La primera vez que se avergonzó de
su madre, Virginia Asensi tenía sólo nueve años. Fue
una hermosa mañana de primavera. Paseaban por el
parque cuando un grupo de jardineros les dirigió
aquel silbido largo y crispado. Los hombres estaban
sentados sobre el césped, devoraban sus bocadillos y
bebían por turnos de una vieja bota. Y luego sonaron
para siempre las palabras oscuras, el idioma
violento de la carne: solamenteunratito-preciosa-telocomíaentero-pedazodeyegua-mecagoendios.
Después de tanto tiempo, cuando recordaba aquella
escena aún podía visualizar con absoluta nitidez,
junto al impío reflejo del sol sobre las
herramientas, un revoltijo de fauces amenazadoras,
bocas llenas de sucios dientes que masticaban
groseramente la comida y el deseo; y la mareaba de
nuevo el olor fuerte del vino recalentado y otro
olor más intenso, desconocido e inquietante, un olor
orgánico a hierba recién segada y a sudor y a cuero,
mezclado con un perfume muy denso, casi escandaloso,
de mujer.
Y la extraña sonrisa en los labios de su madre.
Clavada desde entonces en mitad de su infancia como
un rejón de desconcierto y de terror.
Y ahora su madre se había ido para siempre. Un
accidente de coche con el último de sus amantes. Los
dos muertos en el acto, arrollados por un camión.
Virginia viajaba en tren hacia una ciudad que no era
la suya, para asistir al entierro, y pensó que
aquella muerte violenta, una muerte apropiada para
los protagonistas de las novelas y de las películas,
una muerte en todo caso reservada a los extraños,
una muerte para ser leída en las páginas de un
periódico, pensó que una muerte así, después de
todo, resultaba la más apropiada para ella.
La sombra de su madre había convertido el tiempo de
su adolescencia en una región oscura y húmeda donde
tuvo que crecer como un hongo insignificante y
clandestino. Aquella mujer era la voz potente, los
escotes rotundos y el paso decidido. Llenaba los
espacios como un gas poderoso y algo tóxico. Entraba
en la panadería, o en un bar, o en un ultramarinos
como el emperador que rinde una plaza rodeado por el
griterío triunfal de sus propias huestes. Y esas
conquistas atropellaban a un enemigo avergonzado y
cabizbajo, que rumiaba en silencio su rencor. Y ese
enemigo era Virginia cada vez que su madre la
recogía a la puerta del colegio, caminando con
aplomo sobre sus altos tacones entre las miradas
toscas y los codazos de los chicos del último curso;
o cuando se tiraba desde el trampolín en la piscina
municipal del pueblo en que pasaban los veranos; o
cuando, durante el espectáculo de variedades con que
acababan las fiestas de la Virgen de agosto, se
ofrecía siempre voluntaria para ayudar al mago y se
dejaba serrar por la mitad o permitía que aquel
hombre le sacara monedas, palomas y pañuelos de
cualquier parte del cuerpo, ese cuerpo amenazante y
poderoso como un arma nuclear. ¿Por qué tenía que
tirarse desde el trampolín o subirse a la tarima de
madera donde la esperaban las ágiles manos del mago
precisamente ella, su madre, si ninguna otra madre
hacía nunca cosas así?
Desde muy pequeña, Virginia había sido una niña
retraída. Hablaba poco, con una voz insegura y
temblona como una súplica y, en cuanto comenzaron a
pedirle opinión sobre la ropa que prefería, hizo lo
posible por desterrar de su armario los colores
chillones con que su madre la había mortificado
durante los primeros años de su vida. Era como si,
con su actitud temerosa y reservada, tratara de
hacer penitencia por los excesos de esa mujer
arrolladora y alegre que parecía haberla traído al
mundo para que presenciara el espectáculo
ininterrumpido y sonrojante de su desenvoltura.
Nunca pudo perdonarle aquel día en que la obligó a
ponerse su primera minifalda con zapatos de tacón,
porque se negaba a verla siempre con aquellos
vestidos vaporosos de colores mortecinos y los
mocasines planos que, según le reprochaba cuando
perdía los nervios, sólo llevaban las monjas y ella,
su propia hija, que salía a su padre, con aquel mal
gusto de catequista o de vieja solterona. Su propio
cuerpo resultaba una amenaza, y los incipientes
signos externos de la mujer que sería la convertían
en una especie de reclamo viviente ante la voracidad
masculina. Cuando comenzaron a abultarse sus
pezones, sintió como si el mismo demonio hubiera
enterrado en sus entrañas la semilla maldita de la
vergüenza, porque esa simiente quebraba la tierra
virgen de su pecho para convertirse en una flor
indeseable que atraería miríadas de insectos
repugnantes, deseosos de libar su polen.
Creyó odiarla cuando cumplió los dieciséis, un
verano en que su madre -al ver que sus amigas
comenzaban a tener novio y la dejaban sola- se
empeñó en presentarle a aquel chico recién llegado
al pueblo por el que suspiraban todas las
adolescentes de su urbanización. Entabló amistad con
los padres del muchacho y cumplió con su propósito
porque, para ella, dejar de cumplir con el más
mínimo de sus caprichos era algo impensable. Las
cosas estaban ahí, delante de las narices de la
gente, sólo era necesario estirar la mano y
alcanzarlas. Existían dos tipos de personas, las que
eran capaces de hacerlo y las que no. Y como
Virginia parecía manca, su madre se había
acostumbrado a estirar la mano por ella y alcanzarle
las cosas, sin pensar que quizá su hija no las
deseara y que aquella exhibición de omnipotencia
pudiera hacer que se sintiera más manca todavía: una
discapacidad del alma, un muñón de su carácter.
Se llamaba Barcia. Nadie nadaba como él ni tenía
aquellos músculos en el abdomen, trenzados y tensos
como los que aparecían en las láminas del libro de
ciencias naturales. Era tres años mayor que Virginia
y aún no había dispuesto de tiempo para hacer amigos
cuando ella los presentó. La primera noche, tuvo que
escuchar de boca de aquel chico lo guapa que era su
madre, lo joven que parecía, lo bien que saltaba
desde el trampolín...y comprendió que, si carecía
por completo de otros dones, su paciencia era como
uno de esos músculos de extraño nombre que estudiaba
en clase -bíceps, serrato, esternocleidomastoideo-,
una cosa resistente y elástica, capaz de soportar el
peso infame de cualquier imposición.
Al principio, salió con Barcia por el mismo motivo
por el que consentía llevar las minifaldas que su
madre le compraba: las cosas llegaban a su vida de
ese modo y ella prefería aceptarlas, porque se
sentía incapaz de rebelarse y porque tampoco
vislumbraba ningún ideal que le proporcionara la
fuerza necesaria para llevar a cabo una revolución.
Plegarse al curso de los acontecimientos le evitaba
tener que levantar la voz y le permitía seguir
creciendo a la sombra de los otros, sin que los
otros percibieran demasiado los inevitables cambios
a los que la sometía su propio cuerpo. Su timidez
resultaba una enfermedad tan espantosa que el mero
hecho de que su madre le preguntara en la panadería
si iba a merendar, obligándola a pronunciarse
delante de todos, la sumía en un pozo de turbación y
de rencor, como si aquel inocente ofrecimiento fuera
en realidad un ataque premeditado y alevoso. Desde
su particular modo de ver la realidad, era el mundo
el que estaba enfermo, un mundo donde la gente
levantaba la voz, expresaba sus preferencias delante
de los otros con toda tranquilidad y se miraba a los
ojos fijamente. A veces deseaba ser como su madre,
un edificio indestructible construido con el cemento
armado de la autoafirmación, alguien capaz de hablar
a gritos de ventana a ventana, de sostener su
opinión frente a cualquier enemigo o de pelearse por
defender su turno en la tienda de comestibles,
porque estaba convencida de que las personas que son
capaces de realizar todas esas proezas sin sentir el
más ligero asomo de pudor deben de vivir en un mundo
feliz donde todo está permitido: el paraíso terrenal
de los árboles frutales del que le habían hablado en
clase de religión, una tierra vedada a los
pusilánimes donde la gente caminaba desnuda con el
mayor desahogo, porque sus habitantes aún no habían
sido manchados por el pecado original, esa rémora
que a ella le parecía arrastrar sin descanso por las
calles, a la vista de todos, como si cargara con el
cadáver hinchado y hediondo de su propia conciencia.
A Barcia, un muchacho arrogante, extrovertido y algo
bravucón, parecía atraerle Virginia porque era su
antítesis, y esas actitudes pusilánimes que, vistas
en otro chico, lo hubieran movido al desprecio y a
la burla, en ella le resultaban seductoras y le
despertaban un instinto protector que lo hacía
sentirse más hombre. Acostumbrado a salir en la
ciudad con chicas de su misma clase, chicas
desprejuiciadas y ostentosamente guapas como
Patricia Jarque -la que había sido su novia durante
sus últimos años de instituto-, chicas que hacían lo
posible por resaltar el tamaño de sus pechos o la
redondez de sus caderas y que se dejaban tocar en la
penumbra de cualquier discoteca con el orgullo de
quien entrega un cuerpo hermoso, Virginia se le
antojaba, en su concepción machista, la perfecta
pareja seria: una mujer de belleza discreta que
atajaba el atrevimiento de sus manos y ocultaba sus
encantos a los ojos de sus rivales, alguien que le
inspiraba respeto y lo ayudaba a cultivar esa parte
de su carácter que se sentía obligado a esconder a
los ojos de los demás gamberros de su edad, la
delicadeza. Alguien cuya polaridad magnética
resultaba tan opuesta que atraía como un imán la
dura y plana superficie metálica de su corazón.
Del mismo modo en que había ocurrido casi todo en su
vida, por decisión de otras personas, Virginia acató
-dándole por fin un motivo de orgullo a su madre,
que veía a su hija emparejada con el chico más
deseado- su nuevo papel de novia y, muy pronto,
hasta agradeció el poder refugiarse detrás de la
fuerte personalidad de aquel muchacho, que acabó
siendo su coartada perfecta para permanecer en un
segundo plano. Un verano tras otro, había sido el
paquete perfecto en la moto de Barcia, un peso
ligero que se acomodaba en la curvas a la
inclinación de su cuerpo mientras la maquina
avanzaba carretera adelante y los naranjos se
desdibujaban ante sus ojos como en una foto movida.
Y ahora, muchos años más tarde, Virginia viajaba en
un tren hacia algún lugar en el que la esperaba el
cadáver de su madre. Iba sola, porque Barcia, que se
había convertido en su marido, se hallaba en Nueva
York, en uno de sus frecuentes congresos médicos.
Todos los vuelos de vuelta estaban completos y no
podría llegar hasta dentro de un par de días, le
había dicho por teléfono a modo de disculpa. Cientos
de naranjos, que parecían los mismos de aquellos
antiguos veranos, resbalaban a ambas partes de las
ventanillas del tren. Y su padre se había quedado en
alguna parte de aquel camino, enterrado hacía años
en un lugar inhóspito y oscuro, lo mismo que su
felicidad, ese vuelo del alma que sólo había sentido
en los brazos de aquel hombre taciturno que de niña
le enseñaba los nombres de las flores y de las
estrellas y hablaba pausadamente, como en un
susurro, y procuraba apoyar su postura, cuando de
vez en cuando ella se sentía capaz de defender
alguna, frente a la energía desbordante de su madre.
Nunca le perdonaría a aquella mujer que lo hubiera
abandonado. Una madre no debía andar por ahí
enamorándose de otros hombres, afirmando su
sexualidad y viviendo la vida como si la única
obligación que la vida le hubiera impuesto fuera la
de vivirla, la de apretar a tope el acelerador sin
preocuparse del paisaje arrasado que dejaba a sus
espaldas. Virginia había aprendido que unas personas
nacen para ganar y otras para perder, que la
felicidad de unas implica la desgracia de las otras,
y que muy pocos son capaces de contravenir los
augurios de su destino, porque el destino y la
persona van tan ligados que terminan por ser la
misma cosa. El que nace para la dicha nace también
con la fuerza necesaria para gozarla, y el que nace
para el dolor puede permitirse el lujo de ser débil,
porque el dolor se vive sin voluntad y no exige
nuestro arrojo.
Los naranjos seguían sucediéndose detrás de las
ventanillas, y era como si, desde el día de su
nacimiento, Virginia no hubiera hecho otra cosa más
que dejarse arrastrar por aquel tren que ahora
parecía acercarla a una extraña estación.
En el tanatorio, sobre un par de carritos metálicos
con ruedas, vio los dos ataúdes, y pensó que, por
una vez, su madre cedía a una imposición externa, se
dejaba empujar. Alguien apretó un botón y una
cortina mecánica se interpuso, lenta, entre sus ojos
y aquellos dos bultos oscuros. Sabía que, detrás de
la cortina, crepitaban las llamas y, casi por
primera vez, se sintió verdaderamente viva, dueña de
un tiempo y una historia cuyas responsabilidades
nunca quiso aceptar. Quedaba a la parte de fuera,
protegida del fuego que estaría ya deshaciendo aquel
cuerpo a cuya sombra le había resultado tan difícil
crecer.
Al salir de nuevo al exterior, el último sol de la
tarde cegó sus ojos, era el mismo sol que había
brillado para su madre, que ahora brillaba para ella
y que continuaría allí, impío y fiel, cuando otra
cortina la dejara para siempre del lado de las
llamas. Era el sol de los vivos y los muertos, y
supo que, hiciera lo que hiciera, gozar o sufrir,
pelear o entregarse, el juicio indiferente de la luz
la absolvería, como antes absolvió la amargura de su
padre, como ya estaba absolviendo la memoria de su
madre, y no importaba si en esa memoria que cada uno
se construye cabía toda la desdicha del mundo o toda
la felicidad. Más tarde o más temprano, su cuerpo
acabaría sobre uno de aquellos carritos, camino del
perdón, ese cuerpo al que tanto temía, ese
desconocido al que siempre se negó a tratar, y
entonces, si los muertos conservaban algo de
conciencia, todo su pudor, todos sus vértigos y
terrores tendrían el sabor de las cosas inútiles y,
sin embargo, cada vez que algún desconocido se
acercaba para darle el pésame, su culpa pasaba de
mano en mano como un sucio mendrugo. Cuando era sólo
una niña, se encerraba en el armario de su
habitación hasta que su madre la encontraba y la
obligaba a salir, amenazándola con castigos
ejemplares y asegurándole que un día se iba a
ahogar. Le hubiera gustado vivir allí, en el cálido
seno de aquella tiniebla, lejos de la mirada enferma
de los otros, protegida de toda la basura que los
demás pudieran verter sobre su atribulado corazón.
La hija del amante de su madre -que se había
preocupado con diligencia de toda la burocracia
fúnebre- se llamaba Helena, tenía su misma edad,
treinta años, y era dueña de una belleza que residía
mucho más en la armonía de los gestos que en la
perfección de unos rasgos delicados. Una mujer
decidida y a la vez frágil, firme y delicada a un
mismo tiempo, cuyo modo de hablar transmitía una
inmediata sensación de seguridad y amparo, como si,
por su voz, perteneciera a la estirpe de esos
grandes líderes que son capaces de arrastrar a un
pueblo entero hacia su propia salvación en un
momento de emergencia.
Pasaron lo poco que quedaba de la tarde en un café
del centro, conversando. Y cuando comenzó a
oscurecer, Virginia percibió con asombro que sentía
una corriente de simpatía espontánea hacia Helena.
Había algo en ella que inspiraba confianza y creaba
a su alrededor una extraña atmósfera de impunidad
que sólo encontró antes en el cariño de su padre,
algo que le permitía mostrarse relajada, como si se
hallara dentro de una burbuja impenetrable y
aséptica, a salvo del mundo y de esa parte de sí
misma que se volvía contra ella para recordarle la
proximidad de las hienas y burlarse de su buena fe.
Mientras cenaban, su nueva amiga se empeñó en pedir
un par de botellas del vino más caro que encontró en
la carta del restaurante. Según ella, sus
respectivos padres -porque afirmó haber llegado a
conocer bien a su madre, y a quererla- tenían por
costumbre decir que los duelos resultaban siempre
una cosa desagradable e inútil y que la mejor manera
de boicotearlos era convertirlos en una fiesta. A
Virginia, en aquellas inesperadas circunstancias en
las que se hallaba disfrutando de la primera
compañía que desde hacía muchos años comenzaba a
parecerle deseable, la idea le pareció bastante
sensata pero, aunque la hubiera juzgado la propuesta
más descabellada, tampoco hubiese encontrado fuerzas
para oponerse a la decisión de la otra, porque
estaba demasiado acostumbrada a aceptar la voluntad
de los demás; así que, terminada la cena,
continuaron bebiendo y conversando en la barra de un
pub que aquella noche, entre semana, estaba casi
vacío.
Helena era soltera y trabajaba como maquinista en
una de las nuevas lineas del AVE. A Virginia,
imaginar a aquella mujer de apariencia quebradiza
dirigiendo los mandos de un tren le resultaba
fascinante, y se vio a sí misma encerrada junto a
ella en la cabina de uno de aquellos gigantes de
acero, las dos solas, rodeadas por el oro de los
campos y por un cielo muy azul, muy lejos del mundo
y de los otros. Los otros habían sido siempre, en lo
más recóndito de sus pesadillas, una especie de
dragón furioso de infinitas cabezas que se
alimentaba con la sangre corrupta de su conciencia,
y su conciencia no paraba de sangrar, sangraba sin
motivo, de un modo aparatoso e incontenible, deseosa
de atraer la voracidad de las múltiples cabezas del
dragón. Sin embargo, aquella noche, el alcohol y esa
manera limpia que tenía Helena de escucharla iban
restañando poco a poco el torrente exhausto de su
sangre, y ella se lamía la herida con la lengua, y
cada una de sus palabras era una transfusión de
plasma renovado y puro. Le habló de lo que jamás se
había atrevido a hablarle a nadie: de ella misma, de
sus angustias y temores; y le habló de su marido, de
cómo los presentó su madre aquel verano, de hasta
qué punto la odió por aquello, de cómo todas esas
cosas que la gente juzgaba insignificantes -los
ademanes, las miradas, el tono de la voz- para ella
podían llegar a significarlo todo. Le habló de un
mundo grosero y odioso mientras seguían bebiendo y
ese mundo se desvanecía a su alrededor. Y entonces
sí, entonces estaban por fin las dos encerradas en
la cabina de mando de aquel tren, y Virginia
tripulaba su estrella, confiada, por los aires
lavados de una paz sideral. Le confesó que no amaba
a su marido, que nunca lo amó. Suponía que él se
acostaba con otras, pero no le importaba. Eso la
eximía de tener que soportar sobre su cuerpo el peso
tiránico de otro cuerpo que jamás había conseguido
ayudarla a temblar.
El tren seguía suavemente su camino, llevándolas a
las dos muy lejos de cualquier estación. Y el
horizonte, visto desde aquella placenta, parecía
cada vez más ancho y más amigo.
Cuando entraron en la casa donde habían vivido sus
padres durante los últimos años, sus voces se
apagaron de repente. Se quedaron quietas, una
enfrente de la otra. Se miraron fijamente a los ojos
durante unos segundos, y luego cayeron abrazadas
sobre el sofá. Lloraban. Poco a poco, el llanto
compartido se hizo dulce, sanaba. Contra lo que
había supuesto, el roce de los labios de Helena
sobre sus labios no la intimidó. Abrió la boca y
sintió el tacto húmedo y tembloroso de la otra
lengua. De nuevo alguien tiraba de ella, pero, en
esta ocasión, se sintió empujada a favor de la
corriente, un viento favorable la acercaba despacio
hacia sí misma.
Mientras la otra le subía la falda y enterraba la
cabeza entre sus muslos, se quedó mirando una foto
de su madre que había sobre una cómoda cercana.
Recordó la primera vez que se avergonzó de ella,
cuando sólo tenía nueve años, pero la escena había
cambiado de pronto en su memoria, la muerte la
enfocaba bajo otra lente, más nítida y ecuánime. La
figura que ahora veía caminando por el jardín no era
ya la de su madre; aquella figura pertenecía a una
mujer joven que avanzaba con paso firme, convencida
de su derecho a ser libre y feliz contra todo y
contra todos. El tacto electrizante de la lengua de
Helena la ayudaba a comprender la extraña sonrisa
con que esa muchacha recibió una mañana de mayo el
tosco homenaje de aquel grupo de hombres. Un sol
rozagante de primavera iluminó la habitación. Era el
sol de los vivos y los muertos, que llegaba para
calcinar toda culpa bajo una luz piadosa y cegadora.
Y ante el retrato de aquella hermosa mujer, Virginia
sintió deseos de lanzar un silbido largo y
reverente, lleno de rendida admiración.