No lloro, fue una brizna de
carbonilla que me entró en el ojo.
En tus ojos glaucos, que a veces vertieron tantas
lágrimas.
Sólo por ti. Anda, prepárate, ahí llega tu tren. No
olvides tu equipaje.
Se besaron. Como si fuera la última vez, o la
primera. Un beso largo o eterno, también urgente,
desesperado. Los labios ardientes, como el humo que
vomitaba el tren que partió, igual que la tarde,
mustio, perezoso. Y la estación quedó fría, parecida
a un fantasma asustado. Partió el tren y ella lo vio
desaparecer en una estela blanca, en el horizonte.
Allí permaneció hasta que anocheció. En el andén, la
figura recortada en las sombras, como una estatua. Y
los recuerdos, como un lastre, dulce.
Esta música es para sentirla o para bailarla.
El saxo de Mazurca Márquez arrancó un sonido ronco,
desesperado, de mujer herida por un amor imposible.
Ella sintió la voz del hombre acariciar su nuca
desnuda y la fibra de su corazón pareció romperse,
en un crujido metálico. Sonreía, pero cuando se
volvió para verle, mostró un gesto de impostura,
premeditado.
Y la siento, contestó ella, sin ofrecer más
concesiones.
¿Y la bailas? Te vi mover los pies, dijo él y
pareció que intentaba llevar sus manos a la cintura
de ella, pero se contuvo, quizá por rubor o porque
la mirada de la mujer le atenazaba.
Ella reparó en los ojos del extraño. Ojos negros que
taladraban y causaban fiebre. Como rayos equis que
parecían desnudarla, deshojarla, por eso se sintió
incómoda y se llevó las manos al pecho para ocultar
lo que él adivinaba, pero que aún no veía. Bajó los
ojos como midiendo la estatura del hombre, firme y
espigada, y cuando quiso alzar la mirada, él ya
había posado sus manos en su talle y la empujaba al
baile. Se dejó llevar, parecía que volaba sobre la
melodía. Y entonces sintió un remolino en su pecho,
como si un golpe de viento se hubiera alojado en sus
pulmones, inflándola, elevando sus pechos que latían
como dos caracolas solitarias en un desierto de
arena donde una vez hubo un mar.
Cuando quiso darse cuenta ya estaba en medio de la
vorágine de la música, en el frenesí del saxo ronco,
lejano y nostálgico, y, con los ojos muy abiertos,
para probarse que no estaba soñando, se dejó llevar,
acunar por el desconocido. Decidió entonces no
pensar, sólo dejarse arrebatar por los sentimientos.
Ya habría tiempo para rendir cuentas a la
conciencia. Y el remordimiento aún se le antojaba
prematuro. Se traicionaría si pretendiera lo
contrario y no hay cosa peor que mentirse a sí
mismo, porque es como acudir al infierno sin ser
invitado. Sí, se mentiría, porque horas antes,
cuando estaba en la habitación del hotel, ya deseaba
lo que ahora le estaba ocurriendo.
Allí, antes de bajar a cenar y luego al salón de
baile, se había sentado frente al espejo del
aparador y se había estudiado detenidamente, sin
prisas, y entonces un colibrí le recorrió la sangre,
y sintió un sofoco repentino, un mareo, un profundo
estremecimiento. Tras ella aparecía la silueta
difusa del hombre que ahora abrazaba su talle. Sin
duda, fue el anuncio de un hermoso presagio. Y
entonces se decidió sólo a restaurar su cuerpo y
también el alma, porque tenía el pálpito de un
encuentro mágico, que no daba pie a los escrúpulos.
Comenzó a repasar sus cejas, abriendo mucho sus
ojos, de un matiz verde descolorido y destellos
marrones, y espolvoreó los párpados, apagados, pero
violentos. Luego se detuvo en los labios, perfectos,
carnosos, dispuestos para la perdición. Los pintó de
rojo y pasó la punta de la lengua para remarcarlos,
para notar la textura del carmín desleído.
Tras abrillantar su rostro, buscó la complicidad del
cuerpo. Un cuerpo maduro, aún firme, prieto, muy
deseable, y se congratuló, sonrió perversa,
imaginándolo acariciado, mordido, ensalivado,
abatido y magullado después de la batalla, y sintió
cómo se le abrían las piernas y exhalaba néctar de
miel su sexo, miel de deseo, de lujuria y
concupiscencia. Por eso se atrevió a desabrochar la
blusa ante el espejo, testigo fiel y traicionero,
dejar libres sus senos, sopesarlos con ambas manos,
y los notó firmes, duros, apetecibles, osados,
encabritados, y pellizcó incluso sus pezones, que
brotaron en la intemperie, como dos claveles. Como
dos obsesiones perdidas. Para sentirse viva y
deseada. Luego bajó sus manos por la lisura del
vientre, rozó el interior de sus muslos con la punta
de las uñas, ya pintadas del mismo color del coral
púrpura, que se abrieron aún más sobre el taburete,
alzando los talones y apoyándose sólo en los dedos.
Osó también, porque ya se hallaba perdida,
introducir la mano dentro de la braguita negra que
contenía y ocultaba el rescoldo celoso y ardiente de
su perdición, pero se detuvo a tiempo, contuvo su
ansiedad, aunque llegó a percibir el innato y
liviano contacto de las yemas de sus dedos con el
inicio del vello púbico, ralo y enardecido,
eléctrico, para apreciar sólo, y por un instante, la
suntuosidad de su sexo. Suspiró, dándose una tregua,
porque el tiempo ya la agobiaba. Antes, en la ducha,
ya dejó que los hilillos del agua recorrieran su
piel y cayeran como gotas sombreadas, pespuntes de
su cuerpo maduro, en la porcelana blanca del baño,
después de perderse en los filamentos prohibidos de
su entrepierna.
Aceleró su compostura para evitarse más aún la
tentación. Abrochó de nuevo su blusa, se calzó los
zapatos de tacón de aguja, que reposaban a los pies
del aparador, se irguió y contempló por último su
imagen de cuerpo entero. Y se sintió bien,
atractiva, y el colibrí de alas azules volvió a
recorrer sus venas. Y notó vigor, que ardía. Se
dirigió a la puerta con premura para no enredarse en
los fantasmas y bajó las escaleras, como una reina.
El Hotel Estación era un hotel de llegada o de
partida, decadente y austero, y pudiera pensarse que
sus cimientos fueron forjados más allá de la
memoria. Emergía como un menhir, perdido en el
devenir de los días, adormecido entre el polvo del
tiempo. En él se alojaban almas perdidas y con las
heridas aún sangrantes, buscavidas y noctívagos,
solitarios, errabundos y oportunistas, proscritos,
ex convictos de delitos inconfesables, deficientes
de amor y esquivos, azarosos y truhanes, ventajistas
y cazadores de fortuna o de sueños, coleccionistas
de amores furtivos y urgentes, y malabaristas de
juegos insospechados, pero sobre todo abundaban los
perdedores, gente sin futuro, que buscaba el rescate
salvador en el mismo umbral del infierno, pero pocos
lo lograban. Quizás ella era una de las elegidas.
Vivían el instante y se entregaban con pasión a él,
por si pudiera ser el único y definitivo.
En el tiempo que estuvo alojada allí, se preguntó a
menudo a qué tipo de aquellos pertenecía ella y
creyó firmemente que a todos, porque su alma estaba
formada por una alquimia múltiple y diversa. Y se
preguntó también a qué tipo de aquellos pertenecía
el hombre que ahora la abrazaba, al son del saxo,
rumiante y eterno de la orquesta, y fue buscando en
cada cara que el mareo del baile la dejaba ver, a
alguien a quien se asemejase el intruso. Pero no
halló parecido y concluyó que, al igual que ella, el
desconocido pudiera ser cualquiera de ellos, no
importaba quién, porque allí, en el Hotel Estación,
nadie preguntaba, era la discreción la mejor tarjeta
de identidad.
En la segunda pieza, ya estaba entregada. Ahora la
orquesta de Mazurca Márquez arrancaba suspiros de
noche ebria. La distancia entre el desconocido y
ella se había estrechado. Tanto era así que notaba
la respiración de él cerca de su piel, excitada y
enconada, soliviantada, y hasta alguna vez sintió
rozar su boca en el cuello, comerse los hilillos
sueltos que dejaba su pelo recogido. No paraba de
estremecerse en cada uno de estos gestos. Hasta que
se produjo lo que temía y que pudiera estar
deseando. La pierna de él se entrelazó entre las
suyas y en su muslo derecho notó, como un atropello
brutal, toda su virilidad encendida. Ella no
retrocedió, sino que aguantó estoica el roce
descarado del desconocido, y aguantó también cuando
él se fue acomodando, despacio, casi sin querer,
hasta depositar su parte endurecida en la misma
entrepierna de ella. La mujer no se retiró, sino que
se ahuecó aún más para permitir, a placer, el
ensamblaje perfecto y facilitar la maniobra
lujuriosa del extraño, aquella dureza estremecida y
sólida, que a ella le causaba escalofríos
deliciosos, turbación y calambres. Comenzaba a
adquirir la felicidad perfecta, en aquel momento de
ardor, un sentimiento semejante al que poco antes
había experimentado en la habitación, y notaba que
sus entrañas se abrían, y liberaban el néctar de su
ansiedad. Suspiró queda y levantó la cabeza modorra
que apoyaba en el pecho de él. Alzó los ojos y no
tuvo tiempo de mirarlo, para extasiarse en su
expresión, porque sus labios se unieron en un gesto
desesperado. Ya no oía la música ni veía los rostros
de los demás bailarines ni se fijaba en la gente
sentada entorno a las mesas, embozadas en la
penumbra, sólo escuchaba palpitar con fuerza su
corazón y reparaba en el temblor súbito que desde
hacía unos minutos la angustiaba.
Él se deshizo del beso y la susurró algo al oído. Y
ella asintió, aunque temía que si se separaba de él,
se rompiera el hechizo, se congelara su deseo.
Vayamos si quieres, musitó ella, ya enteramente
abandonada, perdida. Y él la cogió de la mano y se
la llevó en volandas. Nunca supo cómo cruzaron el
salón de baile, cómo subieron las escaleras, cómo
recorrieron el pasillo hasta la habitación y cómo
acertó a meter la llave en la cerradura. Sólo se
encontró desnuda, violentamente despojada de sus
vestidos, entre los brazos de él, enredada en el
cuerpo, también desnudo del hombre, y notó la
sacudida iracunda, posesiva e hiriente, de la
primera embestida que la dejó al borde de la
desesperación y del delirio.
Sólo la luz del día, que se agarrotaba por los
intersticios de la ventana y de su propia e
inherente voluntad, la llegó como un grito roto y la
sacó del ensimismamiento amoroso, y entonces sintió
que su corazón se desgarraba, porque la noche había
concluido, y el día era la forma más cruel que le
anunciaba el adiós. Se abrazó al cuerpo de él, como
un naufrago al pecio incontrolado y a la deriva del
barco hundido, y así aferrada, tratando de que el
pensamiento no horadara más su mente, se mantuvo
para dilatar la espera, para perpetuar el olvido.
¿Volverás otra vez?, le dijo al oído, y más que una
pregunta fue un ruego. Pero él se mantuvo en
silencio. Y ella supo que el amor se le escapaba,
tan esquivo como vino. Por eso cuando le vio partir,
saludándola desde el estribo del vagón, rememoró con
premura el pasado reciente y trató de memorizar la
figura del hombre, sus ojos de fuego, que la
taladraban, la desnudaban, su manera indecente de
mirar.
Al fin abandonó la estación y regresó al hotel.
Estaba llorando. Pero de alegría. Durante las noches
siguientes se preparó por ver si regresaba, con la
misma ceremonia de la primera noche. Una de ellas
notó la misma voz envolvente cerca de su nuca.
Has vuelto, dijo sin volverse a mirarle, pero
enseguida supo que no era el hombre de su desatino,
de su continuo desvelo. Había un aire gélido en su
entorno. Entonces se rodeó y vio su cara que podía
ser la de él, como la de cualquier otro de los que
se movían en el salón de baile. El extraño sonrió
forzado y le entregó un sobre, sin remite ni
dirección. Lo abrió con manos temblorosas. Desdobló
la cuartilla y leyó la inscripción que aparecía en
el centro. Sólo tres palabras y un nombre. Lo leyó
una y otra vez y luego buscó con los ojos perdidos
al desconocido que le trajo la misiva, pero ya no
estaba. Quería preguntarle quién se la había
entregado y dónde. Eran las mismas palabras que oyó
pronunciar a un moribundo hacía ya mucho tiempo y
que había comenzado a olvidar. Nunca te olvidaré, se
decía en la carta. Nunca te olvidaré, oyó decir
aquella noche ya remota.
Fue entonces cuando comprendió. Se iluminó su mente
y se contrajo su corazón. Y rememoró la imagen que
ya creía olvidada, después de las pesadillas de los
primeros días y de los meses que siguieron. La
imagen de su marido agonizando, los ojos vidriosos
de la muerte y el rictus de la desesperación cuando
tuvo la percepción confusa, pero reveladora, de que
era ella quien le había matado.
Guardó la carta en el sobre y subió las escaleras
hasta su habitación. Supo, con diáfana lucidez, con
abrumadora certidumbre, que debía seguir huyendo.