jornada del matarife, decía boom y
alguien, tal vez yo, añadía ¿qué es eso?, ¿ un
disparo, un cohete?, ¿hoy es fiesta? Y Juanjo me
decía: Joaquinito, tú no te enteras de nada. El
honor y el horno, tan juntitos.
Úrsula tenía 17 años y los ojos verdes, era una
chica amable y valiente, pero no fui a su entierro.
Un día no apareció por clase, al día siguiente nos
dieron la noticia. Todo fue rápido y decisivo. Los
compañeros de clase me dijeron que Juanjo tampoco
fue al entierro, no me extrañó en absoluto, tal vez
Juanjo pensaba que Úrsula viviría 115 años y en lo
más profundo de su éxtasis literario recibiera el
mazazo del desencanto, tal vez Juanjo acabara de
masturbarse en el baño del instituto pensando en
Úrsula Buendía y nada más abrir la puerta el
director del centro, que se lavaba las manos
mientras silbaba una ranchera, le diera la noticia,
la noticia real, la verdadera, no la que se contaba
una semana después de haber enterrado el cuerpo, a
saber: que el fantasma de Úrsula se paseaba por los
pasillos del instituto en horas de clase, que el
fantasma de Úrsula accedía con total libertad a la
sala de profesores y revolvía los papeles, etc …
¿Estaba el cielo limpio la mañana del 3 de noviembre
de 1987? ¿ Los semáforos funcionaban correctamente?
¿Los empleados entraban a trabajar en fila a las
cocheras del ferrocarril? ¿La gente iba a los
supermercados, subía a los autobuses, compraba el
periódico? Probablemente si, probablemente los demás
estarían bailando o llorando o atracando algún
establecimiento en esta ciudad fantasma, o
celebrando una boda o haciendo el amor o firmando un
contrato falso o simplemente durmiendo, mientras yo
(y esto es seguro) estaría escondido en el vagón
jaula, a oscuras, mientras la madre de Úrsula
entraba en la habitación de su hija y la tocaba en
la mejilla y después se ponía a gritar como sólo es
capaz de gritar una mujer cuando se le muere una
hija de 17 años y con los ojos verdes.
Mientras los ectoplasmas de Carpentier y García
Márquez sobrevolaban nuestras cabezas, mientras los
ojos de Úrsula se hundían irremediablemente en el
fango ignominioso de la memoria, a mi padre le
despidieron del trabajo. Durante los últimos 20 años
de su vida transportó mercancías peligrosas por
ferrocarril, pero la empresa se fue a pique y los
que no se suicidaron se buscaron otro empleo o se
marcharon de la ciudad, pero mi padre aguantó, si se
puede llamar así, mi madre no, mi madre se marchó
con un compañero de trabajo, no aguanto más, me
dijo, lo sé, dije yo, este es tu sitio, será mejor
que te quedes con tu padre, añadió ella, no me digas
cuál es mi sitio, yo sé lo que tengo que hacer, no
te enfades, dame un beso, dijo mi madre, y ya no la
volví a ver. Poco después, quiero decir 7 u 8 meses
después de estar al borde de la mendicidad ( a veces
no comíamos, del aseo diario es mejor no hablar) mi
padre encontró trabajo: dejar bien limpio el sex
show que había a dos manzanas de casa, un tugurio
que se caía a pedazos pero que tenía clientela fija,
normalmente hombres de unos cincuenta años,
universitarios y a veces universitarios y
universitarias, solas o acompañadas de hombres de
unos cincuenta años, etc ... Antes de que mi padre
aceptara la oferta le sugerí que tal vez era yo
quien debía ponerse a trabajar, pero él me dijo
consigue una beca y vete lo más lejos que puedas,
todavía puedo apañarme solo. El trabajo de mi padre
consistía en pasar la fregona por las cabinas recién
usadas, había restos de semen y papeles arrugados y
monedas que alguna mano nerviosa no acertó a colocar
en la ranura. Cuando terminaba con las cabinas se
ocupaba de los baños que, sin saber por qué, siempre
estaban más limpios que aquéllas. Después limpiaba
el camerino de las chicas, limpiaba la parte del
video club y la sección de juguetes eróticos. Por
fin, sacaba la basura y se fumaba un cigarrillo
mirando las nubes. Esporádicamente, aparte de
limpiar, también se dedicaba a ejecutar y a hacer
guardar la seguridad del local, como decía él, y en
más de una ocasión intervino en una pelea, aunque
siempre salió mal parado, pero la violencia era la
última opción, normalmente intentaba dialogar,
mantener un tono sereno, elegir bien las palabras,
pero un puñetazo acababa con todo y entonces no
quedaba más remedio.
Las bailarinas eran todas extranjeras, normalmente
africanas, aunque también había polacas, mexicanas y
dos japonesas, estas últimas el verdadero reclamo,
pero ninguna de ellas era fija durante mucho tiempo.
Cuando mi padre entraba en el camerino todas le
abrazaban, todas le contaban su vida arruinada o
incomprensible, como si acabaran de salir de un cine
y las calles estuvieran vacías y los edificios
derribados, es decir las polacas le hablaban de
cadáveres diarios al borde del río Warta, las
africanas de sus hijos perdidos y tal vez olvidados
para siempre, una mexicana le hablaba,
indistintamente, de un sueño o encuentro con la
Virgen de Guadalupe, donde ésta la conminaba con un
tono marcial a dedicarse al espectáculo, o de otro
sueño, éste mucho más aterrador, donde se ve a un a
mujer de unos setenta años a punto de cruzar una
calle junto a un malecón, tal vez Palenque o tal vez
la Avenida Costera Miguel Alemán, en Acapulco, el
caso es que la mujer, antes de cruzar la calle, se
fija en un niño sentado en un banco del paseo
marítimo, está leyendo con las rodillas juntas y
encogidas, hasta que una ola gigante le aplasta, por
un momento el paseo desaparece pero en pocos
segundos el mar se retira y el niño sigue allí,
leyendo, apartando el agua de las páginas mientras
sonríe.
La otra mexicana no hablaba nunca. Las japonesas,
por el contrario, sólo le hablaban de
sadomasoquismo.
Una noche fui a buscar a mi padre a la salida del
trabajo. Había pasado la tarde en el vagón, a veces
leyendo, a veces fumando y viendo desaparecer el
humo, estaba aburrido y me apetecía despejarme.
Entré en el local y eché un vistazo a las películas,
todas a años luz (o no) de lo real maravilloso.
Apareció mi padre acompañado de una chica. Era
bajita, morena, y no tendría más de 25 años, llevaba
el pelo suelto y en sus ojos, o mejor, alrededor de
sus ojos, se oxidaba una locomotora abandonada. Soy
Jennifer Jones, me dijo, ¿cómo la actriz de Vittorio
de Sica en Estación Termini?, dije yo, tontamente,
con una voz que no reconocí, no, dijo ella, como mi
madre. Pero Jennifer no era americana, tampoco
argentina, tampoco chilena ni mexicana ni italiana,
sino japonesa, y días después, cuando mi padre me
dijo que Jennifer leía bastante y que además le
hacía compañía, mucha compañía, salí en su busca y
la invité a dar un paseo. No sé cuanto tiempo
caminamos, o si caminamos o volamos, el caso es que
Jennifer me dijo que no recordaba gran cosa de su
Kobe natal, tan sólo que su abuelo fue piloto
kamikaze en la Segunda Guerra Mundial y que su padre
se había suicidado sin ningún motivo aparente y,
después de mucho tiempo analizando el asunto,
tampoco sin ningún motivo razonable o de peso, se
suicidó una tarde del mes de mayo y ahí se acabó
todo. Al día siguiente de la tragedia su madre, como
cualquier desesperado que corre para dejar atrás un
incendio, se cambió el nombre por el de Jennifer
Jones, aunque según Jennifer (hija) su madre
ignoraba quién era la actriz americana. Una mañana,
con 23 años, Jennifer salió de su casa sin avisar a
su madre y cogió un tren hasta Tokio y luego un
barco hasta Shangai, ahí cogió el Transmongoliano
hasta Moscú y ahí el Transiberiano hasta la
República de Karachar-Cherkesía, aunque tal vez
fuera al revés, y luego pasó a Ucrania y después de
Praga cogió otro tren (éste muy caro, según me
contó) y en ese tren durmió por primera vez en no
sabe cuánto tiempo, tal vez dos meses, tal vez tres,
aunque a mí me parecía demasiado sin dormir para un
cuerpo tan menudo y también muy poco tiempo de viaje
para tanta distancia, pero según Jennifer se echó a
dormir y despertó en esta ciudad, trabajó de
camarera, limpió casas, dio clases de japonés,
después empezó a bailar en varias discotecas, empezó
a leer, a pasear, a veces acompañada, la mayoría de
las veces sola y sin rumbo fijo, se metía en una
calle, doblaba, aparecía en otra, subía, salía a una
avenida, después a un callejón, aunque a decir
verdad los callejones los esquivaba, tenía, según me
dijo, un olfato especial para detectar los
callejones antes de verlos, entrar en un callejón
suponía tener que retroceder y eso, retroceder, era
cosa de cobardes.
Mientras caminábamos tuve la tentación de
preguntarla si era masoquista, pero ella se adelantó
y me preguntó a qué me gustaría dedicarme en un
futuro, ¿en un futuro?, dije, si, dijo ella, cuando
seas mayor, ¿a qué vas a dedicar tu tiempo?, no lo
sé, respondí, aunque luego añadí que tal vez sólo me
dedicara a leer, pero no en esta ciudad, tal vez
consiga una beca y me vaya lejos, y después de decir
esto tuve ganar de reír pero me aguanté.
Antes de despedirnos pregunté a Jennifer si salía
con mi padre y acto seguido ella me preguntó por mis
escritores favoritos, he preguntado yo primero,
dije, no, dijo ella, pero hablamos mucho, nos
divertimos juntos, ¿sabes que a tu padre le hubiese
gustado ser conductor de trenes de lujo? Conducir Le
Train Bleu y llegar a París al amanecer, conducir el
Rheingold Express y disfrutar de su cúpula
transparente, de las viñas al borde del Rhin, de las
montañas suizas, ... ¿ A ti no te parece mucho más
elegante que cualquier otra cosa transportar nitrato
de amonio en vagones cisterna de acero inoxidable
austenítico?, ¿quiénes son tus escritores
favoritos?, volvió a preguntar Jennifer, ¿tú nunca
respiras?, la dije, y luego contesté, con los ojos
cerrados: García Márquez y Carpentier, y ella se
rió, ¿en serio?, me dijo, en serio, añadí. Después
Jennifer Jones me dio dos besos y se marchó.
Una mañana el encargado le dijo a mi padre que se
marchara, había contratado a alguien mejor. ¿Mejor
que yo?, dijo mi padre, y el encargado respondió:
si. Desde ese día mi padre se encerró en casa, a
veces le veía leyendo o revisando viejos papeles,
cuando yo llegaba del instituto hacíamos juntos la
comida, intentábamos mantener una conversación
animada sobre varios temas, le preguntaba por cómo
había pasado el día, le preguntaba si había salido,
si había visitado a alguien, en un ataque de
ansiedad le preguntaba por mi madre, le preguntaba
si todavía la quería, pero no contestaba, después él
me preguntaba por mis clases, por los compañeros,
¿tienes novia?, decía, y después añadía: estudia o
te machaco. No te preocupes por mí, le decía, y
seguía comiendo, entonces él dejaba los cubiertos y
respondía ¿cómo que no me preocupe por ti?, ¿por
quién debo preocuparme entonces, eh, listillo?, no
te preocupes, le decía yo, estoy estudiando mucho.
Después de comer mi padre lavaba los platos y salía
a pasear por la ciudad, cogía su cámara fotográfica
y mientras paseaba fotografiaba las nubes. Más tarde
a cada foto, a cada nube, según su forma, le daba un
nombre de país, después colocaba las fotos en un
álbum que siempre titulaba Mapamundi. Llegaba a casa
al anochecer, borracho, sujetando contra el pecho la
cámara de fotos, yo le llevaba hasta la cama y allí
le tumbaba y le desnudaba, a veces tenía la
tentación de leerle algo de Carpentier, de García
Márquez, sólo para que le atrapara el sueño y
volara, pero luego pensaba que no tenía ningún
motivo para apalear a mi padre de esa manera, así
que sólo esperaba en silencio a que se durmiera,
después me preparaba la cena, después me iba un rato
al vagón jaula, con la ayuda de una linterna me
dedicaba a leer y a escribir lo que fuera en mi
libreta. A las once y media volvía a casa y me iba a
dormir.
Durante dos semanas más profundizamos en Alejo, en
Gabriel, en la realidad caribeña y universal, en la
realidad, digamos, perfumada y de retrato total, y
Juanjo propuso un juego para la semana próxima, una
composición real maravillosa sobre lo que
quisiéramos, aunque nos advirtió que nos
esmeráramos, pues lo tendría en cuenta para la nota
final.