Page 34 - Premios del Tren 2023
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tino. “Destino”: curiosa polisemia. Un destino —con artículo indeter-

                minado, o sea, uno entre tantos posibles, contingente y transitorio,
                provisional en mi caso—, un puesto en la función pública, era lo que

                me esperaba al final de aquel primer viaje. Pero tal vez también el

                destino: el único e ineludible, el necesario y definitivo. Como inelu-
                dible,  necesario  y  definitivo  había  sido  nuestro  encuentro,  aunque

                quisiera negarlo.

                     Me  metí  la  mano  en  el  bolsillo  y  extraje  la  cajita  de  caramelos.
                Hubiera preferido encender un cigarrillo, pero hacía un tiempo que

                en los trenes estaba prohibido fumar. Después de quitar el celofán

                que la envolvía la abrí, saqué uno y me lo llevé a la boca. Eran de
                miel y limón, frescos y suaves. Pensé que hubiera debido comprar

                también una botella de agua, porque tenía la boca seca. Dejé vagar
                de nuevo mis ojos por el paisaje.

                     El destino. Resulta tentador cargarle las culpas de todo lo que nos

                sucede y no entendemos. Por ejemplo, de lo que empezó a suceder
                por  aquel  entonces:  las  coincidencias,  los  encuentros.  Ya  he  dicho

                que Manso se alojaba también en una pensión, no muy distante de la
                mía. No tenía, pues, nada de sorprendente que por las mañanas, al

                dirigirnos al trabajo, nos encontráramos puntualmente —ambos éra-

                mos muy puntuales— a la vuelta de la misma esquina. Después de
                musitar un “buenos días” que apenas si lograba salir de las respecti-

                vas  bufandas,  seguíamos  nuestro  común  camino  sin  intercambiar

                palabra, uno al lado del otro, en silencio y mirando al suelo, hasta
                llegar al edificio de nuestra Delegación. Allí, después de recorrer lar-

                gos y desiertos pasillos —éramos siempre los primeros—, nos sentá-

                bamos a un tiempo a nuestras mesas vecinas, donde íbamos a per-
                manecer todo el día, con escasas interrupciones para ir al café o al

                excusado. Verle a él, inclinado sobre sus papeles o consultando un
                fichero,  era  como  verme  a  mí  mismo  en  un  espejo.  Aunque  yo  no





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