En las gasolineras
se funden los glaciares.
El humo de las fábricas busca ataudes blancos.
Quien tala el abedul
detiene un río.
Yo miraba
los bosques
desde un tren.
El cáncer
es la sombra
de las selvas quemadas.
Los poemas de Lorca crecen en los naranjos.
Los desiertos
empiezan en las peleterías.
El tren
dejaba atrás
marismas
y humedales;
dejaba
atrás
el salto
de los zorros
y el martín-pescador.
Los detergentes
llenan de azufre las manzanas.
En las niñas que lloran dentro de los quirófanos
se oye el grito del urogallo herido.
El tren
cruzaba
campos
de maíz,
subía
a la montaña,
lejos,
lejos del hombre
que inmiscuye un puñal en cada espiga,
lejos de su aire análogo al veneno,
sus nubes de nitrógeno,
sus hornos de carbón.
El tren
y la langosta
que se fragua
a sí misma
en la espesura;
el tren
junto al limón
que abre
la oscuridad
con dedos amarillos;
la caracola llena de pagodas torcidas;
el ciervo
reclutado
al azafrán.
Pasaba el tren,
hermosa cordillera instantánea,
horizonte mecánico,
dragón oscuro de los manantiales.
Pasó el tren y quedó ilesa la vida.