Page 37 - Premios del Tren 2023
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pequeño, frecuentado por pescadores domingueros pero olvidado de
forasteros y veraneantes. Recordaba haber pasado por allí, en mi via-
je de ida, pero no me había llamado la atención. Mejor así, me dije,
como si anticipara algo. Un lugar discreto. Había un tren cada media
hora, aproximadamente. Me encaminé a la estación.
Apenas tuve que esperar. El viaje fue tranquilo. Sólo dos hombres
de mediana edad, en conversación lenta y espaciada, fumando sus
pipas —aún estaba permitido, en aquel entonces. Por encima de su
asiento, en el maletero, reposaban dos cestas de mimbre y dos cañas
de pescar. Al llegar me apeé detrás de ellos y vi que se encaminaban
a un sendero que, arrancando de detrás de la misma estación, seguía
la línea de la costa hacia el norte. El camino. El mismo camino que
ahora estaba viendo, desde el tren. Les seguí. Al cabo de unos pasos
me detuve a contemplar el mar. Allí estaba, abajo, muy abajo, tan
abajo que mirarlo daba vértigo.
Sí, daba vértigo mirarlo, también ahora, aún sabiéndose bien pro-
tegido detrás de la ventanilla. Volví en mí. El tren estaba aminorando
la marcha. Ya estábamos entrando en la estación. Por un momento
me pareció notar el mismo traqueteo y el mismo olor de los viejos
trenes de carbón, como aquél en que llegué la primera vez. Al mo-
mento reconocí la pequeña estación. Me apeé. Al salir, como la otra
vez, giré a la izquierda, hacia el norte. Seguí el viejo camino sin asfal-
tar, el camino, bordeado de espinos y madreselva, ennegrecido por la
carbonilla y el humo del tren. Me dije que era absurdo, que hacía dé-
cadas que los trenes eran eléctricos. Delante de mí, a una cierta dis-
tancia, divisé a dos pescadores con las cañas al hombro y los cestos
sin duda aún vacíos, a la espera. Entonces supe, sin necesidad de gi-
rarme, que él estaba allí. Él, el pobre José Manso, el que aquel do-
mingo había descubierto de repente andando tras de mí, en pos de
mí, como una maldición. Como un maldito fantasma al que no había
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