Lo decía Samuel, que pasaban cada
martes muy despacio, ya de noche, para que los niños
no pudieran verlos. Que pasaban más despacio que los
otros, el traqueteo lento y dislocado, como de
huesos de esqueleto bailando. Se sabía que venían
porque el jefe de la estación atenuaba un poquito
las luces, anticipando su llegada. Las mujeres se
volvían entonces para no verlos y los hombres se
descubrían, quitándose gorras, pañuelos, sombreros.
A su paso se detenían las conversaciones, se
entristecía la risa y el gesto, y quedaba en su
lugar un silencio extraño, sobrecogido, un silencio
de mucha gente, la suma de muchos silencios
pequeños. Y a veces, sólo a veces, adultos que nunca
antes habían hablado se cogían de la mano, y en la
penumbra de los andenes se podía escuchar a alguno
llorar un llanto bajito, avergonzado.
Les llamaban los Trenes Negros, y Samuel nos contó
que los vio una vez que era martes y volvía con su
madre de visitar a sus tíos en el barrio de la
Moncloa. Que se les hizo tarde, y aunque su madre no
quería coger el Metropolitano no les quedó otro
remedio, porque a esa hora las calles se volvían
peligrosas y oscuras, cada vez había más hombres
armados y no era extraño leer en los diarios que en
la noche había habido un ajuste de cuentas, un
disparo, un muerto.
Dice Samuel que al principio eran apenas dos luces
en la boca oscura del túnel. Que al verlos aparecer
su madre le tapó los ojos con las manos, pero él se
las arregló para mirar entre los dedos delgados,
como hacía cuando jugábamos a las escondidas y
contaba hasta cien en la parte de atrás del almacén
de madera de Almansa. Y que lo que vio entre los
dedos de su madre hizo que las piernas se le
durmieran un poco, como si un ejército de hormigas
le subiera por las rodillas y se quedara allí, en
sus muslos, dando vueltas.
Les llamaban los Trenes Negros y eran tal y como nos
los habíamos imaginado tantas veces antes, largos,
lentos, silenciosos. Sin apenas luz en su interior,
aunque Samuel juraba que a través de las ventanillas
oscuras había adivinado sin dificultad su
tripulación horripilante de aparecidos, su feroz
pasaje de muertos apretujados: cadáveres
boquiabiertos, asombrados aún, levemente ofendidos,
como si la muerte les hubiera pillado de improviso,
dejándoles el gesto contrariado, los corazones
llenos de citas a las que ya no podrán acudir.
Decía también que el que los ve envejece cien años
por dentro. Y que a su paso quedaba en los andenes
ese silencio que es la suma de muchos silencios
pequeños y un olor penetrante y dulzón, como de
pólvora reciente o de perfume de mujer mayor.
Regresaban después las conversaciones y las risas,
la luz a los andenes, los madrileños a sus rutinas.
Y luego, nada.
Nunca, nadie, hablaba de ellos. Nadie en los
mercados, en las plazas, admitía haberlos visto
pasar una noche muy despacio, haber contenido a su
paso la respiración o el miedo. Se ignoraba su
existencia, se negaba como se niega la de un
fantasma muy temido, la de un pasado vergonzante o
doloroso; se evitaba nombrarlos, quizá por temor a
invocarlos, como si las palabras no fueran más el
modo en que designamos las cosas y sí la puerta por
la que vienen, su acceso a la vida.
Sin embargo recorría cada noche sus pasillos en mis
sueños. Caminaba despacio, calzadas las botas
pesadas del miedo. El cadáver de una niña nocturna,
las piernitas huesudas cruzadas sobre la bandera
pirata de su regazo, me sonreía entonces desde el
fondo de su propio abismo, mientras afuera, en el
andén de una estación en la que jamás antes había
estado, Samuel me hacía gestos y gritaba el túnel,
el túnel. Moría yo así también de miedo,
incorporándome cada noche, en mis sueños, al pasaje
fúnebre de Los Trenes Negros.
Una madrugada, sentado en la cama, sudoroso y
asustado aún por lo que acaba de vivir, le conté a
mi madre lo que nos había dicho Samuel. Me pareció
que le molestaba. Pensé que a lo mejor a ella
también le asustaban, y por eso no quería saber de
ellos ni que cruzaran sus sueños como cruzaban ya,
quizá para siempre, los míos.
Al día siguiente, mientras desayunábamos, sin
levantar siquiera la mirada de su taza, dijo que los
trenes llevaban pasajeros, para eso es para lo que
servían los trenes. Que lo demás eran tonterías de
críos tontos y que cuanto menos viera a Samuel
mejor, el chico ese era un mentiroso, desde que su
padre les había abandonado no hacía más que meterse
en problemas, y bastante difíciles estaban ya las
cosas sin necesidad de que viniera él a
complicarlas.
El papá de Samuel había desaparecido. En el barrio
decían que había cambiado de bando. Que una mañana,
temblando de miedo, había gateado hasta los puestos
del enemigo suplicando no me maten, por favor, no me
maten. Se lo habían oído decir al padre de Osorio,
con el que dicen que compartió batallón sindical en
el sur, cuando el frente culebreaba ya insolente por
las calles obreras del cinturón rojo, en Villaverde.
Y se lo decían también a Samuel, por ver si le
molestaban. Que su padre era un traidor, por eso los
de la Junta de Defensa habían ido tantas veces a
preguntarle a su madre y por las noches se la
escuchaba llorando bajito al otro lado de las flores
del papel pintado, que a duras penas alegraban ya
las paredes de la casa. Pero Samuel no les
escuchaba. Permanecía en esas ocasiones en silencio,
la mirada perdida en algún lugar entre su pupitre y
la pizarra, escuchando a sus Amigos Invisibles, los
que le explicaban, ya bien entrada la noche, el
Porqué de las Cosas.
Y es que Samuel era el Maestro del Miedo, el amigo
de los fantasmas que habitaban nuestros armarios
infantiles. A él le confiaban sus secretos y le
hablaban de sus odios, de sus amores y sus miedos,
porque los fantasmas, decía Samuel, odian y aman y
temen como nosotros. Y decía también que le
susurraban cosas al oído, por ejemplo dónde nos
escondíamos cuando jugábamos en la parte de atrás
del almacén de madera de Almansa, por eso nos
encontraba siempre a la primera, no porque hiciera
trampas cuando contaba apoyado en el árbol, doce,
trece, dieciséis, y mirara entre los dedos con
disimulo, sino porque los espíritus, sus amigos, se
lo habían dicho bajito, para que nadie más pudiera
oírlo.
Fue Samuel el primero en hablarnos también de la
Patrulla de los Túneles, un grupo de soldados sin
bando que vagaban por los subterráneos del
Metropolitano y se aparecían de vez en cuando,
matando hoy a veinte, mañana a cuarenta, pasado
quién sabe. Decía Samuel que degollaban a sus
víctimas con unos cuchillos que cuando se clavan en
el cuerpo humano ya no se pueden sacar sin provocar
un daño atroz. Y que antes de que pudieran
atraparlos desaparecían de vuelta en la oscuridad de
los túneles, donde planearían ya, a buen seguro, su
próximo golpe mortal.
Y decía también que su padre no les había
abandonado. Que si había pasado al otro bando es
porque era un espía secreto, un agente entrenado
para una misión importantísima, y que nadie lo sabía
excepto él, porque una vez vio su salvoconducto de
espía y el radiotransmisor portátil con el que,
desde las líneas enemigas, enviaría a sus superiores
cada madrugada información secreta, tan secreta que
ya no podía decir ni una palabra más, no fueran a
descubrirle, cambio y corto.
A lo mejor por eso la mañana en la que la palabra
Desertor apareció escrita con pintura roja de lado a
lado en la pared de su casa, Samuel no se alarmó.
Escuchó paciente las risas, los insultos, las
calumnias; enjugó las lágrimas de su madre, abrazó
su desconsuelo; consultó con sus amigos los
espíritus, los que le contaban la Verdad de las
Cosas, y al terminar se sonrió para dentro, aunque
todos, desde fuera, notamos sin dificultad que
sonreía. Esa pintada era parte del Plan Secreto:
eran los hombres de su padre los que la habían
hecho, conjurados para hacernos creer a todos en el
barrio que era un traidor y conseguir que el enemigo
así, avisado, confiara sin reservas en él y le
revelara secretos que después, ya en la madrugada y
aún a riesgo de su vida, radiotransmitiría lealmente
a sus superiores.
Entre los conjurados, decía Samuel, se contaba
Pasternak el Inconcebible, un famoso mentalista
húngaro, brigadista internacional del que se
rumoreaba que había venido a España huyendo de la
justicia de su país, donde, harto de sus
infidelidades, había hecho desaparecer a su mujer en
el transcurso de un espectáculo de magia. Pasternak
había actuado en los escenarios más exigentes de
Europa. Decían que había hecho cantar en alemán a
más de seiscientas personas una noche de noviembre,
en un pequeño teatro de Varennes, aunque la mayor
parte de ellas, preguntadas más tarde, admitieron
desconcertadas desconocer ese idioma. Que había
hecho llorar como un bebé a un ministro de la
guerra, a una mujer decorosa desnudarse ante el
público asombrado y a su marido felicitarse después
de la belleza de su esposa, porque si antes había
sido celoso, el Inconcebible le transformó aquella
vez en cínico y despreocupado.
Ya en España, una vez desmanteladas las brigadas, la
Organización Sindical le confió el mando de un
batallón de magos. Bajo sus órdenes, trescientos
ilusionistas realizaron las más grandes proezas que
se recuerdan, aquellas de las que con mayor
excitación se hablaba en los cafés, en las plazas y
en los parques de la ciudad sitiada. Con sus levitas
de gala bajo la guerrera, Los Magos, como se les
conocía, participaron en la ofensiva de Covarrubias,
Hinojar, La Cañada y Santa Serena de la Rubia. Las
balas les evitaban, trazando parábolas imposibles en
el aire, para después caer mansamente a sus pies;
cortaban a los temidos tercios de regulares en
partes exactas y luego las remezclaban a su antojo;
convertían sus fusiles en palomas manchadas y, a un
solo gesto de sus manos, los más fieros legionarios
bailaban como tiernos adolescentes en el campo de
batalla mientras se cubrían el rostro, azorados;
adivinaban, en fin, los pensamientos del enemigo en
el instante exacto en el que se formaban,
adelantándose así a sus acciones.
En cierta ocasión en la que los hombres de
Pasternak, cansados, desprovistos de municiones y
tras varios días sin comer, se vieron aislados en
una cañada y amenazados por un enemigo furioso,
harto ya de ver a sus mejores soldados ladrar como
perros, caminar milagrosamente hacia atrás, caer
desmayados como damiselas ante la sola visión de la
sangre, el Inconcebible abandonó su refugio y se
plantó, calmadamente, ante una columna entera de
acorazados que amenazaban con volar por los aires su
escondrijo. Levantó una mano hacia los amenazadores
cañones, muy despacio, y pronunció dos palabras en
húngaro que nadie acertó a escuchar del todo. Dos
palabras que hicieron desaparecer al batallón
entero. Sus colegas le ovacionaron, eufóricos. No
tanto porque acabaran de salvar sus vidas, poco
importaba eso ahora, como por la calidad
extraordinaria, y en verdad inconcebible, del truco.
Dicen que algunos de ellos trataron de repetirlo en
otras campañas meses más tarde, con desigual
fortuna.
A Pasternak se le perdió el rastro en la sierra
norte de Madrid. Se enamoró de una joven de belleza
transparente, a la que la tuberculosis y los años de
guerra habían confinado en la cama para siempre. El
Inconcebible la amó desde el mismo momento en que
adivinó sus pensamientos, tan puros. Contradiciendo
los severos diagnósticos, cada noche, cuando nadie
les veía, la hacía levitar sobre el colchón, y,
anudando un cordel de seda a sus delicados tobillos,
salía a pasear su amor por las calles solitarias,
fantasmales ya, de la ciudad sitiada, ella volando,
él también.
Todo esto nos lo contaba Samuel con gesto adulto,
informado, mientras al otro lado de las flores
azules que adornaban las paredes de su casa se
escuchaba el llanto limpio, rutinario, de su madre.
Y entonces, como no quien no quiere la cosa, o
mejor, como quien muere de tanto quererla, recordaba
que era martes, y que los martes pasaban Los Trenes
Negros, ¿os he contado ya que los vi pasar un día?
Nos lo había contado cien veces, pero no nos
importaba. De todas, la de Los Trenes Negros era su
mejor historia, la que nos hacía cogernos de las
manos, aterrados, mientras la escuchábamos. Por eso
Samuel, que lo sabía, nos la contaba otra y mil
veces más: que su revisor es la muerte y los vagones
están llenos de serpientes que trepan por las
piernas de los muertos y hacen nidos en las cuencas
de sus ojos, cómo va a saber él lo de las
serpientes, si nunca había estado dentro, pero
Samuel decía que lo sabía porque a las serpientes se
las escucha silbar desde lejos, y que bajáramos a
comprar un helado de corte al puesto de la esquina
de Moyano, el que atiende un señor que le falta una
mano, ¿os he contado alguna vez porqué le falta una
mano?
Pasaron diez años antes de que volviéramos a
encontrarnos. Sucedió por casualidad, en el café de
la scuela de ingenieros industriales de Madrid.
Seguía exactamente como le recordaba: el gesto
adulto, informado, dibujando circunstancias en el
aire con las manos, inventando movimientos,
personajes con los que atrapaba la atención de su
público, un grupo pequeño de estudiantes que,
formando un corro en torno a él, le escuchaban
hipnotizados.
Colaboraba con un periódico universitario,
escribiendo pequeñas historias, relatos de misterio,
amores novelescos que se enrevesaban de manera
inverosímil. Seguía mintiendo, a su manera.
Confundiendo las cosas que nos suceden con las que
tanto deseamos que nos sucedan.
Compartimos un café junto a una ventana e
intercambiamos recuerdos. Recorrimos juntos, de
vuelta, las habitaciones luminosas de nuestra
infancia, su tierno paisaje de revelaciones, el
tiempo en el que éramos aún exploradores.
Muchas cosas habían cambiado desde entonces.
Sabíamos ya, por ejemplo, que lo que Samuel vio
aquella noche de martes entre los dedos delgados de
su madre era real. Los Trenes Negros existían.
Transportaban los cuerpos de los milicianos caídos
en la Casa de Campo al Cementerio del Este, donde
eran enterrados. Las estaciones del Metropolitano
por las que circulaban atenuaban discretamente la
luz en los andenes, para que nadie pudiera ver el
interior de sus vagones. Bajo el dulce sudario de la
penumbra, los madrileños ofrecían entonces a sus
ocupantes un último y callado homenaje. Los hombres
se descubrían, quitándose gorras, pañuelos,
sombreros; las mujeres se volvían, temiendo
reconocer en ellos a un padre, un hermano, a un amor
muy querido. Y algunos lloraban un llanto bajito,
avergonzado, y guardaban ese silencio que en su
presencia era duelo, respeto, despedida enamorada.
Su existencia era el secreto más grande del mundo.
Lo guardaba con celo una ciudad entera, conjurada
sin saberlo para negar su dolorosa evidencia, su
valor trágico de síntoma. Subterráneo y oculto, el
dolor propio recorría así las entrañas estremecidas
de la ciudad, mientras arriba, en los jardines ya
florecidos de la primavera, las madrileñas reían
aún, cogidas del brazo de los milicianos, que caían
a sus pies, desarmados ante el ejército invencible
de sus rodillas; celebrándolas, como si la guerra
fuera cosa de otros y no el animal maloliente que
desde hacía ya más de dos años dormitaba a las
puertas de la ciudad; confiados aún en una victoria
que se hacía esperar como se hace esperar siempre
aquello que tanto deseamos, el amor de la mujer
amada, su regazo, una cita largo tiempo postergada.
Los Trenes Negros.
Todos en Madrid los conocían. También mi madre,
porque las madres saben todo lo que pasa y hasta lo
que no pasa también lo saben.
Pero el suyo no era, como creíamos entonces, un
trayecto hacia la muerte. En sus vagones, junto a
los cuerpos de los milicianos, florecía la dignidad
y la vida, el amor que una vez sintieron por sus
hijos, por sus mujeres; florecían sus ilusiones y
sus sueños, el tesoro ingente de sus caricias, la
adolescencia quieta, malgastada, que una madrugada
atroz les fue arrancada; su fortaleza, su
desconsuelo, el esfuerzo limpio de sus brazos.
Junto a sus cuerpos, los Trenes Negros llevaban
también lo que fueron en vida, lo que serán siempre
en la memoria de sus hijos, en el recuerdo enamorado
aún de sus mujeres, de sus hermanas, de sus madres:
sus ausencias transitorias, sus billetes de ida
sólo, su regreso eterno en el corazón de todos
cuantos hoy les deben su muerte.
También la Patrulla de los Túneles existió, aunque
no la formaban soldados, sino un inofensivo
contingente de borrachos que una noche se perdió en
los pasillos del Metropolitano y no supo encontrar
la salida hasta varios días después.
Y aunque no había vuelto a tener noticias de su
padre, a estas alturas yo también estoy convencido
de que Samuel tenía razón.
Si gateó hasta los puestos del enemigo rogando, no
me maten, por favor, no me maten, es porque era un
espía, un doble agente que cada madrugada, a
escondidas y aún a riesgo de su vida, informaba a
sus superiores de los planes ocultos de los
fascistas, y si todavía hoy se desconoce su paradero
es porque está lejos, en Méjico, en Moscú, o mejor
aún, porque a buen seguro, para protegerle,
Pasternak el Inconcebible le hizo desaparecer una
madrugada quieta y le hará reaparecer de vuelta un
día en un mundo mejor, ese que los ocupantes de Los
Trenes Negros, con su sacrificio eterno, ayudaron en
secreto a construir.
Madrid, primavera de 2006.