"Aquí donde la comparsa de los
ridículos hace alianza con los mediocres bajo el
atuendo de lo necesario"
Juan Carlos Mestre
A esas horas Madrid ofrece una tristeza que se
parece mucho a cuando enseñan los dientes los
animales muertos tirados en el suelo y el muchacho
se acuerda de la perra con llagas del patio de la
cárcel y, como estudió una carrera de letras,
recuerda también, casi a la misma vez, un verso que
dice: "Nada sé de este abrirse la luz de cada día/
sobre la siempre mar y su orilla de siempre". Al
muchacho le salió en la Selectividad que Madrid es
una ciudad con más de un millón de cadáveres y no lo
entendió entonces, pero ahora sí lo entiende. El
muchacho pasea bajo cero, le echa trozos de pan
bimbo a las palomas, recuerda con nostalgia cuando
soñaba sitios maravillosos a donde poder ir una vez
terminada la universidad y lleva trozos de kleenex
pegados en los dedos y en la punta del glande
después de haberse masturbado en los lavabos de la
estación de Atocha. Siente como si dentro de su
cabeza se encendieran cerillas de vez en cuando:
ráfagas químicas de lucidez poética que le vienen a
decir que la felicidad es un país al que nunca
conseguimos llegar del todo, que el universo
funciona a la perfección, pero él está encerrado
dentro de sí mismo, que no hay nada más hermoso que
los ojos de un caballo blanco anestesiado o esa
gente que llora cuando nadie la ve, que siempre te
extirpan algo, que Madrid es una ciudad con más de
cinco millones de cadáveres, que Europa es un
continente con más de trescientos millones de
cadáveres, que La Tierra es un planeta con más de
seis mil millones de cadáveres, que el mundo está
lleno de conversaciones oligofrénicas que satisfacen
una demanda social de algo mientras cada minuto se
deshiela un trozo del corazón de nadie,... y una voz
que le dice finalmente: ¡Todo es superficial:
pórtate bien!. De pronto se detiene frente a un
escaparate. Mira a un maniquí bellísimo vestido con
una camisa blanca y una falda vaquera y se enamora
de él. Piensa en que, tal vez, si le pusiera una
inyección, la figura podría tomar vida y acompañarle
en su viaje. Piensa también en el dolor que le
produce saber definitivamente que no podrá llegar a
besar nunca la boca de Uma Thurman. Luego camina
triste a las nueve y cuarto de la mañana del día de
año nuevo por las calles vacías y se acuerda de
cuando su abuela, muerta hace tres meses, le decía
siempre después de comerse las uvas cada nochevieja:
¡Cosme, este año va a ser muy bueno!, y entonces el
muchacho quisiera ponerse a llorar en medio de la
acera frente a un hombre calvo que conduce tres
dálmatas atados con correa. El muchacho sabe que ese
hombre es un cadáver más del millón de cadáveres que
pueblan Madrid y desean con vehemencia que las cosas
sean de una sola manera y que todas las maneras sean
una misma cosa, uno de esos cadáveres que se dedican
a perfeccionar su tenis y a ser un accidente inane
en el vacío intersideral, uno de esos cadáveres que
tienen los ojos embobados como Audrey Hepburn y
odian a los jóvenes que queman coches y revientan
cajeros automáticos porque han comprendido todo de
nuestra sociedad. El muchacho prosigue su camino
rompiendo trozos de pan bimbo con la mano derecha
dentro del bolsillo de su chándal barato. Lee uno de
esos carteles publicitarios que anuncian la
felicidad occidental y le entran ganas de creer en
esa felicidad, en la Nestlé, en la Bayer, en la
Benneton, en la Columbia- Tristar y en la madre que
las parió a todas. Siente envidia y asco de la gente
que desayuna tostadas con mermelada de fresa en las
cafeterías de enfrente del Museo del Prado, de
diseñadores especialistas en interiorismo que viven
del cuento, de jefes de negociado del Ministerio de
Hacienda, de jóvenes profesores universitarios un
poquito amariconados que juegan al bridge y al
squach, de subsecretarios generales que viven en
habitaciones abovedadas muy apropiadas para los
subsecretarios generales y tienen despachos de
subsecretarios generales y sillones de
subsecretarios generales y coches bemeuve y una casa
en la sierra y secretarias amantes que se peinan
como las bibliotecarias, pero llevan un piercing en
los labios mayores de la vulva, envidia y asco de
otros jóvenes de su edad que trabajan en la Bolsa o
en agencias de seguros y heredarán fortunas que
sabrán perpetuar y de madres sin menstruación que
tienen hijas Noemí y de sus hijas Noemí que se
comportan como los alacranes que se reproducen en
los cementerios de automóviles y sueñan en secreto:
¡Papi, dámelo todo!. El muchacho entra en una de
esas cafeterías en las que desayunan cada mañana
gran parte del millón de cadáveres y pide un vodka
solo porque le cuesta mucho asumir la realidad sin
estimulantes. Se fija en que el camarero lleva
chanclas y tiene cara de haberse portado bien toda
su vida y de no haber jugado nunca al voleibol bajo
la lluvia en la prisión de Nanclares de Oca. El
camarero lo mira con desprecio, con la actitud y el
escrúpulo de no gustarle su forma de vestir, sus
barba de seis días, su pendiente de zirconio en la
oreja derecha, su pelo rapado al uno, sus trozos de
kleenex pegados en los dedos y sus ojos de
autodestrucción, sus ojos que insinúan que el vodka
es más hermoso que follar. El camarero hubiese
preferido que sus ojos insinuaran algo bonito,
dulce, inofensivo, porque a los camareros les gustan
mucho, no lo pueden evitar, las personas drogadictas
de la conformidad, las personas que tienen el
cerebro encharcado en la felicidad europea y no se
quejan nunca, son amables y dejan propina. El
camarero le cobra de antemano. El muchacho no se
ofende. Paga en monedas sueltas mezcladas con trozos
de pan bimbo y el camarero sopla con saña y con
insolencia encima de la barra para que caigan al
suelo las migas y no tener que tocarlas al retirar
el metálico, ¡el metálico!. El muchacho imagina al
camarero consumiendo escenas ultrapornográficas en
Internet mientras, alrededor, los cadáveres del
millón de cadáveres se alimentan de un falso
entusiasmo, hablan mucho de lo que no funciona y
usan palabras bonitas para sobrevivir. Al muchacho
se le vuelve a encender una cerilla en el interior
de su cabeza y piensa: La gente no hace más que
hablar para defenderse de que la verdad no los mate.
El muchacho se aburre. Bebe vodka. Enciende un
ducados. Abre el periódico y lee en un titular:
"Alemania hace las paces con Marlene Dietrich", y a
él se la suda que Alemania haga las paces con
Marlene Dietrich. No entiende qué tiene que ver eso
con su vida ni con la vida del camarero ni del
millón de cadáveres ni de las niñas Noemí ni de los
subsecretarios generales. Después lee algo sobre el
Ministro de Defensa y elucubra sobre qué significa
ser ministro de defensa, para qué sirve un ministro
de defensa, y hace un esfuerzo por intentar
comprenderlo y creer en ello. Luego lee algo sobre
carbono catorce robado en Uzbequistán y algo sobre
condena por injurias a marca registrada y descubre
que el periódico está lleno enfermedad, que el
periódico está hecho como pasto espiritual para el
millón de cadáveres y para hombres calvos que sacan
a pasear dálmatas o chihuahuas atados con correas,
que el periódico está hecho para que los padres de
la hijas Noemí se entretengan leyendo cosas sobre el
Real Madrid, los dientes o Ibarretxe, para que los
periodistas hablen mucho de algo con palabras
minuciosamente analíticas porque no tienen nada en
absoluto que decir, que el periódico está hecho para
que la verdad no nos mate o sí nos mate. El muchacho
recuerda a su compañero de celda decir: ¡Cosme, no
vale la pena hablar de eso: sale en los periódicos!.
Al muchacho le pide fuego como queriendo ligar una
de esas mujeres casadas con viejos imbéciles
adinerados que las tranquilizan económicamente de
por vida y él no hace mucho caso, se limita a
manejar con lentitud e indiferencia su encendedor
mostrando los trozos de kleenex pegados en sus dedos
mientras bebe del vaso insinuando descaradamente en
su actitud que el vodka es más hermoso que follar.
El muchacho vuelve a recordar a su compañero de
celda explicándole anoche en Nanclares de Oca, en el
mismo momento en que todo el mundo se comía las
uvas, por qué los tábanos pican siempre en las
corvas. Toda una Nochevieja hablando de los tábanos
como cuando las putas están sin clientes y se
entretienen tirando flechines a la diana automática
de los puticlub y el muchacho piensa: qué pasaría si
no hubiera flechines y después piensa qué pasaría si
no hubiera puticlub, qué pasaría si no hubiera
cáncer, qué pasaría si no hubiera gente que trabaja
en ponerle a los billetes un sistema ignífugo, qué
pasaría si no hubiera tiendas de géneros de punto...
qué pasaría, qué pasaría. El vodka le ayuda a pensar
esas cosas y a recordar los bocadillos gratis que le
daban en "La Arrixaca" cuando donaba o vendía sangre
y al bruto de Gálvez viendo siempre en la cárcel
esas películas de Chuk Norris en las que salen
alicópteros como él los llama: alicópteros, muchos
alicópteros... Piensa en cosas raras como cuando
fuma porros por la noche tumbado en la litera de su
celda y le vienen a la cabeza genitales escocidos
por el pipí y de buena gana dibujaría con acuarela
la forma y los colores de esos genitales. El
muchacho desde hoy disfruta de un permiso semanal
por depresión endógena gracias a la influencia de un
primo hermano de la madre que es presidente de
Nuevas Generaciones en Almansa y portavoz oficial
para la explicación del euro en Castilla- La Mancha.
Se alegra de haber salido, pero también siente una
decepción, una tristeza. Se alegra de estar lejos de
Gálvez que te pide cascársela en las duchas y no te
puedes negar porque te quiebra un brazo o te cierra
un candado en el pellejo del escroto y se guarda la
llave el muy cabrón. Se alegra de estar lejos de los
funcionarios de la prisión que, cuando se aburren,
se divierten llamando desde un teléfono oficial a
chicas por azar para mosquearlas diciéndoles que
saben que sufren el problema de que les echa peste
la boca o de que tienen el coño excesivamente grande
y resudao. La cárcel tiene gozos minúsculos y
enormes proporciones de vacío, siempre están
poniendo por el hilo música de José Feliciano y de
Pink Floid, pero es como si el corazón de la alegría
hubiese renunciado a respirar allí. El muchacho mira
la televisión sin sonido de la cafetería y el Papa
gesticula, dice cosas con un enorme báculo de oro en
la mano. El camarero furga en el mando a distancia
como buscando escenas de la felicidad. Sale Frank
Sinatra vestido de marinero. Sale el rey de España
conduciendo un automóvil. Sale un campo de golf, una
becerra, mujeres maduras que dan noticias con un
fondo azul a su espalda y nunca son feas, José Luis
de Vilallonga, Bob Dylan, alguien como tratando de
explicar que la vida consiste en estar contento con
el peso que tengas, Ivonne Reyes, la tía tonta esa
que dice mucho: ¡aassúcar! ... El muchacho se
pregunta por qué son importantes José Luis de
Vilallonga e Ivonne Reyes, no acierta a entender en
qué radica su importancia, por qué salen, qué pueden
aportar,... Finalmente, el camarero abandona su
búsqueda y deja la tele puesta en la mierda de la
Galavisión. El muchacho vuelve de nuevo a la
intemperie y camina despacio como si llevara plomo
en el corazón, ¡plomo en el corazón!. Una mujer
embarazada llora en un paso de peatones y él la mira
y quisiera ayudarla, besarla, comprenderla. Le
gustaría decirle a Dios: Oye Dios, ¿por qué muchos
vivimos en rincones baldíos donde se acaba el mundo
como niños con mocos que están viendo llover?. No,
rectifica, le preguntaría otra cosa que también le
salió en la Selectividad, le diría: Oye Dios," ¿Qué
huerto quieres abonar con nuestra podredumbre, temes
que se te sequen los grandes rosales del día, las
tristes azucenas letales de tus noches?". El
muchacho tiene que tomar el tren para Albacete de
las once y cuarto y está haciendo tiempo paseándose
por la capital de España, mientras en el mundo
continúa extendiéndose la locura a través de los
cables telefónicos y la fibra de vidrio coaxial. El
muchacho suspira, se detiene ante un drugstore con
señoritas magenta detrás de unos mostradores,
enciende otro cigarro, y se acuerda de nuevo de
cosas de la cárcel, de su compañero de celda, uno
que es maricón y se ha puesto Eva Wait y lee todas
las noches antes de dormirse una carta a los gálatas
que lleva siempre doblada en el bolsillo de atrás
del pantalón vaquero y hace tatuajes con una máquina
que le vendió un gitano, uno que habla mucho de los
tábanos y de recorrer Escocia en furgoneta. Eva Wait
contarle que el pelo de los coños es mucho más
oscuro que el de las cabezas porque no le da el aire
y que una vez le presentaron a un conde de verdad y
que los condes de verdad huelen siempre a leche de
la polla. El muchacho se acuerda también de la
tristeza que deja la luz del sol cuando entra a
bocajarro en los pasillos de su galería y se acuerda
de nuevo de la perra con llagas del patio de la
cárcel y de las bandejas metálicas de la comida que
también son muy tristes y de repetir día tras día la
liturgia ordinaria del hastío. Entra al drugstore y
compra una caja de música que vale mil trescientas.
Se la embalan con prisa en papel de regalo y se
marcha callado y satisfecho. Continúa su paseo
cruzándose con más cadáveres, más gente de esa a la
que le gusta mucho la manera con que las abejas se
comportan y pensar en secreto: Tutto va bene. Quiero
que me clonen. De pronto se embelesa en un grupo de
damas con abrigos de pieles que ríen en la acera
esperando algún taxi. Besaría las bocas de todas una
a una. Después piensa de ellas que seguramente no
tienen talento, ni perseverancia, ni demasiada
formación académica, ni rectitud moral, pero visten
muy bien, se gastan cinco mil duros en un par de
zapatos, ocupan altos cargos en la administración
del Estado, hacen como si se preocuparan de cosas
parecidas a abrir pabellones de reposo para
funcionarios con estrés, ganan mucho dinero y actúan
en todas partes como animales muy sociales. El
muchacho las imagina comprando y regalando libros
plastificados con cuentos muy bonitos llenos de
valores democráticos en los que salen sentimientos
que les pasan a las verduras, que tratan de si la
alubia está triste o no tiene razón la coliflor. Y
el muchacho entonces se acuerda del salvaje de
Gálvez decir siempre que sale una tía hermosa por la
televisión que esas hembras buenísimas lo único que
quieren de verdad es que les meta un cuarto metro de
rabo uno de esos negros del baloncesto y después
utilizar para contarlo a las amigas la expresión
asquerosa: He tenido sexo con Asdrúbal. Gálvez con
su amuleto en el cuello de una peseta con la cara de
Franco. Gálvez loco y salvaje como Vicent Van Gog.
Gálvez hablando siempre de lo cansado que está de
vivir. Gálvez, cuando lo castigan, encerrado en una
habitación diminuta comiéndose muchas bolsas de
pipas. El muchacho se adentra por una de esas calles
con edificios viejos siempre en venta en las que
huele mucho a yodo y a sardinas asadas y jovencitos
rubios con perillas ridículas venden pegatinas que
dicen: Jesús te ama y piensa que hay un error muy
grande en alguna parte de nuestras vidas. Entonces
se acuerda de otro verso del Bachillerato: "Cansa
atravesar esta enfermedad llena de espejos" y de su
padre muerto cuando él tenía diez años y de cómo le
revolvía con la mano el pelo de la cabeza cuando
volvía del trabajo. Se acuerda de su madre y espera
que le guste la caja de música que ha comprado para
ella. Se acuerda de su hermano Miguel que es
diabético y trabaja en la Seat. Piensa en que dentro
de unas horas estará por fin, después de un año y
medio, en el hogar materno, en el octavo E de un
piso de protección oficial de la calle general
Flomesta en Albacete. Piensa en besarle muy fuerte
la frente a su madre, en las nueve mil quinientas
pesetas que le manda por giro postal cada semana
para que pueda sobrevivir entre tanto hijoputa de la
cárcel, en la forma en que suele llorar en el
locutorio cuando cada tres meses lo visita y lo
anima a estudiar oposiciones o a buscarse un trabajo
cuando salga de allí, en las manos tristes de su
madre vencidas por la artrosis, manchadas por la
edad y la lejía. El muchacho suspira, mira el reloj,
calcula y decide volver a la estación. Ve a una
vieja de luto que camina encorvada con una bolsa de
algo colgando de su brazo y se acuerda de cuando su
abuela lo mandaba a comprar diez duros de jamón de
york para ver los toros comiéndoselo. El muchacho es
licenciado en Hispánicas y sabe muchas cosas que ha
escrito en un bloc cuadriculado de bolsillo. Ha
escrito: hay una luz perdida en nuestros ojos. Ha
escrito: qué triste ha sido todo bajo un sueño que
borra lo sagrado. Ha escrito: vivir es recordar y
seguir viendo muchas cosas inútiles que salvan. Sabe
también la suerte que tienen los gobiernos de que la
gente vote, compre libros del premio Planeta, vea la
televisión, crea en la importancia de un campeonato
de tortillas de patatas y sienta: tutto va bene-
quiero que me clonen. Sabe que alguien puede robar
miles de millones, cometer cohecho, prevaricar,
atropellar a un mendigo, arrancarle de cuajo las dos
piernas y no pasarle absolutamente nada por eso, y
continuar viviendo en habitaciones abovedadas y en
chalets de lujo como toda esa gente que tiene cuanto
quiere. El muchacho está en la cárcel porque quería
comprarse una moto, por robar en una sucursal del
banco Hispanoamericano setecientas ochenta y cinco
mil pesetas que había en ventanilla. Siente frío,
mira hacia arriba y el cielo es triste con ese color
ámbar y algodonoso tan propio de cuando quiere nevar
o llover poco. En una pared lee un enorme cartel en
el que una mujer bellísima anuncia una marca de
sartén con la estúpida frase: ¿Te falta Tefal?. Al
muchacho le hace daño la blancura de los dientes de
la mujer y recuerda cuando alguien le dijo que los
artistas no llevan dientes propios, llevan dientes
de artista, se arrancan los suyos y se ponen
dentaduras perfectas para poder sonreír
adecuadamente en las películas como animales humanos
sensibles y benéficos que nos enseñan su felicidad y
dicen cosas bonitas y patrióticas parecidas a Dios
bendiga a este país. Prosigue caminando como si
llevara plomo en corazón y se cruza con chicas que
llevan zapatos de dos colores y miran soñadoramente
los escaparates de las tiendas y las imagina en casa
llorando por Tom Cruisse, poniendo con mucha
delicadeza pasta dentífrica en el cepillo de dientes
para intentar matar un poco el tiempo cepillándose
mientras miran el póster de Tom Cruisse. En la otra
acera dos jóvenes con gabardina beig caminan
callados como si fuesen buscando el amor y la dicha
por Washington Avenue. Pasa por delante de una
clínica privada con ladrillos azules esmaltados en
el exterior y piensa en la tristeza de los
recipientes previstos para vomitar e imagina también
alguna empleada del sanatorio meando en cuclillas en
el sótano. Sentados en un banco público, unos chicos
hablan de farlopa y siente el asco de esa palabra:
la palabra farlopa. Delante de él camina ahora un
sudamericano que lleva manchas de sangre en sus
tejanos blancos y descubre lo bonitas que son las
manchas de sangre en los tejanos blancos de la
gente. Unos niños para saludarse dicen: ¡Chócala!, y
eso le gusta mucho: ¡chócala!. Cruza una plaza con
la estatua de metal de un señor a caballo cagada por
palomas. De las escaleras de un hotel de lujo
descienden hacia taxis un puñado de seres vestidos
con abrigos largos y prendas de piel, parecen formar
parte de ese tipo de gente sentimentalmente nula y
famosa que publica libros, sale en la televisión, se
divorcian, viajan al Caribe,... Salta a la vista que
están acostumbrados a la representación social de un
empalagoso júbilo, que se creen casta y se sienten
distinguidos y el muchacho los mira con rencor.
Dentro de unos días volverá a la cárcel, tendrá que
regresar a Nanclares de Oca repitiendo la ruta.
Volver junto a Eva Wait y junto a Gálvez, soportar
el mal olor de los aseos porque en la cárcel siempre
hay alguien que se caga fuera o encima de la tapa
del váter, tendrá que luchar diariamente contra una
crónica sensación de derribo en un lugar muerto
donde todo es muy triste y la vida anida sin
respuesta, acudir los miércoles y los domingos a eso
que administrativamente se llama: servicio
religioso, porque da puntos, mejora el expediente,
recurrir a cobardes alivios cotidianos tales como
pagar mil pesetas para poder ver en grupo películas
porno en las que una joven asiática se la chupa a un
perro lobo... Asume y comprende que la cárcel son
horas de mucha inexistencia. El muchacho llega a la
estación. Compra una bolsa de pipas. Todavía le
quedan diez minutos. Deambula muy despacio
masticando semillas como alguien que no habla y sólo
existe para obedecer, como un cadáver más, como un
pez que se ahoga sin saber que se ahoga. Le gustaría
ser un gato jugando con un tubo de pastillas, pero
no lo es y hay una larga fatiga en sus ojos jóvenes.
Unos chicos votan sobre algo de una manera que
quiere resultar estrictamente democrática y que al
muchacho le parece subnormal e intuye en sus cabezas
muchas ideas equivocadas y abismales juicios de
valor sobre la especie, la vida, las personas.
Piensa: todo es portátil, todo es un juego social
sin demasiada inteligencia, todo es vivir así: sin
salvación ni sorpresa. El muchacho distingue un
puñado de individuos típicamente turistas a los que
les apasiona mucho visitar todos estos estados-
naciones tan bonitos que tenemos en Europa y
recuerda otro verso de cuando estudiaba en la
Universidad: "La vida quema nuestros ojos con el
frío de la nada". Una ráfaga de aire levanta papeles
y desperdicios en un rincón de los andenes mientras
los viajeros se incorporan a los vagones de sus
talgos y Dios casi no existe en sus almas de turba
genuflexa, en sus mentes drogadas por la
conformidad. Dentro del tren el muchacho está
sentado, la máquina se mueve ya, mira por la
ventanilla y ve cómo comienza a llover igual que si
un helicóptero dejara caer gotas de agua para nadie.
El muchacho cierra un poco los ojos y se pregunta:
¿por qué vivir?.